MARINAS
El patrón, amigo de Joe, tenía una gabarra pequeña, amarrada al muelle, en un canal holandés. Era una casa flotante, limpia, cuidada, simpática.
Este patrón hablaba así a su amiga: «He visto los docks de Londres y sus bosques de mástiles; Hamburgo, con su río turbio y frenético; la inmensidad de Liverpool entre la niebla, y la anchura del Escalda, en Amberes; he visto los puertos del Mediterráneo y del Adriático, Nápoles y Marsella, Barcelona y Valencia, Venecia y Argel; las barcas cargadas de naranja en el mar azul bajo el cielo resplandeciente. He visto Java y Surabaya, rebosantes de riqueza. Y a todos los esplendores de las nuevas Cartagos y nuevas Babilonias prefiero mi gabarra pequeña, amarrada al muelle, en un canal holandés, y verte a ti pasar por la cubierta».
«La gabarra», En voz baja
Los Van Leer se habían quedado en Scheveningen; Fernando se pasaba el tiempo en su compañía. Casi todos los días, o por lo menos un día sí y otro no, marchaba a Rotterdam e inventaba siempre algún pretexto para no quedar allá. Desde Rotterdam escribía a su suegro dándole noticias de Pepita y Soledad.
—¡Cómo me saben a falso todas las palabras de Fernando! —decía Pepita—. Me parece un estúpido insignificante. No le tengo ningún cariño.
—¡Bah!, aún quedará el rescoldo —replicaba José.
—Creo que no queda nada. ¡Que se vaya a paseo! No quiero ocuparme de él.
—¿Y qué vas a hacer?
—Por ahora, quedarme aquí; luego, ya veré.
Pepita sentía que ya no quería ni estimaba a su marido. Le parecía antipático, desagradable. De pronto había tomado sin querer una actitud distinta con respecto a él. Ya no era la infidelidad. Era él quien la molestaba. La voz, el gesto, la manera de hablar, la manera de coger el tenedor o el cuchillo en la mesa, todo le desagradaba, le crispaba los nervios. No comprendía ni cómo le había podido gustar en otro tiempo.
«Estos hombres morenos, de cara correcta —se decía Larrañaga, al comprobar la actitud de Pepita— se convierten, con mucha facilidad, en tipos groseros y vulgares. Un poco de corpulencia, la nariz que se encorva, y el joven peripuesto y fino se transforma en burgués ordinario y desagradable.»
—No tendría ningún inconveniente en separarme de él para siempre y marcharme —dijo Pepita.
—Sí; pero ¿adónde te ibas a marchar? —preguntó Larrañaga.
—¿Tú no vendrías conmigo? —repuso ella, medio en serio, medio en broma.
—¿Para qué? ¿Para que me reprocharas luego que vivías mal?
—¡Pobre! No te reprocharía nada.
—Con poco dinero me parece que la mayoría de las aventuras de esa clase tienen que salir mal.
—Chico, no tienes valor —dijo Pepita, fingiendo que todo lo tomaba a broma.
—Es verdad; pero no tendría miedo por mí, sino por ti.
—¡Bah! Esas personas que se asustan de los peligros que corren los demás no me hacen gracia. Creo que lo que tienen es miedo de comprometerse —añadió Pepita.
—Sí, no digo que no —replicó Larrañaga—; pero esas personas se dicen: «Vamos donde tú quieras; tú tendrás la responsabilidad, tampoco soy muy de fiar».
Pepita se echó a reír, como si en aquellas palabras no hubiera nada serio; pero había algo de sondeo en lo que decía.
Un día, Larrañaga recibió el aviso de que uno de los barcos de la compañía había llegado.
—Yo tengo que ir al barco de nuestra casa —dijo a sus primas—; si queréis venir…
—Iremos, ya lo creo.
—Bueno; pues preparaos.
—Yo voy a ponerme un impermeable —dijo Pepita.
—Yo, también —añadió Soledad.
—Bueno; esperadme en el muelle, delante de la oficina; iré con la lancha a recogeros.
Larrañaga telefoneó para avisar a su marinero, y luego fue a la pequeña dársena de Veerhaven, al lado del río, donde había muchos balandros y lanchas de gasolina, y tomó una barquín amarilla que tenía el título Pepita, con letras de oro, a popa Un marinero joven se puso al timón, y la barca atracó al muelle, enfrente de la oficina.
Pronto se acercaron las dos hermanas.
—¡Qué sorpresa! Esta lancha se llama como yo —dijo Pepita.
—Sí, esta lancha es tuya; ¿no te había dicho que se llamaba así?
—No.
—Este chico, este marinerito, es de Santurce.
Bajaron las dos hermanas, entraron en la gasolinera, y la lancha cruzó rápidamente el río.
—No tan de prisa —dijo Larrañaga al marinero—. Iremos viendo el río. A mí me parece lo más bonito de la ciudad.
—¡Qué de diversas cosas hay en los muelles de este puerto! —exclamó Pepita.
—Sí; esta mezcla rara de productos de Holanda y de Oriente: las cajas de margarina y las pirámides de quesos redondos de color de rosa, unidos al azúcar, al café, al cacao, al tabaco, a las pieles de búfalo y a la nuez moscada; los marineros de aquí, entre indios y mulatos.
—¿Estos puertos tienen mucha relación con las colonias?
—Sí, mucha. Como para los españoles de antaño, hay para los holandeses actuales un sueño mágico de Oriente. Para nosotros, el Trópico tomaba un aire de habanera. «Vámonos a Puerto Rico / en un cascarón de nuez», o «Allí, en un bosque de cocoteros / una mañana del mes de abril».
—¡Qué conocimientos tienes en el capítulo de las habaneras! —dijo Pepita.
—Muchos. Tú no conoces aquella de:
Fue mi madre una mulata,
fue mi padre un capitán:
el jefe de la fragata
que va y viene de ultramar.
—No, no conocía esa canción.
—Pues eso sigue así, y termina con esta lógica consecuencia:
Por eso marinero yo quiero ser,
porque me gusta, morena, ver,
sobre las olas del ancho mar,
una fragata balancear.
—¡Qué Joshé! ¡Qué célebre!
—Ver la fragata y no ir en ella era muy propio de los españoles de mediados del siglo diecinueve —siguió diciendo Larrañaga—. Sí; en Holanda se nota mucho el Oriente, aunque no en las canciones. A nosotros, los españoles, unas colonias como las holandesas nos hubieran excitado la imaginación y les hubiéramos enviado en seguida, automáticamente, frailes, militares y malos empleados; hubiéramos tenido allí grandes amistades y grandes odios, con lo que hubiéramos perdido nuestros dominios. Los holandeses, flemáticos, no excitan su imaginación y, a cambio de la canela y de la nuez moscada, envían buenos empleados y quesos de bola, que sin duda sirven para afianzar su poderío.
—El de Santurce se ríe —dijo Pepita.
—Este es un bizkaitarra que cree en muchas majaderías.
—Yo no he dicho nada. Usted es el que se burla, don José —replicó el marinero.
—Es verdad; yo me burlo; pero no divido al mundo en buenos y malos, en tontos y listos, y me pongo yo en el grupo de los buenos y de los listos.
El marinero de Santurce sonrió.
«Otro más que tiene mala idea de Joshé», pensó Pepita.
—Este mismo viajecito me recuerda otra habanera —siguió diciendo Larrañaga.
—¿Cuál?
—Aquella que dice:
Cruzando el mar noche y día
yo te vi con el viento; yo te vi no dudar,
y envié mi barquita, la que cruza ligera,
a buscar otra playa, sí, donde pueda vivir sin amar.
—Bueno, Joshé, abandona ese capítulo —dijo Pepita.
—¿Te parece ridículo?
—Sí, la verdad.
—¿Por qué? Muchas de esas canciones que ahora parecen tontas han conmovido a los que las cantaban.
Siguieron marchando por el Mosa.
La mezcla de humo y de niebla sobre el río ancho, amarillo, ribeteado por la espuma de las olas que hacía saltar la popa de los barcos, tenía un aire confuso y romántico.
La lancha de gasolina cortaba el agua, de color de cieno, como una flecha; pasaba por delante de soportes de madera, que parecían náufragos, almas en pena en aquel río turbio y brumoso, en el infierno de las olas y de las espumas.
El agua, gris y amarillenta, daba la impresión de navegar sobre barro.
Las sirenas rompían con voz ronca la niebla espesa.
Los barcos petroleros y los transportadores de mineral, negros y cerrados, y otros vapores blancos y rojos de minio pasaban con el retemblor de las máquinas y de las hélices y con murmullo suave al frotar sus paredes de hierro en el agua.
Los aspiradores y elevadores neumáticos, con escalas y tubos, parecían en la niebla verdaderos monstruos.
—Son como animales vivos —dijo Larrañaga—; parece que tienen brazos y manos, y una trompa, con la que aspiran el trigo. Un poco más y tendrán vida.
—Esta niebla es una fantasmagoría completa —dijo Pepita.
—Todo lo hace vago y lo llena de fantasmas —repuso José—. ¿Esa grúa es una grúa o el espectro de una grúa? ¿Ese es un barco o el fantasma de un barco?
Algunas pequeñas goletas y pataches pasaban de una zona de niebla a otra de sol y, de pronto, aparecían con las velas rojas.
—¡Cuántas veces han pintado eso los antiguos pintores flamencos! —exclamó Larrañaga, mostrando el mar gris y las velas remendadas de color de naranja.
Hacia atrás se veía el gran puente de hierro sobre el Mosa.
—Algunas de esas grúas parecen pájaros, como cigüeñas, que les colgara la carga del pico —dijo Larrañaga—. Otras recuerdan las figuras geométricas.
A dos balleneros enormes los estaban limpiando y pintando los fondos; uno de ellos era completamente blanco.
—¿Los pintan? —preguntó Pepita.
—Algunos, sí; a otros les dan sebo y sal de plomo.
Los remolcadores pasaban, haciendo roncar sus sirenas, arrastrando las barcazas, echando bocanadas de humo negro y dando silbidos estridentes.
Aquellas aguas turbias y grises, con su sombrío oleaje, cruzadas por embarcaciones que iban en todos sentidos, no dejaban de tener su grandeza.
En una de las lanchas, desde donde limpiaban los fondos de un ballenero, se destacaba un hombre grande, monstruoso, medio desnudo, lleno de vello, con un color de cerdo blanco. Tenía los brazos enormes, llenos de tatuajes azules. Su cara era tan brutal como su cuerpo.
Pepita desvió la cabeza con horror.
«No se asuste la damita —le dijo aquel hombretón en inglés—. Soy un hombre que sabe ser galante con las señoras.»
Luego escupió un salivazo amarillo, de tabaco, al mar.
Larrañaga se echó a reír.
La tripulación de aquel barco ballenero se componía de noruegos o dinamarqueses; casi todos con cara redonda, pelo rubio blanquecino y ojos azules e inexpresivos, que miraban sonrientes desde la borda.
Atracaron con la Pepita a un lanchón y, saltando por encima de los fardos de la cubierta, subieron al barco bilbaíno. Estaban descargando. El que mandaba la maniobra daba sus órdenes en inglés. De cuando en cuando exclamaba perezosamente: «All right!».
Al subir al barco, Larrañaga dijo a sus primas:
—No creáis que en este barco, aunque os conozcan y sepan que sois hijas del patrón, os vayan a tratar con simpatía. Sois las hijas de un burgués y, siguiendo las pragmáticas socialistas, os tienen que mirar con odio.
—Bueno; ¡qué le vamos a hacer! —dijo Pepita—. Tienen poco aire de marinos esta gente.
—Ya nadie tiene aspecto de marino —contestó José—. El tipo de marino ha desaparecido de todas partes. Estos parecen obreros petulantes que pueden pasear el domingo en el Arenal de Bilbao. Son socialistas, internacionalistas; cantan canciones de café-concierto y se preocupan de los campeonatos de fútbol. Son iguales que los señoritos. Es lo peor que se puede decir de ellos.
Entraron en la cámara del capitán, que saludó a Pepita y a Soledad con talante de burócrata atareado que no tiene tiempo de ser amable.
El capitán era hombre joven, de cara atezada, bien vestido, con tipo de inglés; ignoraba completamente cuanto no fuera su oficio. A esta ignorancia, muy propia de vascongado, y sobre todo de bilbaíno, unía la presunción del que cree saberlo todo, Para él, Bilbao era el microcosmo. Se ausentó pretextando sus muchas ocupaciones.
—Estos paisanos nuestros son de una petulancia y de una suficiencia verdaderamente raras —exclamó Larrañaga—. ¡Qué limitación, qué estrechez de horizonte! Todavía esto se comprende en el que no sale de su pueblo; pero en esta gente, que anda de aquí para allá, es difícil de explicar. Ni Nelson tendría un aire más satisfecho.
—Está bien. ¿Por qué ha de estar descontento? —dijo Pepita.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó José a las dos hermanas—. Aquí suelen tener muy buenos vinos.
El capitán entraba y salía de su cámara con frecuencia.
—¿Y el mayordomo? ¿El ruso? —le preguntó Larrañaga.
—Se ha marchado. Nos hizo una trastada. Era un tipo admirable.
—Sí, era un tipo raro.
—No se sabía si era un príncipe ruso o algún judío aventurero —dijo el capitán a las dos hermanas—. Era un hombre notable. Había sido organizador de caravanas turistas en la China, medio faquir en la India, intérprete en Egipto. Contaba historias muy graciosas.
—¿Verdaderas?
—¿Quién sabe? Nos dijo que estuvo presente cuando una compañía de soldados rojos, dirigidos por un oficial, fue al palacio de Tsarkoie-Selo, en Rusia, y sacó de su tumba el ataúd donde estaba Rasputín. Luego llevaron el féretro a un bosque, donde había preparada una pira. Allí, los soldados extrajeron con las bayonetas el cadáver de la caja, ya podrido, que olía a perros, y lo quemaron en una hoguera durante todo el día, y luego aventaron las cenizas, echándolas en la nieve. Nos contaba que alrededor de la hoguera había cientos de aldeanos rezando y llorando por su mártir Rasputín y que hubo que dispersarlos a culatazos. Nos contó que, en Reval, en una comida, había dicho a unos delegados bolcheviques: «Son ustedes tan canallas y tan bandidos como los antiguos grandes duques; pero son ustedes más ignorantes, porque ellos conocían las marcas de los buenos vinos, y ustedes no las conocen».
—Y ahora, ¿qué mayordomo tienen ustedes? —preguntó Larrañaga.
—El de ahora también es ruso; pero este no habla. No hace más que leer la Biblia. Parece que ha viajado mucho y ha sido militar. Cuando tengamos un paisano, un vasco, le echaremos fuera.
El capitán se marchó.
—Sentaos —les dijo José a Soledad y a Pepita—, estáis en vuestra casa. Esta gente alardea de ser seca. Si queréis tomar algo, llamaremos al mayordomo.
—No, no.
Volvió el capitán con el piloto, a quien presentó a las dos hermanas. Este también era un joven vasco y se las echaba de indiferente y de impasible; hablando de su madre, decía siempre la vieja.
Poco después entró un español arrugado, amarillo, dependiente en casa de un comerciante judío.
—¿Qué trae usted para aquí? —le preguntó al capitán.
—Traigo doscientos sacos de cuernos.
—Poca cosa —contestó en tono de burla el empleado.
—¿Por qué?
—Porque aquí todos son cornudos. En este pueblo hay el ciento cincuenta por ciento de cornudos. ¿No ve usted qué afición tienen todos ellos al nombre de Cornelio?
El empleado habló así largo tiempo, de una manera cínica.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Pepita en voz baja a Larrañaga.
—Nadie. Un cualquiera que se cree con derecho a ser desvergonzado.
Después, el capitán, el piloto y el empleado de comercio hablaron del nuevo mayordomo.
—Es ruso —dijo el piloto—. Yo no sé qué clase de pájaro es; si es un imbécil o un místico. Siempre está leyendo la Biblia. Yo le dije el otro día: «No comprendo cómo lee usted esas tonterías». Él se encogió de hombros. Otra vez le oí que decía al cocinero que había que prepararse por si nos llamaba el Señor. «Y si no hay llamada, ¿qué va usted a hacer?». Si quieren ustedes, le diré que venga para que le conozcan ustedes y se diviertan un poco.
—No, no —dijo Soledad, a quien la idea de burlarse de una persona le parecía muy mal.
—Cuando queráis, nos vamos —dijo José.
—Bueno; vámonos.
Al salir a cubierta vieron al ruso. Era alto, rubio, con las mejillas hundidas, muy serio y muy triste. Parecía persona distinguida. Hablaba castellano despacio, pero con bastante corrección.
—Este hombre tiene aire de ser algo —dijo Pepita.
—Sí; es verdad.
El ruso los miró con sus ojos claros, vacíos de expresión, y al ir a salir al muelle por una pasarela de tablas dio la mano a Pepita y a Soledad con un gesto de galantería y de nobleza.
Las dos hermanas bajaron de nuevo a la lancha y vieron sobre la borda del barco la silueta melancólica del ruso.