3

En Sunión conseguí encontrar un barco, prácticamente al pie de la escalinata del templo de Poseidón. Era un fenicio que iba a Delos con un cargamento de esclavos procedentes de Italia y de Iberia. Yo no tenía gran concepto de los tratantes de esclavos, y los fenicios me caen mal por principio, a pesar de que son grandes marinos; pero lo interpreté como que los dioses me estaban poniendo a prueba, y cerré la boca y abrí los ojos.

Todos los esclavos eran iberos, hombres corpulentos de gruesos bigotes, con tatuajes y con la rabia profunda de los que han caído en la esclavitud hace poco. Miraban mis armas, y yo me mantenía a distancia. Todos parecían luchadores.

El navarca, que llevaba la barba recortada al estilo egipcio, torcida desde la barbilla como un espolón, les hacía remar por turnos entre sus remeros profesionales. Los estaba entrenando para venderlos a mejor precio. Me dijo que pensaba vender a los mejores en Delos, y al resto en Tiro o en Éfeso.

—¿En Éfeso? —dije. Éfeso siempre me interesaba.

—El sátrapa de Frigia está asediando Mileto con un ejército —me dijo él—. Su flota tiene su base en Éfeso.

Aquello era una novedad para mí.

—¿Ya? —pregunté. La caída de Mileto, la ciudad más poderosa del mundo griego, o eso creíamos, sería el fin de la Revuelta Jónica.

Tengo que interrumpir el hilo de mi relato para dar explicaciones una vez más. En aquellos tiempos, la mayoría de las ciudades de la Jonia, que eran docenas, desde la hermosa Heraclea, en el Euxino, pasando por la poderosa Mileto, según se sigue la costa de Asia, hasta llegar a Éfeso, la ciudad de mi juventud, cinco veces más rica que Atenas, y luego por el mar de Chipre hasta Chipre y Creta, vivían más griegos en la Jonia que en Grecia. Solo que la mayoría de aquellos griegos vivían bajo el imperio del Rey de Reyes, del Gran Rey de los persas.

Cuando yo me hacía hombre, en casa de Hiponacte, vivía bajo el Imperio persa. Los persas eran buenos gobernantes, zugater. No te creas nunca esas sandeces que dicen ahora de que eran una nación de esclavos. Eran guerreros y hombres de honor; en la mayoría de los casos, tenían más honor que nosotros, los griegos. Artafernes, sátrapa de Frigia, fue mi amigo y mi enemigo en mi juventud. Era un gran hombre.

En aquellos tiempos de mi juventud, los griegos de la Jonia se alzaron para liberarse de las cadenas de la esclavitud persa. ¡Ja! Eso sí que es un cuento de mierda. Unos ambiciosos que querían hacerse ellos mismos con el poder engañaron a los ciudadanos de muchas ciudades jónicas para hacer que cambiaran la seguridad y la estabilidad del mayor imperio del mundo por la «libertad». Para la mayoría de los jonios, aquella libertad sería la libertad de dejarse matar por un persa. Ningún jonio se fiaba de ningún otro jonio, y todos ellos querían tener poder sobre los demás. Los persas tenían un mando unificado, generales brillantes y provisiones excelentes. Y dinero.

La Revuelta Jónica ya duraba diez años, pero nunca había tenido gran éxito. Y a estas alturas de mi relato, cuando embarqué de pasajero en un barco de tratantes de esclavos, llegaba a su fase final, aunque eso no lo sabíamos. Ya había parecido otras veces que los persas estaban a punto de triunfar, y en aquellas ocasiones la revuelta había sido rescatada, generalmente por Atenas o por atenienses que intervenían como sustitutos de su ciudad de origen, como Milcíades.

Pero Atenas tenía sus problemas propios… la situación que he descrito, próxima a una guerra civil. En la ciudad entraba a raudales el oro persa, que alimentaba el poder del partido aristocrático y de los alcmeónidas, y Persia apoyaba a los pisistrátidas para que restauraran la tiranía; aunque yo no lo sabía por entonces. El oro persa estaba paralizando Atenas, y el hacha persa se cernía sobre Mileto.

Para el navarca de aquel barco traficante de esclavos, todo aquello significaba que podía obtener un buen beneficio vendiendo remeros semientrenados a la flota persa que estaba anclada en las playas próximas a Éfeso, apoyando el asedio de Mileto.

Yo escuchaba, y conseguí no hablar.

Tardamos quince días en hacer un viaje de tres días, y cuando desembarcamos, yo ya odiaba aquel barco. Su casco, largo y negro, era limpio y veloz, y era la perfección misma como trirreme ligero; pero aquel perro fenicio lo gobernaba como un cerdo. El fenicio tenía miedo a todas las ráfagas de viento, y se ceñía a la costa bordeando todos los promontorios, sin aventurarse en aguas abiertas más que muy a disgusto. No he apreciado nunca a los fenicios, pero la mayoría eran grandes marinos. En todo rebaño tiene que haber una oveja negra.

Yo me sentaba a solas en la proa, cantaba el himno de Apolo como lo cantamos en Platea (llevo en mi escudo el cuervo de Apolo) y me preparaba para encontrarme con el dios de la lira y de la peste. Procuraba no pensar en lo fácil que me resultaría apoderarme del aquel barco. Aquellos tiempos ya habían pasado. O eso creía yo.

La última noche a bordo tuve un sueño; un sueño tal, que ahora mismo todavía recuerdo algunos fragmentos. Venían a mí unos cuervos y se me llevaban mi cuchillo bueno, y uno me ponía en la mano una lira para sustituirlo. No me hacía falta ningún sacerdote que me lo explicara.

El más peligroso de los iberos (se le veía en los ojos) tenía tatuado un cuervo en la mano y otro en el brazo de la espada. Cuando el barco esclavista tuvo la popa bien varada en la arena profunda de una playa de Delos y su tripulación se ocupaba de mover el cargamento, dejé caer mi pesado cuchillo en la oscuridad, bajo el banco del ibero, que estaba tendido mirándome, agotado de remar.

Nuestras miradas se cruzaron. Él tenía la cara completamente inexpresiva. Ni siquiera tuve la certeza de que hubiera visto el cuchillo, y desembarqué; aquello me había costado un buen puñal.

Los sacerdotes son lo mismo en todo el mundo; he observado una cierta semejanza entre ellos desde Olimpia hasta Menfis, en Egipto. Muchos son buenos hombres y mujeres; hay algunos notables, verdaderamente benditos. Los demás son una morralla lamentable que, según creo, no se podrían ganar la vida de ninguna otra manera, salvo como mendigos o peones del campo.

El hombre que salió a mi encuentro cuando besé la roca junto a la popa del barco esclavista era uno de estos últimos. Tenía las manos suaves y el apretón que me dio era flácido y desagradable; y me deseó un rápido encuentro con el dios con una voz blanda que parecía muy oportuna para pedir y para adular.

—Eres Arímnestos de Platea —me dijo.

Bueno, aquello me dejó desconcertado. Yo era ingenuo por entonces, y no sabía cuánto trabajaban los grandes colegios sacerdotales para mantenerse informados. Tampoco sospechaba lo bien preparado que podía estar aquello.

—Sí —reconocí.

—El dios te ha traído aquí para oírte en penitencia por un asesinato —dijo, con la misma voz con que un hombre puede hablar a una muchacha para convencerla de que se meta con él en su petate. No me agradaba. Pero me había impresionado, os lo aseguro.

—Sí —dije.

—El dios nos ha hablado de ti —dijo. Apoyó la barbilla en la empuñadura de su bastón—. ¿Qué nos has traído como ofrenda?

Así, sin más. Yo todavía estaba pisando la arena de la playa, y los sacerdotes de Apolo ya me habían pedido su remuneración.

Suspiré.

—He servido a Apolo y a Hefesto toda mi vida —dije—. Venero a todos los dioses, y sirvo en el santuario del héroe Leito, de Platea.

Dije aquello a modo de credenciales religiosas, por así decirlo.

Él no dijo nada. Desvió la mirada hacia la bolsa que llevaba yo en la mano.

—Tengo veinte dracmas, menos una que debo a ese tratante de esclavos por mi pasaje.

¿Es preciso que aclare que los sacerdotes de Apolo desempeñaban un papel activo en la trata?

—¿Diecinueve lechuzas de plata? ¿Ésa es toda la contribución que pagas al dios, tú, al que te llaman Lanza de los Griegos? Me parece que no —dijo, sacudiendo la cabeza—. Vete, y regresa cuando tengas intención de dar al dios lo suyo.

Y bien, por si vosotros los jóvenes no tenéis claras las cuentas, diecinueve lechuzas de plata era lo que rentaba una finca en todo un año. Pero claro está que aquello no era nada comparado con lo que podía ganar un hombre con el comercio… o con la piratería.

No supe qué decir. En aquellos tiempos yo respetaba más a los sacerdotes, hasta a los seres venales como aquel.

—Estas diecinueve dracmas son todo lo que tengo —protesté.

Él se rio.

—Entonces, el señor Apolo te dará diecinueve dracmas de profecía… siento sus palabras en mi corazón. Vete… y vuelve cuando hayas aprendido la sabiduría suficiente para pagar tus diezmos.

Quizá le hubiera obedecido cuando tenía dieciocho años.

Pero yo ya era mayor.

—Quita de en medio —dije—. Tengo que encontrar a un sacerdote.

Se mostró muy ofendido.

—Yo soy el sacerdote asignado por el dios.

Me encogí de hombros y lo dejé atrás.

—Sospecho que el dios puede ofrecerme algo mejor.

Me siguió por la subida de la roca, exigiéndome que le hablara, con voz cada vez más aguda, pero yo seguí subiendo los escalones hasta llegar al recinto del templo. Ante el portón, seguía gritándome mientras yo pedía al portero que me buscara un sacerdote.

El portero gruñó; yo le di una dracma, y él envió a un muchacho.

—¡Arímnestos de Platea! —insistía el sacerdote de la playa—. ¡Así no se comporta un caballero!

—Solo me quedan dieciocho dracmas —dije—. Y para cuando me consiga un nuevo guía que me conduzca al altar, ya no me quedará ninguna.

—Tu arrogancia te costará la vida —decía él—. ¡Pretendes engañar al dios!

—No es así —dije—. Soy agricultor en Beocia, no pirata del Quersoneso. Estas monedas son una parte justa de lo que he ganado en el último año.

Eso dije… pero empezaba a sentir miedo. Como sabéis, aquellas monedas procedían del despojo de los cadáveres de unos hombres que habían querido matarme. Puede que las monedas estuvieran contaminadas. Pero mis palabras eran verdaderas en lo esencial. Las dieciocho monedas que llevaba en mi bolsa valían más de la décima parte de todas las monedas que yo tenía en el mundo.

—¿Por qué has solicitado un segundo guía? —preguntó una voz firme. Aquel sacerdote era más anciano y llevaba una vestidura sencilla, de lana, que había visto tiempos mejores—. ¡Trasíbulo! ¿Por qué me han llamado?

—Puedes regresar a tu celda —respondió el hombre untuoso a mi espalda—. Este beocio arrogante pretende regatear con el dios.

—Quiero que el dios me lave un asesinato cometido en Atenas —dije—. Si el dios tiene palabras para mí, me regocijaría al oírlas. Pero este hombre me pide un dinero que no tengo —añadí, señalando al sacerdote más joven.

El viejo se acarició la barba.

—¿Qué precio has ofrecido? —preguntó.

—Es…

—Silencio, Trasíbulo.

El sacerdote más anciano parecía un hombre salido de otro molde.

—He ofrecido dieciocho dracmas —dije yo—. Es todo lo que tengo.

—¿Lo que valen tres toros jóvenes? —dijo el sacerdote, mirándome.

—Puede pagar más. Mucho más —dijo Trasíbulo, señalando los ornamentos de metal de mi vaina vacía.

El más anciano suspiró.

—Esto es bochornoso. Los sacerdotes de Apolo no regatean como las pescaderas en la playa.

Una risotada del portero dio a entender que aquello no era cierto del todo.

—Soy Dión de Delos —dijo el sacerdote más anciano—. Me dedico sobre todo a los estudios, y no suelo conducir a hombres hasta las puertas; pero me temo que Trasíbulo se ha ganado tu disgusto —observó, dirigiendo al más joven una mirada severa—. Te hará falta plata para comer, y también para pagarte el pasaje de vuelta a tu casa. ¿No es así?

Asentí con la cabeza.

—Dame doce dracmas para tus sacrificios, y yo te conduciré al dios —dijo.

Trasíbulo escupió.

—Eres un mentiroso ante el dios —dijo, señalándome.

Mi estancia en la isla de Apolo no comenzaba de manera propicia.

Al caer el día hice el primero de mis tres sacrificios; este, en el llamado altar de ceniza. Sacrifiqué un cordero negro, símbolo de mi crimen, y conté al dios y a todos los demás hombres que habían venido a sacrificar cómo había matado en Atenas al asesino a sueldo, y cuál era mi pecado; había cometido hibris [1] me había creído tan digno de decidir la suerte de aquel hombre, como si yo estuviera a la altura de los dioses.

Otros hombres fueron sacrificados por otros delitos. Uno, de Creta, había matado a su hijo con una jabalina, por error, en un lamentable accidente de caza. Otro se había acostado con una mujer extranjera cuando esta tenía la regla, y se sentía impuro. Yo estuve a punto de echarme a reír; pero el resto de los presentes dieron muestras de creer que aquello era una cosa seria. Otros hombres eran soldados, mercenarios, que habían venido a expiar el haber matado a otros griegos en una riña por una partida de dados, o en una batalla. Dos hombres eran culpables de graves actos impíos.

Mi sacrificio fue rechazado. Llevé el animal al altar y lo maté, pero el fuego no lo aceptaba. Lo vi con mis propios ojos.

Pasó lo mismo a uno de los hombres culpables de actos impíos y al que había matado a su hijo.

Mi sacerdote, Dión, nos acompañó cuando nos retiramos del altar. Nos llevó a una choza hecha de broza, en lo alto del acantilado, por encima de la playa.

—Estaréis aquí una semana, comiendo alimentos puros y bebiendo solo agua. Reflexionad sobre cómo os hicisteis impuros. Reflexionad sobre vuestra vida. Volveré por vosotros.

La semana se hizo muy larga.

El cretense se llamaba Heracles. Era alto y fuerte, de porte noble, y estaba tan hundido por el dolor que resultaba difícil hablar con él. Sentía su culpa como no la sentía yo. Sentía que había matado a su hijo y que se merecía la ira del dios, mientras que yo sentía que había obrado de manera precipitada, con egoísmo, pero que ya había aprendido la lección y no me merecía la ira de Apolo. Y ello a pesar de que yo tenía el buen sentido suficiente para darme cuenta de que mi culpa era mucho mayor que la de aquel señor cretense.

La verdad era que él confundía la pena con la culpa. Yo me pasaba las noches sentado a su lado, tomándole de la mano y hablándole de caza, y de Creta, isla que yo conocía bien. Conseguía hacer que me escuchara, y le hacía sonreír, pero después cualquier comentario intrascendente lo volvía a hundir en el pozo.

—Estoy maldito —me dijo—. He matado a mi hijo, y ahora mi mujer está estéril.

—Pues toma una concubina —le dije yo, con toda la arrogancia de la juventud.

—No puedo sustituir dieciocho años de mi vida y de la de ella con solo hacer otra criatura llorona —repuso él, con más ánimo del que le había visto hasta entonces.

—Sí puedes, señor. Y debes volver a trabajar otros tantos años, hasta que se haga hombre, para haber asegurado tu paternidad.

Le hablaba con prudencia, pues me parecía que quizá estuviera diciendo palabras de sabiduría.

—Quizá —dijo él, suspirando—. Tú eres joven. Cuando hayas visto cincuenta inviernos, ya me contarás qué piensas de aguantar otras quince temporadas de guerra y de caza. Me duelen las articulaciones solo de estar aquí acostado.

El otro hombre era un blasfemo. Me di cuenta de ello porque juraba por diversos dioses a todas horas, y maldecía a los dioses por haberlo enviado a Delos. Era un hombrecillo (en cuanto a mente, no en cuanto a tamaño), y podía servir de escarmiento a cualquiera que quisiera ver en él los vicios en los que puede caer un hombre que se deja llevar por la indolencia y por la superstición. Puede que yo fuera un joven irreflexivo, pero comparado con ese tal Filócrates yo era un dechado de piedad.

—Si tan poco te importan los dioses, ¿por qué has venido aquí y te has confesado? —le pregunté.

Él se encogió de hombros.

—Hice un juramento… nada importante, solo dentro de un trato de negocios. No pensaba pagar a ese sinvergüenza, me estaba engañando. Pero el sacerdote de Zeus, en Halicarnaso, no me permite volver a hacer negocios en el Ágora mientras no me purifique. Es todo una mascarada —dijo, encogiéndose de hombros de nuevo—. Esos sacerdotes son los mayores mentirosos y ladrones de todos. Y ahora tengo que aguantar esto —gruñó—. Mi dinero es de plata, como el de todos los demás. Que se jodan los dioses. ¿Por qué me han rechazado? Porque piensan que debo pagar más.

Escupió.

No me gustaba su actitud, aunque no podía menos de estar de acuerdo con el sentido general de su queja.

—No estás arrepentido, ni mucho menos —le dije.

—¿Y tú qué eres, un aspirante a sacerdote o algo así? —me preguntó—. Que te jodan. Me pasaré una semana a pan y agua, y si no aceptan mi sacrificio, tomaré un barco, y mi dinero ni lo olerán.

—Pero ¿y el dios? —le pregunté.

—¿Hasta dónde llega tu ignorancia de patán? —me preguntó a su vez—. Escucha: detrás del altar hay un par de fuelles. Los manipulan para decidir qué sacrificios se aceptan y cuáles se rechazan. ¿Qué? ¿Lo entiendes, muchacho, o eres demasiado obtuso? Los dioses no existen. Lo único que alcanzarás en esta vida es lo que tomes por ti mismo.

Sentí una impresión fuerte como la que siente el hombre que navega y ve caer un rayo demasiado cerca. Yo me había considerado hombre de mundo; era un matador endurecido, un soldado de fortuna; había sido pirata. Pero ¿que los hombres manipulaban los sacrificios de los dioses? ¿O que aquel hombre afirmara que los dioses no existían?

Heráclito nos decía que tales hombres eran despreciables, aunque eran muy valientes.

—Solo los hombres pequeños son incapaces de ver algo mayor que ellos mismos —dijo una vez mi maestro.

De modo que miré a Filócrates y sacudí la cabeza.

—Me das lástima —le dije.

Él se limitó a esbozar una sonrisita burlona.

—Patán —repuso.

La semana fue dura. Yo bebía agua y miraba el sol, y cantaba un himno a Apolo cada día. Me marqué una tarea, acordarme de todos los hombres que había matado. Claro está que había hombres de los que no podía acordarme; los carios de Sardes y de Éfeso habían muerto en el anonimato de sus armaduras, y de los fenicios a los que había matado en mi barco durante el motín ni siquiera me había quedado el recuerdo de sus rostros; pero fui capaz de evocar en el teatro de mi cabeza a cincuenta hombres, y me parecían muchísimos. Y lo más probable era que en total hubiera matado el doble de esa cifra, o incluso el triple.

Al cabo de una semana de reflexión, ya me parecía que el dios había hecho bien al rechazar mi sacrificio. Llegué a la conclusión de que yo mataba con demasiada facilidad. No fue difícil llegar a esa conclusión. Al fin y al cabo, Heráclito ya me había dicho otro tanto durante buena parte de mis tiempos de juventud.

Cuando vino por mí el viejo Dión, traía consigo otro carnero negro.

—¿Has soñado? —me preguntó.

Me encogí de hombros.

—He tenido sueños —dije—. He soñado una vez con un hombre al que maté… un muchacho, lo rematé en el campo de batalla para que dejara de sufrir. Y he soñado con una mujer a la que quiero.

Dión me condujo al promontorio más alto de la isla, a diez estadios de nuestra choza o más. El carnero, obediente, nos seguía. Después, me hizo sentarme en un asiento que estaba tallado en la roca viva.

—Y ¿por qué crees que el dios rechazó tu sacrificio?

Volví la vista al mar. En la playa, por debajo de mí, había una docena de barcos. Reconocí dos de ellos, y di un respingo en mi asiento.

—¡Ése es mi barco! —dije. Era el Cortatormentas, y todavía llevaba en la vela el cuervo de Apolo. Era el primer barco que había tenido yo en mi vida, ganado a los fenicios a punta de lanza. Era probable que su navarca siguiera siendo uno de mis hombres escogidos.

Dión enarcó una ceja.

—Hace tres días que vienen hombres a preguntar por ti —me dijo—. Pero tú estás en manos del dios. Responde a mi pregunta.

—El dios rechazó mi sacrificio porque mato a la ligera y por cosas sin importancia —dije—. Y, con todo, aun al decirte esto, me pregunto qué quiere de mí el dios. Yo soy guerrero.

Dión asintió con la cabeza.

—¿No dijiste que eras agricultor y broncista?

Dión era un sacerdote de los buenos. De modo que le dije lo que me había venido a la cabeza.

—Ver ese barco me anima el corazón como no me lo anima nunca mi yunque —confesé.

—Ajá —dijo Dión. Y sonrió—. ¿De modo que ahora estás confuso?

—Sí —dije, riéndome—. Respóndeme a una pregunta, sacerdote.

—Me corresponde a mí hacer preguntas —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero te responderé a una, si puedo.

—¿Es verdad que en el altar de ceniza hay montados un par de fuelles para controlar la llama de los sacrificios? —pregunté, señalando hacia el templo.

Dión asintió con la cabeza.

—Cuando trabajas el bronce, ¿empleas fuelles? —preguntó a su vez.

Yo asentí.

—¿Y rezas a Hefesto para que guíe tu mano cuando trabajas?

—¡Por supuesto! —dije—. Me salté la oración antes de empezar a trabajar en mi casco, y el trabajo fracasó.

Dión volvió a asentir con la cabeza.

—Pero supongo que tenías fuelle, martillo y yunque.

—Los tenía —dije, entendiendo lo que quería decirme.

—¿Y si pretendieras trabajar el bronce, y rezaras, pero sin tener ni fuelle ni yunque? —me preguntó.

—Sería un necio —asentí.

—Algunos de los que estamos aquí somos necios —dijo Dión, y entrecerró los ojos—. Yo no lo soy. ¿Lo eres tú?

—No estoy seguro de entender qué quiere de mí el dios —dije.

—Reconocer la confusión suele ser muchas veces el comienzo de la sabiduría —dijo él, y me dio una palmada en la rodilla—. Vamos a hacer el sacrificio.

Mi carnero murió bien, y el dios lo aceptó con grandes llamaradas, y yo descendí las gradas del altar pisando con los pies descalzos los restos quemados de millares de animales que habían sido enviados a los cielos desde aquí, de modo que por un momento me pregunté cómo sería el rebaño de todos ellos juntos, y cuál habría sido el primer animal que había muerto aquí.

Dejadme comentar también que el dios aceptó el sacrificio del comerciante impío, y rechazó el sacrificio del señor cretense que había matado a su hijo. Mi confusión fue en aumento.

—Un dios es algo más que un par de fuelles y un altar —dijo Dión—. Ése es un buen hombre, y el dios lo enviará a su casa cuando esté… preparado.

A la mañana siguiente, al romper el alba, yo estaba esperando en la grieta de la base del altar, vestido con ropa sencilla de lino blanco que no llevaba entretejida ni una sola franja de otro color. La grieta olía a almendras y a miel, y yo tenía miedo. No sabría decir exactamente de qué.

Dión me sujetaba del hombro mientras el primer suplicante ascendía a gatas, introduciéndose en la grieta. Estuvo dentro mucho tiempo, y cuando regresó estaba blanco como un cadáver y no se tenía en pie, de manera que tuvieron que llevarlo entre tres acólitos. Cuando fue capaz de hablar, los sacerdotes se agolparon a su alrededor como tiburones alrededor de una presa, exigiéndole que les dijera qué palabras había pronunciado el dios.

Entonces me tocó a mí.

Se habían dado casos de hombres que habían muerto al encontrarse con el dios en la grieta. Si el dios quería darme la muerte, mi habilidad con la lanza no serviría de nada para evitarla, y por eso tenía miedo.

La grieta era extraña de suyo. Había una gran repisa de roca que asomaba por encima de una segunda repisa, y la grieta estaba entre una y otra, de modo que el consultante tenía que empezar por subir, como si se metiera por una chimenea. Apenas fui capaz de meter la cabeza y los hombros por la oquedad, y me llevé unos golpes fuertes en las rodillas, y a mi alrededor se acentuó el olor a almendras. Los sacerdotes me habían dicho que no vacilara y que no dejara de trepar, de modo que fui palpando con la mano por delante de mí; todo estaba a oscuras, y yo estaba tendido sobre mi espalda; hasta que encontré otro asidero y me icé apoyándome en las piernas, agachándome y aplastándome contra una superficie invisible de piedra. Mi cabeza golpeó contra la piedra, y sentí una corriente de aire en la cara. Levanté una rodilla y me la volví a rozar, pero el dolor estaba lejos, muy lejos, y ya me encontraba en la segunda repisa, respirando como un fuelle…

—E-e-eh… —decía el moribundo que estaba a mi lado.

Lo miré, y vi que era más joven que yo, y kalós, aun estando al borde de la muerte, con unos ojos grandes y hermosos que se preguntaban cómo se había ido a la mierda su mundo. Su piel, en las partes en que no estaba empapada de sudor y de vómito, era suave y agradable. Era hijo de alguien.

Saqué la daga corta, que era en realidad mi cuchillo de comer, de debajo de mi cota de escamas, donde solía llevarlo, y acerqué mis labios a su oído.

—Di «buenas noches» —le dije. Procuré hablarle con la voz de Pater cuando me acostaba—. Di «buenas noches», muchachito.

—«Nas noches» —consiguió decir.

Como un niño, el pobre desgraciado. Ve al Elíseo pensando en tu hogar, pedí a los dioses, y le hundí en el cerebro la punta de mi cuchillo de comer…

Intenté ponerme de pie, y me di con la cabeza en la roca.

Me revolví, y ya no encontraba la grieta.

Me arrodillé, y me sangraban las rodillas.

«¿Cuán fuerte eres, Matador de Hombres?» dijo una voz.

A decir verdad, me parece que debí de romper a lloriquear.

No recuerdo nada después de aquello, hasta que me encontré arrodillado en la arena de la playa, vomitando violentamente como un niño de pecho.

Dión me tenía de la mano.

—Estás puro, y el dios ha hablado por ti —dijo con suavidad—. Mandaré aviso a Arístides.

—¿Conoces a Arístides? —le pregunté. Dión sonrió.

—El mundo no es tan grande —dijo.

—¿Tuvo palabras el dios para mí? —le pregunté.

Dión asintió con la cabeza.

—Palabras sencillas, fáciles de obedecer. Tienes suerte —dijo. Me dio unas palmaditas en la cabeza… así de débil estaba yo—. Cuando salgas del templo, obedece al primer hombre que te encuentres. Obedeciéndole, harás un servicio al dios… te vendrá derechamente, como una flecha.

Me tendió la mano, y yo me puse de pie. Un esclavo me trajo agua, y bebí.

—¿Estás preparado?

Me daba vueltas la cabeza, pero el mundo se iba sosegando por momentos.

—Sí —dije.

—Voy a añadir de mi cosecha —dijo el sacerdote mientras me acompañaba, subiendo al altar—, que si eres capaz de contener la mano cuando puedas matar, cada vez que obrases así te contaría como un sacrificio al señor Apolo.

—Hum —dije yo. Pero comprendí que aquel era el mensaje más importante de todos, y que aquella era la lección para la que había venido a Delos. Eso del primer hombre que me encontrara al salir del templo… yo ya había visto el barco de Milcíades en la playa. Ya sabía quién me estaría esperando al salir del templo, y tuve el cinismo de preguntarme cuánto habría pagado por mí mi antiguo señor.

Hice sacrificios en el altar menor y en el altar mayor, y después cambié mis vestiduras del templo por mi propia lana beocia, con mis propias botas fuertes y mi propio sombrero de fieltro. Y la empuñadura de mi propia espada bajo el brazo. Busqué mi cuchillo, pero recordé entonces que se lo había dado al esclavo, o que estaría perdido, pudriéndose en la sentina de un barco de tratantes de esclavos fenicios.

Besé a Dión en ambas mejillas. No pude menos de advertir que Trasíbulo estaba de pie junto al pórtico, mirándome como mira un matarife a un toro.

—Gracias —dije.

—Dudas —dijo Dión—. Yo también dudo. La duda es a la piedad lo que el ejercicio al atletismo. Pero el dios te ha hablado, y ya lo verás cuando haya transcurrido un día, o antes.

Después, bajé los escalones del pórtico. Me planteé por un momento dar un golpe espectacular a mi destino. Me pregunté qué pasaría si corría hacia la izquierda, abordaba al esclavo que barría la escalinata y le pedía que me mandara que hiciera algo, para poder obedecerle.

Pero hay cosas que están ordenadas. Poco importa que esté en ello la mano del hombre o la mano de los dioses, pues las manos ruines de los hombres también pueden ser instrumentos de los dioses. Es una lección que me enseñó Dión. De modo que bajé los escalones hasta donde estaba Milcíades con los brazos cruzados sobre su magnífica coraza de bronce plateado. Tenía el casco entre los pies, y su hipaspista le sostenía el escudo. Tras él estaba su hijo Cimón, también ataviado para la guerra.

La verdad es que el corazón me dio un brinco al verlos.

—Mándame, señor —le dije.

—Sígueme —dijo, mientras me rodeaba con los brazos y me estrujaba contra su pecho.

Con esa única palabra, mi destino había quedado sellado. De nuevo.

Milcíades había pasado una temporada mala y había perdido dos barcos en los combates. En aquella playa tenía tres barcos: el suyo propio, que llevaba de timonel a Paramanos de Cirene, a quien abracé como a un hermano; el de Cimón, un trirreme largo y de perfil bajo que había tomado él mismo; y el de Estéfano de Quíos, hombre de mi edad que había ido ascendiendo desde abajo, siempre bajo mi mando, y que ahora era dueño de mi propio Cortatormentas.

—Toma el mando —dijo Milcíades mientras yo abrazaba a Estéfano.

Eché una mirada a Estéfano. Éste sacudió la cabeza.

—No puedo permitirme aún dirigir un barco de guerra —dijo. Era cierto. Costaba un tesoro mantener a flote un barco, bien despalmado y lleno de remeros dispuestos.

Me volví hacia Milcíades.

—¿Se ha terminado todo mi dinero? —le pregunté. Cuando me volví a la finca, le había dejado todo mi tesoro.

El ateniense se encogió de hombros.

—Te compensaré —dijo—. La temporada ha sido mala. Hemos estado combatiendo contra los medos, sin hacer presas. Más pérdidas que dáricos de oro. Perdí dos barcos en el Euxino —añadió, con gesto de resignación—. Necesito capitanes.

—¿Quién te dijo que yo estaba en Delos? —le pregunté, por pura curiosidad. Ni siquiera con enfado. El destino es el destino.

—Yo —dijo Idomeneo. Apareció de entre la multitud de remeros como un actor que irrumpe en escena por la tramoya—. Vine a Atenas con una carreta de mercancía y un cadáver. Arístides se hizo cargo de todo y me dijo que te siguiera. Creí que volvías al mundo real —añadió con una sonrisa.

—¿Quién se ocupa del santuario? —le pregunté.

—Áyax, que militó contra nosotros en Asia, y Estiges —dijo. Mi hipaspista tenía respuesta para todo.

Asentí con la cabeza.

—¿Quieres ser timonel? —pregunté a Estéfano.

Estéfano sonrió.

—¿Y tú, capitán de mis infantes de marina? —pregunté a Idomeneo.

También este sonrió.

Yo no sonreí. Suspiré, preguntándome por qué sería tan fácil volver a caer en una vida que creía haber dejado atrás. Preguntándome por qué el dios que me había pedido que dejara de matar hombres me había vuelto a enviar a la vida de pirata.

Pero antes de que el sol hubiera descendido más tras el horizonte, ya habíamos retirado la popa de la playa y estábamos navegando. No éramos especialmente elegantes; mi querido Cortatormentas estaba sin pintar, descuidado y falto de treinta remeros para que pudiera dar todo lo que podía. Y ninguno de los otros dos barcos de Milcíades estaba en mejores condiciones.

Estéfano siguió mi mirada y asintió con la cabeza.

—Se ha dado mal —dijo—. Artafernes no es tonto.

Eso ya lo sabía yo. Y al oír su nombre me vino el recuerdo del mensajero al que había dejado esperando en el patio de mi casa en Platea. Me volví hacia Idomeneo.

—¿Te pasaste por mi casa antes de venir corriendo tras de mí? —le pregunté.

—Por supuesto, mi señor —dijo—. ¿De dónde crees que saqué la carreta y todo el bronce?

—¿Algún recado? —pregunté.

Él se rio.

—La despoina Penélope dice que, si ganas dinero, será mejor que mandes algo a casa. Hermógenes dice que él esta vez no se apuntará. Y hay un mensaje del sátrapa de Frigia.

Me enseñó un tubo de marfil con gesto misterioso, sabiendo que me estaba produciendo cierta consternación.

Lo tomé.

Dentro había una carta de Artafernes, que me invitaba a ir a ponerme a su servicio como capitán, con una paga que me dejó boquiabierto. Ya sabía yo que se acordaría de mí. Le había salvado la vida. Y él me la había salvado a mí. Aquel era el mensaje que yo había despreciado en Platea.

Mientras reflexionaba sobre cómo hacen las cosas los dioses, tembló agitado por la brisa un pliegue de pergamino blanco como la leche que asomaba del tubo del mensaje. Había estado a punto de pasarlo por alto. Y cuando lo vi, hice ademán de cogerlo, y se me escapó y salió volando; pero Idomeneo lo atrapó contra el mástil.

En él estaba escrito con letra enérgica:

Algunos hombres dicen que una escuadra de barcos es lo más hermoso; pero yo digo que el hermoso eres tú. Ven a servir a mi marido, y a ser famoso.

Briseida

Aquella noche atracamos en una playa desierta de la costa sur de Mikonos. Después de haber comido cebada fría y de haber bebido vino malo, me dirigí a Milcíades.

—¿Sabes algo de Briseida? —me aventuré a preguntarle. No me cabe duda de que se lo dije con ese desinterés que tanto se esfuerzan por aparentar los jóvenes cuando algo les interesa mucho.

—Tu amada está casada con Artafernes —me dijo. Sacudió la cabeza e hizo ademán de apoyarla en las palmas de las manos, como si estuviera demasiado cansado como para seguir. Me tomaba el pelo—. Siempre está junto a él, o eso he oído decir.

Cimón asintió.

—Quería ser reina de la Jonia —dijo—. Parece que ya ha tomado partido. Y su hermano tampoco está ya con la rebelión. Se le han devuelto todas sus posesiones de Éfeso. Puede que ella haya sido el precio que se ha pagado para que él vuelva al redil.

No lloré. Respiré hondo y bebí más vino.

—Mejor para ella —dije; aunque la voz me delataba; pero Cimón, que era un buen hombre, no insistió en el tema.

—¿Cuál es nuestro plan? —pregunté a Milcíades al cabo de un rato.

—Hacemos lo que podemos para rehacernos —dijo el tirano del Quersoneso—. Hacemos presas en sus naves, y con los beneficios reconstruimos mi escuadra, y después recuperaremos algunas ciudades del Quersoneso.

—¿Habéis perdido todas las ciudades? —pregunté.

Cimón intervino entre su padre y yo.

—Arímnestos, esto es lo que hay —dijo—. Esto es lo único que tenemos —añadió, pasando su brazo por mi hombro—. Y si no convencemos a Atenas de que mueva el culo y nos ayude, Mileto caerá, y los persas lo ganarán todo.

Cuando dejé a Milcíades, este tenía cuatro ciudades y diez trirremes.

Asentí con la cabeza.

—Y bien, supongo que hay mucho trabajo por hacer —dije.

Amanecimos en la mar, al sur de Mikonos, con las velas henchidas por el viento, rumbo norte cuarto al este, hacia Quíos, que era ahora el núcleo de la rebelión y era la única isla de la costa cuyos puertos estaban abiertos para nosotros.

Hacia la hora en que el sol se alzaba por entero del mar, Estéfano vio una vela a nuestra proa. La observamos sin darle importancia hasta que asomó del agua con el casco visible, y entonces reconocí mi barco fenicio de tratantes de esclavos.

Me acerqué al barco de Milcíades, popa con popa.

—¿Ves ese barco? —le dije—. Un transporte de esclavos fenicio, lleno de iberos, para entregarlos a Artafernes. —Recuerdo que sonreí. Era como si el dios me hubiera enviado aquel regalo—. ¡Un botín de guerra legítimo! —grité; aunque tampoco es que nosotros soliésemos ser muy escrupulosos con esos detalles. Cualquier fenicio era presa válida.

Milcíades soltó un aullido de alegría.

—¡Es tuyo, si lo alcanzas! —gritó; y me puse en marcha.

Octubre no es el mejor mes del año para hacer una persecución larga en el mar Jónico. Octubre es el mes en que cambian los vientos, y las lluvias se vuelven frías, y Poseidón empieza a cobrarse su diezmo de barcos. Pero hacía un día hermoso, con un sol dorado en un cielo azul profundo, y yo había pasado quince días en aquel casco oscuro. Los remeros odiaban al tratante de esclavos, y este andaba corto de brazos, como sucede a todos los que ganan dinero a base de vender a sus propios remeros.

Por otra parte, el barco llevaba más velamen del que podía poner yo, y el casco era más marinero. El Cortatormentas había empezado siendo un trirreme pesado fenicio, y no estaba construido para alcanzar grandes velocidades en ningún sentido. No era un barco de los más rápidos, ni siquiera con toda su tripulación. Sí que tenía una gran virtud: era fuerte.

Llevé el Cortatormentas a barlovento a fuerza de remo, como si me estuviera apartando del resto de la escuadra, haciendo rumbo norte en ángulo recto respecto del viento, camino de Tracia. Cuando me perdí bajo el horizonte, el cielo ya estaba alto, y fue entonces cuando puse a mis remeros a trabajar, tirando fuerte del remo con las velas puestas, de modo que se sumara una velocidad a la otra. Eso da resultado a veces, pero aquellos remeros (que no eran los mismos que había dejado yo en este navío, debo añadir), no estaban a la altura, y en general sus remos solo servían para frenar el agua que surcaba nuestras bordas.

Solté maldiciones y nos puse viento en popa. Hacía más viento que al amanecer, y el cielo se oscurecía a mis espaldas, y muchos de mis remeros murmuraban.

Pasamos toda la tarde navegando a toda velocidad, hasta que tuve que acortar la vela mayor para que no saliera algo volando, y seguíamos sin ver a nuestra presa, ni tampoco a Milcíades.

—Ahora me siento estúpido —dije a Estéfano en voz baja. Él torció el gesto.

—Ya deberíamos haberlos alcanzado —dijo.

Yo no lo entendía.

—En la primera estrepada perdimos tiempo —dije—. Pero, a menos que haya virado al sur…

—Milcíades emprendió la persecución en cuanto bajó del horizonte —dijo Idomeneo—. También él necesita remeros.

Gruñí. Se me había olvidado que mi señor era un canalla rapaz.

—Lo hizo huir hacia el sur, y no lo alcanzó —añadí—. ¿Podemos quedarnos en alta mar con esta tripulación? —pregunté a Estéfano.

—¿Cómo, a oscuras? No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Todos los hombres buenos huyeron, o se largaron con su botín. O han muerto. Nadie ha querido contarte esto, pero tu amigo Arquílogos de Éfeso nos atacó con ocho barcos, nos atrapó varados en la playa y se despachó a su gusto.

Me costaba trabajo imaginarme a Arquílogos, una de las voces fundadoras de la Revuelta Jónica, al servicio de Artafernes, que había puesto los cuernos a su padre y había humillado a su madre. Por otra parte, su padre había sido siervo leal del Rey de Reyes antes de aquel pequeño incidente del adulterio de su madre.

—¿Te escapaste tú? —le pregunté.

—Tenía al Cortatormentas fuera de la playa. Cuando llegó tu amigo estábamos limpiando el casco. Perdí a la mayor parte de mis remeros —contó. Estaba avergonzado.

—¿Y qué? Salvaste el barco —le dije.

Estéfano desvió la mirada.

—No todos lo ven de esa manera —dijo con amargura.

Varamos en una playa para pasar la noche, y yo fui de hoguera en hoguera para ir conociendo a mis remeros. Había media docena de hombres a los que conocía; entre ellos, un par de supervivientes de los tiempos tormentosos de mi primer mando, y se alegraron de verme. Algunos antiguos esclavos a los que yo había liberado a cambio de remar un año, y que ahora remaban como hombres libres, por un sueldo.

El resto era morralla. Vi como varaban el barco al caer la noche, y estuvieron a punto de hacerlo zozobrar con las olas. Me enfadé, pero en vez de mostrar mi enfado fui hablando con ellos sucesivamente. Les ofrecí allí mismo un aumento de sueldo. Aquello mejoró un poco la situación.

Al día siguiente nos levantamos con la última luz de la luna y nos habíamos puesto en camino antes de que la aurora de dedos de color de rosa tocara la playa. Remamos por un mar despejado, rumbo norte cuarto al este. El viento era racheado y las olas se espesaban al norte y parecían una línea de costa en el cielo, de un color morado oscuro airado. Los remeros murmuraban mientras remaban.

Hacia el mediodía, el sol desapareció tras un muro de nubes, y Estéfano alzó la voz desde los remos de dirección.

—Es hora de tomar la playa, navarca —dijo con formalidad.

Yo sacudí la cabeza.

—Hay mucho tiempo, Estéfano. Un poco de mar picada no nos retrasará. Ahora será cuando vayamos alcanzando a Milcíades.

Por entonces, ya no pensaba en perseguir a la presa; no pretendía más que volver a reunirme con la escuadra, o al menos llegar a Quíos el mismo día.

A media tarde estábamos en mar azul profundo entre Samos y Quíos. Al norte y al este, el cielo tenía ese color azul grisáceo oscuro aterrador, tan oscuro que casi era negro; y por encima de la proa, el cielo estaba distante y luminoso como una línea de fuego.

Yo había calculado mal el rumbo, o nuestra deriva con el viento. Quíos estaba allí, en alguna parte, más allá de la proa. La isla debería haber aparecido como una línea baja, puntuada de montañas, con una costa que me invitaba a refugiarme en ella para pasar la noche. No lo entendía… aunque íbamos volando, como si nos empujase el mismo Poseidón con su puño, seguíamos sin llegar a Quíos.

Los remeros murmuraban con más fuerza. No teníamos un buen patrón de remeros, y nos hacía falta. Aunque solo fuera para protegerlos a ellos de mí.

—¡Estaba echando esto de menos! —grité para hacerme oír entre el viento—. Recoged la vela mayor y bajad el mástil a cubierta.

Corrimos hacia la línea de fuego solo con el impulso de la vela akateion.

Empezaba a ponerse el sol, de color rojo, y las nubes oscuras a nuestras espaldas se tragaban la luz roja y parecían más amenazadoras todavía.

Mi vigía percibió entonces, sobre la línea blanca del poco cielo que quedaba con buen tiempo, el casco de nuestro barco de tratantes de esclavos.

Había bajado los mástiles, y sus remeros bogaban con todas sus fuerzas. Tenía más miedo a la tormenta que a los piratas.

Le dábamos alcance rápidamente, pues con aquel viento nuestra vela akateion bastaba para ir arrojando espuma y salpicando por encima del espolón de nuestra proa y sobre los remeros, que iban sentados en silencio, maldiciendo su suerte y mirando al loco que iba de pie ante el timón.

Llamé a Idomeneo a proa.

—Tendremos que alcanzarlo rápidamente —le dije—. Le quitaremos los remeros para añadirlos a los nuestros, y así saldremos vivos esta noche.

Idomeneo sacudió la cabeza con gesto de admiración.

—Y yo que creía que te habías ablandado… —dijo.

—No matéis a los iberos —dije.

Vertí una libación a Poseidón en agradecimiento por su regalo, pues comprendía que si habíamos alcanzado al veloz barco esclavista no había sido gracias a mis dotes de marino.

Cuando estábamos a cinco o seis estadios a popa de nuestra presa, y la línea de la tormenta era visible tras de nosotros como una larga línea de lluvia que caía a la última luz del sol, el fenicio cambió de táctica e izó la vela akateion.

Pero Poseidón había aceptado mi libación, y escupió en la espalda del esclavista. Antes de que pudieran fijar la akateion, el viento se la arrancó, el barco se desvió de su rumbo y les ganamos un estadio.

¿Quién sabe qué pasó a bordo en los últimos momentos, cuando caíamos sobre ellos? Era un tratante de esclavos, y la mayoría de sus remeros eran esclavos. Y uno de los esclavos tenía un cuchillo, un espolón de cuervo de agudeza pérfida.

Cuando Idomeneo subió a bordo, la tripulación de cubierta estaba muerta y los iberos estaban libres; les colgaban de los tobillos cuerdas cortadas, y su jefe tenía un hacha y les estaba cortando las ligaduras. El fenicio estaba clavado al mástil con un cuchillo que le atravesaba el pecho. Lo dejamos allí, porque a Poseidón también le gusta a veces recibir un sacrificio.

Saqué de aquel barco a todos los esclavos que pude; los dejé cortos de brazos pero sin que su situación llegara a ser desesperada, y les señalé un rumbo para tomar tierra.

Estéfano se acercó. Era de Quíos y quería recuperar su reputación.

—Morirán en la oscuridad —dijo—. Mándame a bordo a mí, con un puñado de infantes de marina, y haré que superen la noche.

Idomeneo asintió con la cabeza.

—Hazlo —dije.

Pasé a mi nuevo barco cuando empezaba a llover. Me paseé por la cubierta principal, dando la mano a algunos de los iberos, mirándolos a los ojos y saludando con la cabeza a los hombres que recordaba de mi viaje a Delos, y muchos me devolvieron el saludo. Un par de ellos sonrieron. El de aspecto peligroso me asió de la mano (con fuerza, poniéndome a prueba), y después me rodeó con un brazo.

Una voz gritó en dorio por delante del mástil.

—¡Por los dioses! ¡Arímnestos! ¡Sácame de aquí!

Era Filócrates, el blasfemo.

Me incliné sobre él.

—¿Quieres que te tiremos por la borda?

—¡No! Quiero… Joder. ¡Sácame de aquí! —dijo, suplicante.

—¿Quieres vivir? ¡Pues rema más fuerte! —dije, y me reí de él—. ¡Reza! —le propuse.

El ibero del banco opuesto me enseñó los dientes.

—Jodido cobarde —dijo.

—Si no remas, estos hombres te matarán, sin duda alguna —dije, señalando al ibero—. Ahora bien, debes saber racionalmente que si remas, quizás salgas vivo de esta noche. —Me subí al banco, subí a la borda y me quedé allí de pie, en equilibrio, mientras las olas levantaban la popa—. Pero no me hace falta ser aspirante a sacerdote (¿no me llamaste así?) para sugerirte que este puede ser buen momento para que te vuelvas a plantear tu relación con los dioses.

Salté desde la borda a la cubierta media del Cortatorrnentas, sintiéndome muchísimo mejor. La tormenta nos alcanzaba por detrás, pero yo había hecho mi servicio al dios y sabía que sería capaz de capear el temporal.

Viramos hacia el norte y pasamos toda la noche remando; perdíamos de vista constantemente al otro barco para volver a encontrarlo al rato, de manera que con la primera luz gris vacilante, entreverada de relámpagos, vimos los ojos pintados por encima de su espolón de proa a menos de un estadio a barlovento. Y hacia la hora en que brillaba la aurora en alguna parte (para nosotros era una mañana gris, salpicada de lluvia), hice girar hacia estribor los grandes remos de dirección para poner el viento a popa. Vi una peña grande, del tamaño de un castillo o de la Acrópolis, que asomaba del agua a estribor, y creí saber dónde estábamos. De alguna manera, habíamos llegado a doscientos estadios al norte de nuestro objetivo y estábamos ante la costa occidental de Lesbos. Aquella peña señalaba la playa de Ereso, donde tenía su escuela Safo.

Lo mejor de todo era que aquella playa era ancha y profunda, y que la peña me resguardaría del viento y de la lluvia lo suficiente para darme tiempo a llevar el barco hasta la costa.

Mis remeros estaban agotados, exhaustos, hacía largo rato. Los iberos ya habían adquirido algo de fuerza, y no eran malos, pero yo no podía esperar de ellos un arrebato de fuerza heroica. Eso, ni soñarlo.

Tampoco había manera de hacer señales a Estéfano. Pero él conocía este fondeadero igual que yo; seguramente mejor que yo. De modo que le hice señas con la mano y viré mi barco, con la esperanza de que leyera mi intención.

Llamé a Idomeneo a la popa. Solo quedaban unos cuantos centenares de latidos del corazón para el momento culminante.

—Baja a los bancos y haz que se preparen todos los hombres. Quiero llevarlo hasta la misma playa, con la proa por delante. —Señalé las luces que brillaban en la Acrópolis, muy altas por encima de la playa—. No tiene pérdida.

Esperé a que me entendiera.

Idomeneo sacudió la cabeza.

—Le romperás la quilla.

Reconozco que me encogí de hombros.

—Nos salvaremos. —Hice un gesto con la cabeza hacia Asia, que se cernía por delante, dispuesta a recibirnos en una costa mucho menos hospitalaria si no conseguíamos tomar tierra en la arena de Ereso—. Ya no nos queda lugar de maniobra —dije, volviendo a señalar—. Todos los remeros deben estar dispuestos para la orden de ciar. Diles que no hundan mucho las palas en el agua, para que no les maten sus propios remos.

Idomeneo asintió con la cabeza y se dirigió hacia proa, gritando por el camino.

No me atrevería a decir a qué velocidad se desplazaba el Cortatormentas cuando llegamos a sotavento de la peña; pero diría que íbamos más deprisa que un caballo a galope. De la peña a la playa hay menos de un estadio. Íbamos demasiado deprisa.

—¡Remos fuera! —grité entre el vendaval—. ¡Ciad!

Aquello fue accidentado. Yo tenía tanto miedo como cualquiera; ahora que íbamos por aguas tranquilas, nuestra velocidad resultaba impresionante. Los remos se hundieron en el agua y yo no advertí que redujésemos la marcha en absoluto; pero el barco viró, y un remero soltó un alarido; había ciado hundiendo demasiado el remo, y este le había dado un fuerte golpe, rompiéndole los brazos.

Su desventura se extendió a los demás como una manta de lana que se despliega al viento, de modo que toda la banda de remos de babor empezó a deshacerse. Los hombres se esforzaban por despejar los remos; pero las paladas fallidas hicieron balancear el barco, y los remos de babor se hundían demasiado en el agua, y los hombres morían o quedaban destrozados. Viramos de pronto, y el costado de babor se hundió tanto con el balanceo que embarcamos agua. Todavía teníamos tanto ímpetu que corríamos hacia la playa de costado.

Los remeros de babor, los que todavía dominaban la situación, consiguieron por fin sacar los remos del agua. Los remeros de babor se esforzaban al máximo, y el casco volvió a pivotar, rotando sobre la banda de remos de estribor, y la proa dio de refilón en la arena cuando el espolón chapado de bronce tocó el fondo de grava al borde de la playa y fue saltando sobre él.

Después, oímos que el ariete abría un surco entre la grava; y, de pronto, el mástil de akateion se quebró con un crujido como un trueno, y todos los hombres que no iban sentados en un banco fueron arrojados de bruces sobre la cubierta cuando una ola (quiero creer que fue la mano bondadosa de Poseidón) levantó la proa y nos arrojó en la playa con la popa por delante.

—¡Saltad por la borda! —rugí, a pesar de que estaba tendido, medio atontado—. ¡Subid el barco a la playa!

Fue el desembarco más feo que había visto yo en mi vida; la mar nos había girado a medias; había hombres malheridos en los dos costados del barco, y donde debía estar mi espolón de proa no vi más que tablas rotas.

Pero cuando salté por la borda, mis pies apenas salpicaron agua.

Estábamos en tierra.

Estéfano ni siquiera intentó tomar tierra. Nos observó y supuso que nos habíamos perdido entre las olas, y metió el timón y bordeó la costa, a unos pocos remos de la orilla. A los pocos instantes había dejado atrás la playa, y antes de que nosotros tuviésemos el casco roto fuera del alcance de los largos dedos de Poseidón, su barco había rodeado el promontorio que está al norte de Ereso.

Dejé la soga de la que había estado tirando y solté una maldición, porque la pérdida de Estéfano me dolía más de lo que yo me había figurado. Llevaba un año sin verle. Quería volver a estar con él.

Idomeneo había reunido a sus infantes de marina y obligaba a trabajar a los remeros, recogiendo madera para apuntalar las tablas del casco. Apuntalamos el Cortatormentas sobre arena que solo estaba mojada de la lluvia, y después mandamos a los remeros a recuperar en el mar el ariete antes de que quedara enterrado entre los restos del naufragio y la arena. El ariete estaba revestido de chapa de bronce pesada; pero con la ayuda de treinta hombres lo arrastramos hasta más arriba del límite de la marea. Hecho eso, caímos derrengados.

Envié a Idomeneo a la ciudadela para que pidiera ayuda y hospitalidad, y después me quedé sentado bajo mi clámide empapada, contemplando la tormenta, y canté un himno a Poseidón, y oré pidiendo por la vida de Estéfano.

Nos trajeron la noticia de que la hija de Safo había muerto; era una mujer vieja, muy vieja, pero gran maestra, tan imponente y tocada por los dioses, a su manera, como lo había sido Heráclito a la suya; y que su sucesora era otra mujer, Aspasia, que dirigía ahora la escuela de Safo. Cuántas cosas habían cambiado en pocos años. Pero Briseida, con sus dones generosos, subvencionaba a Aspasia, y esta me aceptó sin reservas cuando le dije quién era yo, y dio alojamiento y comida a mis hombres.

Entré por mi cuenta y riesgo en la casa de Briseida y me senté junto a su ventana con los postigos cerrados, bebiendo su vino y comiendo su comida. Sin duda debía de haber sido ella, y no Artafernes, quien me había enviado aquel mensaje. Por tanto, debía de necesitarme, razonaba yo. Y lo que necesitaba no podía confiarse por escrito. Razoné (con el cerebro obnubilado por Eros, debo añadir) que debía de necesitarme a mí.

No tardaría en encontrarme con Milcíades. Pero, si podía hacer reconstruir el Cortatormentas, cruzaría el estrecho y bajaría por la costa hasta Éfeso y visitaría a mi amor, y me enteraría de por qué me había convocado.

La tormenta tardó tres días en amainar, y mis hombres me alababan abiertamente por haberlos llevado a aquel refugio tan bueno, con cordero guisado todos los días y buen vino tinto para todos, como si fueran una partida de señores. Las gentes de Ereso nos trataban como a dioses; y bien podían, ya que la escuela funcionaba gracias al oro de Briseida, y el poder político de esta la mantenía independiente de controles externos. Y nos temían.

Cuando hubo pasado la tormenta, llegó un tiempo hermoso para ser otoño. Puse vigías en los promontorios, oraba a Poseidón todos los días, y presentaba ofrendas de bollos y miel también en el altar de la diosa chipriota… lo que fuera, con tal de que volviera Estéfano. Cortamos buena madera en las laderas al este de la ciudad y reconstruimos la proa; dos carpinteros de la población nos ayudaron con las vigas mayores que se habían quebrado. Limpiamos el casco y reconstruimos la proa, y encontramos bastante podredumbre en las tablas superiores. Construí en la proa nueva un castillo de infantería de marina (como una caja con los lados blindados) y una repisa pequeña donde podía ponerse muy por encima del ariete un arquero o un vigía.

Tomé dinero prestado del templo de Afrodita y me lo gasté en alquitrán y pez de pino, y calafateé el casco; le di una capa nueva y gruesa hasta dejarlo prácticamente blindado de pez, impermeable y reluciente. Le pinté una franja azul, del color de Poseidón, por encima de la línea de flotación; y pintamos a juego las cañas de los remos, todo ello en un solo día; y las mujeres del pueblo nos lavaron la vela mayor, de modo que el cuervo volvió a estar nítido y bien visible.

Así propiciábamos a Poseidón; pero no había noticias de Estéfano. Así pues, al cabo de una semana de comer bien y de recibir ayuda desinteresada, nos dispusimos a hacernos a la mar en una nave renovada. Yo estaba apesadumbrado por la pérdida de un amigo, pero la tripulación estaba loca de contento.

—Los muchachos dicen que ha cambiado su suerte —decía Idomeneo.

Yo había designado como oficiales a dos iberos que hablaban un poco de griego. Mi nuevo patrón de remeros se llamaba Galas. Tenía más tatuajes que un libio, a pesar de que su piel era más blanca que la mía. Tenía los ojos azules y el pelo rojizo, y llevaba el cráneo afeitado formando espirales; pero conocía la mar y hablaba el griego bastante bien. Y había tomado el mando de los remos de babor durante el desembarco desastroso.

Mi nuevo contramaestre llevaba los mismos tatuajes, y tenía un nombre tan bárbaro que era impronunciable; algo así como «Malaleoj». Yo lo llamaba Mal, y él atendía por ese nombre. Hablaba un revoltijo de griego, italiota y fenicio.

Llevaba ahora en mis bancos a treinta de los antiguos esclavos. Había perdido más de una docena de hombres en aquel desembarco terrible; unos muertos, y otros tan malheridos que seguían tendidos en el templo de Afrodita de la señora Safo, esperando curarse o morir.

Todos los iberos me veían como artífice de su libertad. Expliqué a Galas lo poco que había hecho yo y cuánto debían a los dioses; pero tampoco me parecía mal merecer su agradecimiento.

En cualquier caso, llevamos a pulso el Cortatormentas hasta la mar, pusimos a los remeros en sus puestos como si supiésemos lo que hacíamos, y nos pusimos en camino. Galas hacía dar de sí a los remeros más que yo, y pasamos dos días más remando de un lado a otro ante las costas de Lesbos para entrenarlos, hasta que sus remos se alzaban y caían como un solo brazo de un solo hombre.

Después fuimos a remo alrededor de la isla hasta Metimna, y varé la popa en la playa y pregunté por Milcíades y por mi amigo Epafrodito, arconte basileus de la población. Pero el capitán de la guardia me dijo que el señor Epafrodito estaba en el asedio de Mileto.

Yo necesitaba dinero, y la ausencia de Epafrodito no me dejó otra opción. Tenía que hacer una presa, y que fuera rica. Debía pagar a mis hombres, y estábamos sin vino ni provisiones. Conseguí que nos dieran una comida en Metimna, por el recuerdo que tenían de mí y de mi nombre célebre, pero zarpamos de esta población como lobos hambrientos.

Navegamos hacia el sur, siguiendo la costa occidental de Lesbos, y en Mitilene estaban desiertas las playas donde debería estarse reuniendo la flota rebelde. Y un poco al sur de Mitilene vimos un par de naves fenicias pesadas que custodiaban una fila de mercantes; egipcios, según creí desde mi puesto de observación en la nueva proa.

—Izad el palo mayor —grité a Mal; e indiqué con una seña a Galas, que iba al timón, que nos hiciera virar en redondo. Hacer frente a un par de navíos fenicios pesados sería tan imposible como capear otro temporal—. Joder —murmuré.

Cuando desembarcamos en la playa de Mitilene no se alegraron demasiado de vernos, pero allí había hombres que se acordaban de mí, y conseguí que nos dieran de comer y algo de aceite y vino a crédito… al crédito de Milcíades.

Estaba sentado yo solo ante una hoguera pequeña en la playa, maldiciendo mi suerte, o más bien mi ignorancia de los sucesos y mi incapacidad para conseguir nada, cuando surgieron de entre la oscuridad dos hombres del pueblo, comerciantes.

—¿El señor Arímnestos? —preguntó el de menor estatura.

—Sí —respondí, y les ofrecí vino.

En suma, tenían un cargamento de cereal; varios cargamentos, más bien, y querían saber si yo estaría dispuesto a probar a meterlo de contrabando en Mileto. Ofrecían una buena comisión, lo bastante buena como para aliviar un poco mi situación. De modo que cargué el cereal en su muelle, llenando el barco hasta que iba muy hundido en el agua y mis remeros maldecían.

—Si tenemos que correr, estamos jodidos —dijo Idomeneo.

—¿No me digas? —repuse, como si no se me hubiera ocurrido antes.

Nos hicimos a la mar al ponerse el sol; bordeamos la costa de Lesbos antes de que oscureciera del todo, y nos encontramos ante Quíos a la luz de la luna llena. Mis remeros no estaban nada contentos conmigo, porque aquello era claramente jugar con la ira de Poseidón, o eso decían ellos.

Ante Quíos me orienté por las señales de tierra, y pasamos en silencio ante las playas que yo había conocido en mi juventud como si fueran mi casa. Poco después de la falsa aurora pasamos ante la playa donde había vivido Estéfano antes de que se hiciera a la mar para ser matador de hombres.

Allí había varada en la playa un trirreme largo y de perfil bajo.

El corazón me saltó en el pecho, y abandoné mi plan y puse la popa en la playa y desembarcamos.

—Creí que aquello era vuestro fin —dijo Estéfano—. Y creí que yo podría rodear el cabo junto a Metimna y correr el temporal en el canal, donde las dos islas me protegerían de la furia del temporal —se encogió de hombros—. Esos iberos no saben remar, pero tienen mucho coraje. Conseguí doblar el cabo, y ellos mantuvieron la proa hacia el oleaje, y tomamos la determinación de desembarcar en Mitilene; pero había una corriente… como no he visto nunca nada parecido. Pasamos ante Mitilene en un abrir y cerrar de ojos, y al norte de Quíos chocamos con un tronco que iba a la deriva, se nos rompió una tabla en medio del barco y se nos abrió una vía de agua.

Estéfano era un marino corpulento, de habla sencilla, que se había hecho hombre siendo pescador, y mientras contaba su historia gesticulaba con las manos como un actor.

Su hermana Melaina lo miraba con cara radiante de alegría. También ella era amiga mía de juventud, desde aquellos días embriagadores en que acababa de alcanzar la libertad y estaba descubriendo mi fuerza como hombre de armas. Nos sonreíamos el uno al otro sin cesar.

—¿Qué pasó después? —preguntó Idomeneo.

—La quilla del barco se quebró como una rama; ¡nos hundimos y los peces se nos comieron! —dijo Estéfano, soltando una carcajada. Su hermana le amagó un manotazo en la cabeza, y él se agachó para esquivarla—. Uno de los remeros, Filócrates, un griego, gritó que todavía nos quedaba esperanza. Animó un poco a los muchachos, y pudimos virar y el viento amainó unos momentos, y aprovechamos ese rato para llegar a una cala en la costa norte; era como si Poseidón hubiera accedido a perdonarnos la vida. Metí la proa en la grava, dejando que Hades se llevara el espolón; este salió muy maltrecho, y hemos pasado una semana reparando el barco. Pero ¡sobrevivimos!

—Nosotros también —dije, y volvimos a abrazarnos. Miré su barco.

—¿Qué nombre le has puesto? —le pregunté.

Estéfano esbozó su sonrisa tranquila.

—Y bien, habíamos pensado llamarlo Cortatormentas; pero, como ese nombre ya está tomado, optamos por ponerle Tridente.

El símbolo de Poseidón.

—Buen nombre.

Él volvió a sonreír.

—Entonces… ¿cómo ganamos algo de dinero? —besó a su hermana y le dijo, señalando playa arriba:

—Ve a buscar a Harpago, querida.

Harpago resultó ser un primo de Estéfano. Melaina lo trajo a la playa, y era tan grande como el propio Estéfano, con manos duras como la piedra. Estéfano me lo presentó llenándolo de cumplidos halagüeños.

—Éste es el inútil y holgazán de mi primo Harpago, que quiere navegar conmigo. No se ha hecho a la mar nunca —dijo Estéfano, y escupió en la arena y se echó a reír.

Harpago tenía aspecto de haberse pasado toda la vida en la mar. Tenía el pelo lleno de sal. Pero se quedó allí plantado, avergonzado.

Guiñé un ojo a Estéfano. Era como en los viejos tiempos.

—Ahora eres trierarca, amigo mío —le dije—. No es preciso que me consultes para reclutar a cada novato.

—He sido timonel de un carguero de cereal —dijo Harpago.

—Lo quiero de timonel —reconoció Estéfano.

Después, añadió:

—Quiero tenerlo donde no lo pierda de vista.

Harpago me cayó bien. Aquella timidez suya al verse centro de atención proclamaba claramente esa confianza sólida y callada que permite a un hombre salir a la mar a pescar todos los días durante cuarenta años.

—Tú cargarás con las consecuencias —le dije—. Harpago, ¿sabes pelear?

—Practico la lucha libre —dijo, encogiéndose de hombros—. Enseño a los chicos del pueblo. Puedo a este tontorrón —dijo, indicando a Estéfano.

—Hum. Bueno, él me puede a mí —reconocí—, y eso sería malo para la disciplina. ¿Has manejado alguna vez la lanza y el escudo? —le pregunté.

Harpago negó con la cabeza.

—Me temo que no.

—¿Has matado alguna vez?

Harpago volvió la vista hacia el mar.

—Sí —dijo con tono inexpresivo.

Todos nos quedamos en silencio, allí de pie, rodeados por el buen viento.

—Bien —dije por fin—, bienvenido a bordo. Somos piratas, Harpago. A veces luchamos a favor de los rebeldes jonios, pero en general nos dedicamos a apresar barcos ajenos para obtener un beneficio. ¿Eres capaz de hacer eso?

Él sonrió… era la primera sonrisa que le había visto.

—Sí, señor.

Melaina, que había escuchado la conversación, trajo más vino, y comimos sardinas frescas y un pescado grande y rojo que yo había comido pocas veces, cuya carne era como la de la langosta. Bebimos demasiado vino. Melaina se me acercaba mucho y yo tonteé con ella, le sonreía, incluso la tuve un rato entre mis brazos, estando de pie ante la hoguera en la playa. Pero no me la llevé a la oscuridad. No me quitaba a Briseida de la cabeza, y Melaina no era una muchacha de playa. Era hermana de Estéfano, y vestía como una mujer acomodada. Debía de tener en alguna parte un hombre con el que se iba a casar. Y llevármela a la cama habría equivalido a traicionar mi amistad y mi deber de huésped para con Estéfano.

A la mañana siguiente le pasé la mitad del grano, y al caer el día, bien comidos y habiendo bebido un poco más de la cuenta, salimos de la playa remando suavemente a la luz de la luna, hacia Mileto.

Nuestro plan era sencillo, como lo son todos los planes buenos. Los dos teníamos barcos fenicios, ambos recién reparados y de aspecto bastante próspero. Navegamos rumbo al sur hasta llegar tras las islas costeras; hacia el oeste para rodear Samos, siempre a remo, y entramos en la bahía de Mileto desde el suroeste, es decir, como si viniésemos de Tiro y Fenicia, mientras el sol se ponía por el oeste, casi a nuestra espalda. Nos presentamos abiertamente en la bahía, tan tranquilos, aparentando ser dos barcos de los suyos que íbamos a reunimos con la flota que hacía el bloqueo en Tírtaro, en la isla de Lade.

Los pescadores de Quíos nos habían podido explicar el asedio como si nos lo dibujaran, pues llevaban pescado de contrabando a los rebeldes y también se lo vendían abiertamente a los medos, persas, griegos y fenicios que estaban al servicio del Gran Rey. Mileto es una ciudad antigua, fundada antes que Troya, y está en la base de una ensenada profunda, justo al sur de Samos; aunque por la parte de Micale la bahía empieza a llenarse de sedimentos. Mileto tenía una acrópolis muy empinada, inexpugnable, o eso decían, y su ciudad exterior está protegida por un anillo de murallas de piedra con torres. Los persas habían empezado llevando su flota a Éfeso, que estaba a solo doscientos estadios costa arriba. Cuando tuvieron allí una base, avanzaron y tomaron al asalto a Tírtaro, pueblo de pescadores donde había un fuerte pequeño, que les sirvió de base avanzada, para que desde allí sus barcos pudieran entrar fácilmente en el canal estrecho y alcanzar a cualquier embarcación que se dirigiera a Mileto.

Es verdad que es posible ir a remo al norte, rodeando Lade. Lo malo es que cualquiera que tenga el fuerte de Lade te ve venir a cincuenta estadios de distancia, y cuando viras al norte te están esperando; y las corrientes que rodean la isla favorecen al bando que la posee.

Cuando los persas tuvieron el fuerte de Tírtaro, hicieron avanzar sus fuerzas terrestres por el lado más a tierra de la península.

Artafernes acudió en persona, y construyeron un gran campamento en las colinas que dominan a Mileto. Tras unas cuantas semanas de escaramuzas, empezó a construir el terraplén de asedio.

He oído decir que el terraplén de asedio fue invención de los asirios, y puede que lo fuera, aunque los egipcios afirman haberlo inventado ellos, como hacen con todo. De una manera u otra, no lo inventaron los griegos, que prefieren un buen campo abierto y una batalla de un solo día, en lugar de un asedio de un año. Pero los griegos jonios y eolios tienen ciudades fortificadas, y cuando vienen contra ellos los lidios o los medos, hacen la guerra con palas. Los persas levantan un terraplén gigante, desde la llanura hasta lo alto de la muralla, y los griegos de la ciudad cavan a su vez, intentando levantar más la muralla próxima al montículo o destruir el terraplén persa. Y mientras los dos bandos cavan, los de fuera se aseguran de que los de dentro no reciben ayuda ni armas del exterior, ni mucho menos víveres.

A veces los que están dentro de las murallas triunfan y sus adversarios se acaban retirando por aburrimiento. Y a veces un solo cargamento de grano puede ser un arma poderosa. En primer lugar, porque los que están dentro de las murallas pueden comer, y les sube el ánimo; en segundo lugar, porque los que están fuera saben que tienen que volver a esperar más tiempo cada vez que sus enemigos reciben un cargamento.

Pero, según mi experiencia, los asedios no suelen decidirse por la mano del hombre. Lo habitual es que el señor Apolo lance sus flechas temibles de la enfermedad a un bando o a otro, o a veces a los dos, y entonces los muertos se amontonan como si Ares los segara con la espada, solo que más deprisa. Los asedios se comen a los hombres.

Yo no sabía aquellas cosas por entonces, con el sol poniente tras mi popa. Tenía veinticinco años, y no había visto nunca un asedio.

Llegamos al sur de Samos y no acudió a mirarnos ningún barco de vigilancia. Aguantamos el rumbo, y cuando entramos en la bahía de Mileto nos ceñimos más al viento y navegamos siguiendo la costa sur de la bahía, como si nos dirigiésemos a la isla de Lade. Navegábamos a vela con brisa fresca, pero todos los barcos estaban tripulados y estábamos dispuestos para huir.

Con la última luz del día salieron dos barcos a nuestro encuentro. Tardaron mucho tiempo en desatracar de la playa, y nosotros no nos dimos prisa en dirigirnos hacia ellos.

—Ariete a los remos y pasar —dije a Estéfano sin subir mucho la voz, y él asintió con la cabeza y repitió mis órdenes a Harpago, cuya nariz ganchuda llegaba a verse asomar por encima de la proa del barco. Ya veíamos a lo lejos a Mileto, que se alzaba sobre el promontorio siguiente, al este por el canal.

De no esperarse que pase nada a estar preparados para la acción hay un mundo, y nuestro barco sacaba ese mundo de ventaja a los suyos. Venían hacia nosotros tomándonos por fenicios. Nosotros sabíamos exactamente lo que pensábamos hacer, y cuando estuvimos lo bastante cerca para oírnos, y del barco que iba en cabeza nos gritaron en su lengua fenicia, di una palmada (recuerdo cómo resonó el sonido por el agua y produjo un leve eco en el casco del barco enemigo más próximo), entonces se doblaron todos los espinazos de mi barco y los remos relucieron al sol poniente. Si los otros hubieran estado preparados, habrían entrado en acción allí mismo; pero pasaron muchos latidos del corazón mientras el navarca y sus oficiales llegaban a entender por qué remábamos tanto.

El navío fenicio más adelantado estaba tan poco preparado que su tripulación perdió el ritmo de boga y se desvió; y esto estuvo a punto de dar al traste con mi plan. Yo quería hacer el ariete contra los remos de los dos; Estéfano contra el enemigo de babor y yo contra el de estribor; y mi plan consistía en aplastar sus remos y pasar a toda prisa antes de que pudieran bajar de la playa otros barcos.

Pero el navío fenicio delantero se había puesto de costado hacia nosotros, y no nos quedaba más opción que dirigir el ariete a su casco o abandonar el intento. El canal era demasiado estrecho para esquivarlo, de modo que le di un poco por delante del centro del barco, y Estéfano lo alcanzó unos latidos del corazón más tarde, bastante a proa, y entre los dos lo hicimos volcar, echando al agua a sus remeros.

Habíamos volcado uno de los barcos, pero los impactos habían puesto a prueba nuestras proas y nos habían hecho perder toda la velocidad y el ímpetu que tanto nos había costado alcanzar, y esperábamos inmóviles al segundo barco.

Éste sabía lo que se hacía, y ahora que había tenido un momento para pensar, estaba preparado. Soltó una andanada de flechas y algunos de mis remeros quedaron heridos, pero Galas se ocupaba de ellos, y avanzábamos.

—¡Remos dentro! —grité.

La maniobra era torpe, pero ya habíamos recogido todos los remos cuando nuestra proa embistió al segundo barco. No nos movíamos deprisa (ni ellos tampoco), y los dos barcos no tenían el impulso suficiente para dejarse atrás el uno al otro. Cuando nos quedamos inmóviles del todo, borda contra borda, Idomeneo puso garfios de abordaje, pero a costa de tres infantes de marina. Los fenicios nos abatían a golpes mientras sus arqueros nos disparaban. Galas cayó con una flecha en el cuerpo, y mi tripulación de cubierta se deshacía; los hombres se refugiaban tras los mástiles, tras las pantallas, detrás de cualquier cosa. Y todo ello por solo cuatro o cinco arqueros.

Yo tenía el timón, pero nos habíamos detenido. En la playa estaban echando barcos al agua, una docena de cascos esbeltos se hacían a la mar todos a la vez.

—Joder —dije en voz alta.

Lo recuerdo porque hubo un breve silencio en el combate y mi imprecación resonó claramente sobre el agua.

Saqué la espada y tomé mi gran escudo de cuero, un escudo beocio sencillo que había comprado en la playa de Quíos. No tenía mi armadura, ni mi equipo de guerra bueno, ni mi casco nuevo, y llevaba un escudo de solo dos pieles de cabra de grueso. En cuanto lo levanté, lo atravesó una flecha que me pasó por el pelo y se quedó clavada en los codastes.

Corrí por nuestra crujía. Un hombre que corre no es blanco fácil para los arqueros, pero no por eso me dejaron: sabían que yo era el timonel. Todos los arqueros me apuntaron y se me clavaron en el escudo dos flechas, pero ninguna me hirió.

Hacia la mitad del barco, Idomeneo había puesto dos garfios de abordaje, custodiados por sus infantes de marina, que con sus grandes escudos lo cubrían a él y a sus sogas.

Al otro lado, un par de fenicios intentaban cortar con sus espadas las maromas que mantenían unidos los dos barcos. Me hice cargo de todo aquello de una sola ojeada, y giré sobre un talón. Salté de la plataforma de mando a la amura, junto a Idomeneo, cubierto durante un instante valioso por los dos aspis de sus infantes de marina; y, sin pausa alguna (cualquier vacilación habría significado la muerte) salté la brecha; planté el pie izquierdo en la amura del otro navío, y después tuve ambos pies firmes sobre un banco de remeros, y empecé a matar.

Me deshice de dos golpes de los hombres que intentaban cortar las sogas de los garfios de abordaje, y después despejé el banco descabezando al remero. Su sangre salpicó a los hombres que estaban tras él, y lancé un golpe con el borde de mi escudo ligero; alcancé a uno de los infantes de marina fenicios, que no se esperaba que tuviera tan largos los brazos, y lo derribé; y llegué así a la plataforma de mando de su barco.

¡Hellas! —grité.

Me impulsaba la desesperación, y la euforia del hombre que se estaba muriendo de hambre y le ponen comida delante. Llevaba más de un año sin luchar de aquella manera; y yo era algo más que un mero hombre, zugater. Mi escudo y mi espada estaban en todas partes, como si tuvieran ojos y pensamiento propios. Recuerdo que giré la cadera, lancé un golpe hacia atrás con el borde de mi escudo y acerté a un marino en la entrepierna, mientras rebosaba de entusiasmo por la alegría de estar luchando tan bien. El invierno que había pasado entrenando a los plateos no había sido en vano. Los golpes, las paradas, se sucedían fundiéndose en un todo homogéneo. Era como una danza. Podría haber durado eternamente.

Y entonces Idomeneo se puso a gritar mi nombre, y yo levanté la mano, y la cubierta enemiga estaba despejada. Yo tenía la espada en el aire, y bajo su filo había un marinero semidesnudo; pero contuve la mano, como me había pedido Dión.

—¡Apolo! —invoqué; y dejé con vida al hombre.

Idomeneo y los infantes de marina me habían seguido a bordo. En el agua había una docena de navíos de guerra, y Estéfano ya nos había dejado atrás, remando con fuerza hacia Mileto. Era lo que debía hacer.

—¡Mal! —grité. Mal volvió la cabeza hacia mí, y yo le hice una seña con la mano. Al mismo tiempo, corté los garfios de abordaje que mantenían unidas las dos naves—. ¡Adelante!

Tuve que gritar tres veces, pero acabó por entenderlo. Se puso a golpear a los hombres con su bastón, y los remeros de la banda de estribor empezaron a empujar nuestro casco con bicheros, con lanzas e incluso con sus propios remos.

Idomeneo estaba en la popa del barco que yo acababa de tomar. Vi que asía los remos, y yo tomé una jabalina que había arrojado o dejado caer uno de los infantes de marina enemigos.

—Invertid los bancos —ordené en griego. Unos pocos hombres obedecieron; otros parecían no entender, o daban muestras de rebeldía.

Arrojé la jabalina a uno de los que se negaban a hacer su deber, y el hombre cayó sobre su remo. Después, arranqué la jabalina al cadáver.

—¡Invertid los bancos! —bramé.

Obedecieron.

Les marqué la cadencia de boga dando golpes en el mástil con el astil de la jabalina, y ellos remaron. No remaban bien; pero los hombres que habían embarcado en las playas no tenían muchas ganas de luchar a oscuras, y tampoco sabían con mucha certeza qué había pasado. Retrocedimos por el canal; un estadio, otro estadio… hasta que empezaron a alcanzar con flechas desde Mileto a los barcos enemigos que nos seguían.

Un barco más arrojado hizo un último intento. Antes de la última revuelta del canal, un hermoso trirreme largo, con una franja roja, alcanzó su máxima velocidad en solo media docena de largos de barco (excelente tripulación la suya) e intentó clavarnos el ariete, proa contra proa.

El barco lo dirigía Idomeneo, y lo pilotó tan bien que los dos espolones resonaron al chocar entre sí, como un martillo y un yunque, y nuestro barco salió aparentemente indemne del choque y quedó libre.

Caían flechas de la costa más próxima, tantas que se veían entre la luz tenue del cielo, y en el barco rojo sonaron gritos, y el barco se apartó. Oí una voz familiar que maldecía y ordenaba a los hombres que invirtieran los bancos; era una voz griega.

La voz de Arquílogos. Un hombre al que yo había jurado proteger, y que ahora dirigía los barcos de mis enemigos.

Los hombres de Mileto nos recibieron como a hermanos; como a más que hermanos. Habíamos hundido un barco enemigo y habíamos tomado otro delante mismo de su bloqueo, a vista de las murallas; y a las pocas horas habríamos estado borrachos como señores si hubiera habido vino en la ciudad baja.

En realidad, en las primeras horas que pasé en la Mileto asediada aprendí todo lo que no había querido saber nunca acerca de los asedios. La gente estaba delgada como grullas; los niños parecían viejos, y las mujeres parecían niños. Un puñado de los guerreros mejores de la ciudad seguían pareciendo hombres; recibían raciones extraordinarias de comida, y buena falta que les hacía. Los demás parecían perros famélicos; e Histieo, tirano de la ciudad, tuvo que mandar a sus soldados para que custodiaran el desembarco de nuestro grano.

Cobré lo nuestro en dóricos de oro.

—Volveré —prometí.

Histieo era un hombre alto, apuesto, con melena negra y piel dorada, y una gruesa cicatriz que le cruzaba el rostro. Su hermano Istes estaba cortado por el mismo patrón; se habían criado en la corte del Gran Rey y hablaban el persa tan bien como el griego, y parecían dioses. Istes me cayó mejor; tenía menos apego al poder y era mejor hombre; pero se rio de mí.

—¡Nadie vuelve por segunda vez! —exclamó en voz alta mientras mis hombres retiraban la popa de la playa—. Pero ¡gracias!

Al oír aquello me piqué.

—¡Volveré dentro de diez días, por los fuegos de Hefesto y por los huesos de los corvaxos! —grité a Istes.

Ansiaba quedar bien ante él. En aquellos tiempos, los hombres decían que Istes era la mejor espada de la Jonia. Era unos pocos años mayor que yo, y nunca habíamos combatido el uno con el otro. Pero aquella noche, en Mileto, forjamos una amistad al instante.

Así pues, después de haber hecho aquel juramento ante los hombres y ante los dioses, mandé a mis hombres que remaran. Íbamos muy cargados: había tomado a bordo a todas las mujeres y niños que se habían atrevido a venirse con nosotros. Nos hicimos a la mar de nuevo inmediatamente.

La noche estaba oscura como la pez. Supuse que Arquílogos no esperaría que yo hiciera otro intento en seguida, y acerté. Salimos del puerto a remo, a velocidad de ariete; viramos en la bocana con elegancia y subimos velozmente por el estuario, mientras los medos y los griegos traidores debían de estar mirándonos pasar desde las playas de Tírtaro sintiéndose estúpidos; pero nadie nos hizo frente. Yo, desde mi popa, me reía de ellos, y el sonido de mis burlas resonaba sobre el agua, y los riscos que dominaban la población devolvían sus ecos.

Aquella provocación seguramente fue una tontería por mi parte, pero me dejó a gusto, y todavía sonrío cuando pienso cómo se debió de retorcer de rabia Arquílogos al oír mi risa.

Y por fin salimos a alta mar y navegamos con viento fresco.

Cuando llegamos a Quíos, todos nuestros remeros estaban agotados. Soltamos nuestra carga de refugiados, y las gentes de los pueblos de pescadores les dieron de comer. Pero no quisieron quedarse con ellos, y cuando nos pusimos en marcha hacia el norte, rumbo a Mitilene, todavía los llevábamos abordo.

Tuve que dejar a Harpago el mando del barco nuevo. No me quedaban oficiales; e Idomeneo, a pesar de toda su habilidad para matar, no tenía interés por la mar, y entendía de inspirar a los hombres lo que yo de tocar la flauta. Harpago era un buen marino, y su solidez callada era de esas cosas que inspiran confianza a los hombres en una tormenta o en un combate. Lo puse a prueba, y no tuve que arrepentirme de ello.

Llevé los tres barcos al gran puerto de Mitilene, y seguía sin haber noticias de la flota rebelde. Tampoco había oído nadie una sola palabra acerca de Milcíades. Era como si los persas hubieran vencido ya.

Pagué a mis mercaderes de cereales con el oro que había cobrado en Mileto.

—Y os compro el resto de vuestro cereal —les dije.

El beneficio que les ofrecí era bueno, teniendo en cuenta que ellos no habían tenido que moverse siquiera de sus casas; y llené tres barcos de cereal en sacos y en tinajas. He de recordar una cosa que dice mucho a su favor, a favor de todos los lesbios; que acogieron a todos los refugiados de Mileto que venían en los barcos y los trataron como a conciudadanos.

Esta vez nos hicimos a la mar a plena luz del día. Mi tripulación ya tenía confianza en mí. Y se habían vuelto hombres mejores tras pasar varias semanas de acción. Yo ya conocía aquel proceso, y lo aplicaba para mis propios fines. Íbamos a remo cuando podíamos haber navegado a vela, y así les reforzaba los músculos, como si fueran atletas; y les prometí un dárico de oro por cabeza si entrábamos en Mileto y volvíamos a salir.

Esperé a que no hubiera luna, y los dioses me enviaron una noche oscura y mar picada. Llevábamos luces en las popas, y cruzamos remando a oscuras; los remeros maldecían su suerte y rezaban a cada golpe de remo, pero, tras un mes de aventuras constantes, mi tripulación ya sabía remar a oscuras.

Bajamos por la bahía con el viento a popa, solo con las velas akateion, rodeando la isla de Lade por el norte. El viento podía más que las corrientes y nos permitió movernos deprisa; y cuando pasamos por delante de los fenicios, estos estaban bien arrebujados en sus mantas, porque llovía y había llegado el invierno. Pero algún necio se rio en voz alta y los alertó; y cuando hubimos descargado y pusimos la proa al mar abierto, estaban dispuestos en formación a través de la bahía, quince barcos esperando a los tres nuestros. Y eran buenos marinos. Los contemplé durante un rato desde la seguridad que me ofrecían los arqueros milesios; y después volví a entrar en el puerto con mi pequeña escuadra.

Todos los dáricos de oro del mundo no me iban a servir para salvarme. Estaba bloqueado en Mileto, y parecía que se nos había agotado la suerte.