LA CARTA
Hay este tirador suizo, que coge la carabina distraídamente, dispara y da en el blanco; otro piensa, calcula, mira, se afianza en los pies, apunta reposadamente y no da nunca en el blanco, y hasta hiere, si se tercia, a un espectador. Algunas veces es la puntería la que da el éxito, no cabe duda; pero otras muchas es la casualidad.
¿Qué se va a hacer, amigo Joe?
Has ido por la derecha, y has errado; hubieras ido por la izquierda, y hubieras errado también. Es el destino. Hay quien es capaz de violar a la Fortuna y hacerla fecunda; otros, en cambio, ven que afila el hacha con intenciones aviesas y no se les ocurre más que poner la cabeza en el tajo para ser decapitados.
«Los hombres y la Fortuna», Evocaciones
Otro día Larrañaga vio que Pepita escribió afanosamente.
«¿Qué escribirá?», se preguntó.
Llenaba páginas y más páginas con una facilidad extrema.
«¿Qué escribirá?», se volvió a decir Larrañaga.
No se atrevió a preguntar lo que escribía, y cogió un periódico y se puso a leerlo.
Al terminar la escritura, Pepita salió con su carta.
Larrañaga se quedó solo. Vio que en la mesa había quedado un papel secante con marcas de tinta. Lo cogió y lo puso delante del espejo, para ver si podía leer algo al revés.
Se veía con facilidad varias veces: «Joshé…, mi marido…, no estoy dispuesta…, me iré».
«¿Qué habrá escrito esta mujer?», pensó Larrañaga con inquietud.
Volvió Pepita y siguieron la charla.
Al ir a comer, la señora Grebber se acercó cautelosamente a Larrañaga, y le dijo:
—Esta carta me ha dado, para echarla al correo, su prima de usted. Tómela usted. Quizá, pensándolo bien, no le convenga enviarla.
—Tiene usted razón. ¡Muchas gracias!
José guardó la carta, que estaba dirigida a su tío.
«Mañana se la devolveré a Pepita», pensó.
Efectivamente, al día siguiente le dio la carta. Pepita hizo un gesto de asombro y contempló atentamente la carta.
—Léela —dijo.
—No; ¿para qué?
—Entonces, la rompo.
Y cogiendo la carta rápidamente, la rompió en pedazos menudos y la guardó en el hueco de la mano.
—¿Qué decías?
—Contaba a mi padre todo lo ocurrido entre nosotros.
—Ahora tengo ganas de leerla. Dame los pedazos.
—Ahora yo no quiero que la leas.
Y Pepita, abriendo el balcón, echó los pedazos al aire, que fueron volando como mariposas por encima del tejado.
—¡Qué torpe he sido! —murmuró Larrañaga.
—Y tú, ¿cómo tenías esa carta? —preguntó Pepita.
—Me la dio la señora Grebber, que es una mujer muy lista, pensando que ibas a hacer una imprudencia. Yo la he tenido ayer en mi poder.
—¿Y no la has leído?
—No.
—¡Qué tonto!
Pepita se echó a reír.
Larrañaga supuso que ella se alegraba de que la carta no fuera a su destino; pero ¿quién lo sabía? Quizá ni la misma Pepita sabía a ciencia cierta lo que deseaba.
—Entre tú y yo, querida —decía Larrañaga—, hay una diferencia de filosofía. ¿De filosofía? No sé si esto será filosofía. Tú eres absoluta, y yo, partidario de lo relativo.
—¿Crees tú?
—Sí. Tú dices: «Hay que ir hasta el final». Yo contesto: «Muy bien; pero sentémonos en el camino». Tú añades: «Hay que hacer esto con perfección». «Sí, es cierto —replico yo—; pero lo perfeccionaremos más tarde». Y luego, ¡cosa extraña!, cuando hemos decidido algo, resulta que el absolutista soy yo, y tú la partidaria de lo relativo.
—No sé para qué pierdes el tiempo en pensar esas cosas —dijo Pepita.
Una semana después se recibió una carta del padre de Pepita. Fernando estaba en Bilbao y había hablado a su suegro.
El señor Larrañaga, al parecer, se mostraba muy severo con su yerno y, en parte, también con su hija; le decía a esta que volviera inmediatamente a Bilbao, reconciliada con el marido, porque no estaba de humor de soportar necedades.
A fines del mes de septiembre iría Fernando a Rotterdam.
—¿Qué va a ser de mí? —exclamó Pepita—. ¿Cómo voy a vivir allí, con mi marido y con mi padre?
—Es lo que yo también me pregunto —dijo Larrañaga—. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué voy a hacer, cuando tú te vayas y me quede solo?
—Piensas en ti más que en mí —repuso Pepita, quejosa.
—No, pienso en los dos…; pero, al pensar en mí, tengo más lástima.
—Es el egoísmo.
—No; no es el egoísmo sólo, no. Tú tienes energía, tú dominarás los acontecimientos.
—Siempre se cree que los demás soportan las enfermedades y las desgracias con más facilidad que uno.
—Tú tienes fuerza; yo soy más débil que tú, estoy espiritualmente arruinado. Soy viejo, tengo el alma deprimida. Soy como un harapo.
—Ya no me quieres, Joshé.
—¿Por qué dices eso?
—Porque la idea de separarte de mí no te importa.
—¿Que no me importa? ¿Crees que si hiciera gestos y diera gritos me importaría más? Tu marcha es como si se me fuera la vida; pero ¿qué voy a hacer? No hay solución. Dejarlo.
Pepita comenzó a llorar y se echó en brazos de José.
Luego, insistió con Larrañaga:
—Si tú estás decidido, yo voy contigo. Decide; lo que tú decidas, haremos los dos. Iremos al fin del mundo.
—Pero ¿adónde vamos a ir? Yo no tengo un cuarto.
—¡Ah!, ¿no tienes dinero? —le preguntó ella con sorpresa.
—No. ¿A ti te queda algo?
—A mí, no.
—Yo no tengo nada. He gastado lo poco que tenía. Sin recursos, ¿qué vamos a hacer? Dar un escándalo, para volver poco después arrepentidos, como chicos de la escuela, sería una ridiculez.
Larrañaga pensaba que si él no hubiera dependido del padre de Pepita quizá se hubiese sentido capaz de hacer una hombrada; pero en la situación suya era imposible.
Llegó Fernando a Rotterdam y se manifestó muy amable con todos, con Pepita, con Soledad y con José.
El marido hablaba a su mujer con afabilidad un poco fingida, como si entre ellos no hubiese ocurrido nada serio.
Pepita se mostró irónica, satírica, con su marido. Él parecía dispuesto a volver al redil.
Larrañaga miraba a Pepita sin ocultar su sorpresa. Estaba tan serena, tan tranquila. En sus dedos brillaba ahora de nuevo el anillo de oro de casada. Sin duda, era el fetiche matrimonial.
Fernando reconoció que tenía la culpa en la desavenencia suya con Pepita. Estaba ofuscado. Había que perdonar al que se engaña. Se decidió el viaje de vuelta.
Larrañaga vio que ella se iba.
No se le ocurrió hacer nada, ni tomar una determinación.
«¡Qué debilidad de los instintos! —pensó—. Un hombre apasionado hubiera sido capaz de matar al marido. Yo, probablemente, ni aun con la voluntad sería capaz de ello. ¡Qué vergüenza! ¡Qué actitud más miserable!»
Al marcharse, Larrañaga quedó de acuerdo con Pepita en que un mes después, a mediados de noviembre, él pondría un anuncio en un periódico de Bilbao, que diría esto: «El pelícano llegó al puerto». Esto querría decir que él había llegado al caserío de su madre, en un pueblecito de Guipúzcoa, y que la esperaba. Pepita contestaría y le diría dónde podrían verse.