Pues bien, no morí. ¿Sorprendidos? Me izaron por la banda de la nave entre Idomeneo y Filócrates. Un remo me había golpeado la cabeza; y cuando volví en mí, tenía una brecha en el cuero cabelludo y una magulladura en el costado como si me hubieran dado con un hacha.
Habíamos perdido a dieciséis hombres; muchas bajas entre los sesenta aventureros, o cosa así, que habíamos salido juntos aquella noche. Más tarde, me enteré que seis de ellos se habían vuelto atrás durante la travesía a nado y se habían quedado en Mileto. Los demás habían muerto. Dos eran infantes de marina, hombres que habían estado conmigo durante años.
Por otra parte, estábamos libres. En aquellos tiempos no solíamos detenernos a llorar a los muertos; aunque era humillante para mí haber dejado atrás sus huesos. Los griegos tienen a gala recuperar a sus muertos, hasta en los golpes de mano. No fui capaz de pensar con claridad hasta que el sol estuvo bien alto en el cielo; pero mis primeros pensamientos fueron de alegría; de alegría por lo límpido que era el mar y lo azul que era el cielo. Los asedios son cosa fea. El mar nunca es feo, ni siquiera cuando quiere matarte. Navegamos hacia el norte, subiendo por el canal de Samos, sin avanzar mucho, porque llevábamos tres tripulaciones amontonadas en solo dos barcos, además de una docena de arqueros milesios de propina. Éstos eran buenos hombres. Su jefe se llamaba Teucro… cuando un padre pone a su hijo el nombre del mejor arquero de la Ilíada, debe de esperar que su hijo sepa tender el arco de mayor, ¿no? Teucro y Filócrates se hicieron amigos casi antes de que aquel se hubiera quitado las sandalias, y se les veía jugar a las tabas todo el día junto al puesto del timonel, pues ninguno de los dos tenía otro puesto que atender más que en caso de combate.
Nos deteníamos para las comidas y poníamos buenos vigías; pero el mar siguió despejado hasta que estuvimos en aguas de Éfeso.
Allí, a la altura de los fondeaderos, alcanzamos a un par de barcos egipcios que llevaban de escolta a un par de navíos cilicios, o eso nos pareció. Pues bien, los cilicios eran grandes piratas; pirateaban a todo el mundo; pero, al extenderse la Revuelta Jónica, se habían puesto al servicio del Gran Rey, porque las presas jónicas y carias eran las que prometían botines más ricos.
Los cilicios no suelen emplear trirremes casi nunca. Son pobres, y prefieren barcos más pequeños y más ligeros, como la hemiolia, un birreme con jarcias veleras pesadas y una tercera media cubierta a popa. Los dos barcos cilicios que se veían a lo lejos eran hemiolias. Se advertía lo que eran por sus mástiles inclinados.
Me dolía la cabeza como si me la hubiera pisado un caballo, y tuve que quedarme sentado en el banco junto al timonel, mirando, mientras Idomeneo y Estéfano planeaban el ataque al pequeño convoy.
Al acercarnos más, vimos que los dos barcos cilicios no estaban escoltando a los egipcios. Los estaban apresando. Uno de los barcos mercantes, de poca altura, ya estaba sujeto con garfios de abordaje, y había sangre en el agua.
Los cilicios nos tomaron por fenicios, como es natural. Tampoco es que les importara lo que fuésemos. Los cilicios son enemigos de todas las razas.
Huyeron hacia el norte.
Los dejamos marchar, y nos hicimos cargo nosotros de los egipcios. Uno de sus barcos ya había sido tomado y abandonado, y en él no había vida alguna; las cubiertas estaban rojas de sangre pegajosa y ya empezaban a criar moscas, pero la carga estaba casi intacta. Pieles sin curtir, y marfil.
El segundo barco egipcio huyó, y Estéfano me hizo ver lo veloz que era en realidad el antiguo barco de traficantes de esclavos. El sol no había llegado a lo más alto cuando Estéfano alcanzó al barco egipcio ante la costa de Asia y lo trajo de nuevo al lugar donde nosotros estábamos asidos a la primera presa con los garfios de abordaje. Nuestros remeros bendecían a los dioses por la buena suerte de haber tomado un cargamento de marfil, y rezaban porque la carga del segundo barco fuera igual de rica. Y lo era; iba cargado de botellas de cerámica llenas de perfume y de fardos de plumas de avestruz; un cargamento de riqueza tan extraordinaria que todos reíamos de pura alegría.
Tomamos tierra en la playa de Quíos con las dos presas a remolque, mientras el capitán egipcio seguía maldiciendo su mala suerte de que lo hubieran atacado dos veces en una sola tarde. Llevé toda la carga de valor a un solo barco; entregué las pieles a los quiotas en pago de su hospitalidad y permití a los tripulantes egipcios que se llevaran el barco vacío para volver a su casa, rumbo sur, sin hacerles daño; era mi ofrenda de acción de gracias a Apolo. Había dejado vivos a veintiséis marinos a los que normalmente habría matado. Los pescadores nos contaron que su señor, Pelagio, y los sobrinos de este, habían venido de visita, y que toda la flota de la rebelión se estaba reuniendo en Mitilene. Y nos pusimos en camino, subiendo por la costa y cruzando el mar azul y profundo para pasar a Lesbos.
Llegamos a Mitilene bajo una masa de nubes, y las playas estaban llenas de hileras de barcos.
Habíamos encontrado la flota rebelde por fin.
Había sido obra de Milcíades. Había ido de isla en isla, convocando a los rebeldes para que hicieran frente al enemigo. Me había dado por muerto hasta que se había enterado de cómo había entrado en Mileto con mi primer cargamento de grano.
Estábamos sentados en el gran salón, la Boulé de Mitilene, y los hombres brindaban por mí como por un héroe, y aquello se me subía a la cabeza como el vino puro.
—Has salvado la rebelión —me dijo Milcíades delante de un centenar de capitanes. Allí estaba Epafrodito, con una sonrisa de oreja a oreja.
Paramanos sacudió la cabeza y alzó su copa en mi honor, y Cimón se puso a mi lado y me dio unas fuertes palmadas en la espalda, con lo que me dolió la cabeza.
Estaban allí otros capitanes y señores a los que yo conocía bien: Pelagio de Quíos, algunos cretenses y una docena de capitanes samios. Pero había otros hombres a los que no había visto nunca. Uno de ellos era un canalla con pinta de duro llamado Dionisio, que llevaba en el escudo una crátera de cáliz y pretendía ser descendiente del dios del vino. Milcíades me acompañó por el salón, presentándome a todos los jefes.
Era como si hubiera surgido una rebelión completamente nueva. Y, a pesar de todas las alabanzas que me dedicaba Milcíades, aquello era obra suya, a fuerza de ir con su barco de cala en cala durante todo el otoño, pidiendo, convenciendo o amenazando a los jonios, a los cretenses y a los samios hasta que hubieron reunido toda una flota.
—Expulsamos a los medas del Quersoneso en una semana —se jactaba Milcíades—. Y tú, a nuestras espaldas, mantuviste vivo a Mileto. De aquí a pocos días bajaremos por la costa y expulsaremos a su escuadra, y después llenaremos de cereal a Mileto.
Todos sonreían. Todos conveníamos en que habíamos dado la vuelta a la rebelión.
Al día siguiente vendí mi marfil, mis plumas de avestruz y mi buen vidrio egipcio a aquellos mismos mercaderes que me habían vendido a mí el grano.
Me había traído de Mileto dos bolsas de dáricos de oro, y sumé ahora a mi tesoro una cantidad de lapislázuli, varios lingotes de oro y un montón de plata.
Con la ayuda de Idomeneo, Filócrates, Estéfano, Galas, Mal y Teucro, lo llevamos todo hasta el Áyax, el gran barco de Milcíades. Lo expuse todo sobre la arena, dividido en dos montones.
—Elige, mi señor —le dije.
Milcíades sacudió la cabeza.
—Eres el mejor de mis capitanes —dijo.
—Eso se lo dice a todas las chicas —añadió Cimón—. Da gracias a los dioses de haber ganado algo de oro. Nosotros, navegando de un lado a otro como ratones afanosos, no ganábamos más que insultos. Tomé una buena presa allá en Chipre, pero resultó ser propiedad de uno de nuestros «aliados», y tuvimos que devolverla.
Cimón miraba con rostro ceñudo a su padre, que se encogió de hombros.
—Que todos los dioses te bendigan, Arímnestos —dijo Milcíades.
Después, una vez liquidadas mis deudas, pagué a mis remeros. De común acuerdo, incluimos a los arqueros milesios en la paga. La mayoría de los hombres recibieron un par de dáricos de oro y algo de calderilla. Rara vez había podido repartir una paga tan generosa, y Estéfano y yo no disimulábamos nuestra dicha al ver a nuestros muchachos que corrían playa arriba, dando alaridos como tontos, dispuestos a gastárselo todo en un arrebato de vino y fornicación.
Después pagué a los oficiales. Galas y Mal ya contaban como oficiales, y no llegaban a creerse su buena fortuna; y el joven Teucro, que no era más que un arquero, sacudía la cabeza al ver su gorro de lana lleno de plata. Lo mismo hacía Estéfano, el pescador, que decía:
—No había tenido nunca tanto dinero en mi vida.
—Ahórralo, hermano —le dije, dándole un abrazo—. Ahora eres capitán. Tendrás que tener un tesoro guardado para los tiempos malos… cuando me alcance una flecha, o cuando te vayas por tu cuenta.
En vez de protestar, asintió gravemente con la cabeza antes de marcharse. Envió casi todo el dinero a su hermana, en su pueblo, en una barca de pesca en la que iba de patrón su hermano.
Teucro era aficionado al juego. Aquello no era grave cuando era pobre, pues Filócrates y él se jugaban guijarros y conchas de la playa; pero cuando tuvo dinero, fue terrorífico… tanto más, porque ganaba. Constantemente.
Metí en mi saco de cuero una bolsa de lino encerado llena de lapislázuli y de oro, y una bonita botella con remates de oro que contenía esencia de rosas, y sacudí la cabeza. Es fácil ser rico a base de apoderarse de las riquezas de otros. Llevaba en mi saco el valor de la finca y de la fragua de mi padre… multiplicado por diez. Cada par de colmillos de marfil que llevaban aquellos mercaderes egipcios valía la cosecha de un año de mis campos. Pero aun mientras me estaba sonriendo por mi riqueza, recordaba a los hombres sin ley de la montaña, en el Citerón, y comprendía que yo no era distinto de ellos. Aquello daba que pensar, y procuré olvidarlo en cuanto pude.
Aquella tarde celebramos en la Boulé un consejo de todos los capitanes y señores rebeldes. En cuanto no había vino de por medio se apreciaban con mucha mayor facilidad las fisuras de la rebelión. Los samios opinaban que Milcíades les había hecho perder el tiempo llevándoselos hacia el norte, al Quersoneso. Los cretenses querían entrar en batalla, sin que les importaran para nada las posibilidades de éxito. Me pareció que los de Lesbos y los de Quíos eran los únicos a los que les importaba de verdad la rebelión; eran el único contingente que tenía en cuenta el bien común. Quizá se debiera a que eran los que estaban en medio, entre los del Quersoneso, al norte, y los cretenses, al sur. Todos discutían por el botín que se había tomado.
Cuando estaba bien entrada la tarde, Demetrio de Samos se puso de pie y me señaló.
—Este muchacho tomó dos barcos cargados de marfil, pero no lo ha compartido con los demás —dijo.
Yo no me había esperado aquello. Sinceramente, he de decir que siempre me sorprende la necia codicia de los hombres y su envidia. Yo me consideraba un héroe. Esperaba que todos me estimaran.
De modo que me limité a quedarme mirando a aquel tipo.
—¿Es que te gusto, muchacho? —me dijo en son de burla—. Comparte con nosotros tu precioso marfil. ¿O es que se lo ha quedado todo tu amante, Milcíades?
Me quedé allí plantado, furioso como Orfeo en el Hades, tragando saliva como un pez. Me entraron ganas de sacarle las tripas allí mismo, pero no se me ocurría qué decir. Milcíades me miraba con enfado. No quería intervenir, pues aquello precisamente era lo que quería el samio, para demostrar que Milcíades era mi amo.
Por fin, empezó a funcionarme la cabeza.
—Lo siento, mi señor —dije en voz baja, para forzar a los demás a que guardasen silencio. Bajé la cabeza, aparentando burlonamente estar compungido.
—¿Lo sientes? —dijo él.
—Si hubiera comprendido que debíamos compartir las presas ganadas antes de sumarnos a la flota… —dije—. Entonces, debo mucho más que dos simples cargamentos de marfil. Y, con todo lo que me dolerá entregar mis ganancias, me consolaré al saber que estaré aportando algo más que palabras huecas.
Se incorporó de un salto.
—¿Qué coño estás diciendo? —dijo con rabia—. ¿Que yo no me gano lo que como? ¿Es eso?
Me encogí de hombros.
—Deduzco que tú no has llegado a capturar nunca un barco enemigo —dije con mi voz más suave—. En vista de que, al parecer, necesitas de mis beneficios para pagar a tus tripulaciones.
La gran carcajada de Dionisio resonó por todo el salón.
—¡Siéntate, Demetrio! Ningún hombre debe repartir lo que tomó antes de ingresar en la flota, como sabe muy bien nuestro joven plateo. No seas imbécil. Lo que tenemos que hacer es decidir una estrategia.
Se alzaron voces de todos los rincones del salón. Algunos gritaban «¡a Mileto!». Otros exclamaban «¡a Chipre!». No eran pocos los que insistían en que la flota debía poner rumbo a Éfeso.
Cimón, el hijo de Milcíades, apareció a mi lado.
—Mi pater quiere verte esta noche —me dijo—. Para hacer planes para el futuro.
Asentí con la cabeza.
Cimón me dio una palmada en la espalda y salió de la sala; al parecer, no le interesaba la suerte que corriera la rebelión.
Un cínico diría que Milcíades se había pasado el verano y el otoño levantando a los rebeldes para que le sirvieran para reconquistar sus posesiones en el Quersoneso. Y el cínico que dijera eso, diría bien. Milcíades necesitaba la base de poder que le brindaba la rebelión. Necesitaba que siguiera adelante la rebelión, para poder presentarse como un gran hombre en primera fila del conflicto cuando tratase con Atenas.
Lo que no necesitaba Milcíades era que los rebeldes vencieran a Persia. Si la rebelión salía victoriosa, él de pronto no sería más que el tirano del Quersoneso. Atenas no lo necesitaría, y tampoco lo necesitarían los rebeldes. Además, su mayor rival entre los tiranos de la Jonia era Histieo. Su máximo rival había sido Aristágoras, pero a este lo había matado yo en Tracia. Aristágoras había sido lugarteniente de Histieo, y Milcíades no tenía ningún motivo para desear que Mileto quedara libre del asedio y volviera a ejercer su poder en el este. Por una parte, Milcíades quería controlar la situación. Por otra, era ateniense, y Atenas quería humillar a Mileto; no solo a Mileto, sino también a Éfeso y al resto de las ciudades jonias que disputaban a Atenas la supremacía en el mar.
No pretendo deciros que yo ya entendía a fondo todo aquello, aquel otoño e invierno oscuros, con la lluvia azotando los postigos y la lumbre echando humo y chisporroteando, y con un centenar de griegos aburridos y airados que se disputaban como perros el liderazgo de la rebelión. Pero sí entendía que las cosas no eran lo que parecían. Y fui comprendiendo poco a poco que, con independencia de lo que dijeran los hombres en voz alta, Samos, Lesbos, Rodas y Mileto se odiaban unas a otras y odiaban a Atenas más que la mayoría de ellas odiaban a Persia.
Así que, hijos míos, ya veis que era un milagro que hubiésemos llegado a reunir una flota.
Cimón se había marchado, pero Milcíades y yo nos quedamos, y al cabo de varias horas de debate se tomó la decisión de levantar el asedio de Mileto antes del invierno, surtir de provisiones a la ciudad y volvernos a nuestras casas. En la primavera nos reagruparíamos en las playas de Mitilene, localizaríamos a la flota persa y la aplastaríamos. Una vez acabada la flota persa principal, tendríamos la iniciativa, y entonces podríamos actuar como mejor nos pareciera contra las fuerzas terrestres persas.
El plan era bueno. Dionisio y Milcíades lo pulieron, aun yendo en contra de sus intereses personales. Como ya he dicho, Milcíades no tenía especial afecto a Mileto, y Dionisio tenía buenos motivos para estar a favor de una guerra comercial larga, ya que era pirata profesional. Pero los dos se unieron en algo semejante a una alianza, y los lesbios y los quiotas los apoyaron. He visto muchas veces esta cosa extraña, que los hombres son capaces de ser nobles, superando la miseria y la codicia, sobre todo cuando existe emulación y buena camaradería entre ellos. Milcíades y Dionisio eran ambos, por separado, un par de piratas codiciosos. Pero al estar juntos, competían entre sí por convertirse en salvadores de Grecia.
En su plan quedaban muchos cabos sueltos. No se dijo nada de rescatar a las ciudades de la costa asiática. En realidad, esta era la estrategia de todos los griegos que estaban separados por el agua de los cascos de la caballería persa. Los de tierra firme quedaban como esclavos.
Por otra parte, era el primer plan realista que habían llegado a trazar los rebeldes.
Dionisio ofendió a todos empeñándose en que la mayoría de nuestros barcos estaban mal preparados, y que cuando volviésemos a reunirnos en la primavera deberíamos pasarnos unos meses entrenando a nuestros remeros y a nuestros infantes de marina. Aunque yo estaba de acuerdo en ello, él exponía este punto tan evidente de una manera que resultaba arrogante.
—Vosotros, los aristócratas, sois como niños cuando os hacéis a la mar —dijo—. Mis muchachos no hacen otra cosa que remar. No se hacen a la mar soñando con la Ilíada. Se hacen a la mar para vencer, para tomar barcos enemigos y convertirlos en plata y en oro. ¿Habéis visto cómo hacen las maniobras los fenicios? ¿Habéis visto cuánto entrenan a sus tripulaciones? ¿Habéis hecho frente alguna vez a un cilicio en aguas estrechas? ¿Son capaces vuestros remeros de hacer un diekplous? ¿De virar en un óbolo y embestir a un enemigo bajo la popa? No. Apenas habrá uno de vosotros que pueda decir que sí. Aquí no hay veinte barcos que sean de fiar en un combate en orden cerrado cuando nos llegue el día, la hora de la verdad. Dejadme que entrene a vuestras tripulaciones. Un poco de sudor ahora, y el premio será la libertad.
Quizá pudiera haberlos convencido si hubiera insistido en esta idea; pero todos y cada uno de ellos se creían el capitán más grande que habían conocido los siglos, digno de ser trierarca del Argos. Es un defecto griego.
Así pues, sin haber decidido nada, salvo pasar a la acción, tomamos cargamentos de cereal, hortalizas, cerdos y cabras, y nos hicimos a la mar rumbo a Mileto en pleno invierno, cosa que en aquellos tiempos se consideraba atrevida. No era como ahora, que hacemos la guerra en todas las estaciones del año.
Éramos tan poderosos que nos adentramos por el canal de Samos sin preocuparnos de si los persas se habían enterado o no de nuestra llegada.
La escuadra enemiga de Lade ya estaba sobre aviso de nosotros, y cuando entramos por la bahía, sus velas no eran más que motas en el horizonte y en su campamento no quedaban más que las ascuas de las hogueras. Ni siquiera habían dejado una guarnición. Nos apoderamos de la isla, y desembarcamos las provisiones en Mileto.
El populacho de la ciudad baja nos recibió como a héroes, y hubo banquetes a los que asistimos todos juntos; pero advertí que familias enteras nos pedían que los llevásemos con nosotros cuando nos marchásemos. Histieo ponía mala cara, pero no prohibió marcharse a ninguna de las familias de clase baja.
Bebí vino con Istes, vino del que había llevado yo mismo. Sentados en taburetes plegables en el Ágora, bebíamos de un cáliz que llevaba su muchacho esclavo, una pieza ateniense decorada con el combate de dos héroes.
—¿Has pensado alguna vez en marcharte? —le pregunté.
Pasó largo rato contemplando mi barco, se bebió su vino y sacudió la cabeza.
—No. Pero sí —dijo, riendo—. Tú eres un héroe. Conoces las reglas. No puedo marcharme. Moriré aquí, ya sea este año o el siguiente.
Pasó cerca de nosotros una muchacha delgada como un palillo que llevaba en la cabeza una tinaja grande con agua. Nos miró con admiración a los dos, que éramos hombres hermosos y musculosos, además de matadores.
—¿Cuánto vale su mirada? —dijo Istes—. ¿Qué te parecería a ti despertarte un día y descubrir que esa muchacha escupe en tu sombra?
Yo comprendía todo aquello demasiado bien.
—Pero si nos llevamos a demasiada gente de tu pueblo… —empecé a decir.
Istes sacudió la cabeza.
—No lo digas, amigo mío —susurró—. Mi hermano… no piensa como yo.
—¿Y qué piensas tú?
—Yo pienso que deberíamos irnos a Sicilia y empezar de nuevo, lejos de los persas, de los medos, de los lidios y de los jodidos atenienses —dijo, encogiéndose de hombros—. Yo me alegro cada vez que se marcha una familia de ciudadanos, que recordarán lo que fue Mileto.
Debí de poner cara de sorpresa ante la fuerza de su expresión, pues se recostó en su asiento y bebió más vino.
—Tú me lo has preguntado, y yo te he respondido. Pero mi hermano… está decidido a que esperemos a que se cumpla aquí nuestro destino. Todos. Idos antes de que proclame una ley prohibiendo la emigración —clavó sus ojos castaños oscuros en los míos—. Llévate a las familias de todos esos arqueros.
—¿Por qué? —le pregunté, mirando a mi alrededor.
Istes se encogió de hombros.
—Está loco —dijo; y no quiso añadir más.
Nos hicimos a la mar aquella tarde, mientras se levantaba hacia el oriente la primera de las grandes tempestades de invierno. Fuimos los últimos a los que se nos permitió sacar de Mileto a ciudadanos refugiados. La ciudad tenía nuevos ánimos, y víveres para el invierno.
Pero el terraplén de asedio no se había reducido, y Datis no levantó el campamento, como había hecho el ejército persa en otros inviernos. Se quedó, y sus hombres rodearon su campamento de un buen muro, de modo que tuvieron que cesar los golpes de mano. Y el terraplén iba creciendo.
Me llevé a Lesbos a dieciséis familias. La mayoría tenían dinero, y nos ofrecieron (a Estéfano y a mí) un buen pago para que los llevásemos hasta Sicilia, al otro lado del ancho mar azul.
Pero Milcíades les convenció para que se establecieran en el Quersoneso, y antes de la segunda Heracleion los desembarcamos en Galípoli y nos dispusimos a invernar allí. Mi tracia pelirroja había encontrado a otro hombre, pero había más pescaditos como ella en el mar, y no tardé mucho en pescar otro con un collar de cuentas de oro, una rubia delicada que tenía la cara en forma de corazón, y aquel era el único corazón que tenía. Hablaba lidio, griego y otro idioma, lo bastante próximo al que hablaban los iberos como para reírse con ellos.
Podía haber pasado bien aquel invierno; solo que recibí una larga carta de Penélope en la que me hablaba de la finca, y las noticias no eran buenas. El viejo Epícteto había muerto, y parte de nuestro ganado había muerto de una epidemia, y ella necesitaba que yo volviera a casa para poder casarse… aunque no decía nada de con quién pensaba casarse.
Y su carta traía adjunto otro jirón de pergamino blanco, escrito de la misma mano.
Algunos dicen que una falange de infantería es la cosa más hermosa, pero yo insisto en que lo más hermoso eres tú. Ven a ser rico.
Acerqué el pergamino a una lámpara de aceite, y aparecieron en su superficie más palabras, que se habían escrito con ácido y ahora quemaban el pergamino.
Ven pronto.