Tal como un gusano que atraviesa una manzana puede suponer que ésta, su cualidad y sustancia, consisten simplemente en esos pocos elementos que le han pasado por el propio e ínfimo cuerpo, cuando en verdad todo su ser está rodeado por la fruta, apenas disminuida por su paso a través de ella, tampoco Buddy, Maryann y el hijo, Blosson y Orville, al salir de la tierra después de un prolongado trayecto por las sinuosidades laberínticas de las propias maldades, puramente humanas, eran conscientes de la omnipresencia de la maldad exterior más vasta, a la que llamamos realidad. Hay maldad en todas partes; pero sólo podemos ver la que tenemos ante las narices; sólo podemos recordar lo que ha pasado por nuestras entrañas.
Las esferas grises, cargadas de pulpa frutal, se habían elevado partiendo de una tierra que ya no era verde. Luego, como seres primitivos que despejan sus tierras, las máquinas servidoras de esos agricultores extraños, convirtieron a la tierra en una pira. Los elevados tallos de las grandes Plantas se consumieron, y el espectáculo tuvo toda la grandeza de una civilización que cae en ruinas. Los pocos seres humanos que quedaban volvieron a refugiarse abajo. Cuando salieron de nuevo, el fúnebre manto que cubría la tierra abrasada les hizo recibir con alivio el eclipse total de la noche.
Después sopló un viento desde el lago, y la mortaja se aclaró, descubriendo en lo alto las pesadas nubes. Llegaron las lluvias. El agua pura despejó los cielos, les lavó de los cuerpos las incrustaciones acumuladas durante meses, y empapó la tierra negra.
Salió el sol, secó la lluvia, y los cuerpos de los seres humanos se regocijaron en esa tenue calidez primaveral. Aunque la tierra era negra, el cielo era azul, y de noche había estrellas: Deneb, Vega, Altaír, más brillantes de lo que cualquiera de ellos recordaba. Vega, en particular, brillaba luminosa. En la falsa aurora, un trozo de luna se elevó en el éste. Más tarde se iluminaría el cielo, y una vez más saldría el sol.
Todo les parecía muy bello, porque creían que las cosas estaban volviendo a su orden natural; es decir, el de ellos.
Hubo expediciones a las raíces en busca de restos de fruto olvidados por los cosechadores. Aunque escasos, esos restos existían; racionando al extremo las migajas, quizá podrían sobrevivir al verano, por lo menos. En el momento tenían además el agua y las hierbas del lago, y en cuanto hiciera más calor planeaban ir hacia las cálidas tierras del sur, siguiendo el Mississippi. Esperaban además que el océano fuera todavía fértil.
El lago estaba muerto. A lo largo de toda la costa ennegrecida por el fuego se amontonaban los pescados muertos, como un monumento recordatorio. Pero que el océano pudiera hallarse en el mismo estado… eso era inimaginable.
La principal esperanza para ellos era que la Tierra había sobrevivido. En algún lugar debía de haber simientes brotando en el suelo tibio, sobrevivientes como ellos, y cuyo florecimiento haría verdecer de nuevo la tierra.
Pero la esperanza fundamental, sin la cual todas las demás esperanzas eran vanas, era que la Planta hubiera cumplido su ciclo, por largo que éste fuera, y que ese ciclo hubiera concluido. Las esferas blindadas habían partido luego de saquear el planeta, los incendios habían quemado el rastrojo, y ahora la tierra despertaría de la pesadilla de esa segunda Creación extraña. Eso esperaban.
Entonces, una alfombra del verde más vivo cubrió totalmente la tierra. Las lluvias que habían lavado el cielo del humo de la quemazón, también trajeron consigo los billones de esporas de la segunda siembra. Como todo híbrido, la Planta era estéril, y no podía reproducirse sola. Cada primavera había que plantar una nueva cosecha.
En dos días, las Plantas llegaban ya a los tobillos.
Los sobrevivientes dispersos sobre la chata uniformidad verde de la llanura parecían figuras de una estampa renacentista que ilustrara las cualidades de la perspectiva. Las tres figuras más cercanas, a una distancia intermedia, componían una especie de Sagrada Familia; aunque acercándose más, no se podía sino advertir que sus rasgos expresaban otra emoción que una tranquila felicidad. En realidad la mujer sentada en el suelo lloraba amargamente; y el hombre arrodillado detrás de ella, que le apretaba los hombros como para consolarla, apenas podía contener las propias lágrimas. Ambos contemplaban con fijeza el flaco bebé que la mujer tenía en brazos y que le chupaba fútilmente el pecho seco.
Un poco más lejos se veía otra figura, ¿o diríamos dos?, sin paralelo iconográfico alguno, a menos que la consideremos una Niobe lamentándose por los hijos. Sin embargo, se suele presentar a Niobe sola o en la perspectiva de sus catorce hijos; esta mujer sostenía en los brazos el esqueleto de un solo niño. Éste había tenido unos diez años al morir. El pelo rojo de la mujer contrastaba de manera chocante con el verde que la rodeaba por todas partes.
Casi en el horizonte se podían distinguir las figuras de un hombre y una mujer, desnudos, tomados de la mano, sonrientes. Estos eran, sin duda alguna, Adán y Eva antes de la Caída, aunque parecían algo más delgados de lo que se los suele representar. Además eran bastante desparejos en cuanto a la edad: él tenía por lo menos cuarenta años; ella era apenas una adolescente. Iban hacia el sur, y de vez en cuando se hablaban.
La mujer, por ejemplo, volvía la cabeza hacia el hombre y le decía:
—Nunca nos contaste quién era tu actor favorito.
Y el hombre respondía:
—David Niven. Siempre me gustó David Niven.
¡Qué bellas eran entonces sus sonrisas!
Pero estas figuras eran muy pequeñas, pequeñísimas. El paisaje las dominaba por entero, verde, llano y, aparentemente, de vastedad infinita. Extenso como era, la Naturaleza —o el Arte— había invertido en él poca imaginación. Aun observando con atención, presentaba un aspecto sumamente monótono. En cada pie cuadrado de suelo crecían cien plantas, cada una igual a todas las otras, sin distinguirse ninguna.
La Naturaleza es pródiga. De cada cien plantas solamente una o dos sobrevivirían; de cien especies solamente una o dos.
Pero el hombre no.
FIN