LAS HORAS DE LA PAZ
Cronos, el de la guadaña y el reloj de arena, ha escrito muchas divisas melancólicas probablemente con alguna tibia o con algún fémur, en todos los idiomas, en las esferas de los relojes. La concisión del latín ha dejado las más características: «Hora fugax». «Velox præterit hora». «Vigilate et orate quia nescitis hora». «Me lumen vos umbra regit». «Fugit irreparabili tempus». «Tempus edax rerum».
Joe asegura que las dos más expresivas leyendas de los relojes son, una, la del pueblo de Hasparren: «Ut fugitur umbra sic vita», traducida al vasco en estas palabras: «Nola itzala hala bizia»; la otra, la de Urruña: «Vulnerant omnes ultima necat».
«Las divisas de Cronos», Las sorpresas de Joe
Soledad y Pepita, en compañía de Larrañaga, vieron los pueblos próximos a Ámsterdam. Aquel país, plano, sin sorpresas surcado por canales, lleno de casas de campo repintadas y cuidadas, encantó a Soledad y no entusiasmó tanto a Pepita, que llevaba ya el prejuicio y la antipatía.
—Aquí todo tiene aire comercial —decía Pepita.
—Iremos a ver Delft y La Haya; luego, si queréis, seguiremos a Rotterdam.
Delft, dormida a la sombra de sus tilos frondosos, con sus canales estrechos, rectilíneos, sobre cuya superficie el comienzo del otoño iba dejando las primeras hojas amarillas, les hizo mucho efecto.
Había este olor de humedad otoñal tan admirable y se sentía la voluptuosidad de la vida, como si fuera un vino fuerte y aromático.
Larrañaga quiso encontrar el punto de vista que había tomado Juan Vermeer en su paisaje célebre de la calle de Delft, que está en el Museo de La Haya, pero no lo encontró.
Vieron el palacio de los príncipes de Orange, las marcas de las balas que disparó el francés Gerard cuando mató a Guillermo el Taciturno, y, al lado de un palacio y de una iglesia vieja, un medallón con la efigie del naturalista Leeuvenhoeck. Larrañaga conocía la vida y los estudios de este sabio holandés, que descubrió el microscopio, y contó sus fantasías y sus extravagancias.
Después marcharon a La Haya, entraron en la vieja torre fortificada donde los hermanos Witt, acusados de un complot contra la vida del rey, estuvieron encarcelados y fueron después hechos pedazos por el pueblo.
«Esta es la dulzura de los países protestantes», dijo Pepita.
Les mostraron una serie de instrumentos de tortura, muy desagradables, y el tomo de Molière que leía uno de los hermanos en la prisión.
Después de comer marcharon a ver el Palacio de la Paz, hermoso edificio con torres, grandes arcadas y magnífico jardín.
El palacio de la Paz estaba convertido en curiosidad turística y se pagaba a la entrada por visitarle.
«¡Qué cantidad de farsa con salsa inglesa hay en todo esto!», dijo Larrañaga.
Entraron en el parque y después en el palacio.
Visitaron salas y más salas; vieron la reja labrada, regalo del káiser; el jarrón del zar Nicolás y tres tinteros de plata enviados por España.
—Me voy a lavar las manos —dijo Larrañaga a Pepita, al ver un magnífico lavabo—. Siquiera que un palacio así sirva para algo.
Se metió en el cuarto. Luego, al salir al corredor, se encontró con que el grupo de turistas había desaparecido; avanzó y retrocedió y no los pudo encontrar, hasta que, al cabo de diez minutos, vio que salían de un salón.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Pepita.
—Nada; me he metido en ese cuarto de baño, y al salir no sabía dónde estabais. He pensado en las aventuras de un hombre perdido en el palacio de la Paz.
Siguieron mirando los distintos salones y galerías; salieron de nuevo al jardín y leyeron el letrero del reloj de la torre: «Paces solum horas indices». Larrañaga estuvo pensando cuál era la traducción exacta, y supuso que quería decir: ‘Indica sólo las horas de la paz’.
«¡Qué farsa, qué tartufería más desagradable!», concluyó diciendo.
A Pepita no le gustaba ir a los museos. A pesar de ello, Soledad y Larrañaga la convencieron para que fuese al Museo de Ámsterdam.
Fueron al museo y dio la casualidad de que se encontraron allá con el matrimonio Van Leer y con Fernando. No era posible hacerse los desconocidos, y no tuvieron más remedio que reunirse con ellos.
Pepita, que tenía cierto sentido de la pintura, se mostró displicente y desdeñosa.
Delante de la célebre Ronda de noche, de Rembrandt, Pepita dijo al momento que aquella luz no le parecía de noche.
—No es de noche, es evidente —replicó Larrañaga—. Pero ¿no te gusta?
—Me parece un cuadro muy efectista y que todas las figuras están como envueltas en una niebla aceitosa.
Fernando protestó. La holandesa hizo un gesto, como diciendo: «¡Qué disparate!».
Pepita afirmó que todas estas figuras de Rembrandt le parecían teatrales, espectrales, todas como fritas, envueltas en aceite rancio.
—Es verdad, tienes razón —dijo Larrañaga—: todo parece en vuelto en grasa y en caramelo, lo que no impide para que esté admirablemente dibujado y pintado. Me choca verte con opiniones tan definitivas, pero me parece que tienes razón. A mí, al menos, me da una impresión semejante.
Los síndicos de los pañeros, también de Rembrandt, tampoco le gustaron, por una razón indudablemente poco estética, porque uno de ellos se parecía a Van Leer.
Echaron un vistazo a las salas modernas.
Como pretendían que siguiera viendo el museo, Pepita dijo:
—Yo no quiero ver tanto cuadro; estoy harta; esto me aburre.
El señor Van Leer manifestó por Pepita gran admiración al verla tan definitiva en cuestiones de pintura.
—Es una mujer admirable —le dijo a Larrañaga—; yo no me atrevería ni a decir ni a pensar lo que ella dice.
—Sí; hay pocas gentes que en esos valores del espíritu tengan como ella una opinión fuerte. A Pepita no le engaña nada; el snobismo, las afectaciones de originalidad y de elegancia no le cogen. Parece distinguir la moneda falsa de la buena al momento.
—Es verdad —dijo el señor Van Leer—; posee una independencia de juicio y muy graciosa, que no es una cosa estudiada.
—No; es espontáneo en ella.
—Por eso me sorprende tanto. Allí, en Buenos Aires, todo es snobismo, y aquí igual.
—Es la acción de la prensa —dijo Larrañaga—, que da las opiniones hechas, y un poco el bluff de la época. En nuestro tiempo se ha creído, por ejemplo, que Flammarión era un astrónomo como Kepler o como Copérnico, que Maeterlinck o D’Annunzio son como Shakespeare.
—¿Usted cree que los antiguos valdrían siempre más que lo modernos? —preguntó el señor Van Leer.
—No lo sé. Yo no hablo de su valor como quien dice intrínseco, sino de lo que representan esos hombres antiguos para los hombres de hoy.
El señor Van Leer y Larrañaga estaban de acuerdo en muchas cosas, sobre todo en su admiración por Pepita.