VIDA TRIUNFANTE
En todas las épocas hay recetas de regeneración y de rejuvenecimiento. Estas aguas de Juvencio andan siempre muy cerca de la mixtificación y del engaño.
Pero si los procedimientos de palingenesia orgánica se desacreditan pronto, no así los mortales. La pasión, en cualquiera de sus formas, tiene algo de nueva vida, de palingenesia real.
Seguramente, todos tenemos actividades dormidas en la conciencia desde las mejores hasta las más venenosas. La pasión despierta esas actividades, esos gérmenes aletargados, y hay una posibilidad de nueva vida.
Pasa lo mismo en la naturaleza. ¿Quién va a decir que vive este tronco viejo y rugoso? ¿Quién va a pensar que se va a volver verde el prado agostado y marchito, ni el matorral ennegrecido y quemado? Y vienen las lluvias de primavera, y luego las brisas tibias de mayo, y todo comienza a brotar; el tronco seco, el prado marchito, el matorral ennegrecido y quemado, y salen las hojas relucientes y las flores pomposas.
En el hombre ocurre probablemente lo mismo. El viejo que muere a los noventa años tiene todavía zonas vírgenes en el cerebro.
Uno se asombra de la riqueza de posibilidades que hay en la naturaleza y en el hombre y de ver lo raro que estas posibilidades fructifiquen en el medio social.
«Palingenesias», Fantasías de la época
Al día siguiente, él la estrechó en sus brazos con toda su fuerza.
Luego la vio llorando.
No la quiso preguntar por qué lloraba. Se lo figuraba.
—Si pudiera tomar una resolución radical, no lloraría, pero no la puedo tomar; tendré que vivir allá con mi marido, con mi padre y con mis recuerdos.
—Él tiene la culpa; tú, no.
—¿Quién habla de culpa? Yo tengo la culpa, si es culpa eso. No le quiero, no le querré ya más. Me ha ofendido, me ha indignado, yo le he hecho a él lo que es y me paga así.
«Se había llegado al final», pensó Larrañaga. Le chocó cómo se llega a todo.
—Parecemos conscientes, libres —murmuró después, asombrado—, y las acciones más trascendentales de nuestra vida las ejecutamos en plena inconsciencia, casi como sonámbulos.
La situación que se presentó para Larrañaga desde aquella noche era situación llena de inquietudes. Pensaba en la familia, en la violencia del padre de Pepita. ¿Cómo acabaría aquello?
Larrañaga pensó, desde el primer día, que la vida amorosa a él ya no le cuadraba.
Ella, en cambio, a quien el despertar del primer día, en el cuarto de Larrañaga, encontró llena de lágrimas, se mostró poco después alegre, burlona y decidida. Él estaba aplanado, como sofocado por una dicha inesperada. Se comparaba a sí mismo con una lechuza que ponen al sol.
«Es extraño cómo hay que acostumbrarse antes a todo —pensaba—. Si fuera verdad que hay un cielo, los primeros días de estancia allá serían insoportables.»
Esta mañana erótica, ardiente, después de una noche fría de la Groenlandia, le turbaba y le dejaba ensimismado y confuso.
Ella, en cambio, manifestaba inconsciencia, ligereza y alegría, que aumentaba por momentos.
Estaba en una crisis erótica, en un período de celo. Toda la cólera, el dolor, la tristeza de los meses pasados, se resolvía en torrente de lágrimas, de suspiros, de risas.
Era una tempestad sensual que a ella la tonificaba y a él le desquiciaba, le aniquilaba por completo.
«Soy demasiado viejo ya —pensaba Larrañaga— para una crisis así.»
La mayoría de la gente, y los hombres hipocondríacos, como José, están tan acostumbrados a reaccionar contra la desgracia y la mala suerte, que un momento de fortuna les trastorna y les deja perplejos.
Pepita se mostraba enamorada, apasionada, llena de cambios extraños; tan pronto era la mujer ardiente, como la niña burlona; tan pronto se manifestaba infantil como se sentía maternal con su primo.
Al día siguiente, José notó que Pepita no llevaba el anillo de oro de casada.
Esta manifestación de fetichismo en Pepita produjo a Larrañaga gran sorpresa. Sin duda, Pepita, quitándose aquel signo material de alianza, se creía libre.
«¡Qué cerca estamos de los salvajes!», pensó José.
Pepita se sentía más atrevida que nunca. Charlaba, reía, cantaba en el cuarto de Larrañaga.
Se sentaba en los sillones como un Buda, acurrucada, con las piernas cruzadas, y fumaba y fantaseaba.
Al lado de Pepita, un poco juguete de porcelana blanca y sonrosada, y con el pelo rubio, Soledad, con su palidez y su pelo negro, tenía aire romántico. Era la criatura dulce, amable, un poco linfática, capaz de sacrificarse por cualquier cosa y que iba tomando, a medida que se exaltaba en sus amores con el ruso, color de magnolia y mirada vaga.
La vida que hacían Pepita y Larrañaga era muy divertida. Él no iba a la oficina. Los dos paseaban por el campo, iban en automóvil por la costa y por las orillas del Mosa y del Rin. Comían en cualquier hotel y a veces en alguna posada de aire antiguo y pintoresco y volvían al atardecer, cuando el cielo, en el crepúsculo, se convertía en un mar rojo y dorado, lleno de islas incandescentes.
Él pasaba el brazo por la cintura de Pepita; ella apoyaba la cabeza en el pecho o en el hombro de José, mirando correr, por la ventanilla del auto, los campos verdes, cruzados por canales oscuros y morados; las chimeneas de las fábricas, los molinos de viento y las gabarras con grandes velas rojas y remendadas, iluminadas por el sol poniente.
Al acercarse a la ciudad contemplaban las filas de reverberos en los muelles, los focos eléctricos, escintilantes, que flotaban en el aire de la noche, y los faros terribles de los vapores que iluminaban un lienzo de pared o un grupo de árboles con luz espectral violenta.
Larrañaga variaba de medios de locomoción en sus excursiones para no dejar rastro. Así, generalmente, salían en tren y tomaban en algún pueblo próximo un auto.
Algunas veces fueron en la lancha Pepita; pero esta manera de viajar no le gustaba a Larrañaga, porque el marino de Santurce se fijaba mucho en las conversaciones.
Esta vida a la alta escuela: viajes, automóviles, cenas en los mejores hoteles, no tenía más inconveniente que era muy cara.
Pepita gastaba el dinero, el suyo y el ajeno, con mucha facilidad. A todas horas le decía a su primo: «No gastes demasiado», pero se olvidaba al poco tiempo de sus recomendaciones.
Larrañaga iba consumiendo sus ahorros. Soledad no les acompañaba casi nunca; tenía bastante con las conversaciones de su ruso.
Aunque salieran solos Larrañaga y Pepita, no se quedaban nunca fuera de casa. Volvían como una pareja de recién casados a su hotel.
Tomaban algunos vaporcitos en sus excursiones.
Recorrieron las orillas del río y los canales, desde el muelle de los Boompies hasta el mar, bordearon la isla de Noorder y comieron en un restaurante del muelle, desde donde se veía Rotterdam como una estampa; pasaron los canales y los puertos de la isla de Feyenoord, el muelle de Wilhelminakade, con sus grandes trasatlánticos; Rijnhaven, con los paquebotes de América y los puertos de Katendrechtse Haven, con unos inmensos aparatos de elevación y una grúa enorme, hidráulica, para los carbones, que podía subir cada vez un vagón de veinticinco toneladas.
«¡Cuánta cosa inútil! —decía Pepita, burlonamente—. ¿Para qué todas estas complicaciones?»
Larrañaga se reía.
A él tampoco le gustaban estos puertos nuevos, con cierta rigidez prusiana; prefería los muelles antiguos, con sus barcos viejos, roñosos, sus astilleros, sus anclas amarillentas clavadas en el fango, sus toneles y sus gabarras.
El comienzo del otoño era suave y templado. El sol pálido iluminaba los árboles, todavía verdes, y los macizos de dalias y de crisantemos.
Llovía a menudo, lluvias ligeras que refrescaban el ambiente y salía el sol.
Vieron pueblos, iglesias, beguinajes, museos.
Cuando no salían, paseaban por el parque Laan; oían los conciertos militares y se acercaban a la terraza que da sobre el río. Iban también al jardín botánico.
Eran para ellos sus amores como un primer amor, con su marcha nupcial, lleno de sorpresas y de emociones imprevistas.
«Sería magnífico si pudiera durar —se decía Larrañaga a sí mismo—; pero esto no puede durar. Dentro de una semana, o de un día, quizá dentro de una hora, todo esto se viene abajo, y entonces, ¡adiós nuestros amores!»
Otras veces pensaba: «La flor del día que cantaba Horacio es toda la vida. Vivir el momento actual con energía; no hoy, sin duda, otro ideal. ¿Qué nos importa el pasado y qué nos importa el porvenir, mientras no se proyecte sobre el momento actual? Hay que decir, como el viejo poeta: “Coge la flor del día, sin cuidar demasiado de la de mañana”».
Pepita y Larrañaga hablaron mucho, casi constantemente, de su juventud; aquella corta estancia en Deva se ensanchó, se agrandó, fue adquiriendo detalles, se convirtió en algo importante y trascendental en sus respectivas vidas.
Para los momentos de silencio, Larrañaga compró un tomo de poesías de Verhaeren, para leérselas a Pepita, porque se referían al paisaje flamenco, parecido al holandés; pero le parecieron tan huecas, tan palabreras, tan llenas de ringorrangos, pesados y vulgares, que abandonó en seguida su lectura.
A ella tampoco le gustaron aquellos versos gran cosa.
Compró también Brujas, la muerta, una novela de Rodembach, de la que había oído decir grandes elogios; la leyó, y le pareció sencillamente detestable.
Pepita hablaba de las impresiones de la infancia, del colegio, con unas monjas francesas. Contaba las coqueterías de las niñas, de las chicas mayores, que escondían las cartas de algún novio, y recordaba las canciones que se cantaban allí. Algunas de ellas solía cantar en burla a Larrañaga, como Les matines de frère Jacques:
Frère Jacques, frère Jacques,
dormez vous, dormez vous?
Sonnez les matines, sonnez les matines,
din-din-don, din-din-don.
También solía cantar otras canciones, como Cadet-Rouselle:
II pleut, il pleut bergère
presse tes blancs moutons.
—Esa es una canción del revolucionario francés Fabre d’Eglantine —decía Larrañaga—. Está escrita en plena revolución, cuando Francia entera se bañaba en sangre. La música es bonita, y la letra es de una ñoñería graciosa.
—Nosotros la cantábamos en la pensión.
A Pepita le gustaba relatar detalles escabrosos de la vida del colegio; hablar de las amistades demasiado estrechas entre alguna chica morena y de ojos negros con alguna rubia pálida y soñadora, que se abrazaban y se besaban, y a las cuales la profesora vigilaba constantemente; los libros que entraban a veces, y los diccionarios, que alguna muchacha había mirado palabra por palabra para buscar una explicación de todo lo que pudiera tener relación con algo sexual.
Ella misma decía que había estado durante mucho tiempo muy entusiasmada con una muchachita rubia, pálida y dulce como un corderito, a quien hubiera querido abrazar y besar, y que se fue del colegio dejando en ella los primeros días una gran tristeza.
—Pero ¿en esto ponías malicia?
—No sé, la verdad. No me daba cuenta.
Pepita le contó sus amores con Fernando y otros amores que tuvo antes con un muchacho inglés, en Bilbao.
Le dijo que en sus relaciones con aquel muchacho llegó a estar locamente enamorada de él; pero no había sido igualmente correspondida.
El joven inglés tenía una idea fría del amor. Le importunaba que le hablaran de su pasión.
A lo último, el inglés la aburrió, la desesperó, y le mandó a paseo. El joven era muy guapo. Luego le olvidó por completo, hasta el punto de que ya no se acordaba de él. Sin duda, era un atractivo puramente sensual.
A José Larrañaga estos detalles le molestaban mucho y le daban la sensación de celos retrospectivos.
El especificar la belleza física de su antiguo novio, el joven inglés: la nariz bien hecha, los ojos azules, el pelo rubio, la cabeza pequeña, la dentadura blanca, la mano larga; esta delectación en el recuerdo ofendía a Larrañaga como un insulto.
¿Ella lo notaba, o no lo notaba? Difícil era saberlo. Probablemente, notaba la incomodidad de su primo y el comienzo de celos, y por eso quizá la divertía.
«Lo peor es que en el fondo uno es un hombre sensual —se decía Larrañaga al quedarse solo—, paralizado por la reflexión, por la cólera, por el despecho de no poder hacer; pero uno es un hombre sensual, y esto es lo peor.»