2

Las leyes de Atenas son un monstruo complicado y peligroso, y un forastero como yo no podía llegar a dominarlas de ninguna manera. Me quedé allí plantado, boquiabierto como un tonto, y el herrero acudió en mi ayuda.

—¿Quién lo ha dicho? —preguntó—. Yo no he faltado a ninguna asamblea desde la fiesta de Dioniso, y nadie ha votado ninguna acusación de delito capital.

El alcmeónida se encogió de hombros.

—No tienes aspecto de ser de los que votan en la colina —dijo tranquilamente.

Lo que quería decir era que a los herreros no se les invitaba a participar en el Areópago, el consejo de ancianos, compuesto principalmente de aristócratas viejos, que llevaban los juicios por asesinato. Creo que mi herrero lo habría dejado correr, si no hubiera sido porque aquel tal Cleito era un gilipollas tan prepotente que ofendía con solo respirar.

—No me hace falta ser un aristo de mierda para conocer la ley —dijo el herrero—. ¿De dónde ha salido la acusación?

—No es asunto tuyo —dijo Cleito. Me asió de la clámide—. Será mejor que vengas conmigo, muchacho.

Algunos hombres afirman que los dioses no intervienen en los asuntos de los hombres. Esas ideas siempre me hacen reír. Cleito y yo hemos medido bastantes veces nuestro ingenio y nuestras espadas. Es astuto como Odiseo y fuerte como Heracles; pero aquel día no fue capaz de dedicar el tiempo necesario a apaciguar a un herrero alborotado. ¿Qué habría pasado si lo hubiera hecho? El herrero rodeó el mostrador de su taller con una velocidad que parecía impropia para su corpulencia.

—¿Dónde tienes la vara, entonces? —preguntó.

Cleito se encogió de hombros.

—La tienen mis hombres, en el Ágora.

—Pues será mejor que vayas por ella, chico rico —dijo el herrero—. ¡Eh, hijos de Hefesto! —gritó—. ¡Dejad las herramientas y venid!

Cleito entró en razón al instante.

—Y bien… maestro herrero, esto no es necesario. Iré por mi vara. Pero ¡este hombre es un matador!

—Matador de los enemigos de Atenas —dije. Fue un buen tiro, y dio en todo el blanco—. No soy un matador en contra de la ley.

Ya habían aparecido cincuenta aprendices con ganas de pelea, y una docena de herreros, y en cada mano había un martillo. Cleito miró a su alrededor.

—Volveré con mis hombres —dijo.

—Si no traes la vara de justicia, no te molestes —le gritó mi nuevo amigo, el herrero. Después se volvió hacia mí.

—Cuéntame tu historia, y abrevia. Los hombres tienen que trabajar.

De modo que se lo conté. No me dejé nada, ni siquiera la abolladura que había hecho en mi casco.

Envió a un aprendiz a dar aviso a Arístides.

Me senté en un taburete plegable que me ofrecieron (un bonito trabajo de hierro, y muy elegante) y empecé a sentirme más aliviado.

Y entonces oí los gritos. En Atenas se oían bastantes gritos, agudos, muchos en broma, algunos en serio. Pero cuando oí el tercer grito, me di cuenta de que aquella era mi esclava. Me puse de pie.

Mi herrero me miró.

—¿Dónde vas? —me preguntó.

—Ésa es mi esclava —dije.

Sacudió la cabeza.

—He comprometido a mis hombres en esto —dijo—. Tú no vas a ninguna parte.

—Le he jurado liberarla —dije—. Envía a un muchacho… envía a un par de hombres con martillos. Te lo pido por favor.

Dio instrucciones a un par de aprendices del taller, mozos corpulentos, y estos salieron corriendo por la puerta.

—Arímnestos, ¿eh? —dijo—. Ya había oído hablar de ti. Matador de hombres, en efecto. Me figuraba que serías más grande.

Intenté seguir inmóvil en mi asiento. Los gritos habían cesado. Pasó tiempo.

Pasó más tiempo.

Los aprendices volvieron por fin.

—Cleito se ha marchado del mercado —dijo el más grande de los dos—. Se ha llevado tu caballo y a tu muchacha. Dijo un montón de bobadas acerca de lo que habías quitado tú a su hermano. ¿Mataste a su hermano, señor?

Sacudí la cabeza.

—No —dije, sintiéndome cansado. ¿He dicho que me gustaba Atenas? Atenas me cansa. Tienen muchísimas reglas—. ¿Es verdad que me puede quitar esas cosas? —pregunté al herrero.

Éste se encogió de hombros.

—Los alcmeónidas hacen lo que quieren —dijo—. La mayoría de la gente corriente no intenta siquiera hacerles frente. Tienes suerte de ser herrero —añadió con una sonrisa.

—No es herrero —dijo una voz tras mi asiento; y allí estaba la columna de justicia principal de Atenas, el mayor mojigato que ha dirigido a guerreros en el campo de batalla. Un hombre tan motivado por la equidad que no le quedaba lugar para la ambición.

Lo abracé, a pesar de todo, porque lo quería a pesar de que no teníamos nada en común. Era Arístides. Seguía siendo alto, larguirucho, con la elegancia del hombre que ha tenido durante toda su vida la mejor educación que se puede comprar con dracmas.

—Deduzco que te has entregado a la vida criminal —dijo.

Prefiero creer que no lo dijo en sentido literal, sino que hablaba en broma, cosa rara en él.

—No es así, mi señor. A ese miembro de los alcmeónidas lo mató un hombre a mi servicio… en un santuario, por haber cometido un acto impío. He mandado que traigan aquí su cuerpo y su armadura, así como todos sus bienes que no robaron sus propios criados. Llegarán en cuestión de días. Soy hombre acomodado; no soy un saqueador, mi señor —dije, encogiéndome de hombros.

—Me alegro de oírlo —dijo Arístides, asintiendo con la cabeza con solemnidad.

—Es verdad que es del oficio —dijo el herrero—. Conoce las señales.

Arístides me miró por debajo de sus cejas pobladas.

—Siempre se te descubre algo nuevo, joven. ¿De modo que eres herrero?

Me llamó joven. Y me sacaba menos de diez años. Pero tenía la dignidad de un anciano.

—Broncista —dije—. Y ahora soy granjero. Mi hacienda produjo trescientos médimnos el pasado otoño.

Arístides se rio.

—No esperaba que llegases a la clase de los hippeis —dijo.

—No sé si sigo cumpliendo los requisitos —respondí yo—. Los alcmeónidas acaban de robarme mi mejor caballo y a mi esclava.

A Arístides se le borró la sonrisa del rostro.

—¿De verdad?

Los herreros y los aprendices se agolparon a su alrededor. Cada uno le contaba su propia versión de la historia.

—Ven a mi casa —me dijo Arístides—. Enviaré aviso al consejo y anunciaré que te tengo bajo mi custodia y que te representaré en el juicio. Así, todo se hará según la ley.

—¿Y mi caballo? —pregunté—. ¿Y mi muchacha?

No me respondió.

Di la mano a todos los herreros que me habían ayudado, les di las gracias a todos y me puse en camino a la luz del atardecer con Arístides y con una docena de jóvenes que lo acompañaban; advertí que todos iban armados de gruesos bastones. Cuando hubimos dejado atrás el barrio industrial, Arístides arrugó la nariz.

—Te he visto en la tormenta de bronce, plateo. Eres hombre de valía. ¿Cómo soportas la peste de todo ese comercio? —me preguntó. No aflojó el paso, y era hombre alto.

Me encogí de hombros.

—El dinero huele igual, ya se gane con la punta de la lanza o entre el sudor del taller —dije.

Arístides sacudió la cabeza.

—Pero sin virtud. Sin gloria.

—Estás discutiendo con quien no debes —respondí—. Mi maestro me enseñó que «la guerra es reina y señora de todo; a algunos hombres los hace señores y a otros los hace esclavos». —Me reí, pero interrumpí mi risa de pronto—. ¿Qué pasa aquí? Tus muchachos van todos armados, y esos alcmeónidas pedían mi sangre.

—Después —dijo.

Rodeamos la colina empinada donde se celebraban los juicios por causas criminales, cuyas rocas estaban desgastadas por la ascensión de centenares de hombres; dejamos atrás después los barrios bajos de la parte oriental y volvimos a subir por un camino ancho, el camino que conduce al templo de Poseidón en Sunión. Cuando llegamos a un portón grande ya había salido la luna.

—Mi finca —dijo Arístides con orgullo—. Ya no duermo en la ciudad. Espero que me desterrarán pronto, si es que no me matan.

Lo dijo con la certeza rotunda con que dice una cosa así un veterano la noche antes de que le asesten el golpe mortal.

—¿A ti? ¿Desterrarte? —dije, sacudiendo la cabeza—. Si hace cinco años eras el niño bonito de Atenas.

—Y lo sigo siendo —dijo—. Los hombres creen que aspiro a ser tirano, cuando la verdad es que solo aspiro a hacer justicia, hasta a tus amigos los herreros.

—Hasta en las fraguas y en los alfares hay hombres nobles, hombres de valía —insistí.

—¡Por supuesto! De lo contrario, no podría funcionar la democracia. Pero se empeñan en pedir más derechos políticos, cuando cualquier hombre que piense sabe que solo los hombres acomodados pueden controlar una ciudad. Somos los únicos que tenemos la formación necesaria. Ese herrero no sería capaz de votar en el Areópago, como yo no sería capaz de forjar un casco.

Arístides se despojó de la clámide y del quitón, y observé que seguía en plena forma para el combate. Mientras conversábamos, los esclavos nos atendían. Me desvistieron, me ungieron con aceite y me pusieron una vestidura como no había llevado otra mejor desde la última vez que practiqué la piratería; todo ello mientras escuchaba a Arístides.

—Los cascos no se forjan, se baten.

—Pues más a mi favor —dijo.

Sacudí la cabeza.

—Permíteme que esté en desacuerdo con mi anfitrión —dije.

Él sonrió con cortesía.

—Es posible que la perfección en cualquier oficio, sea la guerra, la escultura, la poesía, la herrería, o incluso el curtido o la zapatería, aporte al hombre las herramientas mentales que permiten al hombre maduro participar activamente en la política —dije.

Arístides se acarició la barbilla.

—Buen argumento. Y no lo había oído expresar de este modo hasta ahora. Pero ¿no estarás proponiendo que todos los hombres son iguales?

—He estado demasiadas veces en la niebla de Ares para creer tal cosa, mi señor —dije, torciendo el gesto.

—Eso mismo —dijo, asintiendo con la cabeza—. Pero ¿una igualdad de la excelencia? Debo decir que el concepto me parece admirable. Pero equivale a igualar la política y la guerra, que son empresas nobles, con la herrería y el comercio, que no lo son.

Tomé el vino que me ofrecía una mujer que debía de ser su esposa. Hice una reverencia profunda, y la mujer sonrió.

—¿Discutes con mi marido? —dijo—. No sirve más que para gastar el aliento, a no ser que se trate de la administración de esta casa, y sobre ese tema él pierde el interés. ¿Eres Arímnestos de Platea?

Llevaba fíbulas de oro en el quitón, y tenía el pelo amontonado sobre la cabeza como una montaña. No era hermosa, pero su cara irradiaba inteligencia. Atenea podría haber tenido ese aspecto si se hubiera vestido de matrona.

—Ése mismo soy, despoina —dije, haciendo otra reverencia.

—Por las historias que contaba mi marido, habría creído de alguna manera que serías más grande. Por otra parte, eres hermoso como un dios, y eso se le olvidó contarlo por algún motivo. Tendrás a tu puerta a todas las muchachas esclavas de la casa. Tendré que ir a encerrarlas, no sea que dentro de nueve meses tengamos una epidemia en casa, ¿eh? —dijo con una sonrisa.

—Si no se deja participar a las mujeres en la asamblea es por qué, si participaran, nosotros ya no serviríamos para nada, salvo para mover los bultos pesados —dijo Arístides—. Ésta es Yocasta, mi querida esposa.

Yocasta sacudió las llaves que llevaba colgadas del ceñidor y salió de la habitación.

—Dime tu idea, entonces —dijo Arístides—. Hablas bien, y los hombres no suelen enfrentarse conmigo en debates.

Me encogí de hombros.

—Ante ti soy como un niño con un palo contra un guerrero de la falange, señor. Pero, si tienes la bondad de escucharme… Tú supones que la guerra y la política son nobles. Supones que son fines en sí mismos. Pero no se puede hacer la guerra sin lanzas, y no hay lanzas sin herreros.

—Eso mismo quiero decir: el herrero es menos noble que el guerrero, porque su oficio es subalterno —dijo Arístides, exponiendo con una sonrisa este argumento que él consideraba aplastante.

—Pero, mi señor, si quieres aceptar mi experiencia —dije con prudencia, pues no quería hacerlo enfadar—, la guerra es, de suyo, un fin terrible. He hecho la guerra más que tú, aunque soy más joven. La guerra es una cosa terrible.

—Pero, sin ella, no podríamos ser libres —dijo Arístides.

—Ah, de modo que el fin último y más elevado es la libertad —dije, sonriente. Arístides frunció el ceño, y después esbozó una sonrisa.

—Por los dioses —dijo—, ¡si todos los herreros fueran como tú, sustituiría por herreros a todos los del consejo de ancianos esta misma noche!

Me encogí de hombros, y después le miré a la cara.

—Recuerda que fui discípulo de Heráclito, señor.

—Sí —dijo, asintiendo con la cabeza—; la verdad es que eres aristócrata, ¡te educaste como tal!

—Siendo esclavo —añadí; y tomé un trago de vino.

Pero Arístides no se rio.

—No es una cuestión para tomarla a la ligera —dijo—. Atenas está viviendo un experimento; un experimento que le puede acarrear la vida o la muerte. Estamos intentando hacer participar de las responsabilidades de la ciudad a clases más bajas, bajando hasta el nivel mínimo en el que consideramos que los hombres libres tienen capacidad para pensar y votar. Cuanto más bajemos este nivel, a más necios tendremos que soportar…

—Y más escudos tendréis en la falange —dije yo.

—Y más difícil será que los pisistrátidas o los alcmeónidas restauren la tiranía —repuso él.

—¿Se trata de eso? —le pregunté—. ¿De la tiranía de Atenas? ¿Otra vez?

Yo ya me había pasado cuatro veranos escuchando los planes de Milcíades para apoderarse de la ciudad. La verdad es que no se me ocurría para qué la querían ninguno de ellos.

Arístides asintió. Se sentó.

—Vienen los medos —dijo.

Aquello sí que era una noticia, sin duda. Me senté en un diván.

—¿Cuándo?

—No tengo idea; pero la ciudad se está armando y preparando. ¿Ya sabes que estamos en guerra contra Egina?

Me encogí de hombros. Atenas, Egina y Corinto dominaban el mar; era lógico que no se llevaran bien entre ellas.

—Como guerra, es poca cosa, pero nos sirve de excusa para armarnos. Viene el Gran Rey. Ha designado un sátrapa de Tracia. ¡De Tracia, por los dioses, en nuestra puerta misma! Se llama Datis, o eso dicen. En cuanto caiga Mileto, el objetivo siguiente seremos nosotros.

—¿Mileto va a caer? —pregunté, sobresaltado.

—Todos los hombres de Atenas… todos los hombres políticos —se enmendó Arístides, sin atender a mi interés por Mileto—, están reuniendo sendos séquitos. Muchos, no diré nombres, han tomado partido por el Gran Rey. —Se encogió de hombros—. Ambos bandos reúnen a guerreros, tanto ciudadanos como no ciudadanos.

Dejé mi copa de vino y solté una carcajada.

—Tú… estás aliado con Milcíades.

—Ríete si quieres —gruñó Arístides—. Milcíades haría aquí de tirano si pudiera. Solo los hombres como yo le impedimos llegar al poder. Pero no soporta a los persas, y mientras nosotros estamos aquí sentados, él está en el campo, luchando.

—Ejerciendo la piratería para su propio beneficio, dirás —repuse yo—. Estuve a sus órdenes cuatro años, mi señor. Y podría volver a estarlo. Pero lo que motiva a Milcíades a hacer la guerra no es el bien común de Atenas. Es más probable que sus ataques a las naves del Gran Rey hayan sido la causa de que los medos caigan sobre Atenas.

—Política —dijo Arístides, dejando de atender a mis palabras una vez más. Levantó la copa para que se la llenara un esclavo, y me molestó advertir que dirigía una mirada y una sonrisa al esclavo, mientras que yo no le servía más que para oírse hablar a sí mismo—. Sin duda, algún intrigante entrometido de los alcmeónidas ha pensado contratar a tus hombres para su bando, dejándote a ti impotente; creyendo, que de lo contrario, tus hombres se pondrían a mi servicio o al de Milcíades.

Solté un bufido de desagrado.

—Yo estaba en mi casa, en Beocia, labrando mis campos —dije—. Te ruego que no lo tomes a mal, mi señor, pero es que a mí me importa muy poco quién manda en la poderosa Atenas, con tal de que me paguen las cuentas y de que yo tenga llenos los graneros.

—Me decepcionas —dijo Arístides.

Me encogí de hombros.

—¿Has visto alguna vez un par de muchachos apuestos que luchan junto a una fuente pública? —le pregunté.

Arístides asintió con la cabeza.

—Porque junto a la fuente hay muchachas jóvenes… —proseguí.

Él se rio.

—Sí. Se ve todos los días.

—¿Y no has advertido nunca que las muchachas no echan siquiera una mirada a los mozos? Porque esos pavoneos suyos les aburren soberanamente. ¿No es así?

Nos reímos los dos.

—Es verdad. Te doy la razón, amigo mío y buen hablador.

Arístides echó una mirada hacia Yocasta, y ambos compartieron una amplia sonrisa. Daba gusto verlos juntos.

—Pues bien. Nosotros, los plateos, somos las muchachas que estamos en la fuente. Aprended a escuchar y a hacer cosas que nos agraden a nosotros, y volved entonces. De lo contrario, Milcíades y tú, y todos esos pisistrátidas y alcmeónidas no seréis más que muchachos luchando junto a la fuente —concluí con humor.

—¿Quién te ha hecho tan sabio? —me preguntó.

—Una generación de muchachas en las fuentes de Éfeso —dije, riéndome—. Y ahora, ¿qué hago para recuperar mi caballo y a mi muchacha esclava?

Arístides sacudió la cabeza.

—Pídelos después del juicio —dijo.

Me atraganté.

—¿El juicio? ¿Mi juicio? ¿Cuándo es? Yo creía que me lo habías arreglado…

Sacudió la cabeza.

—La ley es la única ligadura que mantiene unida a Atenas —dijo—. Irás a juicio. Yo hablaré por ti.

—¿Cuándo? —volví a preguntarle.

—Mañana —dijo.

La idea del juicio me quitó de la cabeza las noticias acerca de Milcíades y del asedio de Mileto.

En Atenas, un extranjero no puede hablar ni defenderse en ningún juicio, del tipo que sea. Si no cuenta con un «amigo», un proxenos, que lo represente, el extranjero, aunque sea un meteco que viva en la ciudad y que sirva en la falange, no puede decir una sola palabra en su propia defensa.

Y la verdad es que a mí esta ley me parece bien. ¿Por qué vas a dejar que hablen los extranjeros en tu propia asamblea? Que les parta un rayo. No harían más que causar problemas.

Arístides me acompañó hasta la primera fuente pública.

—No se te permite hablar —me dijo—. Pero eso no cambia mucho las cosas. Todavía podrás sonreír, o fruncir el ceño, o enarcar las cejas; puedes controlar tus emociones, o darles rienda suelta. Los hombres saben quién eres tú; y, si no lo sabían ayer, esta mañana ya lo saben. Los jurados te estarán observando. Compórtate como un hombre. Pregúntate qué haría Aquiles en tu lugar.

Me reí.

—Quedarse en su campamento, enfurruñado, y después matar al primero que le ofendiera.

Arístides frunció el ceño.

—La ley no es cosa para tomarla a broma. Debo dejarte. Tengo que ir a sitios y tengo que ver a hombres. Preséntate en la colina del Areópago a mediodía.

Me entregó unas tablillas de madera de tres hojas, con páginas recubiertas de cera.

—Lleva esto encima —dijo—. He escrito las acusaciones y tus contraacusaciones, por si tiene que ser otro el que hable por ti. Y quiero que lo entiendas. Vamos a presentar demanda civil al joven Cleito por la pérdida de tus bienes, a saber, la muchacha y el caballo. El caballo es el bien más valioso de estos dos, con diferencia, y creo que hará dar un buen tropiezo al joven Cleito en el juicio. ¿Comprendido?

Leí las tablillas rápidamente. Estaba escrito con letra minúscula y precisa, pero yo soy buen lector; me enseñaron a leer a edad temprana.

—¿Los juicios serán simultáneos? —le pregunté.

—¡Por Zeus! No sabes nada de nuestras leyes. No. Tu juicio es por el asesinato de un ciudadano. Lo juzgará el Areópago, los ancianos de la ciudad. Todos ellos son amigos de los alcmeónidas. De hecho, más de la mitad de ellos son alcmeónidas, en efecto —añadió, asintiendo con la cabeza con solemnidad—. Los juicios civiles se celebrarán cuando lo permita el calendario, probablemente a principios de la primavera. Nos hará falta un jurado de cuatrocientos miembros, como mínimo.

Me tragué una cierta rabia.

—¿En primavera? Yo había prometido la libertad a aquella muchacha.

Arístides se encogió de hombros.

—Dudo que vuelvas a verla, la verdad. Me ocuparé de que te indemnicen con bienes de igual valor.

Sacudí la cabeza.

—Arístides, tengo confianza en ti. Pero voy a recuperar a esa muchacha, y voy a liberarla. Lo he jurado. A ti te parecerá cosa de poco…

Él sacudió la cabeza, a su vez.

—No; los juramentos hechos a los dioses son cosa seria, y tú eres hombre piadoso. Te pido disculpas. Haré todo lo que pueda. Pero si esos hombres no pueden matarte, intentarán hacerte daño, no solo a ti sino también a tu mujer y a tu caballo.

Escupí en el suelo.

—¿Es esta vuestra democracia? ¿Unos aristócratas que se vengan de los que son mejores que ellos, en sus bienes?

Arístides bajó al Ágora con el resto de sus seguidores, dejando conmigo a dos jóvenes que llevaban bastones: Sófanes, que ya tenía cierta fama como guerrero, y Glaucón, amigo de este. Ambos eran aristócratas; ambos eran seguidores de Arístides, y ambos eran muy serios. Querían que les hablara de Milcíades.

—Quiero comprar una buena crátera para llevarla a mi casa —dije, sin hacerles caso y procurando olvidarme de mi rabia. Me guardé las tablillas en el pliegue trasero de mi quitón, que era una hermosa vestidura de lana virgen—. Alguna pieza que tenga pintada la imagen de un héroe. ¿Me lleváis al barrio de los alfareros?

Por el camino tenía que hacer un recado, de modo que los hice seguirme más allá del cementerio hasta la casa de Cleón, mi amigo hoplita de mi primera campaña.

Me recibió a la puerta y se puso a ladrar como un perro, soltó un aullido y me rodeó con sus brazos. Sófanes y Glaucón nos miraban boquiabiertos mientras compartíamos una copa de vino (de un vino malísimo) y nos contábamos nuestras cosas.

—Tú, Sófanes —dijo—, tienes nombre de atleta. ¿Sabías que este tontorrón atacó a los persas él solo en el paso de Sardes?

Cleón estaba orgulloso de conocerme, me exhibía con orgullo ante los transeúntes.

Me encogí de hombros.

—Iba en cabeza Eualcidas de Eubea, y éramos diez.

Cleón se rio.

—Se me heló la sangre jodida solo de verlo, por el coño ardiente de Afrodita. —Tenía la cara roja, y pensé que ya debía de haber bebido bastante vino antes de llegar yo—. Tienes aspecto de rico y de bien cuidado.

Pensé que parecía un hombre derrotado.

—¿Cómo te van las cosas a ti? —le pregunté. Me había dicho que su casa era más pequeña que el castillo de proa de un trirreme, y vi entonces que era verdad.

—Mi mujer murió —dijo, encogiéndose de hombros—. Y mis dos hijos también. Apolo envió un mal, y murieron todos en una semana. —Bajó la vista. Después, enderezó la espalda—. En todo caso, ¿cómo estás tú? Ya me he enterado de que eres famoso.

Me ponía nervioso que se hablara de mi fama.

—He venido aquí porque Idomeneo mató a un alcmeónida —dije, para disimular con hechos el dolor que me asomaba a los ojos.

Son cosas que hacemos los hombres. Los hombres somos cobardes en lo que respecta a las penas.

—Hizo bien el bujarroncete. Es buen hombre, para ser un catamita con los ojos pintados con kohl. ¿Que mató a un aristócrata? Eso ya es algo —dijo.

Me reí con nerviosismo. Cleón estaba bebido y pendenciero. Sófanes y Glaucón eran ambos aristócratas, y aquello no les hizo gracia.

Me encogí de hombros.

—Tengo una cita —le dije.

—Me recuerdas tiempos mejores, maldita sea. Ahora ni siquiera soy hoplita, ¿eh? Ya no doy el mínimo de bienes que se exigen. —Bajó la vista al suelo, y después me abrazó—. Maldita sea, cómo estoy. Todo lamentos y quejas. Ven a verme otra vez.

Le devolví un fuerte abrazo y emprendí el camino del barrio de los alfareros, acompañado de mis dos custodios.

Mis dos aristócratas estuvieron riéndose por lo bajo y murmurando entre sí, y por último Glaucón me espetó que yo tenía un amigo que no valía nada.

Me detuve y le puse una mano en el hombro, como hablándole de hombre mayor a hombre joven.

—Cleón parecía un poco bebido. Su mujer y sus hijos han muerto. —Le miré a los ojos, y el muchacho rehuyó mi mirada—. Se mantuvo en su puesto y me defendió a mí de los enemigos muchas veces, en la ira de Ares. Cuando tú hayas hecho otro tanto, entonces podrás hablar de él de esa manera delante de mí.

Glaucón bajó la vista al suelo.

—Te pido disculpas.

Me gustó este detalle por su parte. A los jóvenes se les da de maravilla negar sus culpas. Por el Hades, sé lo que digo, porque yo hacía lo mismo. Pero aquel que era un hombre mejor.

Caminamos hacia el este, hacia el sol de la mañana, y yo rompí el hielo entre nosotros contándoles cosas de Milcíades. Empecé a contarles los combates del Quersoneso y la Batalla Sin Lágrimas, cuando nos apoderamos de todos los barcos de los enemigos perdiendo solo una docena de hombres, y aplastamos a los fenicios. Entonces cruzamos la carretera del festival y nos encontramos entre un bosque de burdeles, de tabernas y de casas de hombres libres. Solo Atenas sería capaz de comercializar de esa manera tan excesiva una cosa tan sencilla como es el sexo. Recuerdo que perdí el hilo de lo que les iba contando, al contemplar… bueno, pasaré por alto lo que contemplé, porque vosotras que sois vírgenes podríais moriros en el acto si lo cuento.

Recuerdo que iba diciendo:

—De modo que tomamos barcas de pesca. En Galípoli había una flota pesquera considerable…

La daga se me clavó en la espalda, justo por encima de los riñones. El golpe estaba asestado a la perfección, con mucha fuerza. Vacilé, caí de rodillas y sentí que me manaba la sangre por encima del culo.

Ya debería estar muerto.

Pero no lo estaba. De manera que rodé para caer y volver a levantarme, al mismo tiempo que me quitaba del cuello la clámide y me la enrollaba en el brazo. Al ponerme de pie ya tenía el cuchillo en la mano derecha. Glaucón había caído, pero Sófanes se defendía con su bastón de dos matones con garrotes. A sus diecisiete años ya era un rival digno de ser tenido en cuenta.

Mi adversario era grande, un verdadero titán. No me gusta nada luchar contra hombres grandes: no sienten el dolor, tienen una confianza natural que es difícil romper, y son fuertes.

Mi adversario seguía sin entender cómo no había muerto yo. Yo tampoco lo entendía, pero no estaba dispuesto a darle vueltas al asunto en ese momento.

Se me ocurrió que probablemente no me interesaba matarle. Complicaciones con la justicia y todo eso.

Me hice a un lado, me agaché y le arrojé la punta de la clámide hacia los ojos.

A su espalda, Sófanes asestó un golpe que produjo un crujido que debió de oírse desde la cumbre del Citerón, y uno de sus adversarios cayó. El otro retrocedió.

Mi adversario llevaba un garrote y un cuchillo. Me tiraba cuchilladas con la torpeza desmañada del matón profesional.

Lo maté. No fue muy difícil; era grande pero no hábil, y cuando alzó el garrote le clavé el cuchillo entre los músculos del hombro y la garganta. Es interesante: recuerdo que yo había estado pensando una treta mucho más complicada, pero él, por pura estupidez, apartó del todo la guardia, y yo lo aproveché. Así son los combates cuerpo a cuerpo.

Arrojé mi clámide sobre el segundo adversario de Sófanes. La clámide tenía lastres en las puntas, y la lana fina lo ciñó como una red. Sófanes intervino empuñando el bastón con las dos manos y partió la cabeza al hombre como si llevásemos varias semanas ensayando aquel movimiento en la palestra. Así concluyó la lucha.

Me sentí mucho mejor. Cuando estás lleno de rabia por las injusticias, y te sientes humillado por tu impotencia ante una inmensa burocracia, resulta muy satisfactorio matar a un par de asesinos a sueldo. Al menos, a mí me lo resulta. Sófanes debió de sentir lo mismo, pues me echó una sonrisa y nos abrazamos. Después fue a atender a su amigo, que empezaba a moverse. Despojé a los cadáveres de su dinero. Cada uno llevaba una bolsita con una docena de lechuzas de plata, una suma considerable.

El daimon del combate se me iba pasando, y pensé de pronto: «¿Por qué estoy vivo?».

El primer golpe debía haber sido el último. No lo vi venir. Y yo sangraba (no mucho) por una perforación profunda que tenía por encima de la cadera. Una prostituta trajo agua, me limpió la herida y dijo una oración por mí. Mientras tanto, yo recorría el suelo con la vista, buscando la daga. Lo único que se me ocurría era que debía de haberse roto la hoja.

La daga estaba bajo el titán muerto; según he observado, las cosas perdidas siempre aparecen en el último lugar que se te ocurre. Glaucón iba recuperando el color del rostro, y un par de chicas del barrio lo acariciaban mientras un médico le palpaba el cráneo. Sófanes me ayudó a dar la vuelta al muerto, y allí estaba la daga, un dedo de acero brillante que asomaba de entre las tablillas de cera de Arístides.

Sófanes soltó un silbido e hizo un gesto de aversión.

—Los dioses te aman, plateo —dijo.

Yo había luchado con gusto, pero al ver aquellas tablillas atravesadas por la daga me estremecí un instante… solo un instante.

Qué cerca había estado.

Di a las chicas cinco lechuzas (una fortuna) para que se encargaran de hacer desaparecer el cuerpo. Creo que Sófanes se quedó consternado y emocionado a la vez.

La mañana era joven, y busqué al dueño de un burdel e hice que se llevara a los otros dos asesinos a sueldo y los encerrara en su bodega, que estaba excavada en la roca de la ladera. También le pagué. La afición al derroche adquirida durante toda una vida de pirata se impuso en pocos instantes sobre los hábitos de los pocos meses durante los que había querido ser granjero. Matar a la gente, quitarles el dinero, gastarlo sin tasa.

Pero yo había cambiado, porque en parte fui consciente de que acababa de gastarme lo que valían treinta y cinco médimnos de cereal a los precios que corrían, solo para librarme de un cadáver.

Dejamos a Glaucón para que se recuperara, haciendo ver que era para que vigilara a los prisioneros. Fui a comprar una crátera para vino, Es esa misma que está allí, con Aquiles y Áyax jugando al polis. Me parece divertido imaginarme que no todo era guerra. En Troya, los hombres tenían tiempo para jugar.

Cuando volvimos al burdel, el sol estaba alto, pero todavía no era mediodía. Glaucón parecía más contento que un perro con un montón de huesos; me di cuenta de que le habían tocado la flauta; pero los dos hombres estaban en la bodega. Uno había muerto. Son cosas que pasan con los golpes en la cabeza. A Sófanes no le gustaba haber matado a un hombre.

Yo me encogí de hombros.

—Si luchas, acabas matando —le dije.

El otro estaba aterrorizado. No era ciudadano, y el castigo que le esperaba por su delito serían los trabajos forzados en las minas de plata hasta la muerte. Y tampoco era valiente. Pero lo único que sabía era que algunos hombres y mujeres, todos embozados, habían pagado al titán para que me buscara y me matara. Les habían pagado al amanecer, en el bosquecillo de Pan.

No sabía más.

Lo miré, probé a hacerle algunas preguntas más, escuché sus lamentos… y le corté el cuello. Sófanes se quedó consternado. Me aparté para esquivar el flujo de la sangre, y di al propietario del burdel cinco dracmas más.

Éste me hizo una seña de asentimiento con la cabeza, como de un depredador a otro.

Los dos muchachos a los que habían mandado para que me «protegieran» estaban mascullando incoherencias.

—Escuchad, mozos —les dije, asiéndolos de los brazos y sujetándolos—. Lo único que le esperaba era la esclavitud y trabajar hasta la muerte. ¿No es así? —les recalqué, mirando a uno y a otro—. Y ahora la única versión que se oirá será la nuestra. Es difícil pergeñar una mentira si no te queda ningún testigo vivo.

—¡Lo… has matado! —consiguió decir Glaucón, después de balbucir un poco.

—Él había intentado matarte a ti —le hice ver.

—Eso fue en el ardor del combate —dijo Sófanes—. Por Zeus Sóter, plateo, esto ha sido un asesinato. Es diferente.

—No lo es cuando has matado a tantos hombres como he matado yo —dije, encogiéndome de hombros—. Para consolarte, piensa que este era un meteco extranjero, seguramente un esclavo huido, y un hombre que no valía nada en absoluto. Ni siquiera era valiente.

Limpié mi cuchillo en el quitón del muerto, le eché un poco de aceite de oliva de mi aryballos para que no perdiera el brillo, lo envainé, y emprendí la subida por los escalones tallados en la roca.

Íbamos muy callados los tres, camino de mi juicio por asesinato. Yo estaba bastante convencido de que mis dos compañeros habían dejado de adorarme como a un héroe.

La justicia de Atenas es rápida. Aunque llegué con un poco de adelanto, la mayoría de los areopagitas estaban ya en la colina, y los últimos ancianos subían justo detrás de mí. Allí estaba Arístides. Tenía en un hombro una magulladura que no había tenido por la mañana.

—¿Han intentado matarte? —le dije en voz baja.

—Sí —dijo él—. ¿A ti también, supongo?

Le entregué las tablillas atravesadas por la daga. En toda la cumbre de la colina se volvieron las cabezas hacia nosotros.

Arístides se enfadó.

—Esto ya no es Atenas —exclamó—. ¿Esto qué es, una corte de medos? ¿Un montón de lidios remilgados? A este paso, acabaremos recurriendo al veneno —exclamó. Pero después se tranquilizó—. Esto te favorecerá. Lo haré pasar. Su simbolismo es tan claro, que parece un augurio: ¡la ley, atravesada por una daga!

Así pues, vi circular las tablillas de mano en mano, y los murmullos debieron de beneficiarme un poco.

Cuando comenzó el juicio, Arístides estaba tranquilo y enérgico. Permitidme una breve digresión: habréis observado que me movía por la ciudad sin gran dificultad. Podría haber huido. Pero no huí, claro está. Así eran las cosas por entonces: Atenas daba por supuesto que yo me presentaría en mi juicio, y yo me presenté.

En los juicios por asesinato, cada parte hace un discurso de un par de horas, medidas con una clepsidra. Primero habla la acusación, y después la defensa. Y el veredicto se pronuncia inmediatamente después de que la defensa termine de presentar su alegato. En Platea hacemos prácticamente lo mismo, aunque hace años que no celebramos un juicio por asesinato como es debido. Mi primo Simón prefirió suicidarse antes que presentarse ante el tribunal.

De modo que, mientras todos estábamos de pie bajo el sol ardiente, Cleito, de los alcmeónidas, empezó a pronunciar su discurso. No recuerdo todo lo que dijo, pero sí sé que me ponía en muy mal lugar y, al mismo tiempo, era absolutamente inexacto.

—Acuso a Arímnestos de Platea, el hombre que tenéis delante, del asesinato de mi primo Nepos. Nepos fue asesinado en el recinto de un santuario; asesinado vilmente, impíamente; estando desarmado, de pie ante los dioses, pronunciando una oración.

Cleito tenía buena voz.

Yo no podía hablar. Pero sí podía alzar los ojos al cielo. Y eso hice.

—Todos habéis oído hablar de este hombre, un pirata notorio, un hombre al servicio del cruel asesino Milcíades. Con Milcíades saqueó Naucratis. Con Milcíades atacó los barcos del Gran Rey, y los de nuestros aliados, en Éfeso y en otras partes, una y otra vez. Son hombres como este los que hacen caer sobre nuestra ciudad la justa ira del Gran Rey.

Y bien, en realidad yo no podía estar en desacuerdo con aquello, de modo que sonreí con simpatía.

—Pero no dejéis que la reputación que tiene de luchador este hombre os nuble la vista, caballeros. Miradlo. No es ningún Aquiles. Es un luchador formado en los pozos de la esclavitud; es un hombre desprovisto de areté y de magnanimidad. No es más que un matador. ¿Acaso ese ceño no es sino el de un destructor bestial? ¿En qué se distingue de un jabalí o de un león que mata a los hombres que cultivan nuestros campos?

»Éste es un hombre criado en la esclavitud, y lo que posee ahora se lo ha robado a otros mejores que él; primero por medio de la piratería, y después robando abiertamente una finca en Platea. En Platea, nadie se atreve a plantarle cara, pues temen su ira. Pero aquí, en Atenas, somos hombres mejores, con leyes más fuertes.

Hubo más, mucho más. Dos horas de vilipendios detallados y falaces. Cleito no sabía nada de mí, salvo algunos detalles de Platea, muy adornados, y estaba claro de dónde los había sacado. Porque mi primo Simón, hijo de aquel otro Simón que se había ahorcado, estaba de pie cerca de Cleito, a su izquierda, con una expresión de odio gozoso estampada en el rostro.

Le miré a los ojos y le dediqué una expresión de indiferencia anodina.

Cuando Cleito hubo terminado de hablar, muchos de sus oyentes estaban dormidos. Al fin y al cabo, había repetido quince o veinte veces la acusación y los ataques contra mi reputación. Su arrogancia se apreciaba con demasiada claridad. Con Heráclito habría aprendido a hacerlo mejor. Una de las cosas que aprendíamos en Éfeso era a no molestar al jurado… y a no aburrirlo.

Por otra parte, en aquel jurado yo no tenía ningún amigo, y casi todos se aburrían simplemente porque ya habían tomado una decisión antes de que su sandalia pisara siquiera la roca resbaladiza de la justicia.

Acudieron unos esclavos que rellenaron la clepsidra. Me incliné hacia Arístides y le indiqué a Simón. Arístides lo miró y me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

Arístides se puso de pie despacio. Caminó con elegancia hasta la tribuna de oradores y se volvió hacia mí. Nos miramos a los ojos durante unos largos momentos.

Después, se volvió hacia el jurado.

—Mi amigo Arímnestos no puede hablar hoy aquí, porque es forastero —dijo—. Pero, aunque su lengua no puede hablar, su lanza ha hablado alto y claro por Atenas; más alto y más claro que ninguno de vosotros, alcmeónidas. Si el hombre se midiera por sus obras más que por sus palabras, si el precio de la ciudadanía se valorara en hechos de armas, y no en cebada ni en aceite, él estaría aquí sentado hoy como juez, y ninguno de vosotros seríais dignos siquiera de ser thetes.

Ay. Una retórica poderosa; pero una manera bastante molesta de ganarse a un jurado.

Arístides se acercó a Cleito.

—¿Mantienes que mi amigo es un esclavo? ¿O algo así como un extranjero sin dinero?

Cleito se puso de pie.

—Lo mantengo.

Arístides sonrió.

—¿Y has recibido la demanda que te he presentado por el robo de un caballo y de una mujer?

—Los he tomado en fianza contra la indemnización que tenga que pagar —dijo Cleito.

—En otras palabras, tú mismo reconoces que mi amigo era propietario del caballo y de la esclava —dijo Arístides, y retrocedió, tal como hace el espadista que ha asestado una herida mortal y esquiva el chorro de sangre.

Cleito se sonrojó.

—¡Los habrá robado! —gritó; pero el arconte basileus lo señaló con su bastón.

—¡Silencio! —rugió—. ¡Tu tiempo ha terminado, y no te toca hablar!

Arístides se volvió hacia el jurado.

—Mi amigo es hijo de Tecnes, jefe de los corvaxos de Platea. Si mi amigo pudiera hablar, os contaría cómo fue asesinado su padre, por el padre de aquel hombre que está de pie junto a Cleito; y cómo aquel mismo hombre le arrebató su finca, y como Arímnestos regresó más tarde, tras diez años de guerras (de guerras a favor de Atenas, puedo añadir) y se encontró con que sus enemigos se habían apoderado de su finca. Podría hablar de cómo la asamblea de Platea votó castigar al usurpador, al padre de ese hombre; y podría hablar de la falsedad de la demanda que se le acaba de presentar, unas acusaciones desprovistas de verdad. Si llamásemos por testigo a cualquier hombre de Platea, nos diría que mi amigo es dueño de una finca que renta trescientas medidas de cereal, aceite y vino.

Arístides había captado la atención del jurado.

—Pero todo esto no tiene importancia. Lo que sí tiene importancia es sencillo. Mi amigo no mató al inútil del primo de Cleito. La verdad es que la acusación de Cleito ya es nula de suya, porque ya ha hablado y no puede volver a tomar la palabra, pero ni siquiera se ha molestado en demostrar que su primo ha muerto.

A Cleito se le había pasado aquello por alto por completo. Levantó la cabeza bruscamente y movió la boca.

—En verdad, primo… porque somos primos, Cleito, ¿no es así? Eres demasiado joven para presentar alegatos ante esta augusta institución. Debías haber probado, en primer lugar, que tu primo Nepos había muerto. Después, debías haber demostrado que mi amigo estaba relacionado de alguna manera con su muerte, aparte del hecho de que es de Platea. Si te hubieras acordado, habrías mantenido que tu primo murió en el santuario de Leito, en las laderas del Citerón. Pero, como joven que eres, te has dejado arrebatar por el rencor y has olvidado mencionar el lugar donde tuvo lugar aquel supuesto asesinato, ni ningún otro hecho relacionado con él. Lo que no has dicho a estos dignos señores es que lo único que sabes de esta cuestión es lo que te han contado dos esclavos aterrorizados que volvieron contigo alegando que alguien había matado a su señor. No has estado en Platea; no tienes idea de si la afirmación es exacta; te has fiado de la palabra de dos esclavos traicioneros, y la verdad es que, por lo que tú sabes, tu primo Nepos puede aparecer en cualquier momento entre los presentes y preguntar a qué se debe toda esta conmoción.

Cleito se puso de pie otra vez.

Está muerto. Lo mataron en el santuario…

El arconte se puso de pie.

—¡Silencio ahora mismo, jovenzuelo! —exclamó.

—¡Escuchadme! —exclamó Cleito.

El arconte hizo una señal, y dos arqueros escitas, vestidos de vivos colores, asieron a Cleito de los brazos y se lo llevaron de la colina.

Arístides miró a su alrededor en silencio.

—Alego que mi adversario no ha presentado ninguna acusación válida —dijo por fin—. No ha mostrado ningún cadáver. No ha ofrecido ningún testigo. No me queda nada a que responder, salvo a la acusación del hijo de un traidor. Pido que se sometan a votación las pruebas presentadas.

Sus palabras fueron recibidas con un silencio atónito. La clepsidra seguía funcionando con ruido; todavía estaba casi llena.

El arconte recorrió con la mirada a los miembros del jurado.

—Yo no puedo indicaros nada —dijo—. Pero si pretendéis que Cleito ha presentado una acusación válida, me las pagaréis.

Me declararon inocente por veintisiete votos contra catorce. Un resultado cuidadosamente preparado, pues significaba que no podía pedir una indemnización a Cleito.

Varios hombres intentaron forzar una nueva votación en virtud de la cual se me podría volver a juzgar si aparecían nuevas pruebas. Todavía lo discutían cuando se puso el sol y Arístides me hizo bajar de la colina con él.

—Eres el Aquiles de los oradores —le dije.

Arístides sacudió la cabeza.

—No ha estado bien. He ganado por medio de artimañas. Si hubiera tenido que defender el caso en sí, habrían encontrado el modo de matarte. Me siento sucio —añadió, frotándose la nariz—. Quizá debiera exiliarme voluntariamente. Esto no es la ley. Esto es una necedad.

—El arconte ha sido justo.

—El arconte odia a los alcmeónidas, por advenedizos y falsos. No es amigo mío, pero me levantaría hasta el Olimpo si ello sirviera para hacer daño a los hombres nuevos. Lo único que he tenido que hacer ha sido poner a Cleito en una situación en que su propia arrogancia se volviera contra él.

—¿Y ahora, qué? —le pregunté—. Quiero mi caballo y a mi muchacha esclava.

—En la primavera, quizá —dijo Arístides, sacudiendo la cabeza—. Y si te quedas aquí, estarás muerto por entonces. No tengo las suficientes tablillas de cera para mantenerte con vida.

Fuimos caminando hasta su finca, y Yocasta nos sirvió vino. Le conté todo el juicio. Mientras tanto, Glaucón y Sófanes estaban taciturnos. Ya no me querían.

Arístides se fijó en ellos. Los señaló con su larga barbilla mientras me dirigía a mí un gesto interrogante, enarcando una ceja.

—Hum —dije yo.

Yocasta miraba a su marido con ojos relucientes.

—¿Tengo que invitar a este extranjero tan guapo a que viva en nuestra casa, para poder enterarme por fin de lo que pasa en tus juicios, cariño? —le preguntó—. Nunca me cuenta una sola palabra de sus discursos —me explicó a mí.

El gran hombre la miró con altivez.

—Si te contara mis discursos, lo único que se te ocurriría sería intentar mejorarlos —dijo—. Y yo no lo soportaría.

Se miraron a los ojos, y yo sentí una punzada de celos. No de celos corporales, como los que tiene un chico cuando lo deja una chica por otro, sino algo dentro del alma. Aquellos dos tenían una cosa que yo no había tenido nunca, una cosa profunda y sosegada.

—¿Por qué están inquietos los muchachos? —preguntó Arístides en voz baja.

—Maté a unos asesinos a sueldo —dije. Advertí el efecto que tenían mis palabras sobre la señora. Matar formaba parte de mi vida. De la suya, no—. Lo siento, despoina —dije. Cuando Arístides se encogió de hombros, le aclaré por qué estaban alterados los dos jóvenes—. A uno lo maté a sangre fría.

Arístides se estremeció con aborrecimiento.

—¿Cómo puedes hacer esas cosas? —preguntó.

—Se parece mucho a matar a un hombre en combate, solo que es más rápido —repuse.

Sus remilgos me ofendieron. ¿He dicho ya que era un mojigato?

—No puedo acogerte bajo mi techo mientras estés manchado por un crimen como ese —dijo Arístides.

Estuve a punto de caerme del susto.

—Pero nos atacaron —dije.

Pero lo leí en su rostro. Estábamos en Atenas. Yo había pasado demasiado tiempo en el campamento de Milcíades. Aquí, la gente no se degollaba mutuamente sin más. Sin saberlo, había cometido un crimen y había ofendido a mi anfitrión y protector.

No soy tonto. Me puse de pie.

—Entendido, mi señor. Pero, a aquel hombre… ¿qué le esperaba, sino la muerte en las minas? Y podrían haberlo empleado en nuestra contra ante la ley.

Arístides apartaba de mí la cabeza, como si le fuera a hacer daño respirar el mismo aire que respiraba yo.

—¿Un asesino a sueldo? ¿Un meteco? No podrían haberlo presentado en un juicio de ninguna manera. Y deberías haber sabido lo que hacías. ¿Acaso eres un dios, para decidir quién vive y quién muere? Lo mataste porque era fácil.

Tenía razón, por desgracia.

—Un dios, o una de las Moiras, bien podría decir que a aquel hombre no le quedaba más perspectiva que ir directamente a las minas y sufrir durante unos cuantos meses —dijo Arístides, cubriéndose la cabeza con la clámide en señal de repugnancia—. Pero tú no sabes tal cosa. Lo mataste por conveniencia. Por tu propia conveniencia. Ya empiezo a dudar de mi propia prudencia al haberte defendido.

Yocasta se apartaba de mí todo lo que podía. Era una casa muy religiosa, y mi pragmatismo sangriento ya me parecía a mí mismo un crimen egoísta, como se lo parecía a ellos.

Tenía dos opciones: la indignación amoral del hombre pragmático, o reconocer que había obrado mal. Se me despertaba la ira dentro de mí, pero allí también estaba Heráclito.

—Tienes razón —dije.

Contuve mi ira. Aquello había estado mal… feo, indigno.

Arístides alzó la cabeza.

—¿Lo dices de verdad?

—Sí —dije—. Me has hecho condenarme en el tribunal de mi propia mente. No debería haberlo matado, aunque no sirviera de nada, ni siquiera para sí mismo.

Me estremecí. Era muy fácil volver a caer en las costumbres de pirata.

—Purifícate —me dijo.

—Necesito mi caballo, y a mi mujer —dije—. Hice un juramento.

Arístides sacudió la cabeza.

—Purifícate, y los dioses proveerán, quizá.

En aquellos tiempos existían algunos templos que purificaban a los que estaban manchados por muertes y actos impíos. Hasta el propio santuario de Leito, en Platea, aunque este solo atendía a soldados.

Pero los centros principales de purificación por los crímenes eran Olimpia, Delfos y Delos. Y el viaje a Delos era el más fácil, aunque quizá fuera el templo más distante en estadios. Y el Apolo de allí era el más dispuesto a escuchar a un hombre corriente.

—Iré a Delos —dije.

—Puedes estar en Sunión mañana por la mañana —dijo Arístides—. ¿Tienes dinero?

No le dije que me quedaban veinte dracmas de los muertos.

—Sí —dije.

—Que los dioses te acompañen hasta allí —dijo Arístides. Esperó de pie a mi lado mientras yo enrollaba mis mantas y una piel de oso vieja, y me siguió hasta que salimos por el portón de su casa.

—Escucha, Arímnestos. Quizá me tomes por un tonto piadoso, o por hipócrita.

—Por ninguna de las dos cosas, mi señor.

Estábamos a solas en la oscuridad.

—Debes marcharte antes de que llegue tu carreta con el cadáver y con las mercancías, y encuentren alguna excusa para detenerte de nuevo. Yo intentaré encontrar a tu muchacha. Pero este asesinato es una mancha, y debes purificarte antes de volver aquí. Puede que haya sido algún dios el que te haya dirigido en ese camino, porque lo cierto es que debes marcharte de aquí, esta noche mejor que mañana. —Se encogió de hombros—. Si no te pueden condenar, te matarán.

—No les tengo miedo —dije; pero no decía la verdad.

—De aquí a un año habrá cambiado el equilibrio de fuerzas. Ahora mismo, no puedes estar aquí. Hasta la propia Platea podría ser peligrosa para ti. Ve a Delos y haz lo que te mande el dios. —Me tendió su mano—. No tengo tanto miedo a la impureza como para no darte la mano.

Y me puse a andar a oscuras por el camino pedregoso que conduce a Sunión.