6

Pude ayudar a Penélope. Le envié mi oro a la finca por medio de Idomeneo. Éste fue sin protestar, pues sabía que no se iba a perder ninguna matanza.

Lo de Briseida era otra cuestión. Cuando ha pasado el primer arrebato del amor, resulta más difícil entender qué valor debemos atribuir a ese amor. Yo había acudido a rescatarla en otras ocasiones, más de una vez, y salvarla no me había dejado nunca en mejor situación. La verdad es que nunca quedaba seguro de haberla salvado. ¿Debía dejar a un lado mi vida, armar mi barco y salir aprisa rumbo a Éfeso?

Lo había estado pensando durante todo el otoño. Éfeso está a menos de seiscientos estadios de Mileto, y aquella noche en que me había encontrado sobre un caballo robado, esquivando a los arqueros persas, lo primero que me había venido a la cabeza era ir a caballo a Éfeso para buscarla.

Pero yo ya no tenía dieciocho años. Estaba cumpliendo mi deber para con Apolo, o eso creía yo. De hecho, tenía claro dentro de mí que yo era uno de los instrumentos de Apolo para el éxito de la Revuelta Jónica. Apolo estaba conduciendo a los griegos a la victoria. Mi buena suerte constante del otoño, las salidas de Mileto, la presa de los dos ricos barcos egipcios, todo apuntaba constantemente al favor del Señor del Arco de Plata. Y, dentro de mí, las necesidades de la Revuelta Jónica pesaban más que las necesidades de una sola mujer egoísta.

Y esto os revelará dos cosas. En primer lugar, que yo todavía sentía rencor hacia ella por haberme rechazado. En segundo lugar, que a los veinticinco años seguía siendo tan tonto como a los dieciocho, pero ya sabía racionalizar mejor mi irracionalidad.

De modo que pasé el invierno llamando «Briseida» a mi rubia, y trazando disculpas de por qué no podía acudir a rescatarla de ninguna manera.

Cuando llegó la primavera, fue la primavera más larga, más lluviosa y más tormentosa que recordaba nadie. Saqué el Cortatormentas a la mar cuando todavía no se habían quemado del todo los bollos en el altar de Perséfone, y tuve que volverme inmediatamente cuando una combinación de viento y olas me tronchó el mástil de la akateion como si fuera un palillo.

Pasamos cuatro semanas inmovilizados en el Bósforo cuando debíamos haber estado en la mar, y empezó a circular el rumor de que Mileto había caído. Pero no nos llegó ninguna noticia fiable a Galípoli, y reñíamos y discutíamos entre nosotros, y la decisión que había tomado en otoño de no acudir junto a Briseida empezó a parecerse muchísimo a una infidelidad.

Nos cansamos de ejercitar a nuestras tripulaciones, de pintar nuestros barcos, de los juegos y concursos. Nos cansamos de las chicas y de los chicos, y hasta nos cansamos del vino. Pero el viento rugía ante el Bósforo, y siempre que intentaba doblar el cabo en Troya y poner rumbo a Lesbos, me lo impedía un viento frío y oscuro.

Deméter enseñó al hombre a sembrar el cereal, y los brotes nuevos asomaron sobre la tierra, y por fin el sol saltó al cielo como una cuadriga, y el suelo se secó, y el mar estaba azul.

Milcíades tenía una buena escuadra. Con el buen tiempo, habían acudido a su lado dos voluntarios de Atenas; Arístides, que llevaba un buen trirreme ligero, y su amigo Frínico, el dramaturgo, con Clístenes, el proxenos de los espartanos, que era hombre poderoso dentro del partido aristocrático y que, sin embargo, era firme defensor de la Revuelta Jónica. Arístides venía acompañado de Glaucón y de Sófanes, pero estos no me miraron a los ojos. Me reí. Ahora, estaban en mi mundo.

Los atenienses trajeron noticias inquietantes.

—En la ciudad hay casi una guerra abierta —dijo Arístides con voz tranquila.

—¿Estás desterrado? —le preguntó Milcíades.

—No —respondió Arístides, sacudiendo la cabeza—. Preferí venir a hacer mi deber antes de que me desterraran sin que pudiera influir en la decisión. Los alcmeónidas controlan casi por completo la asamblea. Temístocles es el último hombre del partido del pueblo que les planta cara.

Milcíades hizo una mueca.

—Nuestra sangre es tan azul como la de ellos —dijo con desprecio—. Más azul, si cabe. ¿Por qué los llaman aristócratas?

Arístides sacudió la cabeza.

—No hace falta que te diga que la cuestión no es el color de nuestra sangre. Vamos a derrotar a los persas, primero, y ya nos preocuparemos después de la vida política de nuestra ciudad —miró a Milcíades frunciendo el ceño—. No quieras echártelas de paladín de la democracia, señor mío.

Milcíades se echó a reír levantando la cabeza. A mí me pareció que aquellas carcajadas tenían algo de teatrales, pero él salvó bastante bien las apariencias.

—Aquí no es que haya mucha democracia —reconoció—. ¿Piratas, asiáticos y tracios, conviviendo todos? En nombre de los dioses, deberíamos tener una asamblea, ¡solo que, lo primero que deberíamos debatir sería en qué lengua tendríamos que debatir! —bebió algo más de vino—. Y mira quién fue a hablar, ¡Arístides el Justo! Con tanto como hablas de esa democracia, desconfías de las masas; y cuando necesitas compañía, huyes de los aristócratas… ¡y acudes a mí!

Arístides se mordió los labios.

Yo me puse de pie.

—Nadie ha huido de nadie —dije, alzando la copa de vino—. Mañana navegaremos contra el Gran Rey.

Arístides me miró con sorpresa; con una expresión de sorpresa que no resultaba halagüeña del todo para mí.

—Bien dicho —respondió—. He oído decir que has hecho las paces con Apolo, ¿no es así?

—Todavía no —respondí yo—. Pero estoy trabajando en ello.

—Es lo más que puede decir un hombre cuando habla de los dioses —observó Milcíades.

Milcíades creía en los dioses tanto como Filócrates, es decir, nada en absoluto; pero hablaba como hombre piadoso y sin ofender a nadie.

Cimón contuvo una risotada, y Paramanos me guiñó un ojo. Aunque no esté hablando de Paramanos, no os penséis que no lo veía todas las noches, que no bebía con él todas las noches. Había tirado por su cuenta y se había marchado de mi oikía para ser señor por derecho propio, señor de piratas; pero era un buen hombre, y no dejaba de ser el más dotado de los hijos de Poseidón que surcaban el vinoso ponto.

—Bebamos por la derrota de los medos —propuso Milcíades, que ejercía de anfitrión.

Todos nos levantamos de nuestros divanes y bebimos sucesivamente: Arístides, Cimón, Clístenes, Paramanos, Estéfano, Metioco, que era el hijo menor de Milcíades, Herc, que había sido mi primer maestro de la mar; el eolio Heráclides, que ya tenía un trirreme propio, Harpago y yo. Once barcos en nombre de Atenas, un contingente tan amplio como el que enviaban algunas islas. En realidad, Atenas no pagaba ni un óbolo. Recuerdo que estaba allí Sófanes, y el poeta Frínico, que iba mirando sucesivamente a cada uno de nosotros para que supiésemos que estábamos viviendo la historia, que aquella copa de vino podía hacerse inmortal.

Bebimos.

A la mañana siguiente nos levantamos al alba y nos hicimos a la mar. Éramos un espectáculo magnífico, nuestras velas henchidas con un buen viento favorable cuando pasamos ante el cabo, frente a Troya, e hicimos un sacrificio a los héroes de la primera guerra entre griegos y bárbaros. Milcíades era como un hombre nuevo, muy metido en su misión y en su papel de jefe de la misma.

Cada noche acampábamos en los promontorios y playas de la Jonia (Samotracia, Metimna, Mitilene), y celebrábamos la unificación de los jonios y la victoria que íbamos a alcanzar. Nuestros remeros estaban en plena forma; el mes que habíamos pasado bloqueados en el Bósforo nos había permitido ejercitarlos y endurecerlos como lo han estado pocas tripulaciones; y la rica paga del otoño pasado les había hecho ser fieles a sus remos. Yo advertí que todos los atenienses procuraban evitarme.

Cuando llegamos a Mitilene, las playas estaban vacías, y en la Boulé los ancianos del consejo nos dijeron que las tormentas que nos habían tenido inmovilizados en el Quersoneso no habían llegado a Lesbos. La flota aliada se había reunido hacía tres semanas y había partido hacia Samos. Y habían nombrado navarca a Dionisio de Focea.

Creo que Milcíades habría desertado de la rebelión allí mismo si no hubiera sido porque venían con nosotros Arístides y los atenienses; pero no podía quedar por mezquino delante de su rival ateniense, de modo que navegamos rumbo al sur, hacia Samos. De pronto, nos habíamos convertido en una tripulación malhumorada.

No olvides este cambio de daimon, zugater, porque éramos los más disciplinados de todos los griegos.

Llegamos al fondeadero de la flota, en las playas de Samos, poco antes de que oscureciera, y me quedé sin aliento. No me había imaginado nunca que los griegos pudieran llegar a tanto.

Dejé de contar los trirremes de casco negro cuando iba por ciento ochenta. De hecho, Dionisio me contó más tarde que, en el momento culminante, llegamos a tener más de trescientos setenta en la flota, que fue probablemente la mayor reunión de barcos griegos de toda la historia. Habían venido todos. Allí estaba Nearco, mi antiguo discípulo de Creta, con cinco barcos; y los samios tenían un centenar. La propia Mileto había armado setenta, y en la ciudad solo había quedado un mínimo de efectivos para custodiarla.

Y Milcíades tuvo la grandeza de ánimo suficiente para sonreír y dar la mano a Dionisio.

Aquella alianza, fuera como fuese, debía ser obra de los dioses y no de los hombres. Nunca se habían reunido tantos griegos, tan dados a disputar entre ellos.

Llenaban las playas de Samos, y los persas deberían haberse rendido ya, aterrorizados.

Pero tanto Datis como Artafernes estaban labrados de otra madera. Datis fortificó su campamento todavía más y mandó aviso por toda la costa de Asia, exigiendo que acudieran a su servicio todos los vasallos del Gran Rey. Y Artafernes convocó a su guardia y a su corte y trasladó su ejército personal a Mileto. Él no era de los que mandan desde la retaguardia.

Dionisio era buen almirante y gran marino, pero era mal orador y peor líder, y sus críticas constantes a la poca preparación de los remeros jonios y eolios olían a racismo, ya que los hombres de él eran principalmente dorios. Los samios lo odiaban. Odiaban a Milcíades tanto como a él, y pedían abiertamente que se pusiera al mando de la flota a un samio; más concretamente, a Demetrio. Te diré, zugater, que no faltaba cierta justicia en sus pretensiones. Ellos tenían un centenar de barcos, y nadie más se acercaba a esa cifra. Mileto, a pesar de ser la más rica de todas las ciudades griegas, solo tenía setenta; y, en todo caso, Histieo no había querido abandonar su ciudadela, a pesar de que era el único hombre que podría haber tomado el mando sin que se alzara una sola voz de protesta.

En cualquier caso, Dionisio puso en marcha su programa de entrenamiento; y, como suele suceder, los barcos más dispuestos a seguir el programa eran los que menos lo necesitaban; mientras que los que más lo habrían necesitado (los aristócratas de Creta y los voluntarios de Lesbos, y Samos, de manos blandas) fueron los más reacios a trabajar.

He de reconocer también que Dionisio sabía lo que se hacía. Yo había creído que mi tripulación estaba compuesta por los remeros mejor entrenados del mundo; pero Dionisio no tardó en desengañarme de mi concepto de la areté. Cuando marcó un circuito con boyas de odres hinchados, yo le dije que era imposible que un trirreme lo sorteara; y él me avergonzó enseñándome cómo se hacía con su Serpiente de Mar.

Pasé una semana en los entrenamientos, y cuanto más aprendía los secretos de Dionisio, menos me gustaba su manera de enseñarlos. Cuando podía haber sido didáctico, era insultante; cuando podía alabar algo, era insultante. Y cuando intenté explicarle cuánto estaba ofendiendo a la mayor parte de sus navarcas, despreció mis críticas, considerándolas un intento ruin de desquitarme de él por su dominio superior de las maniobras navales.

—Tú aprendes deprisa —me dijo—; pero, dentro de ti, no eres marino, no eres más que un jefezuelo más. Cuando hayamos vencido a los medos, no sigas en la mar, muchacho; eso es para hombres mejores.

¿Cómo responder a una cosa así?

Yo no respondí. Pero buscaba un pretexto para echarme a la mar, al menos unos cuantos días.

El pretexto me llegó al poco tiempo. Yo era capitán por derecho propio, a pesar de que estaba al servicio de Milcíades, y asistía al consejo de la flota cuando tenía tiempo libre, es decir, siempre.

Mientras Dionisio se centraba en la habilidad marinera, a Milcíades y al viejo Pelagio les interesaba la información. Milcíades tenía espías en Sardes, pero no tenía modo de ponerse en contacto con ellos; y lo que todos necesitábamos saber era la marcha de la flota persa. ¿Dónde estaban? ¿Existía la flota, siquiera? ¿Se estaban reuniendo en Tiro?, ¿en Sidón?, ¿en Naucratis?

Nos imaginábamos que los persas nos temían.

Yo conocía a una persona capaz de dar respuesta a todas estas preguntas. Estaba echada en un diván, a pocos centenares de estadios de distancia.

—Dejadme en la playa de Éfeso —dije.

Todos los miembros del consejo volvieron la cabeza hacia mí.

—Conozco esa ciudad como si hubiera nacido en ella. Y allí tengo amigos, personas que no son amigos de los persas. Quizá, hasta pueda ponerme en contacto con alguno de tus espías de Sardes, Milcíades —añadí, inclinándome hacia este—. Solo tienes que decírmelo.

Una de las grandes ventajas de ser héroe es que, cuando propones algo arriesgado, nadie te lo impide. Es como si todo el mundo supusiera que esas cosas son tu destino.

A principios del verano ya empezaba a ver con cierto cinismo mi papel de héroe. Pero los griegos me iban a enviar a Éfeso. Teníamos espías en el campamento persa de Mileto, y yo sabía que Briseida no había acompañado a su marido a la guerra.

Estaba sola, en Éfeso.

Me puse en camino al día siguiente, librándome del sangriento Dionisio y de su tiranía sobre las algas, y librándome también de la competencia desagradable entre Milcíades, Arístides y los jefes samios.

Soñaba con subir con el Cortatormentas río arriba hasta la ciudad de Artemisa, con una desfachatez tan recia como el bronce recién forjado; pero no lo hice. En vez de ello, compré a unos samios una barca de vela, e Idomeneo, Harpago y yo nos fuimos en ella haciendo de tripulación, con Filócrates como pasajero exento de pagar pasaje. El blasfemo había llegado a caerme bien, y tampoco había dado muestras del menor interés por volverse a Halicarnaso para seguir dedicándose al tráfico de cereales a cambio de pieles y a incumplir sus juramentos.

—He nacido para esto —solía decir, dos veces al día como mínimo. Y sonreía con su sonrisa extraña de estar riéndose de sí mismo—. Echo de menos al canalla de Teucro. Tiene que volver a bordo para que yo pueda ganarle mi dinero.

La familia de Teucro estaba a buen recaudo en el Quersoneso, pero el arquero estaba otra vez en las murallas de Mileto, y todos lo echábamos de menos.

Navegamos en la barca por mares tranquilos, rodeando a Micale. Pasamos allí la noche, friendo sardinas frescas en una sartén de hierro y bebiendo vino nuevo que llevábamos en una bota. A la mañana siguiente volvimos a ponernos en marcha costa arriba y dejamos atrás las ruinas de la población antigua que custodian el promontorio más allá de Éfeso; y el segundo día vi brillar el templo de Artemisa con la última luz del día. El antiguo granito estaba encendido de color rojo a la luz del sol poniente, como si fuera piedra arenisca.

Me dejaron en la carretera de la costa, a veinte estadios de la ciudad. Les dije que volvieran a buscarme a los tres días; me eché al hombro mi saco de cuero, comprobé si tenía bien colgada la espada y me ceñí la clámide. Llevaba dos lanzas y un sombrero de paja ancho, como si fuera un caballero que iba de caza.

Fui andando, y ningún viandante se fijaba especialmente en mí.

Mientras subía por la carretera hacia la ciudad, recordé el último viaje que había hecho por aquella misma carretera; delirante de fiebre, esclavo del templo, destinado a arrastrar piedras hasta que muriera. De aquel muchacho a mí solo había diez años de diferencia. Es verdad que el río del tiempo solo corre en un sentido, como le gustaba decir a mi maestro.

A las pocas horas, lo vería. Él, al menos, no me traicionaría, ni a mí ni a ningún otro griego que estuviera al servicio de la rebelión.

Había tomado la determinación de ir a ver a Heráclito en primer lugar; porque le quería, y porque no sabía en absoluto qué podía esperar de Briseida, ni tenía la menor idea de a quién sería más leal ella. Ya debía de haber tenido noticia de mis encuentros con su hermano en el otoño e invierno pasados.

La verdad es que encontrarme con ella me daba miedo. Pero, como siempre, el miedo me movía a actuar. Nunca he podido soportar verme asustado, y ya de niño me obligaba a mí mismo a hacer las cosas que me daban miedo, para probarme a mí mismo… ante mí mismo.

Briseida siempre había entendido este aspecto de mi carácter… y lo había aprovechado en mi contra.

Mientras caminaba, oía su voz con la imaginación, y notaba en mis labios el sabor de su lengua, y de otras partes de su cuerpo también. Pensé en la primera vez que ella había venido a mí, cuando yo acababa de humillar a su enemigo, por ella, tal como había esperado de mí. Y pensé en la recompensa, aunque en aquel tiempo la había tomado por una mujer muy distinta de la que era. ¿Ves? Te estás sonrojando, querida. Los chicos solo piensan en una cosa, y en el modo de conseguirla.

Los chicos son previsibles, chicas.

Cuando levanté la vista, había llegado hasta nuestra puerta. Había llegado a la casa de Arquílogos, que había sido la casa de Hiponacte. A la casa de Briseida. Me había quedado plantado ante el portón, bien visible, como un tonto.

Me gustaría poder decir que hice algo ingenioso o astuto, como Odiseo. Pero no lo hice. Me quedé allí, al sol, esperándola. Supongo que creía que la diosa chipriota me la enviaría a mis brazos.

No fue así.

Sólo volví en mí y me aparté de allí cuando empecé a sentir que se me quemaban los hombros al sol. Subí por una calleja, tiré hacia el norte, hasta llegar a la base de la acrópolis del templo, y fui de allí a la casa vieja de la fuente.

Ya no existía.

Aquello me impresionó. En su lugar, había una construcción elegante de mármol de Paros y de granito local, con buenas estatuas de mujeres aguadoras, talladas de tal modo que las hidrias que llevaban en la cabeza sustentaban el techo.

Yo estaba fuera de lugar allí. Había unas cuantas mujeres libres, y muchos esclavos, y yo era el único hombre libre, y el único hombre que iba armado; y, como tal, inspiraba miedo.

El río de Heráclito había pasado de largo, y yo ya no podía volver a mojarme la punta del pie en él.

Hui.

Subí al templo, donde nunca faltaban los cazadores, aunque yo era extranjero, además de hombre en una ciudad donde la mayoría de los hombres se habían ido a la guerra. Dejé mis lanzas al cuidado del portero y subí a la palestra; hice un pequeño sacrificio a la diosa, y me puse a buscar a mi maestro por los pórticos.

Estaba allí, gracias a los dioses. Si hubiera faltado, creo que mi terror me podía haber llevado a la muerte.

Me reconoció inmediatamente. Disimuló de manera admirable. Terminó de impartir su lección, en la que exponía una cuestión acerca de cómo formaba Pitágoras un triángulo recto; después, tomó un poco el pelo a un alumno nuevo; y por fin, con tanta naturalidad como si hubiésemos quedado citados previamente, acudió hasta mí, me tomó del brazo y me apartó de allí.

—No puedes andar abiertamente por aquí, muchacho —dijo.

—Pero llevo haciéndolo todo el día —dije yo.

—Tú no dejas de ser tonto porque los demás lo sean también —dijo.

Ay, cuánto te había echado de menos, maestro.

Despidió a todos sus esclavos antes de dejarme que me quitara el manto de encima de la cabeza, y después pasamos horas enteras sentados juntos, tomando buen vino y comiendo aceitunas. Estaba delgado como un palillo, como si viviera en una ciudad asediada, y yo le obligué a que comiera aceitunas, y pareció que la piel le tomaba un color más sano a ojos vistas.

—¿Por qué te estás matando de hambre, maestro? —le pregunté.

—Ayuno hasta que Grecia sea libre —dijo.

—Entonces, ¡come! —exclamé, abrazándole—. En Samos tenemos casi cuatrocientos barcos. Se han unido todas las ciudades de la Jonia, y los persas no serán capaces de reunir una flota que nos plante cara. La primavera que viene, a más tardar, nos verás llegar subiendo por el río, y Éfeso será libre.

Entonces sonrió.

—¿Cuatrocientos? —dijo; y se puso a comer aceitunas a toda velocidad.

Encontré en la despensa pasta de aceitunas, anchoas y salsa de pescado, y preparé una pequeña cena para los dos a base de pan y de mucho opson, y le conté todo lo sucedido, desde el día en que habíamos ayudado a Hiponacte a morir hasta el comienzo de aquella misión.

—Qué llena está tu vida, y qué vacía está la mía —dijo, sacudiendo la cabeza.

—Tú enseñas a los jóvenes —le dije.

—Ninguno de ellos vale la décima parte de lo que vales tú, o Arquílogos. Daría diez años de mi vida a cambio de que brillara en el cielo una chispa luminosa. Pero sí que he tenido grandes discípulos —dijo, asintiendo con la cabeza—, y bastantes; y el último no ha sido el peor. A ti te llaman Doru, la Lanza de los Helenos. He oído ese nombre. Y ¿crees que has aprendido algo acerca de matar a los hombres? —me preguntó, entrecerrando los ojos.

Me encogí de hombros.

—Nada que sea distinto de lo que procurabas contarme hace diez años.

—El logos va hacia la verdad a veces por un camino, y a veces por otro —dijo—. Si lo entendiésemos todo, no seríamos hombres, seríamos dioses.

Tardé bien poco en darme cuenta de que no me quedaba nada que decirle. No le interesaban gran cosa mi fragua ni mi finca; a pesar de que, en su presencia, cobraban de pronto una especie de dignidad que no tenían cuando yo iba de pie sobre la cubierta de mando del Cortatormentas.

Pasamos un breve rato mirándonos fijamente el uno al otro.

—Quieres ver a Briseida —dijo de pronto.

El corazón me latió más deprisa. Esperaba que me diría que estaba fuera de la ciudad, o descansando tras haber dado a luz, o muerta.

—Suelo leerle en voz alta —me dijo—. Y tampoco debía haberme olvidado de ella cuando hablé de las chispas luminosas de inteligencia que he llevado al logos; pues, de entre vosotros tres, donde más brilla el logos es en ella.

Me sonreí al oír que la mujer más hermosa del mundo griego recibía alabanzas por su intelecto; pero mi maestro decía la verdad.

—Ven; iremos hasta su puerta —me dijo.

Cuando casi había oscurecido, rondaban por Éfeso principalmente esclavos y hombres que iban al encuentro de las prostitutas. Mientras caminábamos juntos, nadie nos prestó la menor atención.

Lo seguí hasta el portón de la casa de mi juventud. Esta vez, el corazón me golpeaba contra el pecho, y yo era incapaz de pensar, cuánto menos de hablar.

Mi maestro me tomó de la mano y me condujo hasta el portón como si yo fuera un estudiante joven. Yo no conocía al esclavo que estaba allí de guardia; pero el esclavo hizo una reverencia profunda a mi maestro y lo condujo hasta el patio, donde estaba tendida ella en un largo diván. Una mujer más joven la estaba abanicando, y el olor a menta y a jazmín llenaba el patio y me llenó a mí la cabeza. De pronto, era como si no hubiera pasado el tiempo. Nuestros ojos se cruzaron, y recuerdo que tuve un estremecimiento, y creo que ella también; tal era el poder de nuestra atracción mutua en aquellos tiempos.

No dedicó una sola mirada al mayor filósofo de su época.

—Has venido —dijo, cuando hubo pasado un tiempo.

Temblé.

—Me llamaste —dije. Me sorprendió lo tranquila que sonaba mi voz.

—No te has dado prisa —dijo ella.

—Ya no somos jóvenes amantes que estemos jugando a la Ilíada —dije yo.

—Nunca lo hemos sido —repuso ella, y su sonrisa se ensanchó en una leve fracción de una figura de Pitágoras—. Nunca hemos estado jugando.

Yo asentí con la cabeza.

—¿Por qué me has convocado, Elena? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros, y le cambió la voz, y agitó la cabellera como haría cualquier otra mujer.

—Porque me aburría, supongo —dijo con ligereza—. Mi marido necesita capitanes. Ya es hora de que te conviertas en un gran hombre.

Yo no tenía dieciocho años. Ella, sin levantarse de un diván, me llenaba. Apenas era capaz de respirar. Pero yo no tenía dieciocho años. Respiré hondo; me tragué mi réplica mordaz, me di media vuelta y me marché.

No os había prometido que mi historia fuera alegre, mis jóvenes amigos. Me temo que vamos llegando a la parte donde habríais preferido quedaros en casa.

Salí por el portón y me volví a casa de mi maestro. Iba temblando, como si tuviera frío. Estaba lleno de ira… y de miedo. Cuando me encontré en el patio minúsculo de mi maestro, alcé la cara a las estrellas.

—¿Qué he hecho? —les pregunté.

No me respondieron.

Tenía la cabeza llena de pensamientos, como un saco de lana lleno a rebosar; pensaba que debía volver y suplicarle que me perdonara; que debía enviarle una nota, tirarle piedras a la ventana… matarla.

Sí; me vino esta idea también. Matarla. Y ser libre.

En vez de ello, sin pensármelo mucho de manera consciente, recogí mis cosas en mi saco de cuero, lie mi manto de repuesto y salí a la noche tranquila de Éfeso. Había llegado a la conclusión de que, si no podía tenerla a ella, bien podía ponerme a prueba a mí mismo o morir. Es curioso que las ideas más extrañas se nos ocurren cuando estamos sometidos a la influencia de una emoción profunda. De pronto, yo ya no era trierarca, ni señor. Era un joven desengañado, airado, que buscaba la muerte.

Así es el amor, amigos míos. Cuidado con la chipriota; cuidado con ella. Ares, con su furia revestida de bronce, no tiene tanto poder como ella.

Leo la consternación en vuestros rostros; solo puedo suponer que ninguno habéis estado enamorado. ¡Y tú, zugater, si me entero que lo has estado, te meto una espada en el cuerpo, so zorra! Pero escuchadme. El amor… ese fuego que todo lo consume, del que nos habla Safo; ese juego peligroso de Alceo, esa cumbre de la virtud noble y esa sima de depravación que describió Pitágoras… el amor lo es todo. Los dioses se desvanecen; las estrellas palidecen; el sol ya no quema y el hielo no enfría, comparados con el poder del amor.

Cuando dijo que me había escrito porque se aburría, me golpeó con un bastón de humillación. Ningún amante puede aceptar un golpe así sin cambiar.

He tenido muchos años, muchas guardias nocturnas, y las largas horas anteriores a un centenar de combates, para pensar en el amor y en cómo podríamos haber sido cada uno de nosotros si no fuésemos unos animales tan orgullosos e insolentes.

Creo (tapaos los oídos, muchachas), creo que los hombres llegamos a amar por una combinación de lujuria y desafío, mientras que las mujeres llegan a amar por una mezcla distinta, de lujuria y de asombro por su propio poder, y de deseo de someter a otro. Como en el caso de Milcíades y Dionisio, y de otras muchas personas que compiten entre sí, en el mineral hay más residuos que oro, pero lo que se afina al fuego sale más fino que lo que podrían haber hecho de por sí cualquiera de los dos amantes. Los hombres llegamos a amar por desafío; el desafío del sexo, el desafío de defender a la amada de todos los que la pretenden, el desafío de ser el mejor hombre a ojos de la amada.

Briseida no dejaba nunca de desafiarme. Nunca gozaba de su compañía de balde, pues ella se valoraba a sí misma por encima de cualquier otro mortal, y sus favores eran premios a actos heroicos, a determinaciones heroicas… a una suerte heroica. La idea de que me hubiera llamado por aburrimiento era un insulto mortal para ambos.

De modo que me eché el petate al hombro y bajé la colina, dejé atrás a los centinelas de la muralla y salí por la puerta principal. La luna brillaba lo suficiente para caminar sin tropezar. Me dirigía a Sardes. La capital persa de Lidia, el núcleo del poder de los enemigos.

¿He dicho que ya no tenía dieciocho años? En lo que respecta a Briseida, siempre tengo dieciocho años, cariño.

O puede que quince.

Seguí caminando toda la noche, y todo el día siguiente. Subí yo solo el gran paso de montaña, con la cabeza casi vacía de pensamientos por el agotamiento; pero me detuve a verter una libación por los hombres que habían muerto allí luchando contra los medos. Cuando pronunciaba mi oración, cité en último momento también a los medos que habían caído allí, bajo mi lanza y bajo las de otros. Mi voz quedó suspendida en el aire, y me estremecí sin querer. Los dioses estaban escuchando.

Bajé por el otro lado del paso en estado de aturdimiento, y no me detuve a comer ni a descansar; y llegué a Sardes al caer la noche del tercer día. Como en mi primera visita, las puertas estaban abiertas. A diferencia de mi primera visita, no maté a nadie.

Sardes es una gran ciudad, pero no es una ciudad griega. Allí hay griegos, y persas, y medos, y lidios, gente morena y apuesta, y sus mujeres tienen cabellos negros, ojos grandes y cuerpos hermosos que no se molestan en ocultar.

Cuando entré por las puertas, no estaba en este mundo. Debía de parecer un loco; pero en Sardes había bastantes locos. No había olvidado el persa, y preferí hablarlo en vez del griego, y la gente me abría paso. La mayoría debió de figurarse que yo sería uno de tantos profetas que vagan por Frigia como una plaga, anunciando desgracias.

Dentro de mi cabeza estaba sumido en una fantasía temible, en la que el mundo real de las tiendas y las mujeres hermosas se mezclaba con el caos y la muerte de la batalla que yo había librado allí. Miraba sucesivamente los puestos de los tenderos, buscando a los muertos que yo sabía que debían estar allí.

Doy la impresión de que estaba loco; pero mientras tenía aquellos pensamientos, también sabía que necesitaba descansar, dormir, comer. Se me ocurrió volver corriendo a decir a Heráclito que había encontrado un lugar donde pasaba el río dos veces; que podía estar en dos épocas a la vez, con solo haber corrido unos cuantos centenares de estadios sin descanso ni comida.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba sentado en un jardín fresco, comiendo cordero. Es curioso, y me ha pasado con demasiada frecuencia, que en cuanto me entraba por la boca la comida, dulce y nutritiva, aquel semimundo curioso de las batallas y los dioses se desvanecía, y yo volvía a sentirme de nuevo como un hombre.

Estaba sentado ante una ancha mesa de cedro, al otro lado de la cual estaba Ciro, que ahora era capitán de cien soldados de caballería de la guardia personal de Datis.

Yo comía con hambre canina, y él me observaba con precaución, con una sana combinación de interés amistoso y desconfianza. A lo largo de los últimos años habíamos cruzado las espadas el número suficiente de veces como para que él supiera perfectamente de qué bando estaba yo. Por otra parte, le había salvado la vida, a él y a su amo, y para un persa eso significa más que la mera nacionalidad.

Me vio comer, y después me acostó; y al día siguiente sus esclavos me despertaron y volví a comer. Yo era joven, arrojado y sano, y me recuperaba con rapidez.

Aquel segundo día me estaba esperando en el patio.

—Bienvenido a mi casa —dijo en persa.

Yo, que conocía el ritual, hice un pequeño sacrificio de bollos de cebada en honor del sol, y comí con él el pan y la sal.

Señaló con un gesto de la cabeza mi saco y mi equipo.

—Llevas una fortuna —dijo. Mi oro y mi botella de cristal egipcia estaban en la mesa ante él. Se retorció el bigote—. Lo lamento, pero debo preguntarte cómo has venido aquí —me miró a los ojos—. Y por qué.

Los esclavos me sirvieron una bebida caliente. Los persas beben muchas cosas calientes porque en sus montañas las mañanas suelen ser frías; o eso me han explicado. Esta bebida tenía aroma de anís y sabía a miel. Sostuve su mirada, y decidí que, ya que había llegado hasta allí, me comportaría como un héroe y no como un espía.

—Mi señor —le dije—, te lo diré todo y con la máxima sinceridad; hablaré como un persa, y no como un griego. Pero déjame que te diga primero tres cosas. Y después podrás decidir si necesitas saber más.

Él asintió con la cabeza.

—Bien dicho. Considérate mi invitado.

Me indicó con un gesto el pan con miel; sabía que me gustaban, desde la época en que yo era Doru, el muchacho esclavo, y sus amigos y él me lo daban, solo para ver cuánto era capaz de comer. Levantó una mano.

—No dudo que me dirás la verdad. Pero, por si no me has entendido, sé exactamente quién eres. Eres un gran guerrero.

Sonrió. Los persas no mienten, y aquella sonrisa era de admiración sincera.

—Muchas veces ceno de balde o me regalan vino, solo a cambio de que cuente anécdotas de cuando te conocí de niño —dijo—. Ser amigo tuyo es un honor.

Me puse de pie. Los persas son muy formales.

—Es un honor ser amigo de Ciro, capitán de los cien que custodian a Artafernes —dije.

Se sonrojó, y se puso de pie a su vez; y vi que tenía envuelto en vendas el brazo derecho.

—¿Estás herido? —le pregunté.

—Sí —dijo con un suspiro—. Una escaramuza sin importancia por unos caballos, en Mileto.

—¿El otoño pasado, al filo del invierno? —le pregunté.

Él asintió.

—¡Yo estaba allí! —dije.

Asintió con la cabeza.

—Lo sé, joven Doru. De modo que… dime las tres cosas. Debo oírlas.

Volví a sentarme, y me calenté las manos con el cuenco de cerámica lleno de infusión caliente.

—Estoy al servicio de Milcíades de Atenas —dije con prudencia.

Ciro asintió con la cabeza.

—Estoy enamorado de Briseida, hija de Hiponacte, esposa de Artafernes —dije.

Ciro se sobresaltó; y, después, se dio una palmada en la rodilla.

—¡Claro que sí! —dijo—. Que Ahura Mazda me ciegue… ¡debí haberlo sabido!

Después, adoptó una expresión de seriedad.

—Es mi señor, claro está.

—He venido a Sardes en busca de noticias sobre cómo nos hará la guerra Datis —dije—. Pero la botella de perfume es para Briseida, y el dinero es mío, y nada de ello es para pagar a traidores.

Ciro bebió infusión, contemplando las rosas que cubrían el muro de su patio, iluminadas por la luz de la mañana.

—Si te hago detener, te enviarán a Persépolis —dijo—. El Gran Rey ha oído hablar de ti. Serás un preso noble y un rehén. Con el tiempo, podrías ascender en la corte y llegar a sátrapa… podrías llegar a mandarme a mí.

Me encogí de hombros.

—O podría matarte. ¿No niegas que eres enemigo de mi amo? —me preguntó, enarcando una ceja.

—No. Ni tampoco niego que he venido aquí para enterarme de vuestras debilidades. Soy un griego malo, ya lo ves —dije, riéndome.

Él no se rio.

—Nunca creí que llegaría a decir una cosa como esta… pero yo quizá durmiera más tranquilo si hubieras mentido un poco sobre estas cosas.

Me encogí de hombros. La ventaja que tenía era que me daba igual. Nunca había apreciado a la Alianza Jónica, amigos míos. Para mí, eran principalmente griegos orientales, hombres de manos blandas que discutían por la leña mientras se extinguían las llamas de su hoguera. Entre ellos había grandes hombres; pienso en Nearco y en Epafrodito. Pero Briseida me había hecho daño, y a mí me daba todo igual.

No obstante, mi papel de héroe me obligaba a hablar.

—En lugar de una mentira, te diré una verdad. He venido aquí a título privado. Quiero entregar mi regalo a Briseida y hablar con ella en Éfeso. No vengo a hacer la guerra a Sardes —dije, frunciendo el ceño.

—¡No fue así la última vez, so rebelde! —exclamó él, dándose otra palmada en las rodillas—. ¡Crucé mi espada con la tuya en el mercado! —miró a un lado y otro—. ¿Te ama, Doru?

—No lo sé, Ciro —dije, sacudiendo la cabeza—. Yo la he amado desde que era niño. Y ella me amaba a mí —sacudí la cabeza de nuevo—. Me amó una vez.

—¿Te has acostado con ella? —me preguntó Ciro. Los persas no se andan con rodeos para hablar de esas cosas.

—Muchas veces —le aseguré.

Él asintió con la cabeza.

—Ella ama a mi amo —dijo, y volvió a retorcerse los bigotes.

Y bien, tengo que hacer una nueva digresión para explicar que el adulterio, que para los griegos es una ofensa mortal, entre los aristócratas persas viene a ser una especie de deporte nacional, como la caza del león. Así pues, para Ciro, mi pasión hacia la esposa de su señor me hacía parecer más persa todavía. Yo no estaba de humor para andarme con cálculos y manipulaciones; pero comprendí que con este hecho sencillo, mi misión para Milcíades quedaría en un lugar casi intrascendente.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Él arruinó a la madre de ella, claro está.

Ciro lo sabía tan bien como yo. Los dos lo habíamos presenciado.

—Yo diría… a un hermano… que ella saborea el fruto prohibido precisamente porque está prohibido —añadió—. Que ama el poder, pero no ama a Artafernes.

Yo podría haber saltado a defenderla… si no hubiera sido porque sus palabras me parecieron verdaderas.

—Acostarse con una madre y con su hija se considera pecado en Persia —siguió diciendo Ciro—. Muchos de nosotros queremos que él la deje.

Inspiré hondo, solté el aire, y cambió el equilibrio.

—Déjame marchar, e intentaré llevármela conmigo —dije.

—Hum —apoyó la mano en la mesa—. Me encuentro en un dilema, entre lo que quiero para mi señor y lo que quiere él. No voy a ser cómplice de la corrupción de su esposa, a pesar de mis recelos —me observó, mientras se alisaba la barba—. Veo que no soy capaz de mandarte matar; aunque, para ser sincero, tengo la sensación de que eso sería lo mejor para el Rey de Reyes.

Recuerdo que me encogí de hombros. Una reacción estúpida; pero ¿qué ha de hacer un hombre cuando le plantean su muerte?

—Júrame que no harás nada que haga daño a mi señor, y que te marcharás de esta ciudad mañana por la mañana —me dijo.

Puse mi mano en la suya.

—Juro que volveré a Éfeso mañana; y que, una vez allí, mi único propósito será verla y marcharme —dije.

Si tenéis buen ingenio, os habréis dado cuenta de que mi juramento dejaba muchos cabos sueltos.

Nos dimos un apretón de manos, y él se terminó su infusión.

—Tengo cosas que hacer en el mercado —dijo—. Recoge todas las noticias que quieras. No servirán más que para desmoralizarte. No puedes luchar contra el Gran Rey. Su poder supera todo lo que te puedas imaginar. Debería enviarte preso a Persépolis; te haría un favor. Pero te dejaré que veas tu perdición, y te dejaré marchar hasta ella. Puede que salves a unos cuantos griegos para que sean súbditos del Gran Rey —señaló la puerta—. Ve; entérate. Y desespérate. Y deja a Briseida que siga su camino, te lo aconsejo.

Nos abrazamos como viejos camaradas. Era extraño que, aunque solo nos veíamos de tarde en tarde, aquí y allá, y aunque él no me había conocido siendo yo un gran héroe sino siendo un niño esclavo, no por eso dejamos nunca de ser amigos, ni siquiera cuando empuñábamos las espadas y nos corría la sangre hasta la muñeca, y las empuñábamos el uno contra el otro.

No creáis nunca que los persas eran hombres inferiores. Los mejores de entre ellos eran tan buenos como los mejores de los nuestros… o mejores todavía.

El permiso que me había dado para espiar en Sardes (y me lo había dado, en efecto), me había dejado helado, y me vestí y salí al Ágora.

Fui pasando de un puesto a otro, comprando vino en uno, un paquete de hierbas en otro, escuchando las habladurías y las noticias.

Yo había sido esclavo y sabía pasar desapercibido. Puede que Ciro me apreciara, pero era militar profesional, y antes de que el sol se hubiera alzado por encima de las casas bajas, supe que había mandado a dos hombres a que me vigilaran, dos lidios de cabello oscuro. Uno tenía una fea cicatriz en la rodilla que lo delataba cuando andaba, incluso desde lejos, y el otro tenía la costumbre de seguirme demasiado de cerca, por miedo a perderme de vista.

Yo había aprendido estas cosas cuando era esclavo. Los esclavos se siguen unos a otros para descubrir los secretos de sus amos. Los amos enseñan a los esclavos a seguir a otros esclavos, también para enterarse de secretos. Los esclavos se buscan amantes libres, o viceversa, y tienen que ocultarse. Me fijé en ellos antes de haber dado una vuelta completa a las tiendas y a los puestos del Ágora, y les di esquinazo con el sencillo recurso de entrar por la puerta delantera de una taberna que estaba en la esquina del Ágora y pasar por las cocinas para salir por la parte trasera.

Después, subí por una calle empinada hasta lo más alto, me senté en una tienda de vinos minúscula y vigilé por si me seguía alguien, como vigila una leona la presencia de los cazadores. Pasé una hora vigilando, y después fui por un callejón con charcos de orina de otras personas, y bajé la cuesta por otra calle estrecha hasta que llegué a la calle de los orífices. Entré en la segunda tienda, que era de un babilonio, y examiné sus mercancías. Estaba especializado en tubitos pequeños de oro para guardar pergaminos; servían para llevar amuletos mágicos escritos. Estaban muy bien hechos, y le compré uno.

El propietario tenía acento siriaco, lucía una enorme barba blanca como de actor cómico, y gesticulaba con las manos más que un ateniense. Regateamos mientras nos tomábamos una taza de infusión, primero, y una copa de vino después. Le estaba comprando un tubo de oro, no de plata ni de bronce, y mi compra le representaba diez días de trabajo, de modo que lo alargué todo el tiempo que él quiso, a pesar de que el regateo había quedado casi resuelto al cabo de cinco ofertas y contraofertas.

Lo envolvió en un pedazo de buen cuero teñido de Tiro.

—Me manda Milcíades —le dije, después de haber contado mis monedas en el mostrador.

—Entonces, debía haberte cobrado más —replicó él. Pero enarcó una ceja y me hizo un guiño. Y guardó mis monedas en su caja—. Voy a pedir más vino. Creía que el griego se había olvidado de mí.

—Cuando perdimos a Éfeso, ya no pudimos ponernos en contacto contigo —le dije.

Hizo una mueca.

—Tengo escritas unas notas —dijo, y subió a la vivienda del piso superior. Oí que hablaba con su esposa y que se movía de un lado a otro. Por fin, regresó.

—Están escritas a la manera hebrea —dijo—, y nadie puede leerlas, a menos que sea un sabio como yo —sonrió—. ¿Quieres un buen hechizo con tu bonito amuleto, soldado?

—No es para mí —dije.

—¿Para una mujer hermosa? —preguntó—. Has sido su amante durante muchos años. Y ella te ama. Y ambos sois demasiado orgullosos para someteros al otro. ¿Eh?

Me quedé mirándolo, boquiabierto.

—No en balde me llaman Abrahim el Sabio, hijo. Además, esta historia no es precisamente una novedad, ¿verdad?

Se rio con malicia, y empezó a trazar puntos minúsculos en un pedazo de pergamino.

Estaba dibujando una figura, una figura pequeña, meticulosa y perfecta. Claro que, era orífice, y esos hombres siempre saben dibujar.

—¿Y los persas? —le dije para animarle a hablar.

Siguió con la vista clavada en su trabajo.

—Datis reúne su flota en Tiro —dijo—. Piensa tener seiscientos barcos.

Confieso que se me escapó una maldición, a pesar de que en los últimos tiempos ejercía de hombre piadoso.

—Eso no es lo peor, hijo —prosiguió Abrahim. Echó una mirada a sus notas y sacudió la cabeza, frunciendo los labios.

—Datis ha acudido a cada una de las islas, y a todos sus jefes… con dinero. Dáricos de oro. A sacos —volvió la vista de nuevo hacia su trabajo—. Yo vi pasar por Persépolis la caravana del dinero, hace menos de tres semanas. Datis está dispuesto a tomar Mileto y a romper la rebelión, aunque para ello tenga que comprarla.

—Y ¿qué hay de Artafernes? —pregunté.

Abrahim se encogió de hombros.

—Yo soy un viejo judío de Babilonia, y vivo en Sardes —dijo—. No me preguntes por Éfeso. No vivo en Éfeso. Datis viene aquí, y los mensajeros traen de Persépolis sus planes y su dinero. Artafernes es una criatura de otra especie. Aspira a ser grande. Datis solo quiere vencer, y ganar favor.

—Mi amor es la esposa de Artafernes —dije. Nunca sabré qué me impulsó a decir aquello entonces.

—¿Briseida, hija de Hiponacte? —dijo Abrahim.

Levantó la vista, nuestras miradas se cruzaron, y fue como si estuviera asomándome a los ojos de Heráclito. Unos ojos que eran una puerta de acceso a los secretos del logos. Aquel hombre me había parecido cómico al principio, incluso mientras regateábamos. Ahora me parecía que me encontraba ante una presencia singular. No retiró sus ojos de los míos.

—Entonces, tú eres Arímnestos. Aaah —dijo, y asintió con la cabeza—. Interesante. Me alegro de haberte conocido.

Dije algo más, tanteando al azar.

—Conoces a mi maestro, Heráclito.

—Lo conozco —asintió él—. Hasta entre los goyim[3] existen grandes hombres.

Terminó su trabajo, y se quedó sentado un momento, inmóvil; y después pasó la mano sobre el pergamino minúsculo, lo enrolló apretándolo mucho y lo metió en el tubo.

—Como pasa a la mayoría de los jóvenes, se libra dentro de ti una guerra entre el hombre que actúa y el hombre que piensa. Sigue mi consejo: piensa más —envolvió el tubo con el cuero rojo—. Seiscientos barcos… preparados para hacerse a la mar cuando sea la fiesta de Artemisa en Éfeso. Los mandará Datis. Oro para todos los señores de todas las islas… cuidado con las traiciones. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza.

—Te… ¿te debo algo? —le pregunté.

Él se echó a reír.

—Soy judío, muchacho. Los persas destrozaron a mi pueblo, y estoy dispuesto a ayudar a cualquiera que sea su enemigo.

Le di un apretón de brazos, y cuando ya iba a salir por su puerta, volvió a llamarme.

—Muchacho, yo no te conozco —dijo—. Pero, a pesar de todo, intentaré darte un consejo. Vuélvete directamente con los tuyos, y no vuelvas a verla a ella nunca más. Mi pergamino no puede protegerte de… de lo que hay entre vosotros dos.

Sonreí, abracé al viejo judío y me volví al Ágora, donde los que me seguían volvieron a localizarme con evidente alivio. Dejé que me acompañaran mientras compraba un buen cuchillo para Filócrates, un ceñidor de bronce para Idomeneo, y unas bonitas tijeras para mi hermana, cosas que los de Sardes hacen a la perfección. Para mí me compré un arco persa lacado; y después se me ocurrió comprar otro para Teucro. Compré haces de flechas, y compré también un caballo, un bonito macho castrado, con sus arreos y todo. Da gusto tener dinero. Comprando cosas, te sientes mejor después de que alguien te acaba de decir que el enemigo tiene seiscientos barcos.

Aburrí a mis sombras hasta dejarlas tranquilas, y me dirigí después de nuevo a la casa de Ciro.

Comimos juntos. Ciro estaba callado, y yo también, pero hacíamos buena compañía, brindábamos por la salud del otro y decíamos juntos las oraciones y las libaciones.

—Estás tan sombrío como yo —dijo al final de la comida.

—Según los rumores que corren por el mercado, Datis tiene seiscientos barcos, y una reata de mulas cargadas de oro.

—¿Qué esperabas, hermanito? —me preguntó Ciro, aunque con tristeza, como si la victoria de su amo fuera una desventura—. No podéis luchar contra el Gran Rey.

—Sí que podemos —repuse yo, encogiéndome de hombros. Pensé en las playas de Samos, llenas de barcos, y en los entrenamientos—. A igualdad de barcos, podemos vencer a todos los egipcios y fenicios que se nos pongan por delante. ¿Estuviste en Amatunte? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Artafernes y yo estábamos de campaña en Frigia.

Asentí con la cabeza.

—Aquel día tomé cuatro barcos enemigos, Ciro. Si Datis reúne seiscientos barcos, la mitad serán aliados a la fuerza, como los chipriotas. Y cuando le hayamos vencido, el Imperio persa habrá terminado en la Jonia.

—Es un sueño noble —dijo Ciro, sacudiendo la cabeza—. Y entonces, todos vosotros, los griegos, seréis libres… libres para ser tiranos, libres para mataros unos a otros, libres para violar, robar y mentir. Libres del yugo persa, y del buen gobierno, de los impuestos bajos y de la paz.

Hablaba con vivo enfado, como habla un padre cuando su hijo o su hija ha dicho una impertinencia en la mesa.

Entonces me tocó a mí sacudir la cabeza. Porque sabía, dentro de mí, que había dicho la verdad. El mundo de la Jonia no había sido nunca tan rico, ni había gozado de tanta paz, como cuando Persia dominaba la mar.

—Esa libertad de que tanto habláis, beneficia a los héroes —dijo Ciro—. Pero ¿y los pequeños labradores, y las mujeres y los niños? Serían más felices con el Rey de Reyes —se atusó la barba sacándole punta, se retorció el bigote, y soltó un gruñido—. Nos volvemos sensibleros, hermanito. Temo lo que pueda suceder cuando venzamos. Creo que habrá que pedir cuentas. Creo que esta revuelta ha asustado a mi amo, e incluso al Gran Rey. Correrá la sangre. Y los griegos sabrán cuán grande ha sido el error que han cometido.

Hice girar el vino en mi taza sin asa, y me sentí persa. Pero todavía me quedaba una flecha en el carcaj, a pesar de que mi cabeza estaba de acuerdo con todo lo que decía él.

—Ciro… —le llamé, después de que pasara un largo rato sumido en el silencio. El jardín estaba a oscuras y no acudía ningún esclavo.

—Estoy cansado de la guerra —dijo Ciro.

—Escucha, hermano mayor —le dije yo. Me agradaba aquel título honorífico que me había otorgado él, acogiéndome en su familia.

Él soltó un gruñido, a pocos palmos de mí, entre la oscuridad.

—Si tú fueras griego y no persa, ¿qué pensarías? —le pregunté.

Se rio.

—En ese caso, lucharía contra el Gran Rey con todas las armas y con todas las mentiras que tuviera a mi alcance —dijo.

Los persas no mienten.

Nos reímos juntos.

A la mañana siguiente, después de habernos abrazado, me marché en mi caballo. Cuando llegué al paso de montaña pensaba en él, y cuando vertí otra libación por los muertos en la batalla, pensaba en él. Pensé en Grecia y en Persia entre los restos de las viñas destruidas, en lo alto de la colina, donde los atenienses habían detenido a los hombres de Caria en la batalla de Éfeso, donde había caído Eualcidas, el mejor guerrero y el hombre mejor de todos los griegos.

Y, naturalmente, pensaba en Briseida. En sus palabras, y en su cuerpo, y en con cuánta frecuencia no coinciden aquellas con este.

Todos los muchachos cometen el error aterrador de creer que el cuerpo de una mujer no puede mentir. Que aunque mientan sus palabras, sus besos son verdaderos. La castidad es un mito inventado por los hombres para defender el territorio de los hombres; a las mujeres les importa poco. O más bien, a las mujeres como Briseida les importa poco la castidad. Cuando toman un amante, no reducen su territorio, sino que lo aumentan. De hecho, son como los hombres que son matadores. Es una conducta aprendida.

Si no sabéis lo que quiero decir, no seré yo quien os cargue con este conocimiento.

Volví a montarme en mi caballito y bajé por el risco hasta el río; tomé el transbordador por encima de la ciudad y llegué a la casa de Heráclito poco después de la hora de cenar.

Me abrazó.

No le dejé hablar, salvo para echarme su bendición en la puerta, y le dije que Abrahim, el judío de Sardes, le enviaba saludos.

—Datis tiene todo el oro de Persia y seiscientos barcos —le dije—. Tengo que ir con Milcíades. Pero necesito ver a Briseida. ¿Me llevarás con ella de nuevo?

Se me quedó mirando… creo que durante un rato largo. La verdad es que no lo recuerdo, o quizá no quiera recordarlo.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Debo verla —dije.

Hasta los sabios cometen errores.

—Está bien —dijo.

Estaba sentada en el patio de entrada, donde solía sentarse el portero, con la cara oculta entre la oscuridad. Allí donde su padre me había hecho entrar por primera vez en su casa. Donde su madre había jugado conmigo por primera vez. Donde Artafernes se había hecho amigo mío. Si es verdad que el pie sí puede mojarse dos veces en la misma agua del río, allí había muchos ecos del logos.

—Me dejaste —me dijo—. Y ahora vuelves —añadió con toda naturalidad.

Yo me encogí de hombros. El silencio se volvió más profundo, y me di cuenta de que ella no podía haberme visto encogerme de hombros.

—Me fui corriendo a Sardes sin parar —dije—. Me hiciste daño —añadí; y la sinceridad de esta afirmación resultaba más convincente que toda mi supuesta nobleza y que todos los discursos que había ensayado.

—A veces te odio —dijo ella.

Recuerdo que protesté.

—No… ¡escúchame! —dijo—. Tú tienes toda la vida que yo anhelo. Tú eres el héroe… navegas por los mares, matas a tus enemigos. Cuando te sientes impotente, te vuelves y te marchas. Te vas corriendo a Sardes —se rio, y su risa sonó crispada en la oscuridad—. Yo no puedo marcharme. No puedo ir ni venir, matar ni perdonar la vida. Es todo un atrevimiento por mi parte venir hasta aquí, a la puerta de mi propia casa; pero soy una ramera, una perdida y una traidora, y nadie tendrá peor concepto de mí si paso la noche aquí, aunque sí pueden tener peor concepto del pobre Heráclito.

—Vente conmigo —le dije.

—¿Para poder echarte de menos desde tu casa? ¿Para hablar de ti con tu hermana, mientras tú haces la guerra a los persas?

Solo entonces me di cuenta de que estaba llorando; pero cuando me acerqué a ella, me empujó con fuerza en el pecho con su fuerte brazo derecho y sacudió la cabeza. Las lágrimas volaron, y una me cayó en la mejilla y se quedó allí.

—Entonces, vente conmigo a ser una reina pirata —dije.

Extendió la mano y asió la mía.

Con aquel contacto, todo se sanó; o, mejor dicho, pudimos dejar de lado todos nuestros problemas. Durante unos cuantos latidos del corazón.

—Datis tiene seiscientos barcos, o eso dicen —dije.

—¿Es esto manera de cortejar? —preguntó ella—. Tiene lo que necesita para aplastar la rebelión. Pero mi marido vencerá sin él.

En vez de responderle, la besé, porque tampoco era tonto del todo.

Me devolvió el beso con toda su pasión habitual. Nuestros cuerpos no caían nunca en el orgullo necio de nuestras mentes. Nuestros cuerpos se unían como se unen el estaño y el cobre para formar el bronce.

Pero hasta los amantes deben respirar, y cuando nos separamos, me apartó de sí.

—Datis tiene más de seiscientos barcos —dijo, con voz un poco jadeante.

Puse la mano en su pecho derecho y le seguí el contorno del pezón. Ella me asió la mano, la lamió y la volvió a dejar en mi regazo.

—Escucha, Aquiles. Ahora estoy casada con un hombre. No con ese gilipollas al que tú mataste. A Artafernes lo he elegido.

En realidad, no me importaba. Yo me figuraba que ella buscaba el poder por medio de sus matrimonios, pero no estaba de humor para decírselo, ni mucho menos.

—Mi marido todavía aspira a reconciliar a los griegos con su gobierno; pero Datis quiere aplastarlos. A Datis le han prometido la futura satrapía de Europa, que se creará cuando se hayan rendido los griegos. Datis tiene el oro suficiente para comprar a todos los aristócratas de todas las ciudades desde Tebas hasta Atenas. Los tentáculos de su poder se sienten entre los éforos de Esparta. Y tiene comprados a todos los piratas del Gran Mar, desde Cilicia hasta Egipto y Libia —sonrió mirándome a los ojos—. Tengo que ayudar a mi marido… ¿ves? Ni siquiera miento. Si triunfa Datis, el perdedor será mi marido.

Cada vez que decía «mi marido» era como si me diera una bofetada. Como si me clavara un puñal.

—Ay —dijo, y volvió a besarme—. Nunca pretendí hacerte daño de este modo.

Después, me apartó de sí. Me puso en la mano un tubo liso de marfil.

—He pasado más de un año intentando ponerme en contacto contigo, tonto. Artafernes te quiere. Habla de ti. Te necesita. La mayoría de sus capitanes son unos necios, u hombres sencillos. Con nosotros, tú podrías ser el hombre que mereces ser. Un gran hombre. Un señor de hombres —puso una mano detrás de mi cabeza—. ¿Por qué has tardado tanto tiempo en acudir a mí?

Entonces me sentí derrotado, y estúpido. Y mi amor y mi odio, mezclados juntos, componían una poción mortal.

—¿Quieres que me quede aquí, al servicio de tu marido?

—¿Te habías creído que estaba tonteando contigo? —me dijo con incredulidad.

—No —confesé.

Qué bien lo recuerdo. Ojalá me hubiera alejado de ella. Ojalá no hubiera ido a verla nunca.

—Creí que querías que te rescatara —dije.

—¡Qué bobo! —murmuró—. Eres tú al que hay que salvar. De pirata… ¿Aquiles, de pirata? Ven; ven a estar con mi señor. Y conmigo.

—¡Cuando maté a Aristágoras, me despreciaste! —dije—. ¡Y ahora me propones que te comparta con Artafernes!

Sacudí la cabeza, intentando despejarla de la rabia roja. Tenía el sentido común suficiente para comprender que, si mataba a Briseida, mi vida llegaría a su fin.

—¡Tengo hijos! —dijo en voz baja—. Tengo personas que dependen de mí; mujeres, esclavos y familia. Mi hermano no puede vivir sin mi protección. ¿Pretendes que deje todo eso, que abandone a los míos, para vivir en Beoda de campesina?

Se incorporó en su asiento.

—Ya te lo he dicho, Arímnestos: te quiero. Te quiero a ti, necio hijo de Ares. Pero no quiero ser el ama de una finca campestre, ni la querida de un pirata. He encontrado el modo de que todos seamos felices. Los persas… Artafernes es un hombre de los mejores. Y te quiere. Y no es joven —añadió, con una sonrisa—. Yo tengo la miel suficiente para él y para ti —dijo.

—Sí —dije yo. Había pasado dos días viviendo como persa, y ya me asomaba a los labios con demasiada facilidad la sinceridad. La veía. La saboreaba. Como un veneno—. Podrías —dije, y mi desprecio resultó bien evidente.

—Ay, cómo podría odiarte —dijo ella—. Debería odiarte, mientras que tú me acabas de decir que me consideras una puta infiel que se acuesta con los hombres para conseguir poder… ¡pero me quieres! ¿Cuál es más necio de los dos?

Seguí ateniéndome a la sinceridad.

—Te he ofendido —dije—. Pero te quiero. Y no quiero perderte por culpa del orgullo. De nuestro orgullo. Vente conmigo.

Ella se puso de pie. Era alta, y aun estando descalza la cabeza le llegaba poco más abajo de la mía; y sus labios estaban a pocos dedos de los míos; y se acercó más a mí.

—Te he ofendido, pero te quiero, y yo tampoco quiero perderte por orgullo —dijo. Sonrió entonces; y, estando de pie, pude ver su rostro a la luz de las antorchas del jardín—. Pero no quiero ser subsidiaria respecto de ti. ¿Quieres ser el héroe de Grecia? Pues selo.

Debió de hacer entonces una señal.

Lo que me golpeó en la cabeza pudo ser una piedra, o una empuñadura de espada.

Me desperté con un dolor en la cabeza como si me estuvieran clavando una lanza en un ojo; un dolor como el que les da a los chicos cuando beben vino sin mezclarlo con agua.

El efecto de los golpes en la cabeza se puede ir sumando si son muchos, y me parecía como si este segundo me hubiera caído justo encima del que me había llevado con los remos en aguas de Mileto. No veía bien. Debí de soltar un quejido.

—Ya vuelve en sí —decía Filócrates—. ¿Estás bien, compañero?

Estaban todos a mi alrededor, mis amigos. Alguien me tomó la mano, y volví a perder la consciencia.

La recuperación de las heridas resulta aburrida de contar, y tampoco es muy heroica, cuando te das cuenta de que la que te ha herido ha sido la mujer que amas. Y tampoco con una de las flechas de Eros. No fue la propia Briseida quien me dio el golpe (me enteré más tarde de que había sido Kylix), pero bien podía habérmelo dado con su propia mano, nunca fue una mujer débil.

—Por Ares y Afrodita —maldije.

—Dos ficciones de la imaginación de los hombres —blasfemó Filócrates—. Ya te teníamos por cadáver —añadió, sonriendo—. Te trajeron a la playa entre dos esclavos, con ese filósofo del que tanto hablas… ¡todo un ladrón escuálido! —comentó, riéndose.

—Fue sabio hasta a oscuras —dijo Idomeneo, lo cual constituía una gran alabanza por parte del cretense, que en general no era muy aficionado a la sabiduría.

—Que la jodan —murmuré.

—Heráclito nos dijo que huyésemos aprisa —dijo Filócrates—. Y no perdimos el tiempo, en vista de que tú estabas cubierto de sangre; y nos dijo lo de los seiscientos barcos.

La señora Briseida había sido mejor general que yo; me había dejado inconsciente de un golpe y me había mandado por donde había venido. Y yo llevaba en mi petate el tubo de marfil que contenía el pergamino donde ella había referido meticulosamente los barcos que estarían al servicio de Datis, los nombres de los hombres que ella creía que ya estaban sobornados. Para que yo empleara aquellos datos para aplastar a Datis y ayudar así a su marido.

Tuve que reírme. Pensé que aquella escena no iba a figurar en mi Ilíada particular. Pero a vosotros sí que os la cuento, y espero que ese muchacho vuestro de Halicarnaso, tan aplicado, la incluya en su libro. Briseida me tocó las cuerdas como si yo hubiera sido una cítara, entre el amor, la lujuria, el odio, la ira y el deber, y yo navegué a Mileto con la información que me había proporcionado ella, porque habría sido una tontería guardármela solo por despecho hacia ella.

Qué bien me conocía.

Me quedé tendido en el fondo de la barca de pesca, intentando no mirar el sol; y el cabeceo por las olas me hizo marearme por primera y única vez en mi vida; y navegamos con tiempo perfecto hasta que llegamos de nuevo a Samos, donde estaba la flota rebelde.

El viaje de vuelta duró cuatro días, y cuando desembarcamos en Samos yo ya tenía mejor la cabeza. Me puse ropa limpia, e Idomeneo y yo fuimos directamente a ver a Milcíades. Estaba sentado con Arístides bajo un toldo, jugando a las tabas.

—Datis tiene seiscientos barcos —dije—. Se están agrupando en Tiro y piensan aplastarnos aquí, en Samos, dentro de dos semanas —miré a unos y otros sin atender a sus caras de consternación—. Datis tiene en nuestro campamento a hombres que ofrecen sumas enormes de oro a los comandantes, para que deserten, o incluso para que se pongan al servicio de los persas —añadí.

Arístides asintió.

—A mí me ofrecieron diez talentos de oro para que me volviera a casa con los atenienses —dijo.

Aquello me bajó los humos.

—¿Ya lo sabías? —le pregunté.

Milcíades soltó una risa sombría.

—¡Y pensar que Datis ofreció ese tesoro a Arístides, y no a mí! —dijo, y sacudió la cabeza—. Me parece que me considero ofendido —tiró la taba y se acarició la barba—. ¿De dónde ha sacado seiscientos barcos? ¿Eh?

De modo que les conté todo lo que me habían contado el viejo judío y Briseida.

Me escucharon en silencio, y después siguieron con su partida.

—¿Debo contárselo a Dionisio? —pregunté.

Arístides asintió.

—Deberías —dijo—. Pero dudo que te vaya a prestar mucha atención.

—Yo aguanté sus lecciones —dije—. Él me escuchará a mí.

Así que crucé la playa; mis sandalias de combate se llenaban de arena a cada paso. Dionisio se había hecho levantar una tienda de campaña hecha con una vela de repuesto, enorme, sujeta con un mástil de akateion, con un gran cántaro de rojo tirio en el centro a modo de decoración.

A la puerta de la tienda había guardias armados. Idomeneo escupió con desprecio, y estuvimos a punto de tener una pelea allí mismo; pero salía entonces Leago, el timonel de Dionisio, y este separó a los hombres y después se volvió hacia mí.

—¿Puedo hacer algo por ti, plateo? —preguntó.

—Traigo noticias de la flota del Gran Rey —dije.

Y Leago me hizo pasar inmediatamente al interior de la tienda. Idomeneo me siguió después de soltar una última pulla a los guardias.

—No te comportes como un crío —le espeté—. Aquí todos somos griegos.

Dionisio estaba sentado en un taburete plegable de hierro, con aire de gran señor. Estaba rodeado de hombres de menor cuantía; allí no había ningún Arístides ni Milcíades.

—Así que, plateo, ¿cómo ha ido la misión a la que te envié? —me preguntó.

Le hice un saludo militar; a él le gustaban esas cosas, y a mí no me costaba nada.

—Señor, fui a Éfeso y me puse en contacto con un espía pagado por Milcíades. Y con otro, una mujer.

Yo no lo apreciaba, y no vi ningún motivo para citar el nombre de Briseida.

Dionisio sonrió.

—Los espías y las mujeres siempre mienten.

Aquello me picó.

—Esta espía no miente —repuse. Pero pensé que Briseida mentía con mucha facilidad.

—No me cuentes tus romances —dijo el navarca—. Las mujeres son para hacer hijos, y no sirven para nada más, salvo para imitar la conducta de los hombres y para manipular a los débiles. ¿Eres débil tú?

Evoqué en mi cabeza la imagen de Heráclito, y me negué a entrar en un combate mezquino de este tipo.

—Mi señor, tengo información sobre la flota de Datis. ¿Quieres oírla?

Agitó la mano.

—Datis tiene seiscientos barcos en Tiro —dije—. Tiene toda la flota de Chipre, más de cien naves, así como doscientas fenicias o más, y otras tantas egipcias. Tiene mercenarios de los sículos y de los italiotas, y un número inmenso de cilicios.

Dionisio asintió con la cabeza.

—Eso es peor de lo que yo esperaba. Sin duda, no es posible que todos sean trirremes.

—Señor, yo no las vi —dije, encogiéndome de hombros—. No hago más que contar lo que contaron los espías.

Se acarició la barba, ya muy concentrado en la cuestión.

—Los cilicios, al menos, no tienen un solo trirreme. Vendrán en naves ligeras. Y los egipcios, naves ligeras y birremes. Pero no deja de ser una flota poderosa.

—Ambos espías dicen también que Datis está enviando a hombres, los antiguos tiranos y lameculos, para que compren a parte del contingente de los jonios. Arístides de Atenas ha recibido una oferta de este tipo. Sospecho que otros hombres…

Al navarca se le oscureció el rostro con sangre.

—Nenes inútiles que malvenden su libertad por unas cuantas monedas de oro… Di a Arístides que puede marcharse cuando quiera a luchar a favor de su nuevo amo…

—Señor, Arístides de Atenas preferiría la muerte a aceptar un soborno en un juicio; cuanto menos, en una cuestión de tanto peso como la libertad de los griegos —dije. Aquello se lo debía a Arístides.

—¿Eres tú otro más de ellos? ¿De los intrigantes? —Dionisio se levantó de su asiento—. ¿Cómo sé que no son falsos rumores que hace difundir el enemigo? ¿Eh?

La verdad era que yo mismo, incluso cegado por una mezcla de amor y de odio, me había preguntado si Briseida me había enviado como a una píldora envenenada, para que asustara a los griegos con las cifras y con las amenazas del oro persa; solo que Abrahim había dicho lo mismo. Me mantuve firme.

—Me enviaste tú, mi señor. Milcíades ha estado luchando contra los persas desde el principio de la guerra… y tú no, perdona que lo diga. Que dudes de mí, que dudes de él, es una verdadera locura.

—Sal de mi tienda y no vuelvas nunca más —dijo Dionisio.

—Se ha apoderado de ti algún mal daimon —dije—. Somos una flota unida. No crees divisiones donde no las hay.

—¡Vete, y llévate tu barco! —me ordenó a gritos—. ¡Traidor!

Leago me acompañó hasta la puerta y se vino conmigo playa abajo. Después, me asió del brazo.

—Es el mejor marino que conozco —me dijo Leago—. Pero el poder lo ha descentrado. Solo el ver tantos barcos… le ha hecho algo. Creí que tus palabras podrían hacerle entrar en razón.

Yo no sabía qué decir. Los hombres llegan al poder de diversos modos y reaccionan ante él de diversos modos, como reaccionan de diversos modos al vino, al jugo de adormideras y a otras drogas. Pero cuando volví junto a Milcíades, yo estaba de humor sombrío y me dolía la cabeza. Me dejé caer en una de las esteras que tenía extendidas en la arena.

—Me pareció que debías verlo por ti mismo —dijo Milcíades.

—Yo intenté decirle lo de los sobornos —dijo Arístides—. Me mandó matar… después, me desterró… y así sucesivamente. Ha perdido la cabeza.

Milcíades me dirigió una sonrisa cansada.

—Es extraño… yo debería haber recibido el mando. Pero ahora lo tiene un loco; no obstante, la flota parece incapaz de quitarle el mando, y parece que yo no estoy a la altura de la situación —concluyó Milcíades, y me miró.

Me incorporé hasta quedar sentado.

—¿Estás dando a entender que yo debería hacer algo? —pregunté.

Milcíades se encogió de hombros.

Miré a Arístides, y él no quiso mirarme a los ojos. Ay, qué piadosos son todos los atenienses… hasta el momento en que las necesidades de la ciudad pueden más que toda esa moralidad escrupulosa.

—¿Queréis los dos que mate a Dionisio? —pregunté.

Arístides apartó la mirada con firmeza.

Milcíades se encogió de hombros de nuevo.

—Yo no puedo hacerlo, desde luego —dijo.

—Yo tampoco puedo —dije—. Iría en contra de la hospitalidad. Y he hecho un juramento a Apolo.

Arístides se volvió hacia mí y me miró a los ojos.

—Bien —dijo; y comprendí de pronto que lo había juzgado mal. Yo acababa de superar un examen de algún tipo.

—Y bien —dijo Milcíades—, supongo que estamos en manos de los dioses.

A mí me parecía bien. Confiaba en que Apolo salvaría a los griegos.

La semana siguiente hubo más entrenamientos. Yo tenía el Cortatormentas constantemente en el agua, practicando diversas maniobras. La mayoría de los lesbios hacían lo mismo, así como algunos samios y todos los cretenses. Quizá no alcanzásemos la perfección que quería Dionisio, pero componíamos una flota curtida, y todos los remeros estaban en forma.

Milcíades se empeñó en que aprendiésemos algunas maniobras de escuadra, de modo que practicamos todos los días en escuadra, y Nearco optó por participar con nosotros. Nearco era aquel muchacho al que había entrenado yo hasta que se hizo hombre; era hijo de Aquiles, señor de Creta. Por entonces, ya no era tampoco un muchachuelo de diecisiete años, arrogante y quejumbroso. Ya era todo un hombre, héroe del combate naval próximo a Amatunte, en Chipre, y mandaba cinco barcos.

Era popular entre los atenienses, y por medio de él me hice amigo de Frínico, el poeta. Frínico salía a recopilar relatos todas las tardes, cuando los hombres se echaban la siesta, y cuando habló con Nearco y oyó contar a este el combate de cubierta a cubierta en Amatunte, los dos vinieron a buscarme.

Yo estaba tendido en una alfombra en la tienda de Milcíades, con la cabeza apoyada en una clámide enrollada, y no podía dormir. Para ser sincero, he de decir que aquellos días estaban siendo tan negros para mí como lo habían sido los días después de que Hiponacte me echara de su casa e intentara matarme. Me dolía la cabeza, y el dolor suele contribuir a la falta de ánimo. Pero tampoco me podía quitar de la cabeza el recuerdo de ella; era como si su imagen y el dolor fueran una misma cosa.

—Arímnestos… —me llamó Nearco.

Me levanté de un salto, salí al sol y nos abrazamos. Nos veíamos poco, teniendo en cuenta que estábamos acampados en una misma playa. Me presentó al dramaturgo, que me preguntó por el combate de Amatunte, y yo, sentado junto a la lumbre, conté mi historia.

Cuando hube terminado, Frínico me preguntó cuántos hombres creía que había abatido aquel día.

Me encogí de hombros.

—¿Diez? ¿Veinte? —dije. Debí de fruncir el ceño, pues él sonrió.

—No pretendía ofenderte —dijo—. Tienes fama de ser un gran matador de hombres. El mayor de toda esta flota, quizá.

¿Qué se puede contestar a esto? Pensé que seguramente lo era, en efecto, pero decirlo habría sido hibris.

—Sófanes de Atenas es un gran guerrero —dije—. Y Epafrodito de Lesbos también es un matador.

Frínico enarcó una ceja.

Yo me incliné hacia él. Era un gran poeta y hombre de honor. Además, sus palabras podían hacer inmortal a un hombre… si creéis que la fama de las palabras perdura eternamente, y yo lo creo.

—¿Has luchado tú en una batalla cuerpo a cuerpo? —le pregunté.

—He estado en algunos combates navales —dijo, agitando la mano—. Una vez luché cuerpo a cuerpo contra un hombre, en cubierta. No he estado nunca en una batalla grande, entre falanges.

Sonreí.

—Pero, entonces, sabes cómo es. Cuando me preguntas cuántos hombres abatí, ¿cómo voy a responderte? Si corto una mano a un hombre, ¿cae el hombre? ¿Está acabado? Si le atravieso un pie con mi lanza, será baja durante el resto del combate, pero supongo que labrará sus campos la próxima temporada. ¿No es así?

Él asintió con la cabeza.

—Cuando combato dando lo mejor de mí, ni siquiera sé lo que pasa a mi alrededor. En mi último combate, ante Mileto, derribé de un golpe de mi escudo a un hombre que estaba detrás de mí —sacudí la cabeza, pues me daba cuenta de que no me estaba expresando bien—. Escucha: no pretendo jactarme. Simplemente, no lo sé. Yo combato por zonas, no por cifras. En un combate en un barco, procuro despejar una zona, y después paso a la siguiente.

Frínico sonrió.

—Eres un artesano de la guerra —dijo.

Le devolví su sonrisa.

—Puede ser.

Se inclinó hacia mí.

—¿Me permites que luche a tu lado en la batalla? Me gustaría verte en acción.

Mirad, Frínico era el poeta más célebre de nuestros tiempos, después de Píndaro, de Simónides, o de Homero si resucitara; y me estaba pidiendo verme en la gran batalla en la que íbamos a doblegar a Persia. ¿Qué le iba a decir?

Por una casualidad que me ha llenado de placer siempre que la recuerdo, el joven Esquilo y su hermano iban en calidad de infantes de marina en el barco de Clístenes… de modo que en una misma escuadra llevábamos al mayor poeta de nuestros tiempos, y al siguiente. Todavía no habían competido entre sí; pero se veía al joven Esquilo rondar por las mismas hogueras que Frínico, de modo que a poco de haber trabado amistad con el dramaturgo, conocí a su joven rival.

A mí me parece que esto es lo que nos hace fuertes a los griegos. Esquilo admiraba a Frínico, y por ello aspiraba a superarlo. La admiración engendra emulación y competencia. Y, del mismo modo, yo ya era un luchador famoso, y los hombres ya aspiraban a emularme… y a superarme.

No tiene importancia. Estaba hablando de Frínico.

A decir verdad, Simónides era mejor poeta. Y Esquilo escribió tragedias mejores. Pero fue Frínico quien me inmortalizó; y, además, tenía el ingenio más vivo que los otros dos para hacer un juego de palabras o una rima; era capaz de componer una canción de bebedores sobre la marcha. Debió de ser aquella misma semana. Estábamos todos en las playas de Samos, tendidos alrededor de un fuego de campamento, que era una hoguera enorme, y celebrábamos un simposio playero. Allí debíamos de estar cien hombres, entre remeros y aristócratas, mezclados todos, como se hacía en aquellos tiempos. Nos servían muchachas samias pagadas por Milcíades, y eran buenas muchachas; no eran prostitutas, sino muchachas de campo, vivas y coquetas, a pesar de que sus madres rondaban por allí cerca.

Pero destacaba una de ellas. No era ninguna belleza, pero tenía firmeza y buen porte, como un fresno joven. Tenía el cuerpo hermoso, musculoso, como de atleta; pechos firmes, caderas anchas y talle estrecho. Y hablaba como un hombre; te respondía con desenvoltura si le pedías vino o algo así. Cuando jugó a saltar la hoguera, luciendo las piernas musculosas y saltando tanto que se perdía entre la oscuridad llena de humo, todos los hombres la desearon, hasta aquellos que solían preferir a otros hombres. Tenía esa chispa… esa chispa que en Briseida es un fuego devorador. Yo también la sentía, aunque solo había pasado una semana desde que había visto a mi amor, y había pasado aquella semana odiando a todas las mujeres con igual fervor.

La muchacha se movía entre nosotros, y todos la admirábamos; y entonces Frínico se levantó de un salto y tomó una cítara que había estado tocando uno de los chicos, y nos cantó una canción.

¡Cuánto me gustaría recordarla!

La llamó hija de Artemisa, claro está, y cantó que su dote y su fortuna eran el tiempo, el honor, la fama mundanal del hombre, y que sus hijos conquistarían el mundo y serían reyes, y que sus hijas harían sacrificios a las Musas. La cantó haciendo una parodia de las elegías que se cantan en honor de los hombres cuando ganan los juegos en Olimpia o en Nemea, y alabó su habilidad para saltar hogueras.

Y todo ello con rimas en cada verso, de modo que sus pentámetros retumbaban como un ejército en marcha. Le escuchábamos hechizados.

Cuando terminó, la muchacha se echó a llorar.

—¿Qué me puede esperar en la vida que se pueda comparar con esto? —se preguntó; y todos la aplaudimos.

Tuvimos ratos buenos.

Más tarde, pregunté a Frínico si se la había llevado a la cama; y él me miró como se mira a un niño y me dijo que los hombres adultos no van contando por ahí sus besos. Advertiréis, con esto, que a mí todavía me quedaba mucho que aprender.

Otra noche, Frínico debatía con Filócrates sobre los dioses. Filócrates nos propuso que nos imaginásemos un mundo en el que no hubiera dioses, y dio a entender (a base de buenos argumentos y de algunas argucias) que un mundo así sería parecidísimo al nuestro. Y entonces se levantó Frínico y nos propuso que nos imaginásemos un mundo en que los dioses no creyeran en Filócrates. Su sátira fue brillante, y tan divertida que no recuerdo ni una sola palabra; solo recuerdo que llegué a vomitar, de tanto vino como había bebido y de tanto reírme.

Cuando Frínico no estaba empleando la cabeza, bebía; y fundó con Filócrates e Idomeneo un club de bebedores cuyos miembros tenían que jurar emborracharse todos los días, como ofrenda a Dioniso. Intenté burlarme de Filócrates por aquella muestra de piedad; pero él se negó a considerarse burlado, pues dijo que Dioniso era el único dios cuyos efectos eran palpables.

Inmediatamente después de la fiesta local en honor de Hera, nuestro navarca salió por fin de su tienda y nos mandó hacernos a la mar para apoderarnos de la isla de Lade antes de la llegada de la flota persa. Por entonces, ya recibíamos informes diarios de barcos mercantes y de las galeras destacadas; y los lesbios disponían de una docena de birremes rápidos y de un par de hemiolias ligeras, y exploraban todo lo que podían.

Así pues, a la mañana siguiente de la fiesta de Hera, nos levantamos, tripulamos nuestros barcos (una escena de caos absoluto, os lo aseguro), y salimos navegando con un buen orden sorprendente por la costa de Samos hacia Lade. La escuadra enemiga, dirigida por Arquílogos, se escabulló por delante de nosotros. Teníamos tantos barcos que llenamos la isla. Desembarcaron en primer lugar los samios, y se apoderaron de todo el buen terreno, de manera que, cuando hubieron desembarcado también los lesbios y los de Quíos, a nosotros, que íbamos los últimos a la derecha de la línea y éramos los últimos en el orden de navegación, no nos quedaron más que las rocas próximas al fuerte, y no teníamos otro lugar donde acampar.

Yo comandaba los barcos de Milcíades y la escuadra de Nearco, y les hice seguirme hasta la playa opuesta a la isla, la playa desde la que había lanzado mi golpe de mano hacía un año. No lamentamos tener medio estadio de agua entre nosotros y los excesos de Dionisio y las tensiones crecientes del campamento.

Más tarde, Arístides escuchaba a Frínico recitar la Ilíada, cosa que siempre le encantaba; y cuando el poeta llegó a la escena en que Diomedes hace avanzar el ejército y los troyanos se baten en retirada, se volvió hacia mí frunciendo el ceño.

—Tenemos que entrar en batalla con los medos antes de que se deshaga la flota —dijo—. Los samios se han negado a entrenarse más. Se han amotinado, y los lesbios están igual.

Aquella noche, Epafrodito vino a vernos a nado con algunos de sus guerreros; bebió vino con nosotros y se quejó de lo loco que se había vuelto nuestro navarca.

—No somos piratas —dijo Epafrodito—. El concepto que tiene ese hombre del entrenamiento es una locura.

Yo sospechaba para mis adentros que a todos los jonios les habría venido bien tener las manos más duras y las espaldas más fuertes. Pero eran valientes, y, por lo que yo veía, el resultado de aquel combate dependería del valor, y no de la táctica.

—Además, he oído decir que los persas están en camino —añadió—. Necesitamos un descanso.

Pasé la mitad de la noche hablando con él, y Frínico escuchaba cada palabra que salía de su boca, como si fuera Héctor vuelto a la vida.

Dionisio anunció que celebraríamos unos juegos para tener propicios a los dioses antes del combate contra los persas. Fue la orden que cayó mejor de todas las que había dado desde que nos mandó venir a Lade. Los hombres estaban aburridos, inquietos y desmadejados al mismo tiempo. Yo tenía la impresión de que los jonios eran perezosos de una manera peligrosa. Estábamos a las puertas de la victoria, y querían comportarse como hombres que ya habían vencido.

La perspectiva de unos juegos no me emocionaba tanto como cuando era más joven. Ahora me río de pensar que con veintitrés o veinticuatro años ya me tenía por un viejo curtido.

Recordaréis que yo ya había triunfado en unos juegos militares, allá en Quíos, en los primeros tiempos de la revuelta. De modo que opté por no participar en todas las pruebas ni aspirar a ser declarado vencedor de todo el torneo. Pero las cosas salieron de otro modo.

A la mañana siguiente, Frínico dijo que quería ver Mileto antes de que combatiésemos. Como yo también tenía cosas que hacer allí, tomé un saco pesado y una carta para Teucro y cruzamos a pie las marismas hasta llegar a la ciudad, esquivando a los arqueros persas con las últimas sombras del amanecer para tomarnos una copa de vino con Istes. Éste me descorazonó mostrándome el terraplén de asedio, que ya casi alcanzaba la altura de la muralla.

—Veinte días —dijo.

—¿Quieres venirte con nosotros? —le pregunté; e Istes negó con la cabeza.

—Mi lugar es este, con mi hermano —dijo—. Moriremos aquí.

—¡Anímate! —insistí—. Apolo no nos dejará fracasar. —Yo veía el futuro con tanta claridad, que me extrañaba que otros se preocuparan tanto—. Destruiremos su flota, y después liberaremos a toda Asia.

Istes tenía junto a los ojos unas arrugas que no había tenido un año atrás, y bolsas, por las noches de insomnio. Parecía veinte años más viejo que yo. Y bebía constantemente.

Eché una mirada a Frínico.

—Éste es el mayor luchador a espada del mundo griego —dije.

Istes sonrió.

—Quizá podamos medirnos algún día —dijo.

Yo asentí; habría estado bien enfrentarme a un hombre tan dotado. Ésta es la competitividad impulsada por la admiración, que hace grande a Grecia.

—Pero preferiría estar a tu lado mientras abatimos a los persas.

—Con la adulación llegarás muy lejos, plateo —dijo él—. ¿Crees que ganaremos esta batalla naval?

—Sí, lo creo —dije.

Ganaríamos; me llevaría a Briseida como esposa de guerra, y todo quedaría resuelto. Con las riquezas que ganaría con mi lanza, le levantaría un palacio en mi finca. Aquello era lo que había decidido: tenerla, y castigarla al mismo tiempo.

Reíd si queréis.

—Debo decir que ya llevo un año entero luchando contra los persas todos los jodidos días —dijo Istes—. Aunque destruyáis todos los barcos de su flota, aunque matéis a Datis y ahoguéis a sus navarcas… esta guerra no habrá terminado todavía. Son más duros que todo eso, mucho más que eso —bostezó—. Pero, si perdéis… Mileto cae… y la revuelta se habrá jodido.

—Estás cansado —le dije.

—¿Sabes cómo se siente uno después de un combate? —me preguntó, hablando de matador a matador.

—Claro —asentí.

—Pues imagínate lo que es combatir todos los días —dijo—. Cada día jodido. Llevo un año así, y estoy empezando a volverme loco. Mi hermano está peor; él nunca fue un luchador como lo soy yo, y el miedo se le empieza a meter en las tripas.

Ya conoceréis el personaje de Istes por la obra de teatro, claro está. Frínico sabía su oficio. Era un gran hombre, y sabía reconocer a los grandes hombres.

Lo dejé para que estudiara tranquilamente a su nuevo héroe, y subí a las murallas, donde encontré a Teucro. Estaba en lo alto de una torre, una construcción precaria de maderos y pieles, con rellenos de piedra, que se acababa de levantar tras un paño de muralla que el enemigo había socavado. La fábrica de las murallas de Mileto era tan antigua y tan buena, que el muro se hundía al socavarlo, pero no se rompía. Por eso no usábamos argamasa en aquellos tiempos; la argamasa da más fuerza; pero cuando se socava un muro construido con argamasa, el muro se derrumba. Con las piedras pesadas encajadas por los maestros canteros no pasa eso. Suele suceder que la manera antigua de hacer las cosas es la mejor… recordadlo, hijos míos.

Tras el muro hundido habían levantado una torre, y para llegar junto a Teucro, muy por encima de la batalla, tuve que subir por una escalera de mano espantosa. Teucro tenía un gran arco persa y disparaba cuidadosamente a los esclavos que trabajaban retirando los escombros de la brecha que no llegaba a serlo. Rara vez fallaba, y los contrarios adelantaban muy poco en su trabajo. Tenía consigo también a otro hombre que le hacía de observador, y se intercambiaban comentarios sobre los objetivos a medida que los iban abatiendo.

—¿Ves al de la bufanda roja? Tiene deseos de morir… ¡Huy! Deseo concedido.

—¿El del cinturón blanco? Se dispone a salir para recoger esa fajina. Ya viene. Has fallado por la izquierda. Ahora va a salir por el otro lado del escudo de mimbre. Oh, buen tiro. Ha caído como un saco de cebada.

—¡Teucro! —le llamé.

—¡Ah! —dejó el arco y me abrazó—. Es un placer verte, mi señor.

Una flecha enemiga me pasó rozando la clámide, y me puse en cuclillas.

—Éste es un lugar de trabajo caliente —dije.

Teucro se rio.

—Así es mi vida últimamente.

—¿Quieres embarcarte para la batalla? —le pregunté con toda la tranquilidad que pude aparentar.

Me echó una mirada, disparó otra flecha y cruzó una larga mirada con su observador.

—No podemos —dijo, tras una pausa tan larga que temí haberle ofendido.

El observador era Creusis, un arquero más joven que también había servido a bordo de mi barco. No lo había reconocido al principio porque llevaba marcas de hollín en la cara.

—Lo siento, señor. Histieo nos cortaría las orejas. Debemos defender la Torre de los Vientos mientras vosotros, los marinos, combatís a la flota enemiga. Nuestro señor teme que se produzca un asalto con escalas durante el combate naval.

No podía rebatir aquello. Yo mismo habría intentado una cosa así.

Di a Teucro un saco de regalos que le enviaban sus amigos del Cortatormentas: una bota de vino, una bolsa de embutidos atenienses, y otras cosas de comer que en una ciudad asediada eran grandes lujos. Creusis y él se pusieron a comer embutidos con pan allí mismo.

También le entregué una carta de su esposa, que había pasado el invierno en Galípoli, y a la que yo había enviado a Platea con el buen tiempo, con una bolsa de dinero y una larga carta.

Se le saltaron las lágrimas leyéndola, y por último la plegó y la guardó.

Por último, le di el buen arco persa que había comprado en Sardes para él. Lo tomó sin darme las gracias. Él no veía en aquello más que una herramienta… era una muestra de lo mal que tenía ya la cabeza.

—Vamos a morir aquí —dijo—. Pero ahora sé, gracias a ti, que mi mujer y mi hijo vivirán. Eso significa mucho para mí. Quisiera poder embarcarme contigo… navegar muy lejos.

Le dije que dejara de decir tonterías; que los persas estaban prácticamente vencidos. Pero me daba cuenta de que él ya estaba más allá de esas cosas. Yo mismo me he encontrado en esa situación, en la que tu horizonte ya no es la semana siguiente, ni siquiera el día siguiente; no es más que el instante siguiente. Cuando estás así, no ves más allá.

Volvimos a abrazarnos, y bajé de la torre, lleno de ideas negras.

Frínico seguía hablando con Istes. Di un abrazo al luchador.

—Venceremos —dije.

—Más vale —respondió él.

Cuando Frínico y yo volvíamos del puerto a pie, un par de arqueros persas se pusieron a dispararnos, corriendo por las rocas que nos dominaban. Eso sí que aterroriza, que te disparen desde lejos sin que puedas responder. Tuvimos que meternos por el agua para rodear el final de las líneas enemigas; no podíamos avanzar deprisa, y maldije mi propia arrogancia que me había llevado a ir a hacer la visita de día. Y sin llevar escudo.

Uno de los persas soltó un gran alarido y cayó a plomo al mar desde la roca. Me acerqué y recuperé su arco y sus flechas; estaban empapados, pero no estropeados.

Vi que Teucro me saludaba agitando el brazo desde la muralla. Había abatido al hombre desde una distancia increíble. Frínico puso ese tiro en la obra de teatro, claro está.

Frínico se encogió de hombros. Era hombre frío ante la furia de Ares.

—Esto es un poco como vivir en la Ilíada —dijo.

—Imagínate lo nerviosos que estarían los de Troya tras diez años de asedio —dije; y el poeta asintió con la cabeza.

—Estaba pensando en Istes —dijo.

—Exactamente —dije yo.

En cuanto llegué al barco, Idomeneo se hizo cargo de mi arco nuevo; lo secó, le puso cuerda nueva, y empezó a disparar a todo lo que podía. Como ya he dicho, era un arquero excelente, y había llegado a la conclusión de que necesitaba un arco para el combate naval que se avecinaba, lo cual me pareció bien a mí. Al fin y al cabo, los arqueros de Arquílogos me habían inquietado en el combate junto al puerto.

Nos dijo que venían los persas.

—Están acampados cerca, costa abajo —dijo—. Epafrodito los ha visto.

Aquella misma tarde pasó a nuestra orilla en una barca Leago, el timonel de Dionisio, para pedir permiso a Milcíades para celebrar los juegos en nuestra playa. Accedimos encantados, y Milcíades y Arístides se aplicaron a porfía a hacer hogueras, a marcar las pistas para las carreras y a preparar un altar y los sacrificios.

El día siguiente amaneció gris, con tiempo que amenazaba tormenta por occidente. Pero los atletas acudieron en barcas, y no pocos atravesaron nadando el canal de medio estadio, impulsados por su entusiasmo, por su arrogancia o por su pobreza.

Milcíades ejercía de anfitrión, y Dionisio y él se sentaron juntos con aparente camaradería, hicieron los sacrificios con los sacerdotes y contemplaron las competiciones como si fueran hermanos. Aquellas muestras de decoro nos encantaron a todos. Nos quedamos más encantados todavía cuando los hombres de Mileto enviaron un equipo propio para competir en los juegos, encabezado por Histieo y por su hermano Istes. También estos dos se sentaron a contemplar los juegos desde el gran toldo rojo que había levantado Milcíades.

Las pruebas serían, por este orden, la carrera de un estadio, la carrera de dos estadios, el lanzamiento de jabalina a distancia, la jabalina a puntería, el disco, el tiro con arco a puntería, el hoplitódromo o carrera con armadura, y el pankration o combate con armadura. Yo solo había pensado apuntarme al combate con armadura; pero cuando estaba tendido sobre mi piel de oso, junto al toldo desde donde observaban los juegos los jueces, llegó corriendo el joven Sófanes de Atenas, desnudo y reluciente de aceite, y se puso en cuclillas a mi lado.

—Tú eres el hombre más famoso, como luchador, de toda esta hueste —dijo, y me dirigió una sonrisa tímida. No habíamos sido amigos desde que yo había matado a aquel asesino a sueldo en Atenas—. Quiero competir contra ti. Esos jonios… la mayoría no están en forma, ni mucho menos.

—Espera a correr contra mi amigo Epafrodito —le dije. Pero su deseo era sincero.

—Yo… —hizo una pausa y miró a un lado y otro—. Creo que te estaba culpando a ti… por haber matado yo a un hombre. Me hizo sentirme…

Calló, se sonrojó y bajó la vista hacia el suelo, entre sus pies.

Yo asentí con la cabeza.

—Te hizo sentirte más grande y menos que un hombre a la vez, ¿verdad?

—Sacrificaste a ese ladrón como a un cordero. Y yo quedé como un chico —se encogió de hombros—. Y soy un chico. Pero hoy quiero ganar, y quiero ganar contra los mejores. Contra los más nobles. Y he venido a decirte que fui injusto contigo por aquella muerte. No me gustó lo que habías hecho… y lo identifiqué contigo.

—Lo has expresado muy bien —dije. Cielos, era sincero, educado y apuesto, y probablemente sería también valiente y moralmente bueno. A mis veintitrés años me hacía sentirme viejo—. Pero me he pasado un año entero reflexionando sobre el acto de matar. Lo que hice aquel día estuvo mal. No me arrepiento de haber matado a aquel otro hombre en la pelea. Pero el hombre de la bodega… Arístides tiene razón. Aquello fue un asesinato. He pasado un año haciendo penitencia por mi hibris ante el señor Apolo y ante todos los dioses.

Sófanes sonrió.

—Entonces, debes correr, señor. La competición es un sacrificio a los dioses.

¿Qué iba a hacer yo? Tenía razón. Además, me hacía sentirme perezoso. De modo que me eché la clámide sobre la cabeza, e Idomeneo vino con mi aryballos, me ungió con aceite y me dio una palmada en la espalda.

—Ya era hora de que movieras el culo —gruñó. Velaba mucho por mi reputación, que en cierto modo era también la suya.

Os diré unas palabras acerca del ejercicio, aunque en general procuro no aburrir hablando de cuánto tiempo dedicaba a mi cuerpo cada día, y le sigo dedicando. Cuando estábamos en la mar, remaba al menos una hora al día con los remeros. Una parte de la danza pírrica de Platea consiste en una tabla de ejercicios con el aspis, y yo practicaba todos los días esa parte de la danza, levantando el escudo sobre la cabeza y moviéndolo de un lado al otro de mi cuerpo. Los días de ejercicio completo corría de dieciocho a veinte estadios y levantaba piedras pesadas como me había enseñado Calcas en la tumba de Leito. Además, practicaba el combate con una espada de madera contra alguno de mis infantes de marina; algunos días, contra todos ellos. Filócrates se había convertido en mi compañero favorito para las prácticas. No era el mejor de ellos, ni mucho menos, pero luchaba con ánimo, tenía los brazos largos y era un adversario peligroso, dotado de una inventiva sorprendente.

En todo caso, si os cuento esto es para que no os penséis que me ablandaba entre batalla y batalla. En aquellos tiempos en que la libertad o la esclavitud dependían de nuestra capacidad para abatir a un enemigo, ninguno podíamos permitirnos el lujo de ablandarnos.

En la carrera de un estadio llegué a la final, y lo mismo conseguí en la de dos estadios, en la que terminé segundo, con gran contento por mi parte. Sófanes ganó la carrera de un estadio y quedó por detrás de mí en la de dos estadios, que ganó Epafrodito. Me sorprendí y me alegré al ver que Harpago, primo de Estéfano, corría bien en las dos pruebas. Se había convertido en caballero, en virtud de su cargo, y sabía estar a la altura. Hay hombres que no son capaces de ello. Después de la segunda manga compartí una cantimplora con Epafrodito y con él. Reímos juntos y nos dijimos que seguíamos siendo los que habíamos sido hacía cinco años.

Estéfano quedó bien en el lanzamiento de jabalina a distancia, y yo perdí la jabalina a puntería por un dedo.

Creo que fue entonces cuando caí en la cuenta de que podía salir ganador. Los que habéis bebido el vino embriagador de la victoria conoceréis este momento, cuando empiezas a dejar atrás el pelotón.

La prueba siguiente fue sorprendente, pues Filócrates, mi Filócrates, ganó el lanzamiento de disco con su primer tiro, con un tiro tan largo y tan poderoso que otros hombres mucho más corpulentos que él se limitaron a sacudir la cabeza y no quisieron lanzar. Le ciñeron la corona de olivo antes de que hubieran lanzado los últimos, y los hombres decían que estaba henchido de los dioses, lo que me hizo reír. Pero la victoria lo volvió un hombre distinto, de expresión franca y rebosante de buena voluntad.

—¡No tengo idea de dónde ha salido ese lanzamiento! —me dijo—. Todavía no estoy seguro de que fuera yo.

—¿Has hecho tu ofrenda como vencedor? —le pregunté.

—No —dijo él.

—Pues no lo olvides —le dije—. Blasfema en privado todo lo que quieras; pero, mientras estés en mi barco, rendirás homenaje a los dioses en público.

Cuando estás al mando, estás al mando siempre, hijos míos. Hasta cuando vence en los juegos un hombre al que consideras amigo tuyo. A mí me agradaba haber quedado bien; pero, como jefe que era, me agradaba más que muchos de los míos quedaban bien también. Fui felicitándolos uno a uno.

El sol seguía en lo alto del cielo, y los jueces decretaron un descanso de una hora para todos los participantes. Después empezó el tiro con arco. Los lesbios tenían varios arqueros buenos, y los samios tenían a uno, Asclepio, que tiraba con tanta fuerza que no me parecía posible vencerle. A cincuenta pasos, la mayoría de los hombres tiraban en una trayectoria curva, pero las flechas de Asclepio volaban tan rectas como si hubieran salido del arco de Apolo. No obstante, como grupo, los mejores eran los cretenses.

Me eliminaron en la primera ronda. Sé tirar con arco, pero no me puedo comparar con arqueros como aquellos.

Allí estaba Teucro, que tiraba con paciencia y con seriedad. Pasó por poco el primer corte y llegó a la segunda ronda el último en la clasificación. En la segunda ronda tuvo que tirar contra Asclepio. Aquel desafío fue digno de verse. Todas las flechas se clavaban con firmeza en la piel tensa dispuesta a cincuenta pasos; todos los tiros entraban en la marca pintada con carbón que indicaba la máxima puntuación. Ninguno habíamos visto tirar de ese modo. Los jueces clasificaron a los dos para la tercera ronda sin que quedara decidido cuál era el mejor.

Idomeneo pasó también a la tercera ronda, así como un lesbio que era arquero al servicio de Epafrodito. Los cuatro vertieron libaciones y bebieron vino juntos, y las pieles que servían de blanco se trasladaron a cien pasos de distancia.

A aquella distancia, hasta el propio Asclepio tenía que tirar en trayectoria curva. Le tocó tirar el primero, y metió todos los tiros en el carbón. Tiró a continuación Idomeneo, que metió dos de sus tres flechas en el carbón; pero la tercera fue impulsada por una racha de brisa y pasó muy alta por encima del blanco. Todos soltamos un suspiro de lástima, e Idomeneo hizo una reverencia y recibió los aplausos de dos mil hombres; había quedado eliminado de la competición, pero de manera muy honrosa. Después tiró el lesbio, que solo dio una vez en el carbón. También él recibió el aplauso de todo el ejército. Por último, Teucro avanzó hasta la línea de tiro. Disparó las tres flechas con tanta rapidez, que un espectador que hubiera vuelto la cabeza para decir algo a su vecino podría haberse perdido toda su intervención; y todos sus tiros alcanzaron el carbón.

Entonces se discutió abiertamente qué se haría, si premiar a los dos hombres o alejar más el blanco. Milcíades se puso de pie blandiendo el bastón de juez.

—En honor del señor Apolo, haremos que estos hombres vuelvan a tirar —dijo—. Aunque a ambos los consideramos dignos de alzarse con el premio.

Hubo grandes aplausos, y las pieles se trasladaron a ciento cincuenta pasos de la línea de tiro.

A esa distancia, una piel de toro se ve más pequeña que la uña del dedo meñique. Basta un instante de descuido para que la flecha quede corta. A ciento cincuenta pasos, el arquero que tira con arco griego debe apuntar al cielo para que la flecha caiga en el blanco.

Le tocaba a Teucro tirar primero. Empleó el arco persa que le había regalado yo, lo cual me agradó. Disparó una sola flecha, según lo acordado, y acertó en el carbón.

Le aclamamos ruidosamente.

Asclepio tardó mucho tiempo en disparar. El samio, según había reconocido él mismo, era experto en disparar de cerca, con tiro tenso, y no brillaba a larga distancia. Esperó con paciencia que se calmara la brisa. El reglamento no lo impedía.

Bebí agua.

De pronto, sin previo aviso, Asclepio levantó el arco y disparó. Su flecha subió alta, muy alta, y volvió a caer en picado hasta el blanco. Dionisio proclamó que estaba en el carbón, y volvimos a aclamar. Aquello sí que era una competición que los dioses apreciarían. Recuerdo que di a Frínico una palmada en la espalda y le dije que ya tenía tema para escribir.

Y entonces apareció una flecha por detrás de nosotros. Voló muy alta, por encima de los espectadores y del toldo rojo donde estaban sentados los jueces, y cayó a tierra como un halcón que se abalanza sobre su presa, para dar en el blanco, a pocos pasos de donde estaba Dionisio. Éste dio un salto y se alejó a trompicones.

Yo, que estaba bebiendo agua cerca del toldo, me volví y vi al arquero, que había tirado desde doscientos cincuenta pasos como mínimo. De hecho, lo medí más tarde y eran doscientos setenta pasos. Su flecha dio en el carbón. Alzó su arco en señal de triunfo, soltó un largo grito de guerra y echó a correr.

Era un persa. Debía de haber cruzado las marismas pasando desapercibido mientras todos presenciábamos la competición. No mató a ningún griego. Tiró más lejos y mejor.

Milcíades le concedió a él el premio, una flecha con plumas de oro.

Todos aclamamos en muestra de aprobación, incluso Teucro y Asclepio, que habían tirado como dioses.

Pero más tarde, mucho más tarde, vi que Teucro medía a pasos la distancia. Caía la noche y creía que no lo estaba mirando nadie. Alzó su arco, y la flecha cayó bien, pero la desvió una racha de brisa. Me dijo después que había fallado el carbón por un palmo.

Aquella exhibición de tiro nos había levantado los ánimos; era el tipo de heroísmo del que podía disfrutar cualquier griego (y, al parecer, cualquier persa).

Me puse la armadura con cierta inquietud. No era mía; era una buena coraza de campana de bronce que me había dado Milcíades; y, aunque me gustaba, no tenía la flexibilidad ni la ligereza de la coraza de escamas que había ganado yo en mis primeros juegos; una coraza que estaba colgada en su soporte de madera en mi salón de Platea, con mi escudo y mis lanzas de guerra. Parece que las corazas de bronce nunca se ajustan bien en las caderas. Por allí se ensanchan para que las caderas tengan todo su juego para correr; pero ese mismo ensanchamiento produce un reborde interior donde carga la mayor parte del peso de la armadura, justo por encima de los músculos duros del estómago, y así puede resultar incómodo correr.

Mucho peor todavía es correr con grebas mal ajustadas. Las grebas se ciñen a la pierna del guerrero y la ciñen desde el tobillo hasta la rodilla; y si son demasiado grandes, se deslizan y te muerden el empeine; y si son demasiado pequeñas te pinzan los tobillos y dejan unas moraduras que sangran, aun después de correr solo un estadio. Yo había dedicado todo mi tiempo libre a ajustar y reajustar aquellas grebas, un par sencillo al estilo cretense, puesto sobre vendas de lino.

Los participantes eran fuertes; entre ellos, Epafrodito, Sófanes, Estéfano, el propio Arístides, Nestor, sobrino del señor Pelagio, Nearco de Creta, y el hermano menor de este, Neoptolomeo; Glaucón, amigo de Sófanes, e Hiparco, hijo de Dionisio de Samos, que era un buen joven, libre de la arrogancia de su padre. Hiparco estaba junto a mí en la primera manga, y yo cometí el error de quedarme atrás en el primer paso, y ya no conseguí alcanzarle. Pero quedé en segundo lugar, y pasé a la ronda siguiente.

Todos los que he citado habían superado sus eliminatorias. Quedábamos dos grupos de ocho, y los que corrían eran los héroes de nuestro ejército, los campeones de los griegos orientales y sus aliados. Yo me sentía orgulloso solo de correr con ellos. Bebí agua, meé una parte, y pasé a la línea de salida. El aspis que llevaba al brazo me pesaba como el plomo después de una sola manga.

Estaba entre Epafrodito y Arístides, charlando con ambos, esperando a que Milcíades nos diera la salida, cuando corrió un grito entre todos los presentes.

La flota persa estaba rodeando el cabo. Era una flota inmensa, y aparecían más, y más, y más. Cruzaron la bahía a vela y desembarcaron en las playas al pie de Micale; y yo, de pie en la orilla, los fui contando.

Quinientos cincuenta y tres barcos, del primero al último, contando los birremes y las hemiolias. Justamente doscientos barcos más de los que teníamos nosotros, contando todos los nuestros más ligeros.

Por otra parte, los chipriotas navegaban como necios, y los egipcios eran tan desconfiados que se iban apartando de nosotros, a pesar de que no echamos al agua ni un solo barco.

Consideramos un presagio que los persas hubieran llegado cuando nosotros estábamos compitiendo. Los contemplamos, nos reímos y les gritamos que vinieran a competir con nosotros; y después, como de común acuerdo, dimos la espalda a aquella exhibición suya de poderío imperial y seguimos con nuestros deportes.

Recuerdo aquel camino de vuelta de la playa por lo mucho que odiaba el aspis que llevaba al brazo, una cosa incómoda con el capacete mal torneado y con un porpax de bronce que ajustaba mal. Yo tenía aún el escudo beocio barato de mimbre que había comprado en la playa de Quíos hacía un año; un escudo mucho menos bonito, con el frontal de tiras de fresno y porpax sencillo de cuero; pero no pesaba nada. En aquellos tiempos no estaban reglamentados los escudos que se podían llevar en las competiciones; y, por otra parte, el escudo beocio sería el que llevaría en las batallas en realidad. Dejé caer mi pesado aspis sobre mi petate, tomé mi escudo beocio y fui trotando hasta la línea de salida.

Arístides miró mi escudo con interés.

—Esa cosa tan grande te molestará para correr, sin duda —dijo.

Yo me encogí de hombros.

—Me pesa menos en el brazo —dije.

—Creo recordar que me venciste en esta carrera hace cuatro años —dijo.

Yo sonreí.

—Fue suerte, mi señor. Buena fortuna.

—Eres raro entre los hombres, Arímnestos —dijo Arístides con una sonrisa—. La mayoría de los hombres me habrían dicho que se disponían a vencerme de nuevo.

Me encogí de hombros mientras miraba a Milcíades, que venía hacia la línea de salida.

—De aquí a pocos latidos del corazón lo sabremos con certeza —dije.

Epafrodito se rio.

—Escucharos a los dos es como tomar lecciones de areté —dijo—. Yo, por mi parte, correré todo lo que pueda y nada más. Pero, Arístides, dejemos una cosa clara; aunque él te haya ganado en esta carrera, recuerdo que yo le gané a él.

Sonrió y le brillaron los dientes.

Todos nos reímos. Recuerdo bien cómo nos reímos los ocho. Durante toda la Guerra Larga hubo algunos momentos como aquel que brillaron al sol como el bronce. No estábamos luchando a vida o muerte. No nos estábamos helando de frío ni asando de calor. No iba a morir nadie. Éramos camaradas; capitanes, jefes, pero hombres que estábamos unidos. Más tarde, cuando toda Grecia estuvo al borde de la extinción, no nos reímos nunca de esa manera.

Los espartanos dicen en broma que la eirene, la paz, es un concepto ideal que deducen los hombres observando los breves intervalos que se producen entre guerra y guerra.

Os reís, niños. Hum.

Quisiera poder poner fin a este relato aquí mismo, con los ocho en fila en la arena, preparados para empezar la carrera. Qué bien lo recuerdo. El joven Hiparco, el samio, se estaba volviendo a atar las sandalias cuando Milcíades nos mandó prepararnos, y el pobre muchacho se las ató mal y acabó corriendo con una sola sandalia.

Milcíades sostuvo el bastón en paralelo al suelo, y después lo apartó como si blandiera una espada, y echamos a correr.

La carrera en sí resultó muy decepcionante en cierto modo, porque Arístides y Epafrodito se trabaron entre sí a los pocos pasos de la línea de salida; y, aunque ninguno de los dos cayó, ya no alcanzaron a los demás; y lo más probable es que hubieran sido los primeros. O puede que no. Pero eran los dos que yo había esperado tener que superar, y el no tenerlos por delante me daba alas.

Adelanté a Sófanes en los primeros cinco pasos, y corrí con soltura, con las rodillas altas, braceando bien, porque las grebas me venían a la perfección. En la carrera con armadura, la armadura forma parte de la prueba, y mi armadura estaba bien ajustada.

Pero Sófanes no estaba dispuesto a rendirse sin más; y al cabo de quince pasos estábamos lado con lado, muy por delante de los demás corredores. Al llegar al poste de mitad de carrera intentó cortarme por el interior, pero yo lo aparté de un empujón con mi gran escudo beocio, y tuvo que perder un paso.

Hiparco, que corría con una sandalia suelta, seguía dando batalla, y había adelantado a los que debían ir en primera fila; supongo que porque estos irían desanimados por su choque. Pero la sandalia mal atada terminó por caérsele, haciéndolo tropezar, y cayó. Soltó un grito al caer, y creo que Sófanes debió de mirar atrás entonces, y el paso que perdió no lo llegó a recuperar. Corrí hasta la meta y llegué el primero por el largo de mi pierna.

Entonces pude descansar largo rato mientras se corrían las demás mangas, otras tres. Los ocho que corrieron en la final eran, además de mí, Sófanes de Atenas, mi propio hombre, el eolio Heráclides, Nearco de Creta y unos quiotas a los que yo no conocía.

Nearco acudió a mi lado y me rodeó con un brazo.

—Esto es vivir —dijo—. Mejor que estar arando campos en Creta.

—Tú no has arado un campo en toda tu vida, señor —dije; y todos se rieron.

—Fue mi tutor de guerra —dijo Nearco a Sófanes.

—Entonces, no es de extrañar que ahora seas un héroe —dijo Sófanes. El muchacho sabía expresarse bien.

Fue una gran carrera. No se cayó nadie, ni chocó nadie en la línea de salida, donde suelen suceder la mayoría de los incidentes. Todos nos pusimos en marcha a toda velocidad; y en aquella final a nadie se le soltó la correa de la sandalia, ni tuvo el escudo en malas condiciones, ni le saltó una china.

Corrimos por los dioses. No lo recuerdo con detalle; estaba cansado, y volaba como un barco viento en popa, sin que me pasara un solo pensamiento por la cabeza. Pero sí recuerdo que cuando llegábamos al poste de media carrera, todos juntos, Nearco iba el primero por un palmo; pero sus pasos eran demasiado largos, y puso el pie izquierdo bastante más allá del poste y empezó a girar tarde. Con la rapidez de un tiburón que se arroja sobre el cebo, hice el giro por dentro de él; pasé rozando el poste de tal modo que mi escudo ligero estuvo a punto de engancharse con él, y al salir del viraje, Sófanes, Nearco y yo íbamos exactamente iguales, corriendo hacia la lanza que tenía extendida Milcíades a través de la línea de meta.

¿Qué puedo decir? Corrimos. Volamos. Fuimos al mismo ritmo, paso a paso, hasta la meta, y el ejército nos aclamaba, aunque yo no recuerdo nada de aquello. Lo que sí recuerdo era lo deprisa que se iba agrandando aquella lanza, y que alcanzarla era lo único que tenía importancia. Lo único.

Vencí porque mi escudo era un palmo más ancho que el de ellos y tocó primero la lanza. Nada más que por eso. Mi victoria, en vez de hacerme sentir arrogante, me aportó humildad, y abracé a los otros dos.

No me avergüenza decir que lloré. Como dicen en Olimpia, había estado con los dioses por un momento. Creo que habíamos estado con ellos los tres.

Lo que pasó después lo recuerdo de manera confusa, por el agotamiento. Estéfano me eliminó en la segunda ronda de pankration, pero Sófanes de Atenas lo eliminó a él en la tercera ronda, antes de perder a su vez en la ronda final contra el hermano del poeta Esquilo. A los atenienses se les dan bien los juegos. Se entrenan más que otros hombres, incluso más que los espartanos.

No me apunté al boxeo, y vi cómo un grandullón lesbio (llamado Calimaco, nada menos, el nombre más oportuno que puede llevar un luchador) se quitaba de en medio a golpes a los demás hombres como un arado que da la segunda vuelta a un campo, cuando ya están rotos todos los terrones grandes y se han retirado las piedras malas. Arístides lo alcanzaba una y otra vez, pero él era lo bastante grande como para aguantar los golpes y seguir, y acabó por agotar a Arístides y golpearlo con fuerza, y Arístides levantó la mano en señal de rendición.

Y entonces nos pusimos a encender las hogueras y los hombres se preparaban para el combate con armadura. Yo estaba cansado, y me figuraba que me había proclamado vencedor de los juegos. Mi vacilación me sorprendió a mí mismo.

Me pregunté si sería así como comenzaba la cobardía, o como terminaba la juventud.

Pero volví a atarme el coselete al pecho, tomé mi escudo y bajé por la playa hasta las hogueras, seguido de Idomeneo, que me llevaba el escudo y la espada.

Arístides me dirigió una sonrisa tímida y sacudió la cabeza. Llevaba puesto un quitonisco limpio, e iba sin armadura.

—Este bruto ha estado a punto de matarme —se lamentó. Al decir lo de «bruto», sonrió, para resultar menos mordaz—. Quiero salir vivo para luchar contra los medos.

Asentí con la cabeza. Yo pensaba lo mismo; pero también pensaba que, al ser yo uno de los mejores luchadores, considerarían que me estaba rajando si no participaba en la prueba de combate armado. Paramanos me ayudó a ponerme la armadura y me sirvió una copa de vino.

—Me parece que los dioses te han quitado el seso. ¡Luchar contra tus amigos, a oscuras, con armas afiladas! ¡No seas crío! —me dijo. Pero me dio una palmada en la espalda y me deseó buena suerte—. No hay mucha competencia, ¿eh?

Solo se habían presentado un par de docenas de hombres lo bastante valientes, o lo bastante inconscientes, como para luchar con armas afiladas, con armadura, en la semioscuridad. Entre ellos había muchos atenienses y milesios.

—A menos hombres, mayor honra —dijo; pero recuerdo que acompañé esta cita de Píndaro con una mueca sarcástica dirigida a Idomeneo.

En la primera ronda me enfrenté al hermano de Esquilo, que me lanzó fuertes golpes, cortando trozos del borde de roble de mi escudo; pero en el tercer asalto lo alcancé en el pectoral, por debajo de su brazo de la espada, sacándole sangre de un lugar que asomó cuando dejó el costado demasiado expuesto al lanzar un amplio tajo. La herida le quedaba oculta por la armadura, y tuve que pedirle que se quitara el peto para mostrarla, y él se quedó tan sorprendido como Dionisio. Me dieron la victoria, y el joven me pidió disculpas por haber dudado de mi palabra.

Descansé largo rato, y ya se me habían empezado a agarrotar los músculos cuando llegó mi segundo asalto, que fue contra otro ateniense.

Sófanes. Tenía que ser él.

Era bueno. Rápido, ligero de pies, cuidadoso. Quería bailar.

Yo le hice frente con la estrategia opuesta. Me planté en mi terreno sin apenas reaccionar, sin abrirle ningún espacio, esperando con paciencia de buey mientras él bailaba.

Un hombre que lleva puesta una armadura griega, con grebas, y que lucha protegido por un aspis o por un escudo beocio tiene pocos puntos vulnerables. Me mantuve en mi terreno, esquivando sus ataques más violentos, y esperando. Al cabo de varios asaltos, cuando ya me empezaban a abuchear algunos espectadores por mi manera de luchar tan aburrida, adelanté rápidamente la espada y le di un corte en el bíceps, y todo hubo terminado.

—Luchas como un viejo —me dijo Milcíades.

—Es que quiero llegar a viejo —repuse yo, y el comentario cayó bien entre el público.

La mayoría de los hombres consideraban que yo ya me había proclamado ganador de los juegos, y mis amigos empezaron a acudir a mi alrededor, echándome vino en la cabeza, besándome o abrazándome. Epafrodito y dos de sus hombres me llevaron en volandas hasta la orilla del mar y me arrojaron al agua. Acudió después a sacarme una pequeña multitud, mientras yo los maldecía porque se me iba a estropear la armadura.

Solo llegamos dos a la tercera ronda. Muchos encuentros habían terminado con los dos combatientes alcanzados o heridos de verdad, con lo que ambos quedaban fuera. Con las reglas que aplicábamos por entonces, cuando ambos combatientes quedaban tocados, se eliminaba a los dos.

Así pues, solo quedamos Istes y yo.

Istes tenía fama de ser el mejor luchador a espada de toda Grecia.

Y yo también.

Todavía quedaba luz para luchar, y encendieron hogueras a ambos lados de nuestro terreno de combate, y creo que casi todos los hombres de la flota se habían reunido en aquella playa para presenciar nuestro combate. Si ya antes del combate me había figurado que yo tenía algo de fama de palabras, comprendí que después de aquello me conocerían en todas las oikías de Grecia.

Cuando estuvimos uno frente al otro, extendimos las espadas y las hicimos tocarse. Istes sonrió bajo su casco, y yo le devolví la sonrisa.

—Vamos a enseñarles lo que es la excelencia —dijo.

¿Qué queréis que os diga? Era un gran hombre.

Los dos debimos de optar por saltarnos los lentos tanteos preliminares que realizan casi todos los luchadores en los combates.

Cuando Dionisio bajó la lanza, nos arrojamos el uno sobre el otro al instante, y la multitud rugió.

Le lancé tres golpes en otros tantos latidos del corazón, y él se defendió hecho una mancha borrosa de movimiento, y nuestras espadas hicieron saltar chispas al aire. Después nos apartamos girando sobre nosotros mismos, sin que ninguno de los dos hubiera salido tocado, y la multitud rugió.

Volvimos a caer uno sobre el otro inmediatamente, como de común acuerdo, y esta vez le lancé una combinación, un tajo por alto para que levantara el escudo, seguido de un golpe con el borde de mi escudo y de un revés para alcanzarle en el muslo. No tengo idea de qué quiso hacer él; pero nuestros escudos chocaron entre sí, borde con borde, produciendo una sacudida como un terremoto que te sube por el brazo, y mi revés tropezó con su tajo por alto mientras yo giraba el cuerpo. Lancé una patada con el pie derecho mientras los dos rotábamos sobre las caderas, y le alcancé en la corva (sospecho que por pura suerte), y él cayó, rodando por el suelo alejándose de mí. Rodó limpiamente sobre su aspis, cosa que yo no había visto hacer hasta entonces a ningún hombre, y se incorporó de nuevo a la distancia de un cuerpo de caballo.

Si la multitud me había parecido ruidosa hasta entonces, ahora eran una fuerza de la naturaleza.

Nos hicimos un saludo, y nos atacamos, escudo contra escudo. Los dos lanzamos golpes por alto, y nuestras espadas resonaron juntas… revés, tajo. Nos separamos por tercera vez, y seguíamos sin estar heridos ninguno de los dos.

Nunca me había enfrentado a nadie como él. Tenía la elegancia de movimientos de un bailarín, y era tan rápido como yo, y tenía los brazos tan largos como los míos.

Nuestro asalto siguiente fue tan cauto como habían sido heroicos los tres primeros, y ambos intentamos dar contragolpes apuntados a las muñecas del rival.

Él fue un poco más rápido. Y sabía hacer un movimiento de muñeca que yo no había visto nunca, un giro de la hoja que producía un cambio de dirección tan rápido, que me parecía increíble que Calcas no lo hubiera conocido.

Retrocedí ante su ataque siguiente, e intenté una finta complicada para herirle en el hombro; era la misma combinación que había empleado contra Sófanes con tanto éxito.

En vez de ello, nos hicimos un lío enorme, pues él respondió a mi finta con otra finta. Los dos buscamos el cuerpo a cuerpo; los bordes de los escudos se solaparon, y de pronto nos encontramos pecho contra pecho.

Roté sobre las caderas para apartarme; y, al retroceder, vi hueco. Le asesté una patada directa a la cadera con mi pie izquierdo, y él se inclinó, cayó de espaldas… y la punta de su espada me alcanzó la sandalia.

Había caído, y yo me planté sobre él… había caído sobre su escudo. Estaba a mi merced… pero sonreía.

—Bien luchado, hermano —dijo.

Entonces sentí en el tobillo el frío-calor de un corte; pero mi cabeza se resistió a admitirlo durante un latido del corazón.

Puedo decir con orgullo que ningún hombre habría visto aquella herida. Yo llevaba zapatos espartanos, los que me solía poner siempre para luchar; y, por algún capricho del destino, la espada de mi rival se me había deslizado entre el cuero y el hueso del tobillo y me había producido un corte. La herida era invisible, y estaba oscureciendo.

Pero me siento orgulloso, porque, aunque tuve la tentación rastrera de cometer una cobardía, me aparté de Istes, el mejor luchador a espada con que me he medido en una prueba, y le hice un saludo mientras se ponía de pie. Después, dejé en el suelo mi espada y mi escudo, me desaté la sandalia y le enseñé el corte.

Puede que algunos espectadores soltaran suspiros de desilusión, pero la mayoría lo aprobaron. E Istes me echó los brazos al hombro y me dio un cabezazo, casco contra casco; no de ira, sino de júbilo.

Él se llevó la corona de olivo, y yo, un corte en el pie. Pero los dos nos sentíamos héroes.

El sol era una bola roja sobre el horizonte cuando todos los ganadores, incluido Filócrates, hicimos nuestros sacrificios, y a mí me declararon vencedor de los juegos. Sospecho que Istes habría vencido si hubiera participado en dos o tres pruebas más, y creo que el vencedor habría sido Arístides si hubiera tenido mejor suerte. La suerte juega un papel muy importante en las competiciones. Pero vencí yo… y ya eran mis segundos juegos.

Cuando hube hecho un nuevo sacrificio y me puse mi corona, me brindé a llevar al campamento de los persas la corona del arquero.

A la gente le pareció oportuno.

Me puse un quitón, porque a los medas no les hace mucha gracia la desnudez, y, con mi corona puesta, crucé corriendo la tierra de nadie con una antorcha en la mano.

Los centinelas me estaban esperando. Eran todos persas de la guardia del sátrapa, comandados por Ciro, y al parecer habían estado viendo los juegos todo el día. Me aclamaron.

Hice una reverencia ante Ciro.

—¿Eres tú el hombre que disparó la flecha? —le pregunté.

Ciro sonrió con aire digno.

—¿No has pensado que esa sería una hazaña propia de un hombre más joven y más irreflexivo? —dijo.

Y entonces vi que estaba allí Artafernes. Y el corazón estuvo a punto de dejarme de latir.

Artafernes se adelantó, y yo le hice una reverencia, tal como me habían enseñado cuando era esclavo. No fui nunca uno de esos griegos que se negaban a dar muestras de respeto.

Tonterías. Le hice la reverencia, y él me sonrió.

—Joven Doru. No nos sorprende a ninguno que seas el mejor de los griegos —dijo—. ¿A qué has venido aquí?

—Vengo a traer el premio del tiro con arco, otorgado por aclamación por todos los griegos al arquero persa que se atrevió a pasar a nuestra orilla y a disparar aquel tiro magnífico. Debo decir que, si se hubiera quedado, no habría recibido más que honras.

Entregué al sátrapa de Lidia la diadema de olivas y la flecha.

Artafernes tenía lágrimas en los ojos.

—¿Por qué estamos en guerra? —preguntó—. ¿Por qué no os unís los griegos a nosotros, que somos gente de honor? Juntos, conquistaríamos el mundo.

Sacudí la cabeza.

—No tengo respuesta, señor. No traigo más que tu trofeo, y los buenos deseos de nuestro ejército para el hombre que disparó esa flecha.

Él ofreció los trofeos a Ciro, tal como yo había esperado. Y mientras los persas aclamaban a su hombre, Artafernes se puso a mi lado.

—¿Has visto nuestra flota? —me preguntó.

—La derrotaremos —dije yo, cargado todavía del daimon que llevaba dentro.

—Ay, Doru —dijo él. Me asió de la mano y me hizo volverme hacia él, a pesar de que estábamos rodeados de una multitud y de sus propios guardias—. Una vez me salvaste la vida y la honra. Te ruego que me dejes que te las salve a ti. No tenéis la menor esperanza de ganar esta batalla.

—Te respeto por encima de todos los persas que he conocido —dije—. Pero os venceremos mañana.

Sonrió, con una sonrisa fría, como la que puede dedicar un hombre a una mujer que lo acaba de rechazar cuando le ha pedido que se case con él.

Me apretó la mano como a un igual (era un gran honor para mí, aun siendo griego), y me besó la mejilla.

—Si sales vivo de la batalla, estaré orgulloso de tenerte a mi lado —me dijo al oído.

Di un respingo como si me hubiera escupido veneno en el oído.

—Si te hago prisionero, te trataré como a un príncipe —repliqué yo. Y él se rio.

Era el mejor de los persas, y era el marido de Briseida.

El mundo nunca es sencillo.