V

A LA DERIVA

El destino es duro. Somos tantos los hombres y tantas las mujeres que pasamos distraídamente los unos al lado de los otros, que cuando un hombre se fija y piensa en una mujer, y una mujer en un hombre, parece que debía haber ya entre ellos un lazo de unión. Y, sin embargo, yo he vivido mi vida pensando en ella —dice Joe—, días y noches largas y tristes, y no hay entre ella y yo nada exterior que nos una. Y así, quizá, marcharemos siempre separados, lo que no impedirá que yo, al oír su voz, y ella, al oír la mía, digamos de común acuerdo: «Habíamos nacido para entendernos, si no en la tierra, en el infinito». Pero el destino es duro para los hombres.

«El destino», Croquis sentimentales

Una noche fueron a cenar a un restaurante de Hoogstraat. Después de cenar volvieron al hotel y pasaron por la calle de Schiedamschedyk, con sus cafés y tabernas llenas de muestras, faroles iluminados y banderas de todos los colores, de donde salían sonidos gangosos de gramófonos.

Pepita tenía curiosidad por entrar en una de aquellas cervecerías y de ver la gente; José la llevó a una de ellas.

Sin fijarse habían entrado en el mismo sitio donde otra vez encontró al padre de Nelly. Este recuerdo le entristeció profundamente…

La luz eléctrica, fuerte, daba tonos azules y verdes a las caras de las mujeres, que mostraban sus ojos sombreados y sus labios rojos como una herida ante la lluvia de la luz artificial.

Algunas mujeres entraban y salían de las cervecerías, muy ataviadas y rizadas, y sonreían y hacían guiños a los transeúntes.

Dejaron Larrañaga y Pepita el café y se pasearon por la calle.

Había cervecerías y bares de color rosa y de color azul, con marinos bebedores y muchachas que entraban y salían.

—Esto no tiene el aire siniestro de los rincones del barrio del vicio de Ámsterdam —dijo Larrañaga.

—No; aquello parecía más triste.

Al día siguiente, domingo, pasearon Pepita y Larrañaga por un barrio pobre en donde se celebraba una kermesse.

Las kermesses, antiguamente inmortalizadas por Van Ostade, Rubens y Teniers, han degenerado en Holanda y en Bélgica hasta un extremo extraño. La alegría brutal, popular, vertiginosa se ha convertido en alegría correcta, vulgar y sin carácter.

Estaban las calles adornadas con cintas y farolillos de papel; en los rincones tocaban los organillos, organillos grandes, construidos en Amberes, que llevaban de un lado a otro dos hombres.

Algunos de estos callejones, adornados e iluminados, recordaban las callejuelas, en días de verbena, de los barrios bajos, de Madrid.

Entre las chicas de la ciudad, elegantes y coquetas, había algunas aldeanas con cofias, con trajes típicos de comarcas próximas.

Se destacaban viejas gordas, chatas, con aire de ballenato, bastante desagradables, y abundaba también un tipo de mujer alemana corpulenta, sin ninguna distinción.

Las banderas flotantes, los farolillos de papel, las músicas, los acordeones, todo ello daba a la fiesta mucha animación.

—Vamos a beber un poco, y luego, a bailar —dijo Pepita.

—¿Qué quieres beber?

—A mí me gustan las cosas dulces: el curasao, el benedictino, el Marie Brizard.

—Aquí suele haber de todo.

Entraron en un bar; Pepita tomó unos pasteles, bebió una o dos copas, y Larrañaga, a quien no le gustaba el dulce y recordaba su época de marino, bebió whisky.

Luego bailaron.

—Bailas muy mal —decía ella.

—Sí, y ya no es hora de aprender —decía él—. ¡Qué se va a hacer! Soy un hombre pesado.

—Pero tienes las manos ligeras.

—¡Qué quieres! Cambio de conducta. El otro día, en Ámsterdam, te reías de mi honestidad porque te besaba las uñas.

—Pero hay grados.

—¿Y yo los he pasado?

—No, hombre, no; todo lo contrario.

Y Pepita se echó a reír.