AMOR DIVINO Y AMOR HUMANO
Hay un arsenal de viejas figuras amaneradas, artefactos que tienen su fondo verdadero. El sino de las verdades en la literatura es convertirse a la vejez en lugares comunes. Uno de estos artefactos retóricos, dignos de la alegoría, es la copa que ofrece la vida, unas veces llena de placeres, otras de amarguras.
La copa de la vida, como copa de guardarropía, es una copa de cartón pintada de purpurina; pero, aun así, tiene su realidad alegórica. Unos beben en ella, o, por lo menos, creen que beben, el espacio azul, el éter puro; otros, un líquido espeso, ardiente, hecho con vitriolo, alcohol y especias fuertes, y salpicado con gotas de sangre humana.
«La copa», Evocaciones
Los Van Leer se habían quedado a pasar el resto del verano en Scheveningen. Fernando los acompañaba, y tenía el gusto de ver a la holandesa que se bañaba en la playa casi desnuda.
Pepita decidió ir a Rotterdam, y Soledad con ella. Fernando iría y volvería. Era para él la mejor solución.
Larrañaga buscó habitaciones para sus dos primas en el segundo piso del hotel del Puerto, donde él vivía.
—Ya tenéis las habitaciones preparadas —dijo a las dos hermanas.
—Muy bien; vamos allá.
—¿No piensas decírselo a tu marido?
—A mi marido no pienso ya hacerle caso. ¡Que se vaya a paseo!
Salieron de Ámsterdam los tres con un chaparrón tormentoso. Las gotas resonaban con fuerza en el suelo y dejaban marcas como gruesas monedas.
Mientras iban en el tren siguió lloviendo copiosamente.
—Creo que Rotterdam me va a gustar más que Ámsterdam —dijo Pepita.
—Rotterdam no es esa Holanda pesada, roñosa, egoísta, germánica —contestó Larrañaga—. Este es un pueblo de marinos, aquí las casas parecen castillos de popa, los muelles tienen pinta de barcos y hasta los árboles recuerdan los mástiles.
—Sí; esto creo que me va a gustar más.
—El hombre de Rotterdam tiene grandes condiciones —añadió Larrañaga—. Es inteligente, trabajador, tranquilo; sin orgullo ridículo y sin vanidad, lucha por la vida como puede. Aquí no se oye nunca hablar de historia, ni del duque de Alba, ni de cosas pasadas; a nadie se le ocurre comparar a Rotterdam con Londres, ni aun con Hamburgo. Si a uno de Rotterdam se le dice que el pueblo es bonito, se sonreirá, como diciendo: «No está mal». En Ámsterdam hay un orgullo ciudadano parecido al de los pueblos del mediodía; aquí, no.
—Allí hay orgullo y roña.
—Sí; parece que se ha unido la roña holandesa con la avaricia judía.
—¿Y tú crees que esta gente de Rotterdam no es patriota?
—Es patriota de otro modo; no a la manera nuestra, latina, que es un poco cándida y estúpida. Yo he nacido en el pueblo de Cervantes, de Dante o del Tiziano. ¿Y qué? Puede usted ser un imbécil.
—Tú todo lo quieres echar por tierra —exclamó Pepita—. No estoy conforme; comprendo que se esté orgulloso de ser de París, de Florencia o de Roma.
—Yo, no. ¡Qué gloria pertenecer a los tres millones de habitantes de París! ¡Tener la tresmillonésimaava parte de la gloria parisiense!
—Eres un orgulloso.
—Quizá. De ostentar algo, me gustaría ostentar méritos personales. Que un pintor me diga: «Yo soy de Florencia, pueblo que ha producido los pintores más exquisitos del mundo, pero pinto tan mal como cualquiera de los pintores italianos modernos», «Soy de Alcalá, paisano de Cervantes, pero escribo unas novelas pesadas y ridículas».
—¡Qué malevolencia tienes para todo!
—No; lo que digo me parece una cosa vulgar, corriente. De tener orgullo colectivo, me parece más lógico tenerlo por lo actual que por lo pasado, y estos países del norte de Europa, de hoy, tienen una superioridad colectiva evidente.
—¿Por qué?
—Estos pueblos han cogido la época en que el agua y el carbón son los grandes elementos de la industria y del comercio. Si no tuvieran estos elementos, languidecerían por muy arios que fuesen. Saben desenvolverse; Rotterdam, por ejemplo, no tiene el peso del elemento oficial. Está desembarazado de la burocracia complicada, vive en el presente y casi en el futuro. Antes de la guerra se hizo un esfuerzo y el ayuntamiento concedió un premio de cientos de miles de florines al barco que entrara en Rotterdam e hiciera el número diez mil. Para principios de noviembre ya había entrado el vapor que hacía este número.
Al llegar a la estación de Rotterdam, Larrañaga y sus primas tomaron un coche y fueron al hotel.
Los cuartos que había alquilado Larrañaga daban al río y tenían una vista admirable.
—He arreglado vuestros cuartos lo mejor que he podido —dijo José—, quitándoles ese aire vulgar que tienen las habitaciones de los hoteles.
—Muchas gracias, Joshé —dijeron Pepita y Soledad.
Había llevado libros y había puesto unos jarrones de flores.
—Son cuidados de solterón —dijo en broma Larrañaga.
—Y tú, ¿dónde vives? —preguntó Pepita.
—Yo vivo en esta misma casa, en un piso alto. Mi cuarto da a una calle pequeña, la calle del Pelícano, que desemboca en el paseo del canal de Leuvenhaven.
Las dos hermanas quedaron encantadas del sitio en donde estaba el hotel.
Fueron a la oficina y por la tarde a ver la casa de su primo.
El cuarto le pareció a Pepita muy simpático y agradable. Con su penetración de mujer lista, comprendió que allí se veía una mano femenina. No es que creyera que José tuviera mal gusto, pero sí le consideraba abandonado.
—¡Chico, qué casa más bonita! —dijo Pepita—. Ya me figuraba yo que tendrías un rincón simpático para vivir.
—¿Te gusta?
—Sí; este cuarto, sobre todo, es muy bonito. ¡Qué bien huele aquí! ¿Qué hay en esta habitación?
—Unas magnolias.
—Es un olor tan bueno, que me da tristeza.
—Ya aparece la sensualidad. Un cura te diría que es pecado.
—Pero tú creo que no tienes nada de cura.
—Un poco nada más, como buen vascongado.
—¿Y ese retrato de quién es? —preguntó Pepita, señalando el que estaba sobre la chimenea.
—Es de una muchachita alemana que vivió aquí, de quien te he hablado.
—¿De Nelly?
—Sí.
—¿Y quién lo ha hecho?
—Yo.
—¿De verdad?
—Sí; de verdad; ¿por qué te iba a mentir?
—Pues me parece muy bien; tan bien como cualquier retrato de un pintor de fama.
—Celebro mucho que te guste.
—Sí, chico; ¡si ese retrato está muy bien!; cuanto más lo miro, más me gusta.
—¿De veras?
—Sí; me da la impresión de que tú hubieras sido un buen pintor. Es cosa rara; creo que entiendo algo de pintura sin habérmelo propuesto. Siempre que he ido a los museos he ido sin ganas, y, sin embargo, al cabo de algún tiempo, he visto cosas en los cuadros que antes no veía.
—Es el sentido natural del arte, que indudablemente tienes.
—¿Y qué le pasó a esta muchacha del retrato? ¿Estaba enferma?
—Sí, estaba muy enferma. Ella tenía, la pobre, mucho entusiasmo porque yo le hiciera el retrato.
—¿Y tú también?
—Sí, también.
—¿Tú la querías?
—Sí, la quería como a una amiga, casi como a una hija. Estaba débil del corazón.
—¿Y ella te quería?
—No tenía más amistad que la mía.
—Debía de ser bonita.
—Sí, era bonita.
—Así, humildita, modosa…
—Sí.
—Tenía el pelo del mismo color que yo.
—Es verdad.
—Y el tipo de ser buena.
—Era muy buena muchacha, pero le faltaba salud. La muerte de esa chica me impresionó mucho. Me sentí misántropo, y pensé que toda la gente que me rodeaba era egoísta, estúpida y mezquina, quitando algunos infelices que venían a ser las víctimas propiciatorias de la crueldad general. Pensé volverme a España; pero… ¿no era también estúpida, egoísta y mezquina la gente de Bilbao? ¿No me había pasado la juventud reprochándoles esos defectos? Decidí quedarme. Al menos, aquí me dejan en paz.
—Siempre has tenido tú esa tendencia de misántropo.
—Es, en el fondo, exceso de sensibilidad y poco valor, quizá histeria. En esta época de hipocondría y de soledad, recordaba cosas que había hecho, o tonterías que había dicho como hechos actuales. Me avergonzaba y me ponía en ridículo ante mí mismo.
—¡Qué trabajos más inútiles!
—¿Qué quieres? Esto ha sido para mí lo peor. No he llegado a ser un hombre, como se dice, de una pieza; porque hay tipos que se lanzan a ser misántropos, solitarios, y lo son; no ven a nadie; eso está bien; pero yo, como digo, lo soy todo a medias. Un poco misántropo y solitario, un poco social, un poco bueno, un poco malo y siempre calamitoso.
—Y siempre también severo contigo mismo.
—Sí, es verdad. No reacciono con violencia ante los hechos; la reacción mía constante es la depresión. Es la presa que se vacía, y en donde el agua fangosa empieza a fermentar. Muchas veces pienso que debo de ser muy perverso, porque se me ocurren toda clase de crímenes, brutalidades y de horrores; pero ¿es la imaginación que los inventa gratuitamente, o es el instinto, que es de verdad criminal? No lo he podido aclarar.
—Confusionario, como decía nuestro amigo Stolz.
—No; aquel era un hombre grande, siempre alegre.
Larrañaga se asomó a la ventana e indicó con la mano la vista que se divisaba desde allá. El anochecer de este día de principio de septiembre parecía de entrado el otoño, con el cielo gris, las calles mojadas y el río de color de barro. El viento jugaba con la niebla, las torres lejanas aparecían y desaparecían al correr de las masas en bruma. Los hilos del telégrafo y del teléfono cruzaban el aire. Brillaban algunos focos eléctricos.
—¿Tienes el retrato de la otra aquí, de aquella de quien me hablaste en París? —preguntó Pepita.
—Sí.
—Me lo tienes que enseñar.
—Ahí lo tienes.
—¡Ah!, ¡muy guapa! ¡Ya lo creo! Tiene aire de mujer de mucho carácter.
—Lo era, indudablemente, es decir, lo es; pero para mí como si lo hubiera sido.
—El amor divino y el amor humano. Esta del retrato hecho por ti, el amor divino, y la de la fotografía, el amor humano.
—Sí; esta, un poco demasiado humano.
—Y aquella, un poco demasiado divino.
—Tienes razón. El amor divino ha dejado un buen recuerdo, el otro no ha dejado nada.
—Esa Nelly te inspiró.
—Sí, me impulsó a hacer su retrato, aunque tenía mucha desconfianza de que me saliera bien.
—Hay que insistir. Yo te lo digo siempre.
—Lo dices con malicia.
—Pero el consejo es bueno.
—Sí, quizá. El caso es que pinté la figura de esta chica muchas veces y, a fuerza de machacar, me salió algo. Esta muchachita era entusiasta del arte y llegó a convencerme de que podría hacer su retrato y al fin lo hice.
—¿Y ese gato que duerme ahí? ¿Tiene también su historia?
—Este es un gato español traído de un barco. Es tuerto y está lleno de heridas. Es un gato aventurero, debe de ser soldado de algún duque de Alba gatuno. Yo le llamo viejo bandido, asesino de gatos pequeños. Suele pasar tres y cuatro días fuera, no se sabe en dónde, y, según parece, riñe con los demás gatos. Después de sus excursiones vuelve a casa y pasa días durmiendo en una silla, cerca del fuego, hasta que, sin duda, toma fuerza y se larga de nuevo a seguir sus aventuras.
Pepita y Soledad conocieron a la dueña de la casa, madame Grebber, y a sus hijas. La dueña, muy amable y sonriente, les pareció muy simpática, y las muchachas, muy guapas. La institutriz inglesa, miss Ross, también huésped del piso alto, había ido a pasar una temporada a su país.