II

INDECISIÓN

Sabemos muchas veces el comienzo de las cosas, su germinación y su formación. Así como el agricultor en la tierra deposita la semilla, dejamos nosotros un hecho, a veces insignificante, en el seno del tiempo. Luego este hecho se agranda, se complica, y a veces nos sorprende. Es un huevo de paloma del que ha nacido un dragón.

«Los comienzos», Evocaciones

Por la tarde anduvieron Pepita, Soledad y Larrañaga por el paseo de Coolsingel, desde la puerta de Delft hasta el monumento Galand, y vieron el mercado de flores.

—Hay borrachos —dijo Pepita.

—Es sábado.

—¿El sábado se permite?

—Ya se sabe que el sábado, en estos pueblos de marineros, hay gente que va dando tumbos por las calles.

Al volver a casa cenaron en el hotel y luego subieron a la habitación de Larrañaga, y Pepita y Soledad estuvieron tocando el piano.

Acudieron madame Grebber y sus hijas, y al oír en la escalera a Campen, el hombre del polder, le llamaron.

Juan Campen conoció a Pepita y la saludó; pero por más que ella se mostró muy amable con el viejo, este no se rindió; aseguró después que no le podía hacer olvidar a Nelly. Aquella era su preferida, aquella era humilde, modesta. A Pepita la encontraba demasiado decidida y satisfecha.

También las dos hermanas conocieron, unos días después, a Olsen y a su mujer, pero Larrañaga temía un poco la ironía de dinamarqués e hizo que Pepita no acudiera a casa de Olsen, pesar de que la habían invitado.

Visitaron también la oficina para conocer a don Cosme de quien José les había hablado como de un tipo raro. Don Cosme estuvo muy cariñoso con las dos hermanas. Como Pepita sentía gran curiosidad por saber cómo había sido Nelly, se lo preguntó a don Cosme.

—¿Cómo era esa Nelly? ¿Era simpática?

—Era un ángel —contestó él—. ¡Pobre muchacha!

—¿Estuvo a punto de casarse con Joshé?

—Sí, fue una lástima. No tenía salud. Hubieran hecho una gran pareja.

—Y mi primo, ¿es buen jefe?

—Sí, ya lo creo; es muy bueno y muy enérgico.

A Pepita le daba risa que don Cosme tuviera aquella idea respetuosa de José.

«Al menos a este le ha convencido», se dijo.

Al parecer, las dos hermanas se encontraban muy a gusto en Rotterdam.

Larrañaga las acompañaba a todas partes y vivían los tres en completa intimidad.

Larrañaga veía que la pendiente era peligrosa, pero no se apartaba de ella.

Le resultaba demasiado agradable.

Unos días después, Pepita miraba atentamente a su primo.

—¿En qué piensas? —le preguntó él.

—Pienso en que siempre has sido tímido y cobarde. Esa misma pobre niña Nelly, que vivió aquí contigo, quizá, si te hubieras casado con ella, no se hubiera muerto.

—No; eso, no. Nelly estaba muy enferma, y el matrimonio hubiera precipitado su muerte.

—¿Tú qué sabes?

—Lo decía el médico, lo comprendía yo.

—No creo en la ciencia del médico ni en la tuya.

—Tú, no; pero el resto del mundo creemos que son los médicos los únicos que saben algo de medicina. Es, quizá, una idea demasiado vulgar, pero cierta.

—Tú debías haberte casado conmigo, Joshé.

—¿Tú crees? —preguntó él, enrojeciendo ligeramente.

—Sí.

—Yo hubiera ganado; tú, no sé. Es posible que a estas horas estuvieras aburrida de tener un marido poco brillante.

—Quizá, sí.

—Además, casada conmigo no hubieras sabido apreciar las pequeñas condiciones espirituales que tengo. Yo necesito perspectiva.

—Como los cuadros…, un poco de alejamiento.

—Eso es.

—Nos hubiéramos entendido bien. Cierto que tú eres terco.

—¡Yo!

—Sí, y tienes un carácter demasiado individual para ser un buen marido.

—Por eso no lo he sido. ¡Tiene gracia!

—En la juventud, yo no tenía idea de nada —siguió diciendo Pepita—; no comprendía cómo eran las personas ni cómo era el matrimonio.

—¿Y hoy sí?

—Hoy, sí. Hoy me parece que comprendo a las gentes.

—Con relación a mí, ¿qué has comprendido?

—Para ti, naturalmente, hubiera sido mejor no tener esas aventuras, que no te han servido más que para sufrir y desesperarte. Esa Nelly debía de ser una chica muy buena, pero completamente aburrida.

—No, no.

—No comprendo cómo a nadie le puede gustar ese tipo de mujer modestita, oscura.

—Naturalmente, porque tú juzgas como mujer; eres partidaria del tono mayor, pero yo no lo soy.

—Yo me figuro que te gusta ese tipo de mujeres porque no te has atrevido con las otras, con las elegantes y bien vestidas.

—¡Bah! Vosotras creéis que una mujer, porque sea atrevida y se vista bien, ya es algo muy solicitado. Y no hay tal. La mayoría de las mujeres creen que el traje y las joyas realzan en un cien por cien la belleza femenina.

—Y es verdad.

—¡Qué va a ser verdad! Perdona que te diga. Esas ideas son ideas de cupletista. Claro. Cada uno juzga de la vida por sí mismo.

—Lo que a ti te pasa es que tienes egoísmo y miedo a mezclarte con los demás y a que te hagan daño.

—Egoísmo, ¿con relación a qué? Las mujeres llaman egoístas al hombre que no se casa, como si el matrimonio y la procreación fueran unos dioses a quienes hay que rendir culto necesariamente.

—Y lo son.

—Según para quién.

—Para todos.

—Para la mayoría, es indudable. Formáis, hombres y mujeres casados, un ejército con su tambor mayor y su música al frente.

—¡Qué idea!

—Es algo así. Todos los que andan dispersos y no están alistados en su ejército, son rebeldes y dignos de la horca.

—Completamente dignos de la horca —aseguró Pepita con seriedad cómica.

—Es el terrorismo social. Esos rebeldes son, muchas veces, gentes que tienen personalidad, una idea individual del amor, y no quieren aceptar, sin examen previo, los ideales de los demás. Y esto no se perdona.

—No se debe perdonar.

—Pues mira, yo, en ese sentido, soy más malthusiano que otra cosa. Creo, como Stuart Mili, que debe considerarse a la pareja que tiene familia numerosa con el mismo desprecio que a la que se embriaga. Yo, al que tiene cinco hijos, le pondría una multa.

—¡Qué horror! ¡Qué disparate! Entonces la vida es como un crimen.

—Ya sabes lo que dice Calderón:

Porque el delito mayor

del hombre es haber nacido.

—¡Bah! Eso es una tontería, aunque lo haya dicho Calderón.

—Hablando en serio, casi como pueden hablar dos profesores graves, yo creo que la humanidad tiene que tener sus especialistas. Los hombres sanos, fuertes, corrientes, al amor, a la familia; los hombres raros para quienes la relativa soledad puede ser útil y fecunda al celibato.

—¿Es decir, que, según tú, para el matrimonio se dedicaría lo peor?

—No. Al revés.

—Pero vamos, los brutos.

—Si la salud y la fuerza es brutalidad, sí. Yo creo que hay un fondo de barbarie y de crueldad, es decir, de salud en toda manifestación sensual, pero no hay que despreciarlo. Es como el matrimonio. El matrimonio no es una consecuencia del amor puro, sino del amor dentro de la mediocridad social.

—Así que un marido ideal para ti es el bruto sociable.

—Sí, algo así. No es seguramente el marido ideal un ser inteligente, insociable y nervioso.

—En todo eso que hablas, ¿sabes qué noto? —preguntó Pepita.

—¿Qué?

—El miedo al sufrimiento.

—Es posible. ¿Qué cosa más natural que tener miedo al dolor?

—Pero, prácticamente, ese miedo al dolor me parece poco prudente —añadió Pepita—, porque apartándose de la lucha y queriendo vivir a la defensiva, se ve que se sufre tanto como de cualquier otro modo.

—Efectivamente, yo reconozco que soy cobarde para el sufrimiento. Prefiero tener un caparazón de indiferencia para todo y no dejarme llevar por el sentimentalismo, que siempre me ha dado muy malos resultados. Hay que tener una especie de pared aisladora ante la brutalidad de los demás.

—Esa especie de pared aisladora no sirve para nada. Yo creo que es lo mismo que los que se abrigan mucho y se constipan más que los que llevan poca ropa.

—Esa es una tesis falsa —contestó José—. El que se abriga mucho es porque tiene propensión a los catarros.

—Las mujeres, en esto, somos mucho más valientes que los hombres. Sentimos más y pensamos menos.

—Pero no es sólo porque las mujeres son más valientes por lo que se lanzan a la vida amorosa con más energía. Es también porque ante ellas no hay más que un camino, y nosotros tenemos, por lo menos, dos o tres.

—Todo lo que se piense en esos asuntos yo creo que no sirve para nada. Hay que dejarse llevar, vivir lo mejor y lo más agradablemente posible, y nada más.

—Sí, eso se dice fácilmente, pero en la práctica no hay tal facilidad. Las cosas no dependen casi nunca completamente de uno; hay mil circunstancias que impiden que la voluntad nuestra se realice.