VII

EL RUSO

Este camino del amor místico, platónico, es un camino misterioso. Lleva como guía una extraña luz. Para las personas que lo recorren, la realidad, las pruebas, todo lo que a los otros convence, no tiene existencia. Esos alucinados del amor encuentran otras razones más altas, otros motivos más nobles de obrar que los demás.

«Amores místicos», Croquis sentimentales

El barco bilbaíno había marchado de Rotterdam a Hamburgo y volvía poco después.

Larrañaga fue a visitarlo; era su obligación. Soledad y Pepita no tenían ninguna gana de volver al barco y se quedaron en casa.

—¿Y el ruso? —preguntó Larrañaga al capitán.

—Le voy a echar.

—¿Por qué?

—Es un tipo raro y ridículo.

—¿Qué hace?

—Es un hombre que no se entiende con nosotros.

—¿Por qué?

—La gente no tiene simpatía por él. ¿Qué quiere usted? En un barco hay que vivir unidos.

—Pero ¿ha hecho algo?

—No; no ha hecho nada, pero no encaja aquí; no tiene simpatías en la tripulación. No habla; concluye sus trabajos, se va a un rincón, abre un libro y se pone a leer. Hace también retratos a los marineros.

—Pero con todo eso no perjudica a nadie.

—Es cierto, pero no le quieren. No necesitamos curas protestantes. Aquí hay que seguir las costumbres de a bordo.

—¡Ah!, claro es.

Al día siguiente, antes de partir, Larrañaga vio que el capitán llamaba al ruso y le despachaba secamente.

—No me conviene que esté usted en mi barco.

—Está bien.

El ruso escuchó con la atención de un subordinado, sin hacer la menor objeción.

Cuando Larrañaga se preparaba a tomar la lancha vio al ruso que iba a salir; llevaba una caja de cartón en la mano y una capa impermeable sobre los hombros. Con su aire distraído y triste se veía que estaba indeciso.

—Puede usted venir conmigo —le dijo Larrañaga.

—Muy bien, señor, muchas gracias.

Era el ruso alto, flaco, atezado, con el pelo rubio, los ojos azules, grises, delgado, esbelto, con la cara tostada por el sol y el aire, la expresión, distraída y cansada, y varias cicatrices en la mejilla y en la frente. Al parecer era muy tímido. Tenía unas manos huesudas y fuertes, y en una de ellas le faltaba un dedo.

Fueron en la lancha Larrañaga y él sin hablarse.

—Siento lo que le ha pasado —le dijo Larrañaga—. Ya sé que el capitán no tenía ningún motivo para despedirle.

—El capitán es hombre apasionado; no me tenía simpatía.

—¿Qué va usted a hacer?

—Ya veré.

—¿Conoce usted Rotterdam?

—Sí, un poco.

—Si necesita usted algún informe en Rotterdam, yo se lo daré. La oficina nuestra, de la compañía, está en Willemskade.

Al llegar al muelle, el ruso se marchó con su caja en la mano, y Larrañaga se fue a su casa.

Dos días después, el empleado don Cosme le dijo a su jefe:

—Ha estado aquí uno que ha sido mayordomo de uno de nuestros barcos.

—¡Ah!, sí. ¿Será un ruso?

—Creo que sí.

—¿Qué quería?

—Ha preguntado si había aquí consulado de Livonia. Lo hemos mirado en la guía y lo hemos encontrado.

—¿De dónde es ese hombre?

—Es de Riga.

—¿Se va a quedar aquí?

—Sí, se va a quedar unos días. Yo le he cedido un gabinete en mi casa.

—Ha hecho usted una tontería. A ver si no le paga.

—¡Bah!, ya pagará.

—No sé para qué se mete usted a hacer favores a gente desconocida. Así le resulta a usted todo.

—Este señor no piensa estar más que unos pocos días. Ha escrito una carta a su familia y esperará hasta que venga la contestación.

—¿Tiene dinero?

—No; creo que no.

—¿Y con qué piensa vivir entre tanto?

—No sabe. Verá al cónsul de su país. Quisiera hacer también algún retrato.

—¿Y usted se ha comprometido a darle de comer?

—Hoy ha comido en casa porque yo le he invitado, pero no quería aceptar; me ha dicho que, teniendo cuarto, no se preocupa de la comida; que con un poco de pan y de té se puede vivir.

A Larrañaga no le hacían gracia estas protecciones de su empleado. ¿A qué se metía este hombre a hacer de Providencia? Un pobre diablo sin un cuarto se permitía el lujo de favorecer a los demás. Era ridículo.

Don Cosme trajo en los días siguientes noticias de su huésped. Había sido oficial aviador en el ejército ruso; entonces se llamaba Nicolás Barssof; pero al desarrollarse en su país y en su familia la tendencia germánica y antirrusa aceptó su segundo nombre y su segundo apellido, y se llamaba oficialmente Niel Niessen.

Larrañaga tuvo después más noticias de Niel. Al parecer consiguió hacer dos o tres retratos, con lo cual sacó algunos pocos florines, que entregó inmediatamente a don Cosme.

«¿Ve usted cómo no me he equivocado? —dijo don Cosme a Larrañaga—. Niel Niessen es un alma de Dios.»

Don Cosme habló a Pepita y a Soledad de la habilidad de Niel para hacer retratos; fueron las dos a casa de don Cosme y hablaron con el ruso.

Larrañaga fue también a verle. Niessen no se daba cuenta clara del medio social; tenía una cortesía un tanto exagerada; saludaba inclinándose a las criadas. Larrañaga pensó que debía de estar algo trastornado.

José sospechó si el tal Niessen sería un granuja; tenía una cara inexpresiva y distraída. Supuso si fingiría, si exageraría su aire inocente y absorto; pero luego pensó si sería un medio santo.

«Indudablemente, no puede desenvolverse entre los demás Es un inocente.»

Soledad había notado, con la adivinación femenina, que Niel no era un holgazán ni un granuja, sino un hombre de corazón, cuya vida agitada le había trastornado.

El ruso dijo que tenía que esperar a su hermano.

Hablaba Niel con gran resignación.

Don Cosme convenció a las dos hermanas para que permitieran que Niel les hiciera un retrato.

Como Larrañaga dijo que él había pintado algunos cuadritos por afición, el ruso quiso verlos y fue a su casa.

—¿Quién ha hecho este retrato? —preguntó, señalando el de Nelly, colocado encima de la chimenea.

—Lo he hecho yo. Qué, ¿está bien?

—Sí, muy inspirado. Hay mucha fibra, mucho color.

Cuando Niel comenzó a pintar los retratos de Pepita y Soledad, Larrañaga asistió a las sesiones.

—Bien, muy bien —le dijo José— Dibuja usted admirablemente. Si yo tuviera las condiciones de usted, sería un buen pintor.

—Si yo tuviera las de usted, lo sería también —contestó Niessen.

—Yo no tengo nada, querido amigo —contestó Larrañaga.

—Sí, sí; usted tiene mucho fuego, y lo que yo pinto es siempre frío.

Niel hablaba poco de su vida. Pepita quiso que le contara sus impresiones de su época de aviador, pero él se explicaba confusamente; no sabía contar nada con amenidad y atractivo.

—En Egipto, un inglés nos quiso contratar a otros dos rusos y a mí como aviadores para explorar el monte Everest. Aceptamos, pero luego no se presentó.

—No vuelva usted a ser aviador —le dijo Soledad.

—No, no; no lo seré.

Por otro compatriota se supo que Niel había sido uno de los aviadores más audaces del ejército ruso y que durante dos años había volado casi constantemente.

—Es raro que este hombre fuera antes tan atrevido —dijo Pepita a Larrañaga.

—Sí —contestó José—. Se ve que es decidido para las cosas grandes y tímido y torpe para las pequeñas.

—Lo contrario de la mayoría de la gente.

—Sobre todo de la gente meridional.

—Sí, es cierto —repuso Pepita—. Si mi marido hubiera volado como él durante la guerra, ¡qué de cosas no contaría! Seguramente hubiera sido él el que había dirigido la guerra y hecho todas las hazañas.

—¡Ah, claro! Pero no sé por qué protestas, porque a la mayoría de las mujeres os gusta eso. Un militar, para vosotras, no es un hombre atrevido y valiente, sino un fanfarrón que viste bien y tiene buena figura y le cae bien el uniforme. Que haya hecho grandes hazañas o que no haya hecho más heroicidad en su vida que comer con apetito las patatas del rancho, para vosotras es igual.

—¡Qué rabia! —exclamó Pepita, riendo—. ¡Con qué gusto morderías a todas las mujeres guapas que no se ocupan de José Larrañaga!

—Sí; empezando por mi prima.

—¡Hombre, no te quejes! Yo me ocupo de ti.

Cuando Niel concluyó el retrato de Pepita, esta quiso pagarle; pero el ruso no aceptó. Tenía bastante para vivir, porque su hermano le había mandado dinero. Niel quiso volver a hacer otra vez el retrato de Soledad.

—Yo creo que este hombre está enamorado de Soledad —dijo Pepita a Larrañaga.

—Sí, y a ella me parece que el ruso le gusta.

—No creo que sienta más que compasión por él.

—Pero ¿se puede pasar de la compasión al amor? Yo no lo sé.

—Yo, tampoco. De todas maneras, no convendría que mi hermana se entusiasmara demasiado.

Soledad y Niel hablaban largamente.

—Parece que tu hermana y el ruso se abrazan místicamente en la luna —decía Larrañaga.

—Son como dos niños.

—Soledad es misteriosa no sólo para los demás, sino para sí misma —indicó José.

—A ella no le gusta que se lo digan.

—Claro, no comprende la impresión que produce. Si el ciprés pudiera hablar, diría: «¿Por qué me encuentran a mí triste?». Probablemente, la rosa, si pudiera también hablar, se asombraría de que la encontraran exuberante.

—Yo no sé si mi hermana se olvidará de este hombre; me temo que no.

Pepita se quedaba asombrada de las conversaciones de Soledad y del ruso; hablaban de mil cosas lejanas sin malicia, sin petulancia. No se referían nunca a cosas de amor ni a nada que tuviese relación con él.

El ruso, que había pasado en la vida muchas miserias, se manifestaba muy resignado.

Esta resignación de Niel era poco agradable para Pepita. Le parecía más lógica la cólera de José contra todo porque no le habían salido las cosas de la vida lo bien que él hubiera deseado.

Niel estudiaba el retrato que pintaba y a su modelo con atención concentrada. Soledad sonreía.

—No comprendo a mi hermana —dijo una vez Pepita—. Ha tenido como pretendiente aquel marino americano que encontramos en París tan guapo y no le ha hecho caso, y ahora, con este ruso viejo, pobre y zarrapastroso está entusiasmada.

—Es que no tiene tu sensualidad. A pesar de tu inteligencia, creo que tú eres como una ternera. Ves el becerro guapo y te conmueves.

—¡Muchas gracias!

—Tu hermana, no. Es mística, siente amor por los pobres, por los desgraciados.

Una vez, Pepita oyó que decía Soledad, dirigiéndose a Niel: «He soñado que iba a Rusia, donde usted me esperaba, y en la estación, en medio de la nieve, había, en vez de usted, una mujer de negro».

Con este motivo charlaron largo rato de Rusia, de los sueños, de mil cosas.

Además del retrato, bastante grande, que pintó Niel de Soledad, hizo una copia pequeña de verdadera perfección. Como dibujo y parecido era admirable, pero tenía aspecto de miniatura.

José estaba intranquilo con el aire que iban tomando los amores de Soledad.

«La antipatía que me tiene mi tío, el padre de Pepita, se va a acrecentar —pensó Larrañaga— cuando sepa que en Rotterdam, y por mi mediación, su hija ha entrado en relaciones con este ruso pobre y absurdo. El don Cosme es una calamidad. Ya lo es el hombre sin carácter, pero cuando a un hombre sin carácter se le añade el ser bueno, entonces es doblemente calamitoso. Es el destino el que une a estas gentes. Soledad, que es la simplicidad completa sin la menor malicia; Niel, que es un místico, y los dos protegidos en sus amores por este bobo de don Cosme, que es también angelical, ¡Qué cantidad de tonterías van a hacer los tres si los dejan! Veremos a ver si entre Pepita y yo desbaratamos sus planes. ¿Podremos? Además, ¿será prudente hacerlo? Claro que derecho no tenemos ninguno, pero eso es lo de menos.»

Después de pensar largo tiempo en esto, Larrañaga se dijo: «También resulta absurdo que yo, que estoy entusiasmado con Pepita, que está casada, me lance a poner obstáculos a los amores de un hombre, rico o pobre, pero completamente libre, con una mujer soltera».

Después de reflexionar mucho, José dijo a Pepita:

—Creo que lo mejor es que en esta amistad de tu hermana y del ruso no hagamos nada. Dejémoslos; quizá sobrevenga alguna eventualidad que desbarate sus amores. Ese desdichado de don Cosme ha ido a proteger a uno de su cuerda. Es la casualidad que une a estos tipos.

—Parece como si Dios los hubiera reunido —dijo Pepita—. ¿Tú no les has oído hablar a los tres? Tienen la sencillez y la malicia de los santos. Luego, ese don Cosme es como un niño. ¡Qué risas! ¡Qué carcajadas! ¡Qué entusiasmo! Se dice que todos los santos son alegres.

—Don Cosme es así. Es el hombre que no se da cuenta de nada, no se entera. Si alguien le empuja en la calle o en un tranvía, piensa: «Este pobre hombre ha tropezado». Si alguno le quita el maletín supondrá que no es para robarle, sino para evitarle así el llevar un peso molesto. No le cabe en la cabeza la sospecha de la maldad de la gente.

—Yo hablaré a Soledad e intentaré darle alguna suspicacia acerca de ese ruso, pero me temo que sea trabajo inútil —dijo Pepita.

—¡Ah!, claro. Ella siente ya esa confianza ciega que produce el cariño.