I

CONTRADICCIONES

Los saturnianos, dice un antiguo Lunario, son cogitabundos, holgazanes, de grandes conocimientos, inconstantes, tristes, melancólicos, pérfidos y sutiles. Aman la soledad, los trajes negros; aborrecen las fiestas, los bullicios, regocijos y contentos; enójanse de poco y el enojo les dura mucho. Son inclinados a letras y cosas de estudio, especialmente a la filosofía.

«Pronósticos», Las sorpresas de Joe

Los amores de Soledad y del ruso sirvieron quizá para aclarar los sentimientos mutuos de Larrañaga por Pepita y de Pepita por su primo.

Iban los dos de prisa hacia el amor, como barcos que van a la deriva llevados por una corriente profunda.

Pepita siempre pensaba que si hubiera vivido su hija su espíritu no hubiese tomado dirección tan violenta.

Respecto a Larrañaga, permanecía casi constantemente en un estado de confusión y de perplejidad. Su tendencia a la divagación y al desvarío se iba aumentando por momentos y se pasaba las horas, cuando estaba solo, mirando a un rincón y pensando vagamente en las cosas.

A pesar de su instinto de sensualidad comprimido, que le impulsaba al amor, cuando reflexionaba fríamente no quería más que acabar aquella situación de una manera digna y que no le pudiera avergonzar en el porvenir.

Su desconfianza y su razón le impulsaban a cortar pronto sus amores; su sentimiento le arrastraba a seguir hasta el desenlace.

Él era hostil a toda actitud falsa e hipócrita. No podía marchar entre convenciones. Por otra parte, su imaginación galopaba y veía siempre el final.

Su espíritu no sabía moverse en un ambiente tan estrecho No era capaz de resistir, ni de dejarse arrastrar. No llegaba a tener un momento de abandono, y esta vigilancia de sí mismo, este espionaje de sus instintos e inclinaciones, le fatigaba.

«Es fácil decir: “Vamos adelante” —se decía a sí mismo, pero ¿adónde? ¿Qué medios tiene uno para salir airoso de una situación como la que se presenta?»

Puestas las cosas así, no podían durar mucho; o tenía que venir un rompimiento o había que ir hasta el fin.

«Esta canción de los amores tardíos es una triste canción —murmuraba Larrañaga—. Este sentido crítico excesivo mana del calor del alma. Parece que se va a encontrar a tiempo la palabra necesaria y la expresión adecuada; pero la palabra no viene o se desconfía de ella, y la expresión, ante la desconfianza, se hiela. Es uno como el gimnasta viejo que duda de que podrá dar un buen salto. Hay, indudablemente, la posibilidad de la ficción; pero es una posibilidad ilusoria, porque dentro de la esfera de lo apasionado, la mentira se reconoce en seguida, como una moneda falsa.»

Uno de los recursos de Larrañaga y Pepita era recordar. Hundidos en el recuerdo, encontraban lo que pensando en el presente no podían hallar.

Larrañaga se lamentaba de que muchas veces el azar pone cerca, en los linderos de la vejez, lo que no ha puesto en la juventud. Y entonces se intenta realizar, sin brío y conscientemente, lo que en la juventud se hubiera hecho con fuerza y en plena inconsciencia.

«Ser actor sin condiciones o renunciar a la acción, esta es la alternativa —pensaba José—; cualquiera de las dos cosas por la que me decida dejará amargura y arrepentimiento. Vivir y poder contar su vida a un chico —añadía después—, sin avergonzarle a él ni avergonzarse a sí mismo. Esa sería una buena prueba de haber pasado por el mundo con limpieza.»

Desde el punto de vista del destino, hay dos clases de hombres: los unos siguen el rumbo trazado por los padres, la familia, el ambiente; los otros tratan de cambiar su destino. Los unos toman la carretera ancha; los otros, el sendero difícil y tortuoso.

Los primeros, vulgares y oscuros, no se distinguen; los otros, si aciertan, pasan por ilustres; pero si yerran son ridículos, porque, después de su fracaso, tienen que marchar con los demás y en montón por la carretera.

Con las vacilaciones de Larrañaga contrastaba la audacia de Pepita. Ella tenía osadía, fuego, y se dejaba llevar por su imprudencia; quizá sentía el atractivo del peligro.

Larrañaga hacía tiempo espiaba a Pepita, la analizaba constantemente.

Pepita no era un hada, ni mucho menos; no tenía el temperamento tranquilo y flemático de Soledad. Su sangre no corría lentamente, sino atropellada y bulliciosa.

Como decía algunas veces Larrañaga, dando a sus palabras un aire de explicación zoológica, ella debía estar incluida, espiritual y materialmente, entre los animales de sangre roja y caliente, con el corazón con cuatro cavidades, como los comprendidos en el primer grupo de la clasificación de Linneo.

No era fácil que, con su temperamento y su salud, se manifestase como mujer fría y tranquila.

Pepita reflexionaba también; pero sus reflexiones servían para darle mayor decisión en sus propósitos.

Su marido se aprovechaba de todo el trabajo y del éxito de su padre; si el señor Larrañaga trabajó con persistencia y audacia, si expuso algunas veces su fortuna y su salud, fue para que Fernando disfrutase de este trabajo sin esfuerzo alguno; en cambio, José se encontraba con su oficina y con aquellos dos cuartos de la calle del Pelícano para vivir oscuramente.

Estas consideraciones sobre la injusticia de la vida legitimaban su actitud y su resolución. Su sentimiento de venganza iba pasando de su alma a sus nervios, de su inteligencia a la inconsciencia.

A veces Pepita hubiera querido llegar a una ruptura violenta con su marido y divorciarse o retirarse pasajeramente a un convento; pero esto en la práctica era más difícil que en la teoría.

Pepita no estaba siempre decidida. A pesar de haber creído que podría obrar en todos los momentos con frialdad y con prudencia, se encontraba en un instante de confusión.

Pepita no tenía ningún romanticismo literario; no creía que los hombres ni las mujeres corrientes fuesen capaces de amores puros y platónicos. Su idea del amor era sensual y materialista.

Ella sospechaba que las grandes pasiones estaban un poco inventadas por los escritores para entretenimiento del público Pensaba que un hombre joven, fuerte, guapo, servía de marido como otro cualquiera.

Muchas veces había dicho que ese matrimonio a la francesa, hecho por notario, tenía que dar tan buenos resultados como los matrimonios por amor, o quizá mejores.

Por otra parte, la rabia contra su marido no era tan grande; su estado moral no era grave; sin embargo, el aura erótica la arrastraba, la turbaba, y a ella misma le extrañaba el trastorno de su espíritu y el desfallecimiento de su voluntad.

Respecto a Larrañaga, indudablemente, no le quería con pasión. Era viejo, inteligente, simpático y desgraciado; pero nada más.

¿Por qué se empeñaba en tomar en trágico este asunto, que en el fondo no tenía gran importancia? No lo comprendía. ¿Por qué su voluntad se deshacía? No podía explicárselo.

Ella suponía que él sí la quería, pero que no se atrevía a dar el salto definitivo.

Pepita, a veces, sentía celos de aquella pequeña Nelly, que durante algún tiempo fue el hada bienhechora de su primo.

Así como los amores con la Margot la habían hecho reír al oírselos contar a José, esta amistad romántica con la niña enferma le producía cierta envidia.

Ya veía que José no mentía. Quizá era su primo de los pocos capaces de experimentar uno de esos entusiasmos puros de un alma exaltada. Y, a pesar de su sentido práctico y de su sensualidad, envidiaba el idilio casto del hombre oscuro, ya un poco viejo, y de la niña enferma, para quienes el cuarto pequeño de la calle del Pelícano era un mundo venturoso.

Larrañaga había conocido el amor divino y el amor humano. Ella sería en la vida de José el amor íntegro: divino y humano, un poco Jerusalén y otro poco Babilonia.

Se acordaba de las palabras que había dicho José a la duquesa en Basilea, explicando cómo él, ya viejo, insignificante y pobre, si se encontrara con una mujer brillante que le dijera: «Le sigo a usted, me entrego a usted», temblaría, porque esta supuesta posesión sería para él más bien una esclavitud.

A su simpatía por Larrañaga se agregaba la compasión por saber que estaba solo y sin ilusión ninguna.

Le veía a veces como en caricatura, y esto la hacía reír; pero bastaba que intentara hundir su figura en el polvo para que con más fuerza se levantara.

Cuantas menos condiciones le concedía, cuanto más viejo le miraba, más decaído y poco brillante, más compasión sentía por él y estaba más inclinada a quererle.

Si hubiera tenido Larrañaga un momento de gran suerte, quizá entonces le hubiese olvidado con más facilidad.

«¡Cómo he cambiado yo! —pensaba Pepita—. Nunca he tenido estas ideas. Siempre he mirado con simpatía al vencedor, y ahora… No sé si es por oírle hablar a él y a Soledad o por qué. El caso es que he cambiado.»

Era rara en ella una tendencia así a la piedad, porque este sentimiento se hallaba en contradicción con sus pensamientos habituales.

En su espíritu se había abierto la idea de que, si no surgía algún acontecimiento inesperado, acabaría entregándose a su primo.

Larrañaga comprendía que Pepita le conocía bien, que lo juzgaba con claridad. Esta claridad habitual en los juicios de Pepita le hacía decir a José:

—Si sigues así, cuando seas vieja vas a derivar al cinismo.

—Pues ¿por qué?

—De la verdad al cinismo no hay más que un paso. No cultivas la mentira, la hipocresía, con amore.

—¿Y tú la cultivas?

—Yo, no. Pero yo, ¿para qué la voy a cultivar? Yo no soy un hombre social. No tengo nada que defender ante el mundo. Únicamente, de engañar a alguien, me gustaría engañarte a ti, presentándome como algo más importante y trascendental de lo que soy, y no lo podría conseguir.

—¿Por qué?

—Primero, porque soy un mal cómico, y luego, porque tú me conoces demasiado bien.

—No tan bien, no creas.

—¡Bah! Tú me conoces tan bien como me conozco yo.

—No te hagas ilusiones; tú tampoco te conoces. Para mí eres más gracioso cuando no crees que lo eres.

—La mayoría de las personas no saben cuándo tienen gracia e interés.

—Es lo que te pasa a ti. Muchas cosas tuyas, de que tú abominas, son las mejores y las más graciosas de tu carácter.

—¿Desde tu punto de vista?

—Claro.