En la flota persa no había en realidad ningún persa, claro está. En aquellas playas había griegos jonios, fenicios y un puñado de egipcios muy bien preparados, y yo los observaba desde la torre de Mileto que llaman la Torre de los Vientos.
Hacia el sur, el terraplén de asedio de los persas crecía día a día. Allí tampoco había persas; solo esclavos arrancados del campo, centenares y centenares de esclavos agrícolas de las fincas de los propios milesios, que acarreaban tierra y fajina mientras esquivaban las piedras y las flechas que les arrojaban, y la echaban al pie de las murallas, de modo que el terraplén ascendía un palmo cada noche.
Pero los aristócratas milesios no perdían la confianza. Su ciudad no había caído jamás, y todavía tenían provisiones; aún no habían matado todo su ganado, y solo sufría la gente de clase baja. Cuando me hicieron subir a la Acrópolis fue como si hubiera entrado en una ciudad libre de guerras: me bañaron esclavos, me ungieron con aceite y me sirvieron una comida con finos filetes de lengua de buey.
Pero en la ciudad baja la gente se moría de hambre.
Mi cargamento de grano les dio ánimos, y yo no había sido el único capitán que había conseguido pasar; solo era el único que lo había hecho dos veces. Y a aquellas alturas de la estación, mi segundo cargamento, tres barcos enteros, había salvado la ciudad. Histieo y su hermano me lo dijeron así sin rodeos.
En mi segunda noche en la ciudad, Istes fue en cabeza de los guerreros en una salida por una poterna, y prendieron fuego a un montón de fajina que tenía preparado el enemigo; un montón tan alto como la muralla de la ciudad y que debía servir en los últimos días de la construcción del terraplén. Pero no podían quemar la tierra, y los esclavos habían vuelto al trabajo a la mañana siguiente.
Aparecían periódicamente arqueros persas que disparaban sobre la ciudad; a veces eran flechas incendiarias, pero en general solían ser simples flechas de guerra, bien apuntadas. Cada día mataban a un hombre o dos en la muralla. Por otra parte, mantenían provista de flechas a la ciudad.
Arquílogos, o quien estuviera al mando allí en las playas de Lade, tampoco se rendía. Todas las noches formaban un cordón, y ponían barcas pequeñas a remar de un lado a otro del canal, y al menos dos barcos en la bahía al norte de la isla. Al amanecer y al anochecer hacían batidas con quince barcos, por lo menos, y yo no veía grandes posibilidades de escapar.
Pero en la tercera noche los defensores de la ciudad hicieron una nueva salida, y esta vez los acompañé. Es paradójico, pero cuando te has labrado una reputación de gran guerrero, tienes que estar renovándola constantemente. Quedarme en la Acrópolis mientras los hombres salían a atacar al enemigo me habría resultado tan imposible como vivir sin comer.
La ciudad estaba bien provista de armaduras, y el señor Histieo me dio un coselete de campana y un buen casco cretense con magnífico penacho de crin. Aquello era un poco como estar en la Ilíada. Me llevé a mis infantes de marina y a Filócrates el Blasfemo, que se había hecho a la vida de pirata como si fuera un veterano. También a él le di armas, una panoplia completa.
—Pareces Ares vuelto a la vida —le dije cuando estuvo vestido de bronce.
—Ares no es más que un mito para meter miedo a los niños —dijo él.
—Veo que una tormenta en alta mar y la vida de guerrero no te bastan para recuperar el respeto a los dioses —le dije. Él se encogió de hombros.
—No se puede respetar lo que no existe —replicó.
Me aparté un poco de él para contemplarlo mejor. Había algo en él que daba miedo. Despreciaba los presagios, se reía de los talismanes y llamaba a los dioses con nombres insultantes. Al principio solo se querían sentar a comer con él los iberos; pero, en vista de que seguía blasfemando y no le caía el cielo sobre la cabeza, otros hombres empezaron a aceptarle también.
Eso dicho, debo añadir que sí había cambiado. Yo no era capaz de determinar en qué exactamente, pero él mismo lo explicó más tarde, y lo oiréis si volvéis mañana a seguir escuchando este relato.
En todo caso, salimos sesenta por la poterna más próxima al puerto. Llovía a raudales; nos resbalábamos en el barro, y yo bendecía mis buenas botas beocias mientras los demás hombres maldecían sus sandalias abiertas. Ante la muralla, el terreno estaba machacado por las pisadas de millares de hombres, esclavos y soldados, y ambos bandos arrojaban la basura y los desechos en aquella tierra de nadie. Era repugnante.
Cabría suponer que al cabo de un centenar de salidas de este tipo por los sitiados, los persas habrían optado por poner centinelas; pero de entre todo su contingente, solo los egipcios montaban guardia con regularidad. La mayoría de sus tropas escogidas eran de caballería, que despreciaban un pasatiempo tan riguroso como es montar guardia; y ¿con qué derecho voy a criticarlos yo? No he conocido nunca a ningún griego dispuesto a soportar una guardia nocturna.
Atravesamos el barro y las basuras bajo el azote de la lluvia, y subimos después la fajina nueva que habían amontonado alrededor de su campamento a modo de muro. En una noche como aquella no podíamos contar con provocar un incendio; nuestro objetivo era otro.
No íbamos en busca de Artafernes. Si este hubiera estado en el asedio, podría haber tenido consigo a Briseida, y entonces yo me habría planteado las cosas de manera muy distinta. De hecho, y ya que aquí pretendo contar toda la verdad, añadiré que no sentía ningún compromiso especial con los rebeldes. Para empezar, no eran plateos. Yo era bastante leal a Milcíades, pero habréis advertido que tampoco me dedicaba a surcar los mares en su busca. Ni tampoco buscaba por los mares a la flota rebelde para ofrecerle mis servicios. Es cierto que, cuando me encontré atrapado en Mileto, solo me quedaron unas opciones limitadas. Pero yo no era ningún idealista; era plateo, y era el amante de Briseida… o, mejor dicho, era esas cosas en el orden inverso.
Pero aquel otoño no estaban en el asedio ni el sátrapa ni su nueva esposa. El lugarteniente de Artafernes era Datis, y lo que pretendíamos era matarle a él. Su gran tienda roja y morada se veía claramente de día desde nuestro lado, y habíamos preparado un par de indicaciones visuales (antorchas dispuestas a dos alturas diferentes en la ciudad) para guiarnos de noche hasta la tienda. Datis era pariente del Gran Rey. Artafernes era uno de los muchos hermanos del rey, y este Datis era primo suyo o cosa así, y guerrero famoso; y corría el rumor de que, cuando hubiera tomado a Mileto, lo enviarían con una gran flota sobre Quíos y Lesbos, y quizá sobre Atenas. O eso decía la gente.
Nadie esperaba que consiguiésemos matarlo; pero aquella presión constante servía para mantener inquietos a los sitiadores y animarlos que se retiraran para pasar el invierno en sus casas.
Nos deslizamos entre la oscuridad, empapados hasta los huesos, chapoteando en el barro, volviéndonos con frecuencia para observar los puntos visuales de referencia en las murallas de la ciudad, y seguíamos deslizándonos, soportando las maldiciones que nos dedicaban los hombres dentro de las tiendas cuando tropezábamos con los vientos; naturalmente, no sabían que éramos sus enemigos mortales. Me pregunté si se habría sentido así Odiseo cuando salió del caballo de Troya para colarse en la ciudad asediada. La Ilíada es muy realista a veces, pero parece que nadie se moja, ni pasa frío, ni se acatarra. A mí me parece que estos tres efectos son los verdaderos hijos de Ares, y no el Terror y la Fuga, o los demás que le asignan los poetas. ¿Quién ha hecho nunca una guerra sin mojarse ni pasar frío?
Íbamos por la mitad de la columna, de modo que no nos pudimos enterar de qué o de quién dio la alarma en el campamento; el caso fue que, de pronto, nos descubrieron. Llovía con tal fuerza que nadie podía encender una antorcha, y en cuanto los enemigos salían de sus tiendas, perdían toda noción de la situación.
Nuestros hombres mataron a los primeros que se les acercaron, y se dispersaron. Era lo que teníamos planeado. Los milesios se esfumaron sin más. Ya habían dado golpes de mano en el campamento en otras ocasiones, y lo conocían bastante bien. Mis infantes de marina no tenían esa suerte y, entre la oscuridad, seguimos a los que no debíamos. Creímos que estábamos siguiendo a los milesios, y acabamos en las hileras de los caballos, donde se habían dirigido una docena de jinetes persas cautos para proteger a sus monturas. Nuestros hombres se pusieron a luchar con ellos sin que yo les diera ninguna orden. Mis infantes llevaban armadura y los persas iban desarmados, y murieron, aunque llevándose consigo a dos de mis hombres. Los persas son valientes de verdad.
—Cortad los ronzales y desatad las maniotas —ordené.
Los que quedaban de mis hombres se dispersaron y sembraron la confusión entre las hileras de caballos, arrancando los piquetes del suelo. Subí corriendo a una colina baja y miré de nuevo hacia la ciudad, y solo entonces me di cuenta de que entre ella y nosotros estaba toda la extensión del campamento enemigo.
Como preocupación más urgente, se veía con el fondo de las luces que estaban sobre la muralla de la ciudad el bullicio de los hombres que salían del campamento. Los persas quieren mucho a sus caballos. Mis diez hombres durarían pocos momentos contra un regimiento de soldados de la caballería persa.
Pensé en apoderarnos de unos caballos y huir tierra adentro; pero esas cosas solo dan resultado en la literatura épica. En la vida real, tus enemigos tienen más caballos y guías locales, y te alcanzan. Además, mis hombres eran marinos con armadura, no jinetes. Lo más probable era que la mayoría no se hubieran subido a un caballo en toda su vida.
Se me acababan las ideas; pero Poseidón no nos desamparó. Los caballos se dispersaban en todas direcciones, y no había que ser un Odiseo para darse cuenta de que podíamos escaparnos entre la manada. Unos pocos nos montamos en caballos, y otros se limitaron a asirse de crines, o incluso de colas de caballos, y nos dejamos llevar con ellos, moviéndonos hacia el oeste y hacia el norte, volviendo hacia la ciudad. Yo monté, me perdí y me separé de mis compañeros, y pasé una guardia de la noche entre las rocas al sur de la ciudad, donde me había dejado mi caballo.
Los dioses ayudan a los que se ayudan a sí mismos, o eso he oído decir; y mientras estaba tendido entre las rocas, contemplando la ciudad y la tropa de arqueros persas dispuestos entre mí y las murallas, y maldiciendo mi suerte, caí en la cuenta que podía llegar a la playa opuesta a Tírtaro caminando seis estadios por el risco de roca. Y no había ni un centinela por el camino.
Me tomé el tiempo necesario para buscar por el risco rocoso. En todo terreno baldío hay senderos para el que sabe buscarlos; los hacen las cabras, y los pastores, y los chicos y las chicas que se cortejan o que juegan a los héroes. La luna salió tarde, y dejó de llover, y caminé hasta la playa opuesta a Lade; me desnudé del todo y fui nadando hasta las naves que había enfrente; en realidad, estaban a solo unos cuantos cuerpos de caballo, era bastante menos de un estadio. Salí, chorreando, entre los cascos negros de las naves, tan cerca del campamento enemigo que oía los ronquidos de los remeros de Arquílogos, o eso me pareció. Después, volví nadando y fui sorteando las rocas. Los persas habían vuelto a acostarse, tal como esperaba yo. Gateé entre el barro y la mierda hasta llegar a la muralla de la ciudad, y perdí otra media hora en convencer al centinela para que me dejara subir a la muralla sin abrirme las tripas. ¡Ay, qué romántica es la guerra de asedio!
Fui el último que volví del golpe de mano, y no había llegado a desenvainar la espada. En la ciudad alta hubo hombres que se rieron de mí. Los dejé reír. Yo ya no era un muchacho acalorado, y no me convenía contraer deudas de sangre en la ciudad. Lo que quería era marcharme con mi oro, aunque también tenía ganas de demostrar a Istes la madera de la que estaba hecho. Él había matado a tres persas, y se había traído sus arcos y sus flechas como prueba.
Dormí bastante bien. A la mañana siguiente comí almendras con miel en la ciudad alta y me di un largo baño para quitarme el olor del barro. Histieo e Istes vinieron a acompañarme.
—Tus hombres han conseguido un milagro —dijo Histieo—. Hoy no hay un solo esclavo trabajando en el terraplén. Han salido todos a buscar a los caballos —esbozó una sonrisa torva—. Aunque no matamos a Datis, les hicimos daño; un desertor dice que matamos a quince persas y a algunos más.
Yo asentí con la cabeza. Nada de aquello me interesaba gran cosa. En realidad, no era capaz de apreciar aquella guerra a base de victorias minúsculas. A mí me parecía que la ciudad estaba condenada a caer, y quería largarme antes de que me volvieran a vender como esclavo.
—¿Volveréis a hacer una salida esta noche? —le pregunté.
Negó con la cabeza. Hasta él, que era el guerrero mejor alimentado de la ciudad, tenía unas ojeras que parecían fundas de escudo, y las líneas de su cara eran tan profundas como surcos recién labrados.
—No —dijo—. Ya hemos salido dos noches seguidas. No aguantamos más. Los combatientes están agotados. Los combatientes de verdad, los hombres de valía.
Echó una mirada a Istes, que también parecía estar al borde del agotamiento.
—Esta noche me marcho —dije.
Sacudió la cabeza.
—No te lo recomiendo —dijo—. Claro que, si te quedas mucho tiempo más, tendré que empezar a venderte tu propio cereal.
—Te agradecería que me prestaras una docena de tus arqueros para ayudarme a salir —le dije—. Te los traeré en mi próximo viaje.
—¿Piensas abrirte camino disparando flechas? —dijo Istes—. Los arqueros son nuestras tropas más valiosas. —Se encogió de hombros—. Eres el mejor amigo que ha ganado esta ciudad desde hace muchos meses… pero perder a diez arqueros sería un golpe.
—Lo entiendo. Pero necesito a los arqueros para mi maniobra de distracción; y os dejaré en prenda un trirreme, el fenicio que tomé al entrar —dije, señalando la nave—. Alguna noche oscura… os puede servir para sacar de aquí a alguna gente.
Él sacudió la cabeza, confuso.
—¿Por qué quieres dejar un barco? —me preguntó.
Gruñí. No quería explicárselo. Como en todo asedio, la ciudad estaría saturada de desertores, traidores y agentes dobles. No me cabía duda de ello.
—Nos pondremos en marcha cuando no haya luna —dije.
—Que Poseidón os bendiga, entonces —dijo el tirano. Pero volvió los ojos hacia su hermano, y los dos se cruzaron una mirada que no me gustó.
Vaya, ya tenía ganas de marcharme.
Pasé casi todo el día durmiendo, y al anochecer reuní a todos mis hombres (infantes de marina, remeros, tripulación de cubierta). Les expuse mi plan mientras el sol se perdía entre las nubes, y se presentaron los voluntarios suficientes como para darme esperanzas. Quisiera poder contar que todos se ofrecieron voluntarios; pero una semana a media ración en una ciudad condenada es suficiente para desmoralizar a cualquiera.
Saqué a mi grupo por el portillo de salida del puerto cuando empezaba a llover. Conseguimos alcanzar las rocas que están al sur de la ciudad, aunque pasé un mal rato hasta que las localicé entre la oscuridad. Siempre es más fácil ir hacia una ciudad que alejarse de ella.
Cuando llegamos a las rocas ya estábamos empapados y tiritando, y desde allí fuimos deslizándonos. Las conteras de las lanzas retumbaban como aludes al rozar la piedra. Filócrates maldecía sin cesar. Cuando llegamos a la playa, frente a Lade, nos desnudamos y nos echamos a nadar, sujetando nuestras lanzas como podíamos.
Nos perdimos; la oscuridad era profunda y no había luna. Os diré simplemente que nadar a oscuras, sin ver nada, con tanto frío que tiritas, aferrado a tus armas, es quizá la prueba definitiva del guerrero. Algunos se volvieron atrás. ¿Cómo puedo culparlos?
Acabamos en las rocas que estaban al este de los barcos, y no nos quedó más opción que ir gateando. Esto ya se lo había explicado a los hombres, pero llevarlo a la práctica resultaba mucho más difícil de lo que yo había esperado. Probad a ir a gatas una noche de lluvia, sin más ropa que una clámide mojada, llevando una lanza, por un terreno irregular cubierto de matorrales.
¡Ja! Metíamos tanto ruido como un rebaño de vacas. Pero con todo lo necios e ineptos que éramos, los enemigos eran iguales o peores.
Yo era el que hacía más ruido, pues llevaba puesto el regalo de Histieo, la coraza de bronce. Había nadado con ella y no había estado mal; pero cuando gateaba entre las rocas era ruidosa, y el reborde de la cintura se enganchaba con todo.
Aquella fue una de las noches más largas y más oscuras de mi vida. No había contado con perderme otra vez (solo teníamos que cruzar un estadio de terreno despejado), pero me perdí. Al final, tuve que ponerme de pie, vacilando como un borracho, y girar despacio sobre mí mismo (a la vista de cualquier posible centinela enemigo), para darme cuenta de que había dejado atrás el campamento enemigo.
Era demasiado tarde para enmendar el rumbo. Estaba muy al sur de mi objetivo; pero veía a la izquierda los cascos negros de sus trirremes, que brillaban entre la oscuridad. Tenía conmigo a una docena de hombres o más, hombres que habían optado por seguirme aun cuando su intuición les había dicho que íbamos por mal camino, y nos deslizamos sobre las dunas y atravesamos después ruidosamente la lengua de roca que había entre la marisma y el mar, hasta que estuvimos agazapados junto a los barcos.
La mayoría de los hombres habían traído paquetes de trapos aceitados y de pez, o incluso de bitumen[2], del que había bastante en Mileto, y preparamos bajo uno de los cascos una pira con estas sustancias.
Aunque no había luna, la lluvia amainó mientras estábamos allí agazapados. En el campamento había hogueras, principalmente de carbón, y varios iberos se deslizaron entre las velas que servían de tiendas de campaña y encendieron sus antorchas en las hogueras. Ya había treinta o cuarenta hombres entre los cascos de los barcos enemigos, y todos nos pusimos a gritar «¡alarma!, ¡alarma!» con todas nuestras fuerzas. Nuestros hombres recorrieron el campamento con antorchas encendidas antes de arrojarlas a la pira que habíamos preparado.
Y entonces reinó el caos.
El fuego surgió en el tiempo que tardaría un hombre en hacer la carrera de un estadio; en ese tiempo, unas tenues llamas se convirtieron en una llamarada del doble de la altura de un hombre, y con el estrépito de una carrera de caballos. El barco prendió inmediatamente; los cascos revestidos de pez son muy inflamables, aun cuando llueve. Mis marinos corrían de un lado a otro, arrojando velas y remos al incendio, y echando después restos encendidos a otros cascos.
Salían hombres de las tiendas, y nosotros los matábamos. Como los que dábamos la voz de alarma éramos nosotros mismos, siguieron acudiendo a nosotros durante muchos minutos, desarmados o provistos de cubos para apagar el fuego, y nosotros los abatíamos.
Por entonces habíamos prendido fuego a tres barcos, y los dos míos habían salido al canal y ya navegaban libres mientras, desde sus cubiertas, los arqueros disparaban flechas incendiarias a las naves negras. Una flecha incendiaria no es gran cosa, y ninguna prendió; pero también servían como distracción. Engañamos a los enemigos (una vez más), haciéndoles creer que eran las flechas incendiarias las que habían provocado los incendios. Tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que estábamos entre ellos.
Yo no tenía idea de a cuántos hombres tenía a mi mando ni de cuánto daño habíamos hecho; pero sí sabía que era hora de marcharse. Llevaba una bocina, regalo de Istes, y me retiré de las llamas, seguido de los hombres que estaban más cerca de mí, y me detuve entre la oscuridad para hacer sonar la bocina; pero el único sonido que logré sacarle fue como el balido de una oveja vieja que busca a su último corderito.
—Dame eso —dijo Filócrates; y sopló en la bocina, que emitió un bramido poderoso.
Se oyó ruido de pies que corrían; y nos dispusimos para la defensa; no llevábamos escudos, y si el enemigo nos podía echar encima una falange, nos segarían como espigas maduras.
Pero era Idomeneo, que se reía como una hiena, seguido de cincuenta de nuestros marineros e infantes de marina. Los últimos de su grupo luchaban, pero hasta el momento nuestros enemigos estaban desorganizados.
—¡Llévalos al barco! —le grité; porque el Cortatormentas venía a la orilla a recogernos.
Algunos hombres tomaron barcas de cuero que encontraron allí; Tique favorece a los valientes, o eso dicen; y treinta hombres consiguieron salir en las pequeñas barcas. Pero la lucha se volvía más intensa, y oí que los enemigos formaban en línea; oí el entrechocar de sus escudos entre la oscuridad, y a la luz de las hogueras que tenían a su espalda aprecié la rapidez con que formaban el muro de escudos.
Los hoplitas enemigos quedaban iluminados a contraluz por los barcos incendiados, y los míos estaban ocultos por la oscuridad.
—¡Una carga rápida! —dije a los hombres que pude encontrar—. ¡Seguidme, seguidme! —exclamé, y tomé una piedra pesada—. ¡Acercaos, y lanzad! —dije—. Abatid a un hombre, y corred hacia el barco. ¡No os quedéis a luchar!
Los que me escucharon y me obedecieron puede que fueran una docena. Salimos de la oscuridad, corriendo duna abajo, y cuando estábamos a solo uno o dos pasos de su muro de escudos arrojé mi piedra; y era una piedra grande, os lo puedo asegurar. La mía dio a un enemigo en la espinilla; el hombre cayó, y yo salté entre la fila enemiga por el espacio vacío que había dejado el hombre y clavé la lanza en el costado no protegido del hombre que estaba a mi lado.
Entonces, la noche se llenó de gritos. Luchar de noche no tiene nada que ver con luchar de día. Los hombres caen sin que los haya atacado ningún enemigo; se pierden entre la confusión. Me volví para salir corriendo, pero de alguna manera me encontré más dentro de sus líneas.
Me encontré con Arquílogos en el momento en que otra nave saltaba en llamas alimentadas por su propia pez, a espaldas de mi antiguo amigo. Creo que me reconoció al mismo tiempo que yo a él. Ninguno llevábamos casco; nadie lleva casco de noche.
Sabía que, si dejaba de moverme, me matarían o me tomarían prisionero; de modo que le di un empujón. Él llevaba escudo y yo no. Como yo había jurado protegerle, no podía intentar hacerle daño; una cosa así me habría perseguido eternamente.
Él bramó y me lanzó un tajo con un kopis largo; la espada relució sobre mi cabeza como una llama. Bloqueé su golpe con mi espada y retrocedí de un salto, dándome con un hombre que no tenía idea de si yo era amigo o enemigo. Me caí; perdí la lanza y rodé por el suelo, y otro hombre cayó sobre mí.
Aquello debía haber sido mi fin.
Arquílogos exclamó:
—¡Doru! ¡Levántate y hazme frente!
Y lanzó un tajo al hombre con el que yo me había tropezado. Los combates a oscuras son así. Vi el brillo de su golpe y oí el golpe sordo contra el escudo de otro hombre.
Renuncié a encontrar mi lanza, o incluso a ponerme de pie. Fui gateando, y después rodé sobre mí mismo, y en un momento dado un hombre pisó mi coraza en la oscuridad. Las bisagras cedieron pero aguantaron, y el hombre se apartó, tomándome por un cadáver.
Se oían gritos por detrás de mí, donde había estado yo. Supuse que los griegos jonios luchaban entre sí. Me enteré más tarde de que los griegos y los fenicios se habían enzarzado unos con otros. Había muchos hombres que eran aliados de los persas a la fuerza y no les importaba matar a un tirio a oscuras, os lo puedo asegurar; y es posible que si salimos de aquella fue solo porque los jonios nos ayudaron.
En cualquier caso, me puse de pie después de estar inerme durante un rato que me había parecido una eternidad; me arranqué la clámide del cuello, me la arrojé a los pies y corrí a la playa.
El Cortatormentas ya ciaba.
Me quité la coraza sin dejar de correr; corté las correas con mi cuchillo de comer, corriendo en paralelo a la marcha del barco, alcanzándolo fácilmente mientras ciaba. Dejé la coraza en la arena (era una fortuna en bronce bien trabajado, pero solo una modesta ofrenda a los dioses a cambio de mi libertad), y corrí hasta el borde del agua y me arrojé de cabeza sin detenerme en la grava y con el cuchillo todavía en la mano.
Después de nadar cuatro brazadas, así un remo entre los brazos y grité a los remeros para que me subieran a bordo. Algo me golpeó en la cabeza, y empecé a hundirme. Recibí otro golpe entre los omóplatos, y lo último que pensé fue que los arqueros enemigos me habían alcanzado.