II

SITUACIÓN ESPIRITUAL

Cuando la inclinación de un hombre por una mujer, y viceversa, se consolida, se forma el paralelogramo de las fuerzas. Las energías de uno y otro se van acusando, y la diagonal es la representación de la conjunción o del amor.

«Paralelogramo de las fuerzas», Las sorpresas de Joe

Tres consideraciones detenían a Pepita: el pecado, el miedo y el orgullo.

A medida que iba apareciendo en su imaginación la idea de querer a su primo, el sentimiento de venganza por su marido desaparecía y no contaba en ella gran cosa.

Su problema comenzaba a ser el aclarar si su simpatía era únicamente un sentimiento pasajero o algo más fuerte y profundo.

La idea del miedo a la opinión cambiaba constantemente en su espíritu: tan pronto la perturbaba, como la echaba a un lado con desdén y se reía de ella.

Unas veces ponía el orgullo en sentirse abandonada y sin tacha; otras, en no hacer caso de la opinión de los demás y en marchar adelante con sus sentimientos, con osadía.

Respecto al pecado, las ideas religiosas suyas no eran muy fuertes ni muy concretas; quedaban seguramente en su alma más en lo inconsciente que en la reflexión.

Al mismo tiempo que subía en ella el sentimiento de piedad y de amor, iba bajando el del despecho y el de la venganza y el miedo al pecado.

Se justificaba pensando que si llegaba a dar el salto, este sería más por un sentimiento de simpatía y de amor que por pura venganza.

El problema de Pepita era desenvolverse con el máximo de habilidad y de prudencia entre los escollos creados por su situación.

La impulsaban, por un lado, el amor propio herido y el sentimiento de venganza; por otro, la inclinación erótica y la curiosidad por su primo.

Algo muy característico y muy típico de Pepita era que no quería sacrificar nada en sus planes, cosa absurda: vengarse del marido y conservar su reputación, entregarse a su primo y seguir siendo honesta, era imposible; pero, a pesar de esto, ella pretendía encontrar una solución en que todos sus problemas quedaran resueltos.

Pepita creía que llegaría el momento de saltar el muro y pasar al otro lado. Ahora bien: de acuerdo con las pragmáticas de la infidelidad conyugal, deducidas de conversaciones y de la lectura de libros, consideraba necesario, para después de salvado el muro, tener un compañero fuerte, audaz y decidido.

En este sentido, José no realizaba el ideal.

Su primo no era un hombre fuerte; pero sí cambiante, interesante, ameno.

Larrañaga no contaba con gracias naturales ni sociales. No se mostraba amable con los desconocidos ni con las señoras; no se esforzaba en manifestarse ingenioso más que con algunas personas a quien él apreciaba. Empleaba el mínimo de cortesía y de política.

Con relación a Pepita, se manifestaba indeciso, oscilante, como si deseara que sus amores tuviesen fin rápido.

Fuera de verdad que estuviese enfermo del corazón, fuera que su timidez le acobardase, se le veía que no se consideraba con energía y con arrestos para tomar el papel de amante decidido.

Además, la posibilidad de romper con la familia por este motivo, de cambiar de vida, para un hombre tímido y asustadizo, era cosa grave.

Larrañaga no tenía elegancia alguna, ni agilidad, ni viveza. Se veía en él un hombre descuidado, hacía tiempo olvidado de su cuerpo. Se vestía mal, sin gracia, aunque se empezaba a preocupar de la indumentaria.

En su cara se notaba su inteligencia y su melancolía. El pelo, un poco largo, estaba gris en las sienes; la cara, afeitada, le daba aire de cura.

José no tenía ninguna de las condiciones necesarias para ser cómplice en una infidelidad conyugal. No podía ser el amante a la alta escuela, ni un gigolo alegre y divertido.

Indudablemente, Larrañaga no impulsaba a Pepita a ser infiel; por el contrario, su esfuerzo manifiesto era desviar el despecho de Pepita y darle un tono de crítica acerba y pesimista de la sociedad y de la vida; pero, medio inconscientemente, con sus conversaciones y sus charlas, marchaba hacia el amor.

Pepita ya comprendía que José deseaba y no deseaba la aventura, que le inquietaba y llenaba de ilusión, que se sentía angustiado y esperanzado, y que, en último término, tenía miedo de no hacer un buen papel.

Ella sentía compasión al verle con aquella figura de hombre caído.

Pepita, olvidando toda su cólera contra su marido, sentía como un deseo de indemnizar a José de la desgracia que le causó en la juventud.

Ella iba a ceder por compasión, por dar también algo de ilusión a aquel pobre a quien quizá hubiera querido apasionadamente si la suerte lo hubiera arreglado de otro modo.

Aquel espíritu vagabundo de José, sus eternas fantasías y comentarios, ¿valían algo? ¿Era su primo algo más que un chiflado, que un chocholo?

Su padre le desdeñaba y le tenía por loco, por un divagador; quizá bueno para soñar o para fantasear.

Su marido había intentado burlarse de él y pintarle como tipo ridículo; pero ella comenzaba ahora a ver claro.

Comprendía que había un fondo de verdad en el descontento y en la rebeldía de José; que no era todo una fantasía caprichosa, y que quizá en la vida, como él aseguraba, obtenía siempre el triunfo lo mediocre, lo insincero, lo bajo, sobre lo sincero, lo bueno y lo original.

De manifestarse su primo atrevido y donjuanesco, quizá ella hubiera reaccionado; pero la humildad de José y el ver que en él latía el deseo de salir pronto de aquella situación difícil, la interesaba.

También si él hubiese prometido algo a Pepita, le hubiera entrado la desconfianza; ella sospechaba que todas las promesas, o casi todas, eran falsas; pero José no prometía nada; al revés, desconfiaba, y esta desconfianza incitaba a su prima.

A cada paso Pepita pensaba que se iba a romper el encanto y que la situación creada por ellos iba a resolverse sin consecuencias, lo que a veces la alegraba, pero otras la entristecía.

Larrañaga se sentía torpe para la maniobra y tenía demasiada desconfianza, orgullo y espíritu crítico. No era un piloto hábil para afrontar la tormenta que se avecinaba.

Podía decir que no había sido nunca más que marino de agua dulce, marino de andar en puertos.

Era el clown viejo a quien le ha entrado la desconfianza y tiene miedo de dar saltos mortales.

Ella, en cambio, como los pájaros marinos de alas poderosas, se sentía capaz de marchar con seguridad por encima de las olas y las espumas. Él dudaba de poder seguirla.

Era una partida que se jugaba con las cartas sobre la mesa; ya no había nada de oscuridades.

«Cuanto antes, mejor», se decía Larrañaga.

Él estaba fuera de sí, era como la leña seca que arde; ella, dispuesta a sacarle de sus casillas. No le iba a valer su manta aisladora.

—¿Qué harías tú —le dijo una vez— si ahora fuera yo la que estuviera enamorada de ti?

Larrañaga, muy azorado, dijo para disimular:

—Eso no puede ser verdad; es una broma. Yo soy viejo, cansado; un pobre hombre humilde.

—Lo de viejo no es verdad. Cansado, es posible que lo estés, porque no tienes ninguna esperanza. Ahora, de humilde no tienes nada. Dentro de tu humildad, eres soberbio como un demonio.

—Sí, es probable que los dos seamos soberbios; pero tú eres una mujer déspota y exigente, y yo, no.

—Lo peor es que tú sigues entusiasmado conmigo, y yo empiezo también a estarlo de ti.

—Es preferible no hablar de estas cosas —dijo Larrañaga—; yo no sé tomarlas en broma; por lo menos para mi tranquilidad es peligroso.

Pepita se rio de José, porque hasta le daba miedo de hablan de aquello.

Larrañaga encontró en su biblioteca el libro de Stendhal sobre el amor. No lo había leído y leyó algunas páginas.

No le dio ninguna luz acerca de su caso. No vio en el libro más que ingenio y anécdotas.

«Se ve que, como dice el refrán, cada persona es un mundo Todo es igual en principio, y, sin embargo, hay tal variedad, no sólo en los accidentes, sino en el fondo de las cuestiones, que la experiencia de uno es perfectamente inútil para los demás. Pasa como con los códigos: cuando se hojean, repugna esta prosa tan detallada y tan aburrida. Parece que hay una casuística exagerada y pedantesca. En cambio, cuando se busca el caso concreto, entonces no se encuentra nunca lo que se quiere.»

Larrañaga creía que Pepita, si no quería a su marido, al menos tenía con él una dependencia física, y que su rabia y sus celos la impulsaban a vengarse, sacrificándole a él, coqueteando con una coquetería sin consecuencias.

Pepita afirmó claramente que no. Su marido era un hombre un poco vulgar, vanidoso, a quien nunca llegó a querer de ver dad, ni él tampoco a ella.

Naturalmente, una mujer joven encuentra siempre en un hombre también joven y guapo muchos encantos, y puede llegar a creer con facilidad que está enamorada.

Al salir de su casa de Bilbao, al quedar sola y pensar en su vida, se había convencido de muchas cosas.

—¿De qué cosas te has convencido? —preguntó Larrañaga.

—No sé si decírtelo. Es posible que no lo creas o que te dé mucho miedo.

—Mira, tú haz lo que quieras —exclamó Larrañaga—. Decide, pero no juegues conmigo. Ese juego de mujer coqueta me parece una cosa baja con el hombre que se entrega.

—¿Eres tan débil que no puedes soportar ese juego?

—Sí, tú te tienes que convencer de que una mujer guapa, simpática, graciosa, y además casada, es un peligro para un hombre de mi edad, y por añadidura pobre. ¿Qué pasaría si yo llegara a quererte de verdad?

—¡Bah! Ya me quieres.

—El porvenir que se me presente —siguió diciendo Larrañaga, como si no hubiera oído la observación— no va a ser muy halagüeño. Ya que soy viejo, vale más dejarme en paz, que no ilusionarme para dejarme después en un futuro de soledad que me parecerá más triste aún.

Pepita estaba convencida de que era ella la única mujer a quien José había querido de verdad. Por Margot no había sentido más que inclinación física, y por Nelly, únicamente compasión y simpatía paternal.

—En eso tienes razón. Por Margot nunca tuve estimación. A Nelly le quise mucho; pero, como dices tú, de una manera paternal. En cambio, cuando te conocí a ti, estaba yo en plena juventud; naturalmente, en ti se reunía todo el atractivo físico, el atractivo espiritual y hasta la posición social. Además, hay algo en la juventud que no se puede reemplazar.

—Sí, hay detalles de aquella época que una recuerda como si acabara de pasar —repuso Pepita—: palabras que se dijeron, trajes que una llevaba; se recuerdan los olores… Hay olor de campo o de mar que siempre trae el recuerdo de aquella época a la memoria.

—Sí, sí, es verdad.

—Es que aquello fue lo único, lo verdadero, Joshé. Todo lo de después, para ti y para mí, no han sido más que episodios sin importancia, que en el fondo no han dejado huella profunda en nuestra alma. Aunque tú creas que tu vida actual es una vida seria, yo creo que no lo es. Vives en un pueblo extranjero, rodeado de gentes extrañas, hablando un idioma que no sabes bien. Ahora va a empezar nuestra vida.

—Desgraciadamente, es demasiado tarde para mí. Los amores no creo que tienen sueños tan largos como Epiménides. Perdona la pedantería.

—No sé quién fue Epiménides.

—Epiménides de Creta fue un filósofo. De niño salió al campo a buscar una res, y al encontrar una cueva se echó a dormir. Al salir de ella se encontró viejo. Había dormido más de cincuenta años.

—Pero tu amor no ha dormido —dijo Pepita—, porque siempre has pensado en mí.

—Tú todo lo arreglas a tu gusto.

—Pues ¿a gusto de quién quieres que lo arregle?

Cuando estuvieron en París —dijo Pepita—, ella pensaba mucho en todo lo que José le decía; entonces le conoció, le vio por primera vez tal como era, y no como se lo habían hecho allá, en Bilbao. También se convenció de que ella se enamoraría de él, si es que no lo estaba ya, y que más tarde o más temprano serían los dos felices.

Larrañaga se hallaba cada vez más confundido.

—No te engañes con respecto a mí —decía—; no vayas a sufrir una segunda equivocación.

—Tú no te ocupes de mis equivocaciones —repuso Pepita—. No es que yo crea que tú seas perfecto, ¿para qué vas a serlo?, ni mucho menos; tienes defectos que te hacen gracia y otros que yo creo te los podré quitar.

—Yo soy un hombre raro.

—¿Cómo no vas a ser raro haciendo esta vida de solitario? Te ha dejado en un estado de tristeza la muerte de Nelly. Siempre has sido dado a la misantropía. Aunque hubieses vivido con Nelly, yo creo que hubieras seguido siendo triste.

A Larrañaga le parecía muy mal lo que Pepita decía de Nelly; pero no se atrevía a contradecirla.

Iba sintiendo una loca esperanza que le dominaba poco a poco y le embriagaba.

Era algo como la ventana abierta en el cuarto de un enfermo, una entrada de luz y de aire campesino, un comienzo de tiempo primaveral.

Esta excitación, como de vino generoso, le perturbaba por completo, trastornaba su vida metódica, le daba el vértigo, se le iba la cabeza y tenía miedo de caerse.

Contra esta loca esperanza su sentido crítico le decía que después la desilusión y la soledad serían mayores, que valía más suprimir toda satisfacción, para no tener luego nuevos motivos de sufrimiento.

Pepita no quería pensar en el final triste. Quince días de amores de vida alegre; luego, cualquier cosa. ¿Para qué pensar en el final? El final siempre es lamentable. Es la muerte. Hay que pensar en el principio; el final, sabe Dios cuál será, y si es inevitable, vale más no pensar en él.

—¿Para qué tanta reflexión? —dijo Pepita una vez—. Después de todo, si una tiene una inclinación fuerte, a la larga sigue esta inclinación. ¿Para qué luchar con ella si cree una que la van a vencer? Vale más dejarse llevar.

—Es una filosofía cómoda —replicó riendo Larrañaga.

—¿No te parece bien?

—Muy bien. Tiene el carácter sabio de todas tus cosas.

—¿Te burlas?

—No, no; te admiro.

Larrañaga temía un paraíso demasiado brillante, porque antes de entrar en él veía ya el momento de la expulsión. Él no tenía medios para poder ser independiente y llevarse a Pepita a otra parte y comenzar nueva existencia. Ya sabía lo difícil y lo dura que es la vida para el hombre en un país extranjero, y más si es viejo y tiene escrúpulos morales.

Las observaciones que se le ocurrían no se las decía siempre a Pepita. El instinto le hacía callar, porque su voluntad inconsciente no estaba de acuerdo con sus razonamientos.

La mayoría de las veces no decía con exactitud lo que quería. Aunque se lo propusiera de antemano, su imaginación se desviaba y pasaba de un asunto a otro.

Muchas veces sucede esto. Se dicen frases que no se sienten y parece que tienen algún valor y que son expresivas; luego, si por casualidad se llega a tener el sentimiento y se dice la misma frase, entonces se la encuentra mísera, pobre, y que expresa incompletamente lo que uno quiere.

Ocurría a Larrañaga que no podía poner en claro sus deseos. Ella se entregaba o ella no se entregaba.

Si ella se entregaba, él debía estar a cierta altura. ¿Cuál era esta altura? ¿Qué exigía?

Al final siempre terminaba en pensar que la cuestión económica era la clave de la situación, que sin dinero abundante no se podía hacer nada de un modo gallardo.

Pepita no se preocupaba de hasta dónde llegaba su inclinación. No la analizaba ni le importaba; ya no podía ni quería saber nada. Desde la época que habían pasado juntos en París, ella le quería; estaba segura de que él estaba enamorado de ella, y con inconsciencia tranquila se dejaba arrastrar; le parecía ir contra todas las leyes de la naturaleza el separarse de él en estas circunstancias.

Sin pensar en la contradicción que esto suponía, hablaba de sus nuevos amores, unas veces, como si pudieran ser eternos; otras, como si no le importara que fuesen pasajeros.

El escándalo posible no le importaba tampoco mucho; la cólera de su padre no la preocupaba; la de su marido, menos; únicamente le molestaría que Soledad tuviera mala opinión de ella, pero Soledad vivía acariciando su sueño místico con el ruso.

De esta manera, Pepita se sentía capaz de todo.

Había sido en ella un trabajo lento y laborioso el arrojar el lastre de moralidad estrecha heredado y el convencerse de la legitimidad de su pasión. Al ir de nuevo examinando, comprobando y repasando todos sus dogmas familiares y sociales, veía que no tenían valor absoluto. En cambio, su amor, si no absoluto, era una fuerte realidad.

Desde que se había cerciorado de que ya no le quedaba ni un resto de cariño por su marido, de que no tenía por él ni estimación ni respeto, se había considerado libre de tener otros amores. ¿En virtud de qué tesis o de qué sistemas?

Pepita, probablemente, no se había tomado el trabajo de formarse una teoría. «¿Para qué?», debía pensar ella. Su instinto le daba una solución hecha. No debía sentir la menor necesidad de examinarla o de contrastarla.