PARTIDA JUGADA
El joven viajero inglés ha visto a los salvajes construir trampas para los espíritus y dejarlas flotando en las aguas de los ríos, con el cebo de tortas de maíz o de un líquido dulce fermentado.
Ha visto después a los hombres disputarse estas trampas con el supuesto espíritu preso y llevarlas al templo.
«Así pasa en la vida y en el amor —ha pensado Joe—; también entre los civilizados, hombres y mujeres, se ponen trampas para cazar sus respectivos espíritus con un cebo más ilusorio que las tortas de maíz o el líquido fermentado, y cuando creen tener aprisionado ese espíritu, que casi nunca existe, riñen por llevarlo al templo y darle culto.»
«Las trampas de los espíritus», Las sorpresas de Joe
Era una partida que jugaban los dos, y en la cual ninguno de los dos se engañaba.
La fatalidad los había unido, después de tenerlos separados tanto tiempo.
En un hombre como José se comprendía que no insistiera mucho en avanzar; en cambio, una mujer apasionada, como Pepita, no era fácil que quedara en un término medio, hipócrita y prudente.
Seguramente, de vivir su hija, hubiese tenido bastante con ella —pensaba Pepita—; pero su soledad y su abandono la impulsaban a resoluciones violentas.
Su marido rompía tranquilamente su unión y, a pesar de que ella ya no le quería, de que le despreciaba, sentía un movimiento de rabia y de despecho al verse olvidada.
Él se había aprovechado de todo: del prestigio y del dinero de su familia y de su casa; de tener una mujer bonita, inteligente y que hacía siempre buen papel en sociedad, y por lucirse delante de una mujer como la holandesa, corrida, la abandonaba.
Ella le había aconsejado y dado personalidad entre su familia, y aun entre los socios de su padre, y a la primera ocasión la dejaba sin preocupación alguna, sin el menor entusiasmo, más que nada, por echárselas de grande y de conquistador, por pura vanidad.
El día que José oyó a Pepita explicarse así, le pregunto:
—¿Así que estás dispuesta a tomar venganza?
—Sí.
—Pues, chica, contra un marido no creo yo que haya para su mujer más que una clase de venganza.
—La tomaré. La que sea.
Veía a su marido tan egoísta, tan bajamente egoísta, tan pequeño, tan mezquino, tan satisfecho de sí mismo, que le indignaba.
—Mi marido se las echa de generoso, de hombre para quien el dinero no cuenta; pero es una farsa suya; le conozco bien, y sé que cada billete que sale de su cartera le da un gran dolor de tripas.
Pepita estaba indignada, exaltada.
—¿Qué piensa? ¿Que yo me voy a resignar? No, de ninguna manera. Si hubiera tenido la niña, me hubiera resignado. Así, sola, no.
Fernando, con una petulancia ridícula, daba a entender, sonriendo con seguridad, que su mujer no se enteraba y que, al enterarse de sus infidelidades, se dedicaría a la Iglesia.
El elogio que su marido había hecho varias veces de ella ante los Van Leer en ese sentido irritaba profundamente a Pepita.
Sin embargo, si la conducta de Fernando podía extrañarle, indudablemente no debía sorprenderle su manera de ser y de pensar.
Le conocía tan bien, tan a fondo, sabía tan profundamente su modo de sentir y de obrar, que cuanto veía en él no podía ser nuevo para ella.
Desde hacía tiempo no tenía estimación profunda por su marido. Antes le quería y hasta le defendía, como una cosa propia, pero nada más. En cambio, a José le estimaba, pero le consideraba como un extraño.
La ruptura con su marido la excitó y la irritó profundamente, dándole la idea de venganza.
Fue para Pepita como cortar un nervio que los unía; algo que producía, desde hacía tiempo, más dolor que satisfacción; pero que, sin embargo, a lo cual estaba ya ella habituada.