VII

ESPERA

¡Cómo suenan en estos pueblos vascos, en los días de otoño, las campanas de la agonía!

¡Cómo se derrama desde la torre de la iglesia, por entre la niebla, por encima de los maizales, amarillos y secos, y los prados verdes!

Dominan el valle estrecho, desde el desfiladero por donde pasa el río y se ve el cementerio con sus cuatro o cinco cipreses, hasta el peñascal, en el que se levanta una ermita. Es un recuerdo de la muerte, que corre por el ambiente, brumoso, triste y melancólico; es un recuerdo de la muerte, que acompaña al caer de las hojas y al murmullo del viento.

«Las campanas de la aldea vasca», En voz baja

Como había dicho Larrañaga a Pepita, a mediados de noviembre marchó al pueblo de su madre y al día siguiente mandó poner en un periódico de Bilbao el anuncio que serviría para dar a Pepita noticia de su estancia en la aldea: «El pelícano llegó al puerto».

Cuando vio el anuncio impreso en el periódico le entró una gran inquietud. ¿Lo había visto Pepita? ¿Sospecharía alguien de este anuncio extraño?

Había llegado Larrañaga a la aldea de noche, por el tren de la costa, una noche de otoño verdaderamente romántica.

La cara pálida de la luna iluminaba el cielo. Las nubes pasaban constantemente debajo de ella.

Unas cuantas luces brillaban en el pueblo.

Desde la estación hasta la casa encontró algunas personas, pero nadie le conoció.

Le recibieron en el caserío y le llevaron al cuarto, una alcoba blanqueada, con la cama de madera con cuatro o cinco colchones.

Se asomó a la ventana. Se veía la silueta negra de la aldea. Algunas ventanas se hallaban iluminadas.

Un perro ladraba ronco y el reloj de la iglesia daba las campanadas, pesadas y lúgubres.

«El pueblo mío no me conoce —se dijo Larrañaga—, ni yo conozco al pueblo.»

Suspiró, porque se ahogaba. Sobre el tejado negro de una casa próxima brillaba Júpiter con luz de plata.

La carretera parecía huir hacia el norte. Por encima de ella aparecía la Osa Mayor.

Aquella serenidad celeste le perturbaba ante su inquietud espiritual. Cerró la ventana y se sentó.

«¿Realmente soy yo José Larrañaga? —se preguntó—. ¿Este hombre absurdo que se llama así está de verdad enamorado de su prima, o estos amores son una fantasía, una invención de un cerebro un poco desarreglado?»

Se miró a un espejo pequeño que había encima de la cómo da. Se vio pálido, demacrado, con la boca torcida como un hemipléjico.

«¡Qué aire más lamentable tengo!», se dijo.

Paseó una mirada por el cuarto y se quedó extrañado al pensar que hacía más de treinta años que había vivido allá.

«Esa rueda del tiempo, que gira tan despacio en la niñez y en la juventud —se dijo—, marcha vertiginosamente en la edad madura. Los años que para los demás son trascendentales, los años de la vida social seria y grave, no dejan huella; en cambio, los de la infancia, los que para el mundo no son nada, dejan huellas indelebles.»

Después pensó en su infancia y en sus diversiones de chico, y murmuró: «¡Qué vida más pobre la del niño de mi tiempo! —pensó—. ¡Cómo ha subido de importancia el chico en estos años! En mi tiempo, el chico no tenía categoría en la casa. Comprarle juguetes hubiera parecido un absurdo. Hoy es el rey en la mayoría de las familias…, y, sin embargo, esa infancia tratada a zapatazos tenía sus compensaciones y quizá sus ventajas».

Siguió divagando y se dispuso a acostarse.

«Si siquiera uno pudiese dormir…», se dijo.

Luego, con la seguridad de no dormir espontáneamente, sacó de la maleta un sello de veronal y lo tomó con agua.

Por la mañana, después de haber dormido profundamente, se levantó temprano y con el cuerpo rendido.

El día se presentaba triste y nublado. Larrañaga subió al zaguán y se paseó por un balcón de madera, húmedo y lleno de musgo, del viejo caserío, oteando desde él la carretera.

De los maíces, amarillos y sin hojas, no quedaban más que las cañas secas. Los robles del monte iban poniéndose pardos. En los prados pastaban las vacas, cantaban los gallos en los corrales, murmuraba un arroyo próximo.

Los pájaros, como asustados del otoño, iban buscando un rincón abrigado.

Estos detalles y los comentarios que hacía involuntariamente le emocionaban. Tenía una sensibilidad tan excitada y los nervios tan débiles, que cualquier cosa, el humo de las chimeneas, el olor de la tierra, el oír tararear una canción que recordaba de la infancia, le hacían llenarse los ojos de lágrimas.

Cerca, se veía un poblado de casas negras. Por las chimeneas salía el humo azulado en el ambiente oscuro y gris, como la oración apasionada que sale de un cuerpo pobre y viejo.

Subió al desván de la casa. Había montones de heno; ajos y cebollas, que colgaban de una cuerda; habichuelas extendidas en el suelo y dos arcones: uno, desvencijado y vacío; el otro, lleno de maíz. En un vasar, filas de manzanas despedían un perfume agradable.

Larrañaga bajó a la huerta. En el extremo, en un ribazo, brillaba un grupo de heliantus, ya marchitos, y algunas matas de crisantemos. Un sol pálido salía por entre las nubes y volvía a esconderse tímido.

Larrañaga cortó las matas de los crisantemos, quitando las flores marchitas y las ramas amarillentas. Aquellas flores de otoño le daban una impresión triste, que rimaba con la melancolía de su alma.

«Estas flores de otoño —pensaba— tienen algo de fúnebres, quizá porque decoran el campo cuando caen las hojas. ¡Despiden un olor también tan triste!»

Como el campo no le distraía, se metió en la alcoba a leer.

Llevaba para entretenerse algunos libros, entre ellos un lunario antiguo; pero no podía fijar su atención en la lectura. Así que leía párrafos sueltos que muchas veces no comprendía. Una frase del lunario le sorprendió: «Algunos se han desvelado en estudiar las propiedades de la luna y se han fatigado no poco por alcanzar y entender sus efectos y sus cambios; pero todo ha sido querer agotar el mar, porque son tan varias sus mudanzas y tan admirables sus secretos, que no es posible darles alcance a todos».

Donde ponía la luna, Larrañaga pensó que decía Pepita.

Luego leyó: «Dice Jacobo de Palermo que quien quiera saber el punto de conjunción de la luna, debe tomar una copa de plata y poner en ella agua del mar y ceniza de olivo. Al instante de hacerse la conjunción, se revolverá la ceniza y quedará el agua enturbiada en la copa».

«¡La ceniza! ¡La ceniza! Es lo que me ha quedado», murmuró.

La impaciencia le devoraba.

Sentía a cada paso una sensación como de mareo.

«Estos hombres que viven en su aldea contentos —pensó Larrañaga—, que encuentran en ella la mujer que quieren, tienen hogar, hijos y esperan dormir al lado de su mujer en el cementerio aldeano, serán quizá gentes felices.»

Larrañaga miraba el monte pedregoso, oscuro; el pequeño cementerio, destacado entre la niebla, con sus cuatro o cinco cipreses puntiagudos. Una mujer vestida de negro pasaba con una guadaña al hombro. Parecía la imagen de la muerte.

No venía Pepita y no llegaba la carta.

Vigilaba Larrañaga, impaciente, esperando ver si por la carretera aparecía un automóvil o el cartero.

Por fin, llegó la carta de Pepita; subió al balcón a leerla. No decía nada importante; estaba bien, aunque delicada de salud; no pasaba nada; no se decidía a ir a visitarle: le parecía una imprudencia.

Él debía estar satisfecho. Ya se había resuelto la cuestión. Él seguiría viviendo en Rotterdam; ella, en Bilbao.

Al comprenderlo, se quedó frío y turbado.

Una ráfaga de viento arrastró por la carretera montones de hojas secas.

«Así somos también nosotros, como las hojas que empuja el viento a derecha e izquierda.»

Larrañaga debía encontrarse satisfecho, pero no lo estaba. Sintió, al ver que Pepita no venía, gran depresión, una marea baja en el alma que le trastornó y le produjo vértigo.

Siempre ocurría lo mismo. Pepita quiso que él tomase ante sí mismo la responsabilidad de lo que podía ocurrir. Él no se había atrevido, no pensando únicamente en su bienestar, sino principalmente en el de ella.

Ya estaba todo resuelto, todo arreglado, y ahora es cuando no iba a poder vivir. Sin embargo, era lo que él había deseado.

«Es cosa terrible esto de no ver nunca claro en sí mismo.»

Sentía una mezcla de alivio y de pena; de alivio, por huir del peligro y de las situaciones difíciles futuras posibles, y de pena, porque le parecía doloroso no verla, ni oírla. Se hubiera contentado con la posibilidad de verla de cuando en cuando.

El amor propio le hacía pensar: «He quedado bien; ella no me puede reprochar nada»; pero esta satisfacción estaba muy impregnada de amargura.

La depresión profunda del ánimo le producía como un desdoblamiento y una cierta insensibilidad. Lo orgánico era en él lo deprimido; el espíritu estaba sereno. Podía discutir y razonar con tranquilidad, y hasta con cierta sorna, de su situación.

«Estos amores tardíos —se dijo— son como esa planta fantástica que llama Eliano cynopastos, que echa una flor de color de fuego que brilla al anochecer a la manera de un relámpago. Ya brilló y se apagó.»

Se puso a pasearse por el balcón de madera del caserío, de un lado a otro, mecánicamente. No quería salir. No quería encontrarse con nadie en la carretera. Cerca de una hora estuvo dando vueltas en el balcón.

«Está uno bien, muy bien —murmuraba, de cuando en cuando, frotándose las manos—; por la derecha, el vacío; por la izquierda, nada…, el corazón, que no marcha, o que marcha mal, y la angustia perpetua…; luego, la vida en el extranjero…, la lluvia, la niebla… ¡Ah…! Estamos bien. Estamos bien», y se frotaba las manos de nuevo y suspiraba.

Confuso, y sintiéndose como el animal herido, se decidió a volver a su casa de Rotterdam. Después de tomar esta decisión, se sentía con alguna energía.

Miró al reloj. El tren de la tarde había salido; había que esperar al de la noche. Aquellas horas le iban a parecer muy largas. No quería salir, para no ver a nadie y no oír tonterías y cosas insignificantes; prefería estar solo con sus preocupaciones. Se decidió a pasar las horas aquellas paseando por el balcón y por el desván. El desorden, el cementerio de trastos viejos de la buhardilla estaba muy en armonía con el desconcierto de su alma.

En un rincón había una cama de madera antigua y rota; quizá era de sus padres; en otro, una silla alta de las que sirven para los niños.

De los dos arcones, uno, viejo, carcomido, apolillado, tenía adornos, estrellas y abanicos. Dentro olía a húmedo y tenía algunos granos de maíz. No era fea esta arca, sino muy bonita; pero estaba ya deshecha por la polilla.

«Habrá tenido mala suerte —se dijo Larrañaga—; otras iguales, barnizadas, charoladas, estarán en una sala elegante, y esta se pudre en el desván. Otras habrán guardado los arreos de los novios, mantillas de seda y abanicos perfumados, y esta no habrá servido más que para el maíz y para el tocino. Es la casualidad, la fortuna. ¡Cuántas cosas no habrá así! Hombres valientes e inteligentes que no han podido manifestar su bravura ni su inteligencia; mujeres fuertes, que hubiesen podido engendrar una casta de héroes, que han muerto infecundas; imbéciles que han mandado, talentos originales que se han hundido sin dar el menor fruto. Claro. La naturaleza es bastante rica para derrochar sus semillas; el que se pierda el grano, no le preocupa, tiene reservas en su granero; pero a uno, que es un grano en el granero, le importa mucho. Hay quien cree que la casualidad nos da a todos condiciones compensadas. Es una ridícula tesis providencialista disfrazada. A mí no me ha dado más que un corazón un poco débil y demasiado ácido úrico en la sangre.»