III

EN EL CAMPO DE HARLEM

Este crepúsculo de otoño, en el campo holandés, da impresión de paz, de serenidad y de riqueza. El cielo tiene resplandores rosados, la tierra húmeda, surcada por acequias, un verde esmeralda; los boscajes, en medio de la llanura, son frondosos y oscuros; de los altos álamos en hilera cae la hoja rojiza y abarquillada, en el agua quieta y verdosa del canal, y queda como incrustada sobre un vidrio; los tilos se desnudan de su follaje y quedan en sus varas rectas hojas amarillas, que tiemblan con el viento.

El sol es brillante y la sombra fría.

Luego comienzan a iluminarse los cristales de la granja pequeña, brilla la llama de una fragua, el molino de viento se para, la chimenea de la fábrica espira bocanadas de humo negro, pasa un carro pesado con un caballo percherón, a lo lejos comienzan a brillar las filas de luces de la ciudad… y se siente la proximidad de la noche con un escalofrío en la espalda.

«Crepúsculo holandés», Las estampas iluminadas

Fueron Pepita y Larrañaga a ver una exposición de flores de Harlem. Tomaron un tranvía.

La tarde cambiaba de luz a cada momento: el cielo se mostraba azul, gris, de ceniza o de ámbar.

Cruzaron llanuras verdes y más llanuras, con molinos de viento, acequias, estacadas, campos amarillos de colza, y estanques, que tenían el mismo color que el horizonte.

—Estos cielos pesados, cargados de nubes rojizas, antes o después de la lluvia, es toda Holanda —dijo Larrañaga.

—Me gusta más el cielo azul —contestó Pepita.

—A mí, no —replicó Larrañaga—. Estas nubes bajas, estos efectos atmosféricos, dan una variedad al campo que no tiene a plena luz. De esta atmósfera húmeda y cargada de vapores viene toda la pintura de paisaje holandés. Es cosa rara, curiosa, que en este país haya habido tanto pintor y tan pocos poetas.

—¿Ha habido muchos pintores?

—A cientos. Entre los pintores, quitando a Rembrandt, ninguno ha tenido el amor por lo extraordinario como un Greco, un Tintoretto o un Goya; es el paisaje dulce, el clima suave Al pintor de aquí le queda este sensualismo manso que tiene sus puntos místicos. Es el agua, la humedad, la bruma. Es curioso observar cómo Holanda, donde el campo es, a primera ven tan insignificante y tan mediocre, ha producido magníficos pintores, y, en cambio, la naturaleza grande, heroica, de los Alpes, no ha producido ni uno solo. Porque Holbein es suizo, pero no es alpino.

Se detuvo el tranvía.

En los campos se veían vacas blancas y negras; llanuras verdes, como lagos, con islas de flores blancas y rojas.

Todos los matices de los colores tenues aparecían en el suelo y en el aire; el blanco, el verde, el gris, el violeta, en la atmósfera húmeda. Una gabarra pasaba por un canal. En algunos campos, las plantaciones de lúpulo trepaban por unas perchas. Había boscajes espléndidos.

—¡Qué hermosos árboles! —dijo Pepita.

—Sí, son enormes; tienen las raíces en los pantanos y las hojas en el ambiente húmedo y fresco.

En algunas partes, la capa exterior de la tierra estaba cortada en pedazos cuadrados, negros, para secarla al aire y convertirla en turba.

—Como en los cuadros de los paisajistas de aquí, la naturaleza no quiere ser extraordinaria —dijo José—; se contenta con ser amable.

—¿A ti te parece?

—Sí. Cada paisaje es una serie de motivos para el espíritu. Es como una sinfonía escrita; para el que la entiende poética, llena de interés; para el que no la entiende, nada.

Llegaron a Harlem, pasaron por la avenida de los Españoles y fueron a ver la exposición de flores instalada en un palacio de cristal.

Harlem, pueblo de jardines, está rodeado de campos, en los cuales, en vez del trigo o la cebada, se cultivan los jacintos, tulipanes, hortensias, narcisos y ranúnculos.

Los tulipanes de Harlem aparecen por todas partes en la ciudad, en los balcones de las casas, en las tiendas, en los cafés, en las tabernas y hasta en las ventanillas de los tranvías.

Harlem tiene un parque admirable, que se llama el Bosque. En el Bosque de Harlem las hayas y los tilos gigantescos ofrecen inmensos follajes, con los troncos abrazados por las enredaderas…

Recorrieron toda la exposición. Los ejemplares eran, indudablemente, magníficos, de tamaño y de color.

—Aquí todo está industrializado —dijo Larrañaga.

—Pero estas flores no huelen —advirtió Pepita—; yo, al menos, no las encuentro perfume ninguno.

—Es verdad. No tienen el olor fuerte de las flores de España.

Como no había gente en la exposición, y hacía frío, decidieron marcharse en seguida.

Pasaron por el bosque de Harlem. Al salir al campo vieron las alfombras rojas de tulipanes y los cuadrados de jacintos y de narcisos.

—¿Quieres andar? —preguntó Larrañaga a Pepita.

—Sí, vamos.

Marcharon largo tiempo a pie.

—Cuando vengo a este pueblo siempre recuerdo que se dice que en Harlem vivió, durante mucho tiempo, una sirena —dijo Larrañaga.

—¡Qué tontería!

—En el diccionario universal de Trevoux se lee que en el oeste de Frisia, en el Zuiderzee, se encontró una mujer marina después de una gran tempestad. Unas menestrales de la ciudad de Edam la hablaron, la llevaron al puerto y la enseñaron a hilar. Después, esta dama marina fue trasladada a Harlem, donde vivió algunos años como las demás mujeres, comiendo lo mismo, vistiendo lo mismo y discurriendo lo mismo, es decir, discurriendo poco o mal. Parece que esta sirena no perdió nunca su inclinación a acercarse al agua.

—Todo eso es una fantasía.

—No. Esto lo cuenta un obispo en sus Coloquios, en un capítulo titulado «Mulieris forma piscis captus est in holandria». ¿Qué más comprobante que un obispo? El obispo dice que el caso ocurrió en mil cuatrocientos tres. Esta dama marina que se alimentaba como las personas, de pan y leche, no llegó a aprender a hablar.

—Una mujer perfecta para la mayoría de los hombres dijo Pepita con ironía.

—Para mí, no —replicó José.

—¿Es verdad que tú crees que vale la pena de oír a las mujeres?

—¡Qué duda cabe! Aunque digan tonterías, vale la pena oírlas.

—¿Y si no las dicen?

—Si no las dicen, pues mucho más.

—¿Y sería de verdad un animal marino con facha de mujer esa sirena?

—¡Ca! Probablemente, una invención de la fantasía popular.

El tiempo estaba espléndido, la tarde de otoño, suave y tibia, las nubes se amontonaban en el ocaso; el cielo iba quedando azul; el sol se ponía entre nubes moradas y rojas; brillaba en los campos de lúpulo y sobre las praderas esmaltadas por las flores de la colza, y producía sombras alargadas en el suelo; los árboles mostraban algunas hojas amarillas entre el follaje verde; los pájaros corrían en bandadas por las espesuras. Había un olor agradable a humedad y a hierba.

Por el mismo camino iba un labriego cantando.

—¡Oh! —exclamó Larrañaga.

—¿Qué te pasa?

—Esta canción que se oye al anochecer en el camino es la que me impresiona, no distingo si es buena o mala, inspirada o vulgar. A esta hora y en el campo una canción así me produce siempre nostalgia y tristeza.

—No me había fijado —contestó Pepita.

—Bueno —dijo Larrañaga—, no te vayas a cansar. Tomaremos el tranvía.

En el tranvía, como el interior estaba lleno, Pepita y Larrañaga quedaron en la plataforma. Con los movimientos, a veces ella tenía que apoyarse en él y se reía.

Al acercarse a Ámsterdam, contemplaron los edificios próximos de los alrededores, barriadas de obreros, con casas horribles, cuadradas, de ladrillo, como cajas de puros. El sol brillaba en las torres, en los tejadillos y en las veletas con pálido resplandor.

Al volver al hotel, la calle estaba desierta; el canal, solitario, y las luces, en fila, se extendían a lo largo del muelle.