¡Qué se va a hacer! —dice Joe—; a mí el libro que me gusta es el que no tiene ni principio ni fin. Ni alfa ni omega. Me agrada la novela permeable y porosa, como la llama un amigo nuestro; la melodía larga que sigue y no concluye.
Se acostumbra uno a ese paso de andadura, quizá pesado y monótono, que permite soñar y hasta dormir, y se quiere seguir así, más de prisa o más despacio, mirando a un lado y a otro del camino, sin deseo fijo de llegar a ninguna parte.
¡Qué se va a hacer! A mí el libro que me gusta es el que no tiene ni principio ni fin.
Ni alfa ni omega.
Ni tesis, ni conclusiones, ni estéticas, ni moralejas, ni la gran moral, ni la pequeña moral; esa negación es nuestra pequeña afirmación. Se marcha, se divierte uno, se aburre uno y… adelante.
«Sí —dice el señor del público, el editor o el librero—, sí; pero hay exigencias literarias positivas, prácticas, encuadernatoriales. Hay que cerrar un poco la barraca, hay que impermeabilizar un tanto el toldo, hay que hacer que la melodía tenga el ritmo marcado de una polca, mazurca o de un chotis de cocineras, para que después se note el ritmo lento.»
Sí, yo comprendo estas objeciones; me parecen justas, equitativas y razonables; pero…
¡Qué se va a hacer! A mí el libro que me gusta es el que no tiene ni principio ni fin.