II

LA GENTE QUE PASA

¿Qué se encuentra por todos lados? —decía Joe— Gente que pisa fuerte, gente con una vanidad ridícula y que mira con desdén; pero el hombre, el hombre humano, ni orgulloso, ni vil, ni rampante, ¡qué poco abunda!

¡Caminante solitario de gran ciudad, que paseas por en medio de la multitud como en un bosque, ¿en dónde está uno más solo que entre la multitud de las grandes ciudades?, cuán pocos son los hombres con caras humanas! En qué pocos ojos brilla la sinceridad, la lealtad y la benevolencia. Aires solemnes, graves, autoritarios, tipos pedantescas, profesorales. La presunción, el interés y el orgullo por toda, partes y la pantontería humana.

«Las multitudes», Evocaciones

Al parecer, Fernando volvía a las andadas. Sin duda, no le basaba ir de cuando en cuando al hotel, donde estaban los Van Leer; quería pasarse allá el día entero en compañía de la holandesa.

La cólera de Pepita se iba enfriando y cuajando y haciéndose más dura y más fuerte. Pensaba marcharse, uno de aquellos días, de Ámsterdam. No se encontraba a gusto.

Pepita se manifestaba nerviosa e inquieta y se la veía pronta a saltar. Aquella relación tan larga de su marido con la holandesa le iba poniendo exaltada y frenética, con una cólera que iba derivando a tomar resoluciones firmes.

Pepita tendía a encontrar mal cuanto veía; se hallaba disgustada, todo le parecía pequeño, mezquino y feo.

—Aquí hace, además, un calor atroz.

—Es indudable, pero no es lo frecuente —replicaba José—. Seguramente hará calor en toda Europa.

Como en Suiza, Larrañaga era el cicerone de las dos hermanas.

Al día siguiente de llegar Larrañaga, fueron a comer, por la tarde, él y sus primas, a un pequeño restaurante del Rokin, muy arregladito y coquetón. Estaba desierto.

Les sirvió un joven alemán.

«Este es algún escapado de la guerra —dijo Larrañaga—. En Rotterdam teníamos un tipo parecido, un antiguo estudiante de filosofía que se hizo mozo de un bar y acabó siendo el propietario.»

Después de comer salieron del restaurante. La orilla del canal estaba muy triste al anochecer. Siguieron por el Rokin hasta la plaza Sofía, donde se destaca la torre de la Moneda, y fueron luego al borde del Amstel.

El agua gris aparecía inmóvil en el canal, y las luces de los anuncios eléctricos se reflejaban en su superficie negra. Alguna que otra gabarra lenta iba avanzando como un monstruo marino. Las mujeres de vida airada hacían la guardia en las esquinas y a la entrada de los puentes.

—Estas ciudades necesitan poca luz —dijo Larrañaga—. Son algo como el arte gótico.

Luego cruzaron un puente del canal del Amstel y volvieron por la otra orilla contemplando las aguas del río.

Se acercaron al malecón a mirar el cauce. Larrañaga apoyó los codos en el pretil.

—Estas negruras del agua estancada me dan el vértigo —murmuró—. Si las miro mucho, sueño con ellas.

—Entonces no las mires —replicó Pepita.

—¿Qué importa tener el vértigo o no?

—Sí importa.

Y Pepita tapó los ojos de su primo con la mano. Larrañaga quitó la mano de sus ojos, la cogió, y viendo que Soledad había alejado un poco, la besó. Pepita se rio.

—Chico, ¡qué honestidad! —exclamó—. Creo que no me has besado más que en las uñas.

—Qué quieres. No soy un madrugador.

—Pues mira, creo que a las mujeres no nos gustan los que levantan demasiado tarde.

—Ya lo sé. Pero ¡qué se le va a hacer!, uno es un caballero.

Siguieron adelante por la orilla del canal hasta internarse entre calles.

—Este debe de ser el barrio judío —indicó Larrañaga.

Ya era de noche cuando se encontraron en Waterloo Plein. La luz de los reverberos iluminaba tipos de mujeres y hombres de ojos negros y perfil aguileño. Se notaba una mezcla de sordidez holandesa y de sordidez judía.

—¿Hay muchos judíos en Ámsterdam? —preguntó Pepita.

—Hay, según dicen, cerca de sesenta mil. Si queréis, podemos entrar en un barrio de burdeles que hay por aquí, pero es un poco siniestro y triste.

Larrañaga contó cómo había estado una noche en una de las tabernas de aquellas calles. Era cuando fue a buscar al padre de Nelly.

Estos canales del barrio, con las orillas desiertas, con la luz triste del crepúsculo y de los faroles a grandes trechos, ofrecían un aire muy dramático.

—Tiene mal aspecto esto —dijo Pepita.

—Sí, no vayamos por ahí —añadió Soledad.

Volvieron a Waterloo Plein y por la orilla del canal salieron de nuevo al Rokin.