VIII

EL FANTASMA

Este hombre, creado en la sombra del claustro, sometido a una disciplina férrea, ¿es igual a mí, que respiro el aire de la calle con sus gérmenes buenos y malos, o es como un fantasma? El misticismo, la maceración, el rezo y el ayuno, ¿lo han cambiado de verdad? ¿Han aniquilado en él sus instintos animales, o no han hecho más que disfrazarlos y darles una dirección distinta?

«Sombras», Las sorpresas de Joe

En su estado absorto, de abstracción, Larrañaga no se fijó en que comenzaba a oscurecer. Seguía paseando, cuando oyó voces en la escalera que conducía a la buhardilla.

«¿Quién será?», se dijo.

Se acercó a la puerta, la empujó y la abrió violentamente. Estaba la vieja del caserío y la sombra larga y negra de un cura.

—¿Qué hay? ¿Qué me quieren? —dijo con voz malhumorada José.

—Es el padre Domingo —contestó la vieja.

—No sé quién es.

—¿No me conoces? —preguntó el cura.

—No.

—Soy Domingo Arruabarrena.

—¡Ah, sí!

Domingo era un compañero de la infancia del mismo pueblo, que se había hecho jesuita y que se había distinguido después por algunos trabajos de lingüística.

Larrañaga sintió un momento de terror. ¿Qué le podía querer aquel hombre?

—¿Estás en el pueblo? —preguntó Larrañaga.

—Sí, he venido a verte.

La vieja del caserío exclamó:

—Pero vayan ustedes abajo. Esto está muy oscuro.

Bajaron las escaleras. A Larrañaga le latía el corazón.

«¿Qué será esto? —se preguntaba—. ¿A qué vendrá este hombre?»

Llegaron al piso de abajo y entraron en una sala del caserío, blanqueada, con unas vigas irregulares, pintadas de azul, en el techo; una cómoda ventruda, con un Niño Jesús, con faldas, en medio y varias fotografías, de una muchacha y un soldado, un espejo, dos o tres cromos religiosos, un velador y una máquina de coser. Alumbraba el cuarto una bombilla de luz eléctrica.

El jesuita se sentó. Era alto, flaco, con la expresión aguda y tímida, los ojos claros, la nariz corva, la piel sonrosada y la boca sonriente, de dientes blancos. Tenía ese aire de humildad y de indiferencia muy característico en los jesuitas, lo que no excluía cierta presunción y coquetería algo femenina.

Larrañaga le contempló, apoyado en la cómoda, con cierta impresión de enfado, con un aire oscuro, ceñudo y brutal.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —preguntó.

—He venido a pasar unos días a mi casa —respondió el jesuita—. Ayer te vi en el tren.

—Yo no te vi.

—Me viste, pero no me conociste.

—Es igual.

—Tenías un aire tan reconcentrado y tan intranquilo que me llamó la atención.

Larrañaga volvió a tener otro movimiento de terror, pero pudo serenarse.

—He pensado que podías necesitar de mí, y he venido —añadió el jesuita.

—Gracias, te lo agradezco —contestó Larrañaga, y se puso a medir el cuarto, con sus pasos, de un lado a otro.

—¿Estás inquieto?

—Sí, estoy neurasténico. Necesito moverme y andar.

El jesuita contempló a Larrañaga, que iba y venía, mirando al suelo.

Desde la puerta del cuarto se veía un pasillo, de cuyo techo colgaban mazorcas de maíz.

—¿Te ha extrañado mi visita? —preguntó el jesuita.

—Sí.

—¿Y hasta te ha asustado?

—Sí.

—¿Por qué?

—Pensaba que quizá pretendieras confesarme.

—¿Y por qué no?

—¡Porque no! ¡Me he confesado tantas veces conmigo mismo!

—No es igual. ¿No piensas que contando tus aflicciones podrías sentirte mejor?

—No, mis aflicciones no son exclusivamente mías, mi secreto no me pertenece. Yo debo soportarlo solo. Yo soy el culpable, yo debo soportar mi culpa.

—Eres soberbio y orgulloso.

—Es posible.

—¿Has tenido alguna desgracia?

—Sí.

—¿No quieres decir de qué género?

—No.

—Supongo que habrá entre medio una mujer.

—¿Por qué lo supones?

—Siempre has sido un sensual y un apasionado.

—Yo… ¿Tú crees…?

—Sí. En tu cara, ayer, se leía la decisión y la sensualidad. Tenías cara de endemoniado. Por tu aspecto podías ser un conspirador o un anarquista.

—Como hoy.

—Hoy estás más triste, más acabado, pero menos inquieto.

—Te agradezco, chico, que te ocupes de mi cara. ¡Tiene gracia!

Larrañaga dio unos cuantos pasos por el cuarto y se asomó a la puerta.

—¿Es cierto que no practicas la religión? —preguntó el jesuita.

José se volvió con viveza, vaciló y dijo después secamente:

—Es cierto.

—¿Por qué?

—No soy cristiano, no creo en el pecado.

—No digas disparates. Estás bautizado.

—¡Bah! ¿Eso qué importa?

—¿No crees?

—No.

—¿Por qué?

—No puedo creer.

—¿Qué exigirías para creer? ¿Pruebas?

—¡Pruebas! ¿Qué pruebas puede haber de la exactitud de la religión, de la existencia de Dios? Demostrar la existencia de Dios por matemáticas es una estupidez. ¡Con un artefacto humano probar la existencia de algo sobrehumano! Es una perfecta necedad. Hoy, que las ideas de tiempo, espacio y causalidad han recibido golpes tan rudos, nos van a venir con esa sandez de preguntar: «¿Quién hizo el mundo? Y si no lo hizo Dios, ¿quién lo hizo?». Son majaderías de cretinos.

—Antiintelectualismo —dijo el jesuita—, hay que tener humildad y buen deseo. El que mezcla las matemáticas con Dios, para mí, es un iluso.

—Para mí es un imbécil.

—Bien. Sigamos con nuestra explicación. ¿Qué exigirías para creer?

—No sé. Creo que la fe puede contagiarse, no creo que pueda demostrarse. Un ejemplo haría más que veinte disertaciones. Un San Francisco de Asís vivo atraería a su religión más que una pirámide de libros de teología.

—Siempre el espíritu orgulloso y soberbio.

—Es una frase que manejáis vosotros. Yo no sé quién es más soberbio y orgulloso: si el que quiere enterarse con sus ojos, como yo, o el que afirma que lo sabe todo, como vosotros.

—Pero no por nosotros mismos; por Dios, por nuestros maestros.

—¡Bah! ¡Palabras!

—Así que no has podido cambiar. Sigues siendo ateo y clerófobo.

—¡Clerófobo! Nunca lo he sido. Nunca he tenido de los curas ideas de El motín. Si el cura español es fanático y despótico, es porque el español lo es. Nuestros defectos y nuestras cualidades son las suyas.

—También me han dicho que cuando estabas en Bilbao hablabas mal de nuestro maestro Ignacio.

—No sé. No lo recuerdo. No me interesa vuestro Loyola más que el Gran Lama.

—He oído decir que abominabas de nuestros ejercicios.

—No, no me parecían más que ridículos.

—Nos tendrás odio a nosotros, a los jesuitas.

—No, ¿por qué? En el pueblo holandés donde vivo, muchas veces los defiendo.

El jesuita contempló atentamente a Larrañaga. Este se había ido tranquilizando. Al principio se había alarmado, pensando si su antiguo condiscípulo traería alguna misión relacionada con Pepita. Al ver que se trataba de un punto ideológico se serenó.

El jesuita dijo:

—¿No has pensado alguna vez que puede haber infierno?

—Nunca. No creo que haya más que una naturaleza, un universo.

—¿Y si lo hubiera?

—Si lo hubiera sufriríamos las consecuencias, siempre pensando que vuestro Dios no iba a ser como un presidente de la Audiencia o un capitán de la gendarmería. A nadie se le puede pedir más de lo que da su alma o sus sentidos. Si es uno miope, ¿cómo va a ver de lejos?

—Se puede uno sobrepasar. ¿No eras tú de los que creían en el superhombre?

—Yo, no. Nunca he creído en milagros de ninguna clase.

—¿Crees tú que los hombres se han podido engañar en sus ideas religiosas desde el principio del mundo?

—¿Por qué no? Además, a mí, todo eso del cielo, del infierno y del pecado me parecen niñerías, pero comprendo que se acepten… Ahora, coger todo eso y convertirlo en arma de defensa de una burguesía estólida, egoísta y rapaz, me parece repugnante y antipático.

—¿Por qué dices eso?

—Porque vosotros, los curas y los frailes, sois como un anejo de la guardia civil. Lo sancionáis todo siempre que favorezca al fuerte. ¿Matan a un inocente? Allí vais vosotros a calmarlo para que no grite ni se queje, ni turbe la digestión de vuestros amados propietarios. ¿Hay una guerra? Allí estáis vosotros para bendecir las ametralladoras y los gases asfixiantes y cantar el Te Deum. Vuestro ideal es que el mundo no se mueva, que no haya trastornos… Lo único que conseguís es que no se revuelva el estiércol y que pasajeramente haya menos olor, pero a la larga todo eso hiede.

—Bien. Yo no he venido a hablar de política.

—Yo tampoco pretendo hablar de política.

—Con la mala idea que tienes de nosotros, probablemente supondrás que yo me he acercado a ti con una intención aviesa…

—No, no supongo eso. Creo que tu intención es buena y humana.

—¿Y no me rechazas?

—No. Vienes cuando estoy caído y hundido, me dices una palabra de consuelo… ¿Te voy a rechazar…? No… Pero si fueras protestante u otra cosa cualquiera, tampoco te rechazaría.

—¿Qué vas a hacer? ¿Quedarte en la aldea?

—No; vuelvo al país donde tengo mi empleo.

—¿No quieres algo aquí?

—No. ¡Muchas gracias!

—Siento verte sin consuelo posible.

—¡Ah! ¿Quién sabe? La vida es siempre larga, y aun en la desgracia hay vetas de consuelo insospechables.

El jesuita se levantó.

—¡Adiós! Quizá no lo creas, pero quisiera verte feliz.

—Yo también a ti.

—Yo lo soy en mi convento.

Larrañaga le dio la mano; el jesuita se la estrechó e hizo un intento tímido como de abrazarle, poniéndole la mano en el hombro.

Pocos momentos después, Larrañaga cenó ligeramente en aquella misma sala, arregló su maleta y fue a tomar el tren.