ASPIRACIÓN
Yo soy como esos relojes viejos que tienen la máquina trastornada no hay manera de componerla ni de arreglarla. Arrimados a la pared, con su forma de ataúd, desafían a los mejores relojeros. En la caja de esos relojes hay polvo y telas de araña, y entre dos pesas de plomo desiguales, que cuelgan de cuerdas negras, una péndola dorada, que como el corazón de la máquina que hace tic-tac, tic-tac, sin cansarse Aunque anden, estos relojes adelantan o atrasan, y cuando llega el momento de dar las horas, se disparan con ruido terrible en sonoras campanadas, y en vez del cuarto, dan la media, y cuando tienen que dar las doce, dan la una.
Estas campanadas insólitas parecen asombrar al mismo reloj de donde salen, y a todo lo que le rodea, y los muebles y los cuadros se piensa que se han de mirar unos a otros con extrañeza y con sorna, y hacerse un guiño burlón y confidencial.
«Definiciones», Croquis sentimentales
—En las amistades y en los amores —dijo Larrañaga— tengo salida de potro cordobés y parada de burro manchego.
—¿Por qué?
—Así me pasa. Muchas veces caigo bien y produzco simpatía, pero al cabo de algún tiempo, en vez de afianzar la simpatía, la pierdo. Para consolarme, pienso que esto sucede cuando se ve que mi amistad es una posible distracción, pero no es útil.
—Siempre con tu mala idea de los demás y de ti mismo —contestó Pepita.
—Se busca la verdad por los medios que están a nuestro alcance. Intenta uno no engañarse.
—¿Y lo consigues?
—¡Qué sé yo! Por lo menos me preparo para encontrar la verdad teniendo mala idea de mí mismo.
—Y de los demás.
—Tienes razón, y de los demás.
—¿Te encuentras tan poca cosa?
—Sí, querida; estoy un poco arruinado, pero no es mi alma como una ruina antigua e imponente digna de aparecer en el fondo de una tabla florentina; es más bien un desbarajuste sin orden. Soy un hombre que tiene la aspiración a la vejez tranquila, no, claro es, a la decadencia física y a la enfermedad, sino a la inmovilidad mental y al gusto por la rutina. Me gustaría mucho perder la curiosidad y contenerme en las cosas próximas y sabidas. Una pequeña renta para vivir, una limitación mental, sería mi ideal. Las dos cosas son, indudablemente, muy difíciles de adquirir.
A las quejas irónicas de Larrañaga contra el destino, Pepita unía su cólera contra el matrimonio y contra su marido. Larrañaga encontraba explicable la actitud de Fernando. Una vez dijo, convencido:
—Tomar una muchacha joven, bonita, rica, buena, inteligente, vivir y prosperar a costa de la familia de la mujer y después, al primer momento, dejarla, no debe de tener nada de extraordinario para Fernando. Debe de ser un caso corriente. Él, sin duda, considera a la mujer como un gaucho puede considerar al caballo que ha cazado a lazo.
—No, pues en este caso le va a salir mal la cuenta —replicó Pepita—. Yo no soy de las que se resignan, ni mucho menos. Si soy como un potro cazado a lazo, no soy de los que se dejarán atar a una carreta.
—Tú no tienes la aspiración a limitarte y a no ser.
—No, no, al revés. Si me contemplan y me miman, soy capaz de renunciar a todo; pero si me excitan, saltaré por encima de los obstáculos que se me pongan, y no retrocederé ante nada.
—Eso está bien —dijo Larrañaga, riendo—. Cada uno buscando su ideal: yo, la paz y el estancamiento; tú, la guerra y la lucha.
Pepita, que era exuberante y turbulenta, sintió la necesidad de intervenir en la vida perezosa y gatuna de su primo. No lo hacía, seguramente, de una manera deliberada, pero sin querer trastornaba las costumbres y los viejos hábitos de Larrañaga.
A hacerle caso a ella, él hubiera tenido que cambiarlo todo de sitio.
«Bueno, bueno; por ahora lo dejaremos como está», terminaba diciendo Larrañaga.
A pesar de que resistía a las insinuaciones de Pepita, Larrañaga comenzaba a cuidarse, a acicalarse, a pensar en la ropa y en los zapatos. No quería que ella le reprochase su abandono, y tenía la preocupación de parecer joven.
«Estás muy guapo», le decía ella.
Él se reía.