LA CARTA BLANCA
En la calle ancha, con su canal de agua inmóvil y muerta, va replegándose el sol.
Una franja de luz amarillenta dora los tejados y las copas de los árboles verdes de una de las orillas.
Por el puente próximo, ancho y asfaltado, corren las bicicletas, llevando un mundo de empleados a sus casas de las afueras. Hombres derechos en su máquina, serios, un poco doctorales, pasan de prisa.
Arios braquicéfalos y dolicocéfalos; algunos católicos; la mayoría, protestantes; pero todos ciclistas. ¡El ciclismo! Carácter típico de los arios, según las clasificaciones un poco cómicas de Otto Ammon y de Vacher de Lapouge. Quizá los semitas, que abundan en la ciudad, pedalean también, copiando a los arios con cínica desvergüenza; pero es un pedaleo falsificado, mixtificado, para el cual no tienen derechos adquiridos. El ario, la bicicleta; el semita, el camello.
Chicas rubias, guapas, con el pelo suelto, marchan en su aparato con brío y estiran, sonriendo, con la mano, la falda corta para que no se les vean los pantalones con puntillas.
Los anuncios luminosos en un tejado centellean en los torbellinos de las aguas negras del canal desierto.
En la calle próxima brillan los escaparates; por el canal estancado, bordeado por frondosos olmos, adonde no llega la luz de los faroles, una gabarra avanza oscura y gigantesca.
Silencio, tristeza. Cielo de ámbar.
Y el carillón de una torre hace: tin-tan, tin-tan, como un arpegio de guitarra perdido en el cielo ceniciento.
«Anochecer de Ámsterdam», Las estampas iluminadas
Larrañaga pasó varios días, en su casa de Rotterdam, preocupado, pensando que Pepita y su marido estaban ya en plena reconciliación. Una semana después de llegar de París, Pepita le telefoneó desde Ámsterdam.
«Estamos aquí en Ámsterdam, en el hotel Polonia del Rokin; ven a vernos.»
«La reconciliación quizá no era verdadera», se dijo Larrañaga, y se alegró.
Larrañaga conocía poco Ámsterdam. Rotterdam y Ámsterdam son pueblos que se miran con recelo. José, como vecino de Rotterdam, no tenía simpatía por Ámsterdam.
Larrañaga tomó el tren, bajó en la estación y fue andando hasta el hotel; preguntó por Pepita en la oficina y subió en el ascensor hasta su cuarto.
Pepita parecía cansada y de mal humor.
—¿Cómo estás? —le preguntó ella—. ¿Por qué te fuiste de París tan de prisa?
—Tenía que hacer aquí —contestó Larrañaga mintiendo ¿Y por qué habéis venido a este hotel tan céntrico?
—Avisamos a otro, pero no nos guardaron cuarto, y tuvimos que venir a este.
—¿Estáis mal aquí?
—No. Pero ¡no es un hotel agradable! ¡Este cuarto tiene unas vistas tan antipáticas! Da a la parte de atrás, a terrazas y a patios.
Pepita abrió la ventana. Se veían galerías, ventanas de cocinas y talleres, y unos tejados planos, grises, llenos de piedras de río.
Enfrente se destacaba el cimborrio del Palacio Real, y debajo de su pequeña cúpula las campanas del carillón. Sobre el tejado se erguían tres estatuas de bronce, y, coronando el campanario, la veleta con un galeón antiguo con sus velas.
—Ya te cambiarán de cuarto —dijo Larrañaga.
—No pienso estar mucho tiempo en Ámsterdam.
—¿No te gusta esto?
—Muy poco; desde que estoy aquí duermo muy mal. En este pueblo hace un calor horrible.
—Sí, es una cosa insólita. Ahora hará calor en toda Europa. Esto es pasajero y durará poco.
—Luego, ese carillón del palacio no hace más que estar sonando. Es una lata —murmuró Pepita.
—¿Qué tiene Pepita? —preguntó Larrañaga a Soledad, cuando entró en el cuarto de esta.
—No sé qué tiene; pero se encuentra triste y de muy mal humor. Vuelve a pasar los días llorando, pensando en la niña que se le murió. Luego, su marido no ha hecho nada de lo que le ha prometido. Al parecer, había dicho a Pepita que ya estaban rotas sus relaciones de amistad con la holandesa, y resulta que ese matrimonio holandés está aquí.
—¿Han venido?
—Sí, llevan en el pueblo más de una semana.
Fernando intentó, sin duda, ocultarlo; pero como esto no fue posible, los holandeses volvieron a verse y a hablar con Pepita.
Larrañaga los conoció. Aquellos holandeses vivían en Buenos Aires y sabían castellano.
El señor Van Leer era alto, de color ictérico, cara angulosa, bigote negro y aspecto insignificante, con expresión tímida y apocada.
Procedían de un pueblo próximo a Ámsterdam, y manifestaban, como casi todos los amsterdaneses, mucha antipatía por Rotterdam.
—Rotterdam es muy sucio —le dijeron a Larrañaga.
—Yo no lo encuentro más sucio que cualquier otro pueblo.
La holandesa argentina era una mujer rubia y gruesa, con los ojos azules, tipo de Rubens o de Rembrandt; la nariz, un tanto corva; la cara, expresiva; era muy coqueta y vestía bien.
La holandesa tenía un aire erótico y lascivo. Estaba en ese otoño de la vida en que se ve que se pierde el terreno; sin hijos, y con el marido enfermo, daba la impresión de que quería aprovechar los años en que aún podía ilusionar y encender los deseos de los hombres.
A pesar de su buen aspecto, no se le podía comparar en gallardía, ni en elegancia, con Pepita.
Los holandeses hacían un viaje cada cuatro o cinco años a Europa. Les daba mucha pena ver Alemania en el estado en que se encontraba después de la guerra.
El matrimonio holandés-argentino se mostraba como si entre ellos y Fernando y Pepita existiera excelente armonía. Aseguraban que ellos eran los que aconsejaron a Fernando que fuera a Ámsterdam.
Después de la conversación con los holandeses, Pepita preguntó a Larrañaga:
—¿Qué te han parecido?
—Ella es una mujer de cuidado.
—¿Y él?
—Él es un infeliz.
—Completamente.
—Es un señor pesado. Es un tipo contemporizador. Cuando se dice delante de él: «Me gustaría que hiciera buen tiempo», él asegura: «A mí también». Pero si otro a los pocos momentos afirma: «Vendría muy bien la lluvia», él dice convencido «Sí, es verdad; una lluvia ahora vendría muy bien». Desde niño ha debido de ser igualmente fino. Probablemente cuando le amamantaban, sacaba su gorrito y pedía permiso a su nodriza para tomar un sorbo.
—Los aduladores son muy aburridos.
—Este señor considera que la cortesía debe ser adulación.
—Para mi gusto es muy cargante.
Los Van Leer intentaban convencer a Fernando y a Pepita de que se quedaran en Ámsterdam.
—¿Es que no tienen vergüenza? —decía Pepita—, ¿o es que esa mujer es tan estúpida que no comprende que yo estoy enterada de todo? Esa gente no tiene idea de la dignidad.
—¿Por qué?
—Hay que ver, unas personas ricas como ellos y un marido que, en vista del papel feo que hace, considera que el galanteador de su mujer es el que tiene que hacer los gastos de las cosas superfluas.
—Es la consecuencia de la carta blanca.
—Es una fea consecuencia.
—Es que el dinero es el gran disolvente de todas las virtudes. Se empieza vendiendo chocolate o zapatillas, se sigue vendiendo acciones de sociedades y se acaba vendiéndolo todo, aunque sea la mujer y los hijos. Cierta clase de dignidad necesita un clima espiritual especial, una temperatura fija; pasada esta o no llegando a ella, esa dignidad se pierde. El dinero es el gran putrefactor social, el gran disolvente.
—Tú sí que eres disolvente, como dice mi padre.
—Y él es absorbente, que para mí es peor. La dignidad es como la moral y como la cocina —siguió diciendo Larrañaga—. Por eso cada país tiene la suya. Hay en una comedia de Labiche, autor francés de muchísimo ingenio, aunque algunos le consideran desdeñosamente como sainetero vulgar, una marsellesa que va a París a casa de un comerciante amigo suyo y corresponsal. El señor de París dice, como si se tratara de un dogma: «El aceite, sólo en la ensalada». Sí, el aceite sólo en la ensalada en París, pero no en Marsella, ni en Nápoles, ni en Barcelona, ni en Málaga. En el sur, el aceite con el pescado, con las rosquillas y con la carne. El holandés, el alemán, siente el olor del aceite, que le molesta, en Valencia o en Sevilla; tú sientes el olor desagradable a manteca rancia aquí, en Ámsterdam. Con el tiempo, ellos y tú os acostumbraríais.
—No, creo que no.
—¡Bah! Ya lo creo. A mí también me parecía una prueba de barbarie el comer mucha grasa; luego la he comido. Es el clima.
—Yo estoy por encima del clima —dijo Pepita con arrogancia.
Larrañaga se rio.
—Es una ilusión. Nos ha pasado en un barco de nuestra casa algo muy significativo. Se alistaron diez o doce marineros alemanes, acostumbrados a comer durante la guerra un sebo infame. Se les dio aceite en la comida, y, al parecer, aceite bastante bueno, y a la semana siguiente protestaron, diciendo que se ponían enfermos. Preferían el sebo. Lo mismo pasa en la moral.
—No me convencerás de ciertas cosas.
—Pues son así; cada pueblo ha creado, con sus instintos, sus gustos especiales. Sócrates y Kant, si se ponen a hablar en el Olimpo de la cosa en sí, es muy probable que se entiendan; pero si se ponen a hablar de cocina y de sus gustos, no se entenderán.
—¿Por qué no ha de haber un gusto general?
—Porque no lo hay.
—La comida francesa, por ejemplo, es el modelo.
—Sí, eso creen ellos, los franceses y las gentes que les siguen y olvidan sus inclinaciones naturales. El francés ha sido siempre bastante petulante y dogmático para pensar que está en el fiel de la balanza, en la cocina y en todo. De aquí que haya sido en general tan mal viajero. El que tiene la idea de su arbitrariedad, se explica la arbitrariedad de los demás, pero el que supone que no hay más norma de vida que la suya, no se explica nada. Ellos, los franceses, suponen que poseen las ideas generales, lo universal, la medida, la norma.
—Si no la tienen es indudable que son los que más se acercan a tenerla.
—Yo no lo creo. No creo que haya norma ideal en nada Esto de las ideas generales es un espejismo de los países planos; en estos países planos, las inteligencias son en extensión más que en intensidad. No se puede creer que en costumbre en gustos, en opiniones, haya unos que tengan razón y los otros no.
—Pero si todos tienen razón, es lo mismo que si no la tuviera ninguno.
—Y es verdad; ¿dónde está la razón única? En la historia se va cambiando paulatinamente; hay épocas en que se cree que los de la derecha son los que tienen la razón, y épocas en la que se cree lo contrario; pero, probablemente, en una época y en otra, ni se acierta del todo, ni se equivoca del todo. En esta última época nos hemos engañado, en nuestro entusiasmo, por la gente del norte. Creíamos que tenían las condiciones que faltan a los meridionales. Naturalmente, no había tal. En tiempos antiguos se suponía que toda la inteligencia estaba en el sur, el mismo Voltaire, que en su tiempo decía que la luz venía del norte, creía más en la inteligencia de los meridionales que en la de las gentes del septentrión. Luego hemos pensado lo contrario, probablemente, con las mismas razones. Lo único bueno que tienen estos cambios es que así nos vamos enterando mejor de los pueblos. Es decir, que si no encontramos la verdad, por lo menos vemos que es conveniente cambiar.
—¿Y ahora?
—Ahora no creemos en nada, pero inventaremos alguna utopía razonable o estúpida para dentro de poco. Somos grandes constructores de ilusiones, hasta que hacemos lo posible para destruirlas. Ya oirías contar a nuestro amigo Stolz su gran decepción con los suecos. Fue a Suecia lleno de fervor ario escandinavo, consiguió una audiencia para ver al rey, se lo encontró en un salón de su palacio bordando en un bastidor. Al parecer, muchos de sus súbditos se dedican a este trabajo que a nosotros se nos figura de mujeres. Entre los escandinavos hay afeminados como puede haber en los países del sur, y entre la gente del sur hay gente de inteligencia tan pesada y tan torpe como en el norte.
—Chico, las ideas tuyas me dan el vértigo —dijo Pepita—; tú debes de estar enfermo.
—Es muy posible; pero, ¡qué le vamos a hacer!, ya no hay cura. Es posible que tenga manía razonadora o manía destructora, pero, en fin, ya sabes que en último término estoy dispuesto a callarme.
—No, no; habla.
—Estos pueblos de la Europa germánica son inteligentes, pero muy mezquinos. En cambio, los españoles no somos tan mezquinos, ni tan trabajadores, ni tan inteligentes.
—Yo no veo que los españoles sean tontos.
—No; individualmente, no; pero es gente de vista corta. La guerra pasada a mí me ha dado muy mala impresión de España.
—¿Por qué?
—Porque no ha sabido aprovecharse de las circunstancias para dar un salto hacia arriba.
—Está bien el no aprovecharse de la desgracia ajena.
—Sí, pero no ha sido por esa razón sentimental por la que los españoles no se han aprovechado de la guerra, sino porque no han sabido hacerlo. Cuando venían a Rotterdam los barcos de Bilbao, yo preguntaba a los marinos: «¿Qué hacen en Bilbao? ¿Construyen fábricas?». «Allí —me decían— todo el mundo compra automóviles, pianolas y collares de perlas, juega y va a los toros.» En Barcelona hacían lo mismo.
—Me parece cosa muy lógica el disfrutar cuando se puede.
—Sí, pero es más lógico asegurar este disfrute para mucho tiempo. Los españoles, en esta época de la guerra, han querido ser listos y se metieron de cabeza en esa cuestión de los marcos, que era una gran estafa de Alemania.
—¿Quién lo había de pensar?
—Somos gente torpe, de cabeza dura para las complicaciones de la mecánica y de la economía moderna.
—¡Y qué se le va a hacer! Ya viviremos a pesar de eso.
—Viviremos si nos dejan vivir; que es posible que no nos dejen. Para la mayoría de los españoles, Fernando Séptimo y Calomarde, cerrando universidades y abriendo la escuela de tauromaquia, debieron de ser los que mejor entendieron el país, pero hoy, en el mundo, no se deja vivir a cada pueblo como le dé la gana, con su escuela de tauromaquia o de coreografía. Hay que tocar acorde con la orquesta mundial, o, si te parece mejor, con la murga de los países civilizados. Al país que quiere tocar su solo de clarinete o de guitarra en su rinconcito, los demás lo atropellan brutalmente.
Entre Pepita y Larrañaga, las conversaciones seguían siendo de este género, puramente intelectuales y conceptuosas; en cambio, sus miradas no expresaban nada general ni intelectual. Había en ellos, como dos esgrimas, la de las palabras, puramente ideológica, y la de las miradas, que se refería profundamente a sus sentimientos.