III

LA DIAGONAL

Si es verdad que piensas únicamente en mí —escribe Joe—, ¿por qué preocuparte tanto de tu belleza?

Cuando el tiempo convierta en plata tu cabellera brillante, cuando tu mirada no tenga esplendor, sino una dulzura amable y apagada; cuando tu cuerpo sea marchito y débil y no rotundo y fuerte; cuando tu mano arrugada tiemble un poco y tus labios tengan una sonrisa pálida; cuando seas una viejecita de cuerpo pequeño y ligero como un pájaro, yo te querré como ahora, si no te quiero más que ahora.

«Antisensual», En voz baja

Los amores de Soledad y del ruso daban bastante libertad a Larrañaga y a Pepita.

Ambos hablaban constantemente, recordaban, se explicaban, reían.

Los amores de Soledad habían precipitado los suyos. Antes, mientras charlaban en presencia de Soledad, parecía que hablaban expresando sus pensamientos; pero no estando ella delante, era sólo el instinto el que brotaba en sus conversaciones, y muchas veces las palabras suyas no eran más que ecos lejanos, sonidos articulados para disimular la situación respectiva.

Pepita se acicalaba, se cuidaba de tal manera, que a Larrañaga le chocaba y se le antojaba excesiva.

Parecía que tenía miedo de que Larrañaga fuera a despreciarla por un detalle cualquiera olvidado del tocado o de la indumentaria.

Cuando Pepita decía que no daba importancia a las cosas pequeñas, Larrañaga replicaba:

—Te leeré el capítulo del padre Rodríguez en su libro El ejercicio de perfección, «Cuánto importa hacer caso de cosas pequeñas y no las menospreciar».

—No me importa nada lo que diga ese señor.

—Pues está bien lo que dice. Esos jesuitas antiguos eran muy inteligentes y, en parte, muy liberales.

La intimidad de Pepita y de Larrañaga iba en aumento. Larrañaga marchaba siempre un poco cobardemente a huir de la responsabilidad.

A veces hablaban él y ella con detalle de mil cosas lejanas, insignificantes, y estaban tan de acuerdo que quedaban sorprendidos.

¡Se entendían tan bien! ¡Hubieran hecho tan buena pareja! Había en ellos como una repartición equitativa de cualidades. ¿Se hubieran entendido de la misma manera de jóvenes? «Quizá no», pensaba Pepita. Ella, por lo menos, hubiera necesitado la experiencia de sus últimos años de casada para comprender lo que había de noble y de bueno en Larrañaga.

Una vez que el diálogo les había excitado a los dos y que Pepita reprochaba a Larrañaga su frialdad, él la dijo:

—¿Qué quieres que te diga? Que tengo por ti un amor ardiente y puro desde que te conocí y que no te he olvidado, sería ridículo. Si tú me hubieras hecho caso entonces, te hubiera querido siempre, seguramente. Pero ahora soy viejo, tú estás casada. Mira, vete; yo no quiero aprovecharme de tu cólera ni de tu dolor; vete, no puedo respirar. Mi corazón funciona mal.

—¿Por qué tener miedo? —preguntó ella humildemente.

—Yo siempre te he querido, pero quizá eso no tiene valor. Yo no sé si mi inclinación por ti tiene algo de respetable. A veces me parece que es casi santa, y otras que es apetito miserable y mezquino.

—No, no es.

Él entonces la atrajo hacia sí y fue a besarla, pero ella retiro la cabeza rápidamente.

—Déjame, vete —gritó él, levantándose—. La puerta está abierta. ¿Qué quieres de mí? Yo no te obligo a quedarte aquí.

—No me puedo marchar —murmuró ella, quejumbrosa—. Si me quedo aquí, me despreciarás.

—Yo, no.

—Si me voy, ¿me odiarás?

—No, tampoco. ¿Qué idea absurda tienes de mí? ¿Es que hay alguna solución? Yo no veo ninguna. Vete.

—No.

—Creo que lo mejor que puedes hacer es marcharte —murmuró él, con una voz que quería ser tranquila—. Me has trastornado por completo, no puedo pensar. Perdona si he estado brusco. A veces, uno no sabe decir las cosas con serenidad.

Ella salió y bajó a su habitación del hotel. Soledad estaba escribiendo cartas; luego se puso a leer un libro. Después de cenar dijo que tenía sueño y se fue a su cuarto. Pepita anduvo paseando de la derecha a la izquierda, mirando el suelo, contemplándose en los espejos y suspirando.

De pronto, resuelta, se sentó a la mesa y escribió:

Querido Joshé:

Estoy decidida. Decidida contra tus vacilaciones y contra mis intereses. Espérame esta noche, a las doce, en tu cuarto. Ten la puerta abierta. Iré.

Pepita

No hizo más que escribir la carta cuando pensó en romperla. La tuvo un momento abierta y, con decisión, abrió la puerta de su cuarto y subió al de Larrañaga.

Entró en el cuarto. José la miró con sorpresa.

«Te dejo esta carta. Léela», dijo ella, y salió en seguida de la habitación y bajó las escaleras.

Tenía dos o tres horas para decidirse. Estas dos o tres horas las pasó tan pronto acurrucada en el diván como paseando como una fiera en la jaula.

De pronto se decidió.

«Sea lo que Dios quiera», dijo.

Se persignó, subió la escalera y entró en el cuarto de José.