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Escudo arriba.

Lanzada alta.

Media vuelta.

Bloquear la lanza con el borde de mi escudo, girar sobre las puntas de los pies y tirar una lanzada a mi adversario.

Él bloquea mi lanza con su escudo y sonríe. Veo brillar su sonrisa a través de la tau del antifaz de su casco corintio. Después, se le agita el penacho al volver la cabeza para mirar al hombre que tiene detrás.

Yo tiro una lanzada alta, con fuerza.

Él bloquea mi golpe, gira sobre la planta de los pies y da un paso atrás con el escudo hacia mí.

Su compañero de columna se le adelanta y me asesta con fuerza un golpe por alto que me hace retroceder medio paso.

La música va en crescendo, la flauta aulós suena más deprisa, los tambores marcan el ritmo como las pisadas de un ejército en marcha.

Doy un paso lateral, y el borde de mi escudo brilla al agitarse como se agita un ser vivo.

Mi lanza negra es una lengua de muerte con punta de hierro en mi fuerte mano derecha y yo soy uno con los hombres que están a derecha y a izquierda, con los hombres de atrás. No soy Arímnestos, matador de hombres. No soy más que un plateo, y todos juntos somos esto.

—¡Plateos! —rujo.

Planto en tierra mi pie derecho. Todos los hombres de la fila delantera hacen otro tanto, y las flautas aúllan, y todos los hombres se agazapan, gritan y se adelantan, y trescientas voces exclaman: ¡Los cuervos de Apolo! El rugido hace temblar los muros, y el templo de Hera devuelve sus ecos.

La música queda en silencio y, tras una pausa, toda la asamblea (todos los hombres y mujeres libres, los esclavos, los libertos) rompen a aplaudir.

Estoy cubierto de sudor bajo mi armadura.

Hermógenes, mi adversario, me rodea con los brazos.

—Ha sido…

Faltan las palabras para describir lo bueno que ha sido. Hemos danzado la Pírrica, la danza de la guerra, con los trescientos hombres escogidos de Platea, y el propio Ares ha debido de estarnos viendo.

Hombres de más edad (el arconte, los legisladores) me aprietan la mano. Me dan tantas palmadas en la espalda que temo que me estén desatando los lazos de mi armadura de escamas.

«Qué alegría que hayas vuelto», dicen todos.

Estoy contento.

Tin, tin.

Tin, tin.

Al día siguiente de la fiesta de Ares ya estaba trabajando otra vez, desabollando. Desabollar es alisar con un martillo la obra terminada, tap, tap, tap, tap. Hay que trabajar con martillos pulidos, y el yunque debe estar limpio y con la superficie bien regular, y debes tener una estaca de la forma necesaria, con la superficie pulida, y debes aplicar los golpes en el lugar exacto, con limpieza y todos con la misma fuerza. No era lo que mejor se me daba a mí.

Lo recuerdo bien, porque me estaba haciendo un casco nuevo, y pensaba en Milcíades. Había terminado todos los demás encargos que tenía, llegaba el invierno y bien podía entretenerme con mis herramientas. Mis graneros estaban llenos, mi gente estaba bien alimentada y tenía enterrado bajo el suelo del taller un saco de plata, sin que me hiciera falta enviar a pedir a Milcíades mi oro. Había tomado la decisión de no volver con Milcíades.

Milcíades de Atenas, el tirano del Quersoneso, había sido el patrón de mi padre, y a veces mío también. Yo había luchado y matado por él, pero lo había dejado cuando comprendí que lo de matar se había vuelto costumbre y que tenía que dejarlo. Y cuando Briseida dijo que no me quería. ¡Ja! Una de estas razones es la verdadera.

Pero Atenas, la poderosa Atenas, baluarte de los helenos ante los persas, estaba dividida profundamente. Por entonces, Milcíades no era ningún héroe todavía. La mayor parte de los atenienses lo consideraban un necio y un tirano que estaba haciendo recaer sobre Grecia la ira del gran rey de Persia.

Del otro lado de las montañas, de la Ática y de Atenas, llegaban rumores de que lo iban a declarar átimos e iba a perder su derecho de ciudadanía; de que lo iban a desterrar; de que lo iban a asesinar. Oíamos decir que la facción de los tiranicidas, la de los alcmeónidas, estaba en auge.

He de decir, entre paréntesis, que calificar a los alcmeónidas de tiranicidas es tan incorrecto como risible, pero que es un buen ejemplo de la facilidad con que engañan a los mortales los buenos oradores. Los poderosos alcmeónidas, la familia más pudiente de la Atica y quizá de toda Grecia… uno de sus muchos miembros había matado en Atenas a un hijo de Pisístrato. Se trataba de una riña privada; pero todavía llamamos al tajo por alto con la espada «el golpe de Harmodio», y la mayoría de la gente identifica al muerto con el tirano de Atenas.

En realidad, los alcmeónidas solo habrían dispuesto la muerte de los pisistrátidas para poder hacerse los amos de la ciudad y gobernar ellos. Todos los grandes hombres de Atenas estaban metidos en el mismo juego. Hablaban mucho de democracia, pero lo que querían era el poder.

Al principio de la Guerra Larga descubrí con amargura, incluso con desilusión, que el heroico Milcíades no luchaba por la libertad, sino que era un pirata y un ladrón. Es verdad que era tan valiente como Aquiles y tan astuto como Odiseo; pero bajo sus modales de aristócrata se escondía un hombre capaz de matar a un mendigo para arrebatarle un óbolo, si le hacía falta para sufragar sus maquinaciones.

Al cabo de algún tiempo terminé por odiarle porque no era el hombre que yo quería que fuese. Pero os diré una cosa, hijos míos: era mejor hombre que ningún pisistrátida y que ningún alcmeónida. Cuando quería una cosa, la perseguía.

En todo caso, estábamos a finales del verano y los rumores que hablaban de un conflicto abierto en Atenas, nuestra aliada, habían empezado a agitar hasta a la somnolienta Platea.

Como decía el dicho, cuando Atenas se resfriaba, Platea tosía.

Si recuerdo todo esto es porque mientras trabajaba en mi casco estaba pensando en Milcíades. Pensaba mucho en él. Porque, a decir verdad, ya me estaba aburriendo.

Había dado forma al casco dos veces. La primera vez había hecho el capacete demasiado hondo, y había quedado con un aspecto tan raro que por fin fundí el bronce, le añadí un poco más de estaño y vertí una plancha nueva sobre la losa donde había hecho lo mismo pater. Con aquel bronce había hecho un cubo para vino. El material forjado dos veces no me parecía de fiar para hacer armaduras.

La segunda vez había tenido más cuidado con mis oraciones y había elevado a Hefesto una verdadera invocación, y dentro de la misma invocación había dedicado el tiempo necesario para trazar la curva con carbón sobre un tablero. Fui levantando el capacete del casco con cuidado, durante una o dos horas cada día después de poner rodrigones a las vides y de recoger olivas con mis esclavos y con los de mi casa; y aquel casco había ido creciendo como un niño en el vientre de su madre. Como un milagro. De modo que recuerdo que aquel día yo empezaba a tener miedo; yo, que no temía a hombre alguno cuando se juntaban las lanzas, tenía miedo. Porque el objeto que estaba haciendo era hermoso y superaba mis mejores expectativas para una obra mía, y tenía miedo de echarlo a perder.

Así que desabollaba despacio.

Tin, tin.

Tin, tin.

El yunque repicaba a cada golpe como la campana de un templo. Tireo, mi aprendiz, sujetaba la obra y la iba rotando a medida que yo se lo indicaba. Tenía más edad que yo, y estaba más preparado en algunos sentidos, pero no había durado nunca mucho tiempo con un solo amo, y antes de conocerme a mí no había aprendido siquiera las señales que puede aprender cualquier hombre que se dedica al dios herrero. Llevaba conmigo un mes, y había cambiado. Así, sin más, como el metal fundido que se asienta en el molde. Había estado preparado para asumir una forma nueva, y aquello no era obra mía; pero, con todo, me producía una sensación rara tener de aprendiz a un hombre mayor que yo, y que en muchos sentidos era mejor herrero que yo.

Levantó la cabeza como para escuchar algo.

Tin, tin.

Tin, tin.

Mi yunque llamaba sonoramente a los dioses como la campana de un templo.

Yo estaba sumido en la labor, con esa concentración que envían los dioses al hombre que pone toda su atención en una tarea, cuando oí lo que había oído Tireo. A decir verdad, se trata de esa misma concentración que nos llega en el combate. Cómo se revolvería Arístides si me oyera proponer esta relación entre ambas cosas.

Estoy divagando. Oí un caballo en el patio.

—Sigue —me ordenó mi aprendiz.

Con esto os haréis idea del papel que hacía él en realidad. Me mandaba él a mí.

A mi espalda, Bion, antiguo esclavo aprendiz de mi padre y que ahora ya casi era maestro herrero por derecho propio, estaba lañando una olla. Su martillo repicaba en su yunque, con golpes más fuertes que los míos.

—Dice bien el hombre —gruñó Bion—. Cuando estés con una tarea, no la dejes por nada.

Tal como era Bion, aquello era todo un discurso. Pero yo era joven, y un caballo en el patio prometía aventuras. Tal como he dicho, al cabo de varios meses de trabajar en el campo y con el bronce ya estaba… aburrido.

Tomé agua del cubo que estaba junto a la puerta, y vi que se deslizaba del cuello de su caballo un joven que llevaba puesta una buena clámide de lana, luciendo mucha pierna y músculos, como les gusta lucirlas a los jóvenes guapos.

—Traigo un mensaje para el señor Arímnestos —dijo con aire de importancia.

La desilusión se le apreciaba en todas las líneas del cuerpo. Se había esperado algo mejor.

Pen (mi hermana, Penélope), bajó con las mujeres los escalones de sus aposentos, y Hermógenes, que era mi mejor amigo, hijo de Bion, llegó de los campos. Ambos acudían atraídos por la llegada del jinete. Dejé que Pen se ocupara del chico. Era apuesto, y a Pen le convenía contar con algún pretendiente; de lo contrario, mi vida se iba a complicar muchísimo.

Mi madre se quedó en el porche de las mujeres y no salió de allí; seguramente, porque estaría borracha. Por el Hades, es seguro que estaba borracha. Era hija única del basileus de Hispas, un lugar pequeño al oeste de Platea. Se había fugado con mi pater, que era herrero pero también era hombre poderoso por su cuenta. Ella creía que llegaría a ser un gran hombre. Y así fue, pero no como quería ella. Llegó a ser un gran herrero. Ella se volvió borracha. ¿Acaso dije que la historia sería bonita? Pues sigamos con ello. El chico apuesto de los músculos no me prestó la menor atención. Yo, aparte de un trapo atado a la cintura, iba desnudo. Estaba cubierto de hollín y parecía un esclavo, y él tendría que haber sido un observador atento (y los chicos apuestos no suelen serlo) para advertir que yo tenía musculatura de atleta, no de herrador.

—Soy Penélope, hermana del señor Arímnestos —dijo esta al jovenzuelo—. Mi hermano está ocupado. ¿Le puedo dar yo el recado, señor?

Esto dejó confuso al joven Paris, vaya que sí.

—Mi mensaje… es para el señor en persona —dijo, buscando con la vista alguna persona de su misma categoría social, que pudiera encargarse de castigar a todos aquellos esclavos y mujeres.

Me reí, y dejé que Pen disfrutara a solas de la incomodidad del muchacho. Me llamaba mi casco. Me bebí otro cazo de agua y empuñé de nuevo el martillo.

Tin, tin.

Tin…

Me di cuenta de que había un muchacho en mi taller. ¿De dónde había salido, por el Hades? Era Estiges, el muchacho moreno de la tumba del héroe. Nadie tenía claro si era un cautivo o un bandido; había pasado a formar parte del séquito de Idomeneo. Creo que había sido ladrón: era callado como la tumba.

¡Hay tantas cosas que explicar! Idomeneo era cretense; era un soldado y arquero que había sido mi hipaspista, mi escudero, durante años en las guerras. Cuando me largué de casa de mi padre, Idomeneo se erigió en sacerdote de la tumba del héroe. Yo, de muchacho, me había entrenado en aquella tumba, y era mi lugar, mi lugar sagrado. E Idomeneo, con toda su locura, con todo lo que le gustaba matar y con todo su libertinaje, era amigo mío. Y era miembro de mi oikía, de mi casa, de mi propio séquito de hombres y mujeres de confianza.

Estiges era de la oikía de Idomeneo. Era amante del cretense; era a la vez su erómenos y su hipaspista, según la costumbre de Creta.

—Mi amo te necesita, señor —susurró el joven con los ojos gachos.

Mi mano vaciló con la cabeza del martillo de hierro en el aire. Lo dejé caer (tan) y solté una maldición. Había errado claramente el golpe, dejando una leve imperfección en la superficie del casco.

Tireo me cubrió la boca con su mano.

—Las maldiciones no cambian el metal —dijo.

¿Lo veis? Tenía diez años más que yo. En muchos sentidos, yo era un mocetón con talento para arrancar las almas de los hombres de sus cuerpos.

Él era un hombre maduro, un hombre que había visto las penalidades suficientes como para haber aprendido a tomar mejores decisiones.

—Joder —dije.

Pero no arrojé el casco al otro lado del taller. Ya había aprendido un poco. Y tampoco destripé a Estiges con el cuchillo pesado que llevaba siempre encima, hasta cuando estaba en el taller, o acostado con una esclava, a pesar de que me brilló en los ojos la rabia roja.

En vez de ello, guardé el casco en una bolsa de cuero, me lavé las manos en la palangana y saludé a Estiges con un gesto de la cabeza.

—Necesito una copa de vino, y tendré mucho gusto en servirte otra a ti.

Estaba haciendo lo que podía por imitar a Aquiles, portándome como un hombre de hospitalidad calurosa. Incluso con un catamita y ladrón que me había hecho fallar un martillazo. Yo estaba madurando.

Estiges hizo una reverencia.

—Será un honor, señor.

Claro está que, en Creta, los hombres a los que se llamaba «señor» no se les solía ver cubiertos de hollín y de virutas de bronce, con las manos tan negras que no se les veía la piel. Pero en Beocia las cosas eran distintas. Además, yo respetaba mucho más a Estiges que al chico perfumado que estaba en mi patio.

Mi hermana Penélope salió de la casa con vino. Vertió una libación a Artemisa, como le correspondía a ella, y después otra a Hefesto, por mí, y sirvió después el resto de la jarra de vino a Tireo, Bion, Hermógenes, Estiges y mi huésped. De entre todos los presentes, solo podría decirse que iban vestidos el huésped y Pen. Quiero que os figuréis la escena.

Esperé a que Estiges tuviera en la mano una copa de vino para interrogarle.

—¿Por qué me necesita Idomeneo? —le pregunté.

—Ha matado a un hombre —respondió Estiges.

—¿A qué hombre? —le pregunté—. ¿A un plateo?

Con aquello quería decir «¿A un ciudadano? ¿O a alguien sin importancia?».

—No, señor —dijo Estiges—. La verdad es que matamos a dos hombres. Uno era un soldado, en el santuario; al otro —añadió, sonriendo—, lo maté yo mismo; era uno de los bandidos, señor. Se conocían; estarían tramando huir, o quizá apoderarse del santuario. El señor Idomeneo cree que querían matarnos a todos.

Advertí que tenía una herida reciente que le llegaba desde el hombro hasta el costado. Vio que yo se la estaba mirando y asintió con la cabeza, radiante de orgullo.

—Él tenía cuchillo y yo no.

Esta modestia heroica era la norma entre los griegos; e Idomeneo, a pesar de su locura sangrienta, imponía su disciplina allá en la montaña.

—El soldado que matamos era ateniense —dijo Estiges, perdiendo la sonrisa—. Mi amo teme que fuera hombre importante.

Aquello me llamó la atención.

—Mi señor, ¿no te importa que haya venido hasta aquí desde Sardes? —preguntó el joven guapo.

La verdad es que ambos eran bastante apuestos; el aristócrata, como la estatua de un atleta, y Estiges, un conjunto más práctico y utilitario de músculos, cicatrices y piel suave.

Yo advertía que a Pen la agradaban los dos.

Dirigí una sonrisa al aristócrata.

—Joven, te pido disculpas por mi atuendo rudo y por lo sucinto de mi bienvenida, y te invito a quedarte un día o dos. Mi honor está en juego y debo ocuparme de la cuestión inmediatamente.

Se sonrojó (yo contuve una sonrisa) y miró de reojo a Pen.

—Sería un honor ser huésped de esta casa. Pero traigo un mensaje importante…

—Lo escucharé a mi vuelta —dije, asintiendo con la cabeza.

Los dioses me estaban cegando. Si me hubiera detenido un momento a escucharle… Pero yo creía que me llamaba el deber, y no me gustaba aquel joven ni sus humos.

—Ten cuidado, no te vayan a poner a trabajar en la fragua —murmuró Pen.

—Estaré de vuelta a mediodía —dije, y mandé a los esclavos que pusieran los arreos a mi caballo.

Los dioses se reían. Y la Moira hilaba muy fino…

Cuando subía a caballo por la cuesta del santuario ya empezaba a oscurecer. Puede que os parezca divertido que os cuente que iba a caballo.

Ahora soy propietario de mil ponis tracios peludos y de una cincuentena de hermosos ejemplares persas; pero en Beocia, en aquellos tiempos, tener caballo era cosa que llamaba la atención, y yo tenía cuatro.

Reíos si queréis, pero yo, con mis cuatro caballos, era uno de los hombres más ricos de Platea.

Estiges corría a mi lado. Había librado un combate a muerte; había corrido treinta estadios para ir a buscarme; se había bebido un cuerno de vino, y ahora había vuelto a correr otros treinta estadios de vuelta al santuario. Cuando os cuente más tarde los hechos de armas que hizo mi gente, pensad en esto: en aquellos tiempos, forjábamos hombres duros. Los acostumbrábamos, como a los perros de caza. En Esparta entrenaban a los aristócratas para hacerlos extraordinarios. En la Ática y en Beocia, entrenábamos a todos los hombres libres para hacerlos excelentes. Calculad la diferencia si queréis.

A pesar del relente de la noche, pude oler la sangre de la tumba. Me descolgué el odre del hombro y vertí una libación al viejo Leito, que había ido a la ventosa Troya desde la verde Platea y había vuelto vivo y había muerto de viejo. Eso sí que es un héroe, amigos míos.

En la tumba contamos como tradición que fue Leito quien detuvo el ataque del arrojado Héctor en las naves, y no luchando con habilidad ni con valor desesperado, sino haciendo que los hombres de segunda fila entrecruzaran los escudos y detuvieran su furia homicida enviada por los dioses. No era un matador poderoso, sino más bien un hombre que conducía a los demás hombres como el pastor que cuida de sus ovejas. Un hombre que velaba por los suyos y los traía con vida a sus casas.

Por eso vienen a la tumba hombres de toda Grecia; hombres que han visto demasiadas guerras. A veces ya no tienen arreglo; pero, si lo tienen, el sacerdote les da vino, les escucha y les da trabajo, o les encomienda quizá una misión sencilla. Y cuando llevan a cabo ese trabajo, quedan limpios y pueden volver al mundo de los hombres que no son matadores.

Pero a veces se presenta en la tumba un hombre que lleva la marca. ¿Cómo lo noto? Es la marca del mal, o de un alma que ya no tiene salvación. Y entonces, el sacerdote, que también es siempre un matador retirado, debe hacerle frente y matarlo sobre el muro del recinto, para que su sombra grite mientras desciende a la nada, perdida para siempre, y su sangre riegue las almas de los muertos y alimente al héroe.

Je, je. Beocia es un sitio duro, qué duda cabe. Y tenemos poca tolerancia con los hombres que han perdido el rumbo. ¿Os puedo decir una verdad dolorosa, amigos? Si un matador se echa a perder, lo mejor que pueden hacer los demás es abatirlo. Esto lo saben los lobos, lo saben los perros y lo saben los leones. Los hombres tienen que saberlo también.

Hasta cuando el hombre es amigo tuyo. Pero esa es otra historia.

Servidme más vino.

Idomeneo salió y me sujetó el caballo mientras yo echaba pie a tierra.

—Lamento haberte hecho venir hasta aquí, señor.

Yo seguía molesto por la abolladura de mi casco perfecto, y no me quitaba de la cabeza la idea de que había venido un mensajero de Sardes. De Sardes, capital de Lidia, la satrapía del Imperio persa más próxima a Grecia. ¿Quién enviaría a un mensajero de Sardes? Y, por todos los dioses, ¿por qué no me había tomado yo un momento para preguntarlo?

Pero Idomeneo era un hombre que me había salvado la vida cincuenta veces. Era difícil guardarle rencor.

—Tenía que salir, en cualquier caso. Si me quedo demasiado tiempo en la fragua, se me puede olvidar quién era yo.

—¿Quién eras? —exclamó Idomeneo, soltando su risa loca—. ¿Aquiles redivivo, que se dedica ahora a martillar el bronce?

—¿De modo que has matado a un hombre? —le pregunté.

Una de las mujeres me puso en la mano una copa de cuerno. Vino con agua y especias, recién calentado. Bebí con agrado.

—Acabamos de matar a un alcmeónida —dijo Idomeneo. Los ojos le brillaron con la última luz del día—. Se había plantado allí de pie, sobre el muro del recinto, proclamando su estirpe y desafiándonos a que pensásemos siquiera en matarlo. Se había creído que ese nombre tan importante lo protegería.

Sacudí la cabeza. Los alcmeónidas eran ricos, poderosos y malignos. Sus riquezas eran ilimitadas, y no se me ocurría qué hacía uno de ellos en la tumba del héroe.

—¿No estaría mintiendo? —pregunté.

Idomeneo se sacó algo de debajo de la clámide. Su color dorado rojizo brilló con los últimos rayos de sol. Era un cinturón con hebilla, lo que llevaría con el quitón un hombre muy rico, y cada uno de sus eslabones era de oro martillado. Valía más que mi finca, y eso que mi finca es buena.

—Joder —dije.

—Tenía la marca del mal —dijo Idomeneo—. ¿Qué iba a hacer yo?

Fui a mirar el cadáver, que estaba extendido sobre el muro del recinto, de la manera tradicional. Había sido un hombre alto; me sacaba la cabeza. Llevaba una coraza de campana de bronce, gruesa como un pellejo de animal recién desollado.

Debía de pesar el doble que el enjuto Idomeneo. Tenía una única herida, una lanzada en el ojo izquierdo. Idomeneo era hombre peligroso, muy peligroso. El noble ateniense debía de haber sido muy necio para no darse cuenta; o puede que tuviera verdaderamente la marca y que el héroe necesitara sangre.

La armadura era de las mejores, y el casco también.

—Joder —repetí—. ¿Qué hacía aquí?

Idomeneo sacudió la cabeza. A sus espaldas, hombres y mujeres encendían las lámparas. Ahora había seis chozas, en vez de la única que había existido cuando yo era joven. Mis tracios tenían una, y en cada una de las demás vivían cuatro bandidos, salvo en la última, que era para las mujeres. Estaban limpias y ordenadas. Había ciervos muertos colgados de los árboles en hileras, y había un jabalí entero, y montones de pieles curtidas con sal y enrolladas. Idomeneo dirigía la tumba como un campamento militar.

—Estaba reclutando —dije, respondiendo en voz alta a mi propia pregunta.

Puede que la diosa de ojos grises estuviera a mi lado y me hubiera puesto en la cabeza aquellas palabras, pero el caso es que yo lo vi. El hombre llevaba puesta su mejor armadura porque quería impresionar. Pero había desafiado a Idomeneo de alguna manera, y el jodido loco lo había matado.

Son cosas que pasan.

Pensé que mi problema consistía en buscar el modo de limpiar aquello. Todos pertenecían a mi oikía, de manera que yo cargaba con la responsabilidad y dependía de mí arreglarlo. Además, yo conocía a casi todos los importantes de Atenas. Conocía a Arístides, y este estaba emparentado con los alcmeónidas por matrimonio y por su propia sangre. Estaba seguro de que, si había alguien que pudiera arreglarlo, sería él.

Consideré la otra opción: podía quedarme sin hacer nada. Era posible que nadie supiera dónde estaba aquel hombre ni qué intenciones tenía. Era posible que, aunque los suyos se enteraran, no se vengaran.

—Haré un augurio por la mañana —dije—. Puede que el logos me ofrezca una respuesta.

Idomeneo asintió con la cabeza.

—¿Te quedas esta noche? —me preguntó.

—Como tú querías, cretense loco —dije.

—Tienes que salir de esa finca, antes de que te conviertas en campesino —dijo él.

Tuve un atisbo de sospecha de que mi hipaspista loco había matado a un hombre poderoso solo para hacerme a mí subir la colina y beber con él. Suspiré.

Estiges me puso en la mano una copa caliente y me condujo al corro de la lumbre donde estaban sentados todos los demás antiguos bandidos. Cantamos himnos a los dioses mientras el cuenco de los cielos giraba sobre nuestras cabezas. La luz de la hoguera danzaba sobre los antiguos robles que rodeaban la tumba del héroe. Estiges sacó una cítara y cantó solo, y después cantamos con él los demás, canciones espartanas y canciones aristocráticas, y yo canté la canción favorita de Briseida, una de Safo.

Crucé la mirada varias veces con una muchacha esclava. No eran exactamente esclavas; su situación no era sencilla. Habían pertenecido a una campesina viuda, y los bandidos la habían matado y se habían apoderado de todo lo que tenía. Después, yo había matado a los bandidos. ¿Quiénes eran ellas? ¿Eran libres? Se acostaban con todos los hombres y trabajaban con exceso en las tareas domésticas.

Era de corta estatura, casi bonita, y tenía una pierna torcida.

Nos seguíamos cruzando la mirada, y más tarde, cuando estuve dentro de ella, se reía. Tenía el aliento dulce, y se merecía algo mejor que a un héroe que no pensaba más que en otra mujer. Pero a pesar de su cojera y de su cara rara, se me quedó en la cabeza. En aquellos tiempos yo debía de tirarme a cincuenta esclavas al año. Pero a ella la recuerdo. Ya veréis por qué.

A la mañana siguiente salí a cazar por el monte con Idomeneo; pero si este había dejado vivo algún ciervo en media jornada a la redonda, yo no lo vi.

Pero sí que cruzamos la senda donde habíamos tendido la emboscada a los bandidos hacía un año. El camino alcanza su máxima altura en la ladera del Citerón, y desciende después hasta un barrizal, para ascender después un poco antes de emprender el largo descenso, primero hasta la tumba y después hasta la propia Platea.

Junto al barrizal había un carro abandonado, y huellas.

El carro iba cargado de armas y de armaduras de cuero, material bueno y fuerte. Y en el suelo había esparcidas algunas monedas.

—Tenía criados —dije.

—Y huyeron —dijo Idomeneo—. Ya no hace falta hacer un augurio, ¿verdad?

La carreta abandonada indicaba que el rico había llevado un séquito; unos hombres que en esos momentos volvían corriendo, camino de las fincas familiares de la Ática, para contar el asesinato.

—Podríamos perseguirlos y matarlos —dijo Idomeneo, a modo de sugerencia constructiva.

—A veces me revientas, la verdad —dije. Y lo decía en serio.

—Me siento culpable —reconoció—. ¿Qué vas a hacer?

—Iré a la Ática y lo arreglaré —dije—. Manda recado a la finca; que Epicteto cargue mis obras en una carreta y la envíe a Atenas. Esperaré la carreta en el Ágora de Atenas dentro de diez días. Delante del Heracleión. Así no haré en balde el viaje, solo para arreglar lo que has jodido tú.

Idomeneo asintió con la cabeza, cariacontecido.

—Tenía la marca —dijo, como un niño que se cree reñido injustamente—. El héroe quería su sangre.

—Te creo —dije yo. Y le miré. Me sostuvo la mirada, aunque solo por un instante—. No puedes venir tú. A menos que quieras morir —añadí. Él se encogió de hombros.

La que me había entretenido la noche anterior estaba de pie un poco apartada de los demás. Saqué una moneda para dársela, pero ella negó con la cabeza y bajó la vista con modestia.

—Quiero marcharme —dijo—. En la Ática puedo ser una mujer libre. Te calentaré la cama en el viaje.

Me lo pensé un poco.

—Sí —dije.

Las otras dos mujeres lloraron al verla partir.

Me habría ido mejor si me hubiera detenido a hacer los augurios. Pero ¿quién sabe? A los dioses les gustan las sorpresas.

Subimos la ladera del Citerón a buena marcha. Donde deja de haber robles, maté a un jabalí joven con mi arco. A partir de allí, y contando con aquello como augurio, tomé el camino viejo y ascendimos hasta lo más alto de la antigua montaña, y acampamos en el bosque de la Daidala, el lugar especial de todos los corvaxos, donde los cuervos se dan banquetes con la carne que ofrecemos al dios.

Preparé un buen campamento, con una sábana de lana a modo de tienda de campaña y una hoguera grande. Después, dejé a la muchacha esclava asando carne de la tumba del héroe y ascendí hasta el altar. En nuestra familia decimos que el altar está dedicado al propio Citerón, y no a Zeus, que al fin y al cabo aquí no es más que un entremetido.

En el altar había señales, restos de una ofrenda quemada y una madeja de lana negra. De modo que los hijos de Simón vivían. Y habían venido aquí para lanzar una maldición a alguien en una noche sin luna. No era difícil adivinar a quién. Sonreí. Recuerdo esa sonrisa, una mueca de lobo. Es fácil odiar cuando se es joven.

Hacía una noche despejada, y yo veía hasta el borde exterior del mundo, y por todas partes veía fuego. Y pensé: «viene la guerra». Este pensamiento me vino del dios, y los ojos del dios ayudaron a los míos a ver el cinturón de fuego que rodeaba el mundo desde allí, desde la cumbre de la montaña.

Amontoné broza sobre el montón de ceniza del viejo altar, y envolví la grasa del jabalí con la piel, las pezuñas y los huesos, y encendí el fuego. Aquella lumbre debió de ser visible para todo hombre y mujer desde Tebas hasta Atenas. Hice arder el jabalí y pronuncié mis oraciones. Alimenté el fuego hasta que fue tan vivo que no aguantaba cerca de él desnudo, y bajé después hasta donde me esperaba la muchacha esclava.

Me sirvió de comer.

—¿Me liberarás, o me venderás? —me preguntó.

Me eché a reír.

—Te liberaré —le dije—. Con ese pie torcido, no vale la pena venderte, encanto. Además, soy hombre de palabra. ¿No?

Ella no se rio.

—No puedo saberlo —dijo. Alargó el pie malo y se lo quedó mirando.

—Tu sopa de cebada está muy rica —le dije, y era verdad. A una esclava no se le dice más en cuestión de requiebros—. Yo he sido esclavo, encanto. Sé lo que es. Y sé que todo lo que diga no vale una mierda mientras no tengas en la mano las tablillas de manumisión. Pero, por el altar mayor de mis antepasados, te doy la palabra de que te liberaré en el Ágora de Atenas y te dejaré veinte dracmas de dote.

Debían de estarme escuchando todos los dioses del Olimpo. El hombre ha de tener cuidado cuando jura, y debe tener cuidado con lo que promete.

—Los hijos de los hombres mienten —dijo ella con voz hueca, hasta el punto que llegué a preguntarme por un instante con qué diosa estaba compartiendo mi fuego de campamento—. ¿Serás distinto tú?

—Ponme a prueba —dije con arrogancia juvenil.

Me acerqué a ella y, cuando le puse una mano tras la cabeza, acudieron los cuervos, una gran bandada, y se posaron en los árboles que rodeaban mi hoguera (eran los mismos árboles donde les daban de comer los corvaxos, claro está), y me reconocieron. Yo no había visto nunca tantos. El fuego se reflejaba en sus ojos, mil puntos de fuego; y cuando puse mi boca sobre la de ella, también a ella le relucieron los ojos con el brillo rojo del fuego.

Hicimos el amor, en todo caso. Ah, la juventud.

Tardamos cinco días en cruzar el Citerón, en parte, al menos, porque me había prendado de ella. Hay veces que un cuerpo encaja perfectamente en otro… resulta difícil explicároslo a vosotros, que sois vírgenes. Basta decir que, a pesar de su pie torcido y de su cara rara, mi cuerpo adoraba el suyo de una manera que he conocido rara vez. La deseaba a cada instante, y la posesión no mitigaba el deseo, como suele suceder tantas veces con los hombres, sobre todo cuando son jóvenes.

Cuando acabábamos de hacer el amor sobre una roca que está junto al camino, allí desde donde se empieza a atisbar el azul intenso del mar sobre la Ática, se levantó después de haber conocido mi mejor esfuerzo, sonrió, se echó el quitón al hombro y siguió adelante, caminando desnuda junto a mi caballo.

—¿No quieres vestirte? —le pregunté.

Ella sonrió y se encogió de hombros.

—¿Para qué? Tendré que volver a quitármelo antes de que el sol haya bajado un dedo.

Y tenía razón. Yo no me saciaba de ella.

No me quiso decir su nombre, y yo a veces la llamaba Briseida. Con aquello me ganaba una risa amarga y un buen mordisco. Aunque se lo supliqué, le hice cosquillas y le ofrecí dinero, ella decía que si me desvelaba su nombre verdadero se rompería el hechizo. De modo que yo la llamaba Esclava, cosa que a ella no le gustaba.

Después de haber hecho la travesía de la montaña más lenta de toda la historia griega, bajamos junto al fuerte de Oinoe, donde había muerto mi hermano. Vertí vino para su sombra y seguimos adelante; ya podíamos ir a caballo. En la Ática no acampábamos; yo era hombre acomodado, y nos alojábamos en posadas o yo solicitaba la hospitalidad de hombres a los que conocía un poco, como Eumenios de Eleusis, que se alegró de verme, brindó conmigo con buen vino y me advirtió que los alcmeónidas pedían mi sangre.

—Si ni siquiera saben quién soy —dije con desdén—. No soy más que un pueblerino de Beocia.

—No —dijo Eumenios, sacudiendo la cabeza—. Eres un guerrero, y amigo de Milcíades… y de Arístides. En la ciudad se dice que puedes aparecer por la montaña con trescientos hombres escogidos de Platea en cuanto Milcíades te dé la señal.

Sacudí la cabeza y bebí de mi vino.

—¿Quién coño diría tal cosa? Mirón es arconte, hermano de Hades. ¡En Platea nos importa bien poco quién manda en Atenas, con tal de que nos paguen bien los cereales!

Pero entonces recordé la lana negra en el altar del Citerón. Los hijos de Simón difundirían aquella historia, si aquello les servía para vengarse.

A la mañana siguiente, Eumenios me dijo en broma que con el alboroto que había hecho con mi esclava no le había dejado dormir en toda la noche. Esperó a que montara, vertió una libación y me deseó buen viaje. Pero antes de que mi yegua hubiera asomado la cabeza por la puerta, me asió del tobillo.

—Ve con cuidado —dijo—. Te matarán, si pueden. O te echarán encima la ley.

Nueve días de camino, y llegamos a Atenas.

Tanto mi hija como el joven Heródoto han estado en Atenas; pero, en todo caso, os hablaré de la reina de las ciudades griegas. Atenas no se parece a ninguna otra ciudad del mundo, y os lo digo yo que he estado en todas partes, desde las Columnas de Heracles hasta los Montes de la Luna.

La mayoría de los viajeros llegan a Atenas por mar. Nosotros bajábamos de las montañas, al oeste; pero el efecto es el mismo. Lo primero que se ve es la Acrópolis. Entonces era distinta; ahora están construyendo templos nuevos, obras fantásticas de mármol blanco que pueden rivalizar con cualquier cosa de Oriente; pero en mis tiempos ya era bastante imponente con los grandes edificios de piedra que habían levantado los pisistrátidas, los tiranos. Templos nuevos, edificios públicos nuevos y poderío en cada piedra. Atenas era rica. Había otras ciudades de Grecia que eran más fuertes, o que se creían más fuertes, como Tebas, Esparta y Corinto; pero cualquiera que tuviera dos dedos de frente sabía que Atenas era la reina de las ciudades. En su Acrópolis se había alzado el palacio de Teseo, y los hombres de aquel palacio habían ido a la guerra de Troya. Era antigua, y sabia, y fuerte. Y rica.

Dentro del recinto urbano de Atenas vivía más gente que en toda Beocia, o eso se decía. La ciudad era más grande que Sardes, y tenía casi doce mil ciudadanos en edad militar.

En Atenas había broncistas y alfareros, los mejores del mundo, y granjeros, y pescadores, y marinos, y remeros, y perfumistas, y curtidores, y tejedores, y espadistas, y fabricantes de lámparas, y tintoreros, y artesanos que blanqueaban el cuero, y hombres que no se dedicaban a otra cosa más que a trenzar pelo o a enseñar a los jóvenes a luchar. Más aún, también había mujeres que hacían casi todas estas cosas.

En Atenas era el mundo al revés, y en mis tiempos he conocido a mujeres que tocaban instrumentos de música, a mujeres entrenadoras de atletas, a mujeres que tejían y a mujeres que pintaban piezas de alfarería… hasta a una mujer filósofa. Así era aquella ciudad.

La Ciudad.

Los atenienses son todos avaros, rapaces y astutos. Mienten, roban y codician los bienes de los demás, y discuten por todo.

Siempre me han gustado.

Yo no había estado nunca en casa de Arístides, pero como ya por entonces era hombre famoso, no me costó trabajo que me indicaran el camino. Pero tuve que rechazar una docena de ofertas por mi esclava; la verdad es que la muchacha irradiaba una especie de fuerza, y a todos los hombres que la veían no les importaba ni un óbolo que cojeara; y, por algún motivo, yo también gustaba a los hombres, y hasta me hacían ofertas por mi caballo, por mi manta, por mi espada y por cualquier otra cosa visible.

Deberíamos haber rodeado el estribo del Areópago y haber seguido caminando cuesta abajo hasta las extensiones frescas de campo abierto al este de la ciudad. Pero me detuve para tomarme una taza de vino barato. Lo que quería de verdad era pasarme por la calle de los broncistas, de manera que dejé que Esclava se ocupara de mi caballo y me encaminé al Ágora. Ahora hay allí un templo nuevo y lujoso dedicado a Hefesto. Por entonces, aquello era mucho más pequeño, una colina pequeña cubierta de callejuelas tortuosas, con un pequeño santuario de Atena y Hefesto en lo alto, con solo un sacerdote, sin sacerdotisas. Pero fui allí, hice un sacrificio pequeño y dejé la carne para los pobres, como debía hacer un extranjero, y bajé después al barrio de los herreros. Habría hecho bien en quitarme el gorro beocio; pero no me lo quité.

Hice la señal al sacerdote, naturalmente, y él me comunicó la señal de la Ática, que me serviría para que los demás herreros me recibieran con hospitalidad.

Después, fui bajando por la colina, mirando sus talleres, admirando sus fuelles o sus herramientas, o sus multitudes de aprendices.

Me detuve por fin donde había un herrero que estaba forjando hierros de lanza, muy hermosos, tan largos como mi antebrazo, con cazoletas ligeras y nervaduras pesadas para atravesar limpiamente las armaduras.

—Parece que sabes usar uno de estos, muchacho —dijo el herrero—. Para ser un tebano comedor de barro, quiero decir —añadió.

Escupí.

—Soy un plateo comedor de barro —dije—. Que se joda Tebas.

—¡Que se joda tu madre! —dijo con agrado—. No pretendía ofenderte, forastero. Los plateos son bienvenidos aquí. ¿Luchaste en las tres batallas?

—En todas ellas —respondí.

¡Pais! —gritó el amo; y cuando se presentó uno de sus chicos, le dijo—: Traed a este héroe una taza de vino de Quíos.

—¿Y tú? —le pregunté con cortesía.

—Ah, en aquella semana me defendí una vez o dos —dijo. Me tendió la mano, se la estreché y le hice la señal.

—¡Eres herrero! —dijo—. ¿Tienes donde alojarte?

Así eran las cosas entonces. Es triste ver cómo se van perdiendo las viejas costumbres. La hospitalidad era como un dios para nosotros, para todos los griegos.

Había empezado a explicarle que iba a ver a Arístides, cuando se asomó al taller un hombre bien vestido que llevaba un caballo de la rienda.

—Me ha parecido oírte decir que eres plateo, ¿no es así? —preguntó.

Para mí aquel hombre era tan desconocido como Edipo, pero yo era cortés.

—Tengo ese honor. Soy Arímnestos, de los corvaxos de Platea.

El hombre me hizo una reverencia.

—Entonces, me has ahorrado un largo viaje —dijo—. Yo soy Cleito, de los alcmeónidas de la Ática. Y tú estás detenido por asesinato.