A veces la distancia es la mejor cura, y si uno quiere recuperarse sigue andando. Además, si uno se detuviera, no estaría seguro de reanudar la marcha. Claro que no tenían muchas alternativas; tenían que seguir andando, de modo que fueron hacia arriba.
Esta vez les resultó más fácil. Quizás era por el contraste entre algo seguro (seguro si no resbalaban, pero este tipo de peligro casi no les estimulaba ya las glándulas suprarrenales) y la presencia inequívoca, aunque no confesada, de la muerte, que había pesado en esos últimos días, de modo que el ascenso era también una resurrección.
Ahora quedaba una sola ansiedad, y era de Buddy. Ésta también se disipó luego, pues al cabo de menos de una hora de ascenso llegaron al nivel del sitio donde moraban, y allí esperaba Maryann. Como la lámpara estaba encendida, pudieron ver de nuevo; y verse unos a otros, enlodados como estaban, magullados, ensangrentados, les trajo lágrimas a los ojos, y los hizo reír como niños en un cumpleaños. El bebé estaba bien, ellos estaban bien, todo estaba bien.
—¿Quieren ir a la superficie ahora, o prefieren descansar?
—Vamos ahora —dijo Buddy.
—Descansemos —dijo Orville, quien acababa de descubrir que tenía la nariz rota. Y siempre había sido una buena nariz… recta y fina, orgullosa—. ¿Tiene muy mal aspecto? —preguntó a Blossom.
La muchacha meneó la cabeza tristemente y le besó la nariz, pero sin decir nada. No había pronunciado palabra desde lo ocurrido abajo. Orville intentó devolverle el beso, pero ella apartó la cabeza.
Buddy y Maryann se alejaron para poder estar solos.
—Parece mucho más grande —comentó él, meciendo al hijo—. ¿Cuánto tiempo estuvimos ausentes?
—Tres días y tres noches. Fueron días largos, porque no pude dormir. Los demás ya salieron a la superficie, no quisieron esperar. Pero yo sabía que volverías. Me lo prometiste, ¿recuerdas?
—Ajá —repuso él, besándole la mano.
—Greta volvió —continuó Maryann.
—Eso ya no me interesa.
—Volvió por ti, me lo dijo. Dice que no puede vivir sin ti.
—Qué descaro, decirte eso…
—Está… cambiada. Ya verás. No está en el mismo tubérculo donde yo esperaba, sino en el siguiente, más arriba. Ven, te llevaré a verla.
—Hablas como si quisieras que vuelva a enredarme con Greta.
—Yo sólo quiero lo que tú quieres, Buddy. Dices que Neil ha muerto. Si quieres hacer de ella tu segunda mujer, no te lo impediré… si eso es lo que deseas.
—¡No es lo que deseo, maldición! Y la próxima vez que diga que te quiero, mejor créeme, ¿oyes?
—Está bien —replicó ella con su más tenue vocecita de ratón de iglesia hasta con un atisbo de risa contenida—. Pero de todos modos será mejor que la veas. Porque tendrás que pensar en alguna manera de llevarla a la superficie. Mae Stromberg también volvió, pero ya subió con los demás. Parece que enloqueció. Todavía llevaba consigo a su Denny… lo que queda de él, huesos más que nada. Ése es el tubérculo. Greta está en el otro extremo. Yo me quedaré aquí con la lámpara; ella prefiere la obscuridad.
Buddy olía algo raro. Avanzando por el tubérculo, no tardó en oler algo mucho peor. Una vez, al pasar por un pueblo del sur de Minnesota durante la temporada del envasado de arvejas, había olido algo parecido: una letrina estropeada.
—¡Greta! —llamó.
—Buddy, ¿eres tú, Buddy? —Sin duda era la voz de Greta, pero el timbre había cambiado sutilmente. Las «d» no eran nítidas, y la «B» inicial sonaba farfullante—. ¿Cómo estás, Buddy? ¡No te acerques más! Yo… —hubo un jadeo, y cuando Greta volvió a hablar, gorgoteó como un niño que intenta decir algo con la boca llena de leche—. …te quieo toavía. Quieo sé tuda. Pedóname. Podemos empezar de nuevo… como Adamb y Eba… nosotos dos olos.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? —preguntó él.
—No. Un poco… —Se oyó una especie de gárgara violenta—. Un poco hambrienta nada más. De vez en cuando me da. Maryann me trae la comida aquí, pero nunca me trae suficiente. Buddy, ¡está tratando de matarme de hambre!
—Trae la luz, Maryann —llamó Buddy.
—¡No hagas eso! —clamó Greta—. Antes tienes que contestar mi pregunta, Buddy. Ahora nada se interpone entre los dos. Maryann me dijo que si tú querías… ¡No… vete! La luz me hace daño en los ojos.
Hubo un chapoteo y un chasquido, como cuando alguien mueve con demasiada brusquedad una bañera llena, y el aire, al agitarse, despidió nuevas oleadas de hedor.
Maryann le alcanzó la lámpara al marido. Buddy sostuvo la luz mortecina sobre el chiquero donde el enorme cuerpo de Greta Anderson se había hundido por su propio peso. El cuerpo hinchado había perdido todo rasgo humano específico; era una simple masa de grasa fláccida. Los contornos del rostro estaban ocultos entre pliegues de carne suelta, como un retrato a la acuarela abandonado afuera, bajo la lluvia. Ahora la cara empezó a sacudirse de lado a lado, agitando la carne como jalea, en un aparente gesto de negación.
—Ya no se mueve, y está demasiado pesada para levantarse —explicó Maryann—. Los demás la encontraron cuando buscaban a Blossom, y la arrastraron hasta aquí con sogas. Les dije que la dejaran aquí, porque necesita que alguien la atienda. Le traigo toda la comida, y es una tarea permanente.
La conmoción aumentó, y hasta pareció asomar una expresión en aquella cara. Odio, tal vez. Luego, en el centro, apareció una abertura, una boca, y la voz de Greta dijo:
—¡Váyanse, me dan asco!
Antes de que se marcharan, ya la figura se introducía puñados de dulzona pulpa frutal en el centro de la cara.
Mientras los hombres y Blossom descansaban, Maryann fabricó una especie de arnés, y hasta logró ceñirlo alrededor de Greta, pese a las sonoras protestas de aquélla. Luego fue en busca de otra enorme porción de bazofia, usando el cesto para la ropa que rescatarán del incendio de la sala común. Si no hacía eso cada hora, Greta comenzaba a llenarse el gaznate con puñados de la suciedad que la rodeaba. Aparentemente no notaba ya la diferencia, pero Maryann sí, y en gran medida le mantenía lleno el cesto por su propio bien. Después que Greta tragaba suficiente pulpa frutal, estaba generalmente dispuesta, como ahora, a unos pocos momentos de conversación, que Maryann había agradecido durante las largas horas de espera en la obscuridad. Como Greta había observado con frecuencia en esos intervalos de sobriedad:
—Lo peor de todo es el aburrimiento. Eso es lo que me llevó a esta situación.
Esta vez, sin embargo, se refería a un tema menos importante:
—Había otra película, ahora no recuerdo cómo se llamaba, donde la muchacha era pobre y tenía un acento raro, y Lawrence Harvey era un estudiante de medicina y se enamoraba de ella. O si no era Rock Hudson. Lo tenía en la palma de la mano, sí. Dispuesto a obedecerla en todo. No recuerdo cómo terminaba ésa, pero prefería otra, con James Stewart, ¿lo recuerdas?, en que la muchacha vivía en una hermosa mansión en San Francisco. Oh, hubieras visto los vestidos que tenía. ¡Y qué hermoso pelo! Debe de haber sido la mujer más hermosa del mundo. Y al final se caía desde una torre. Me parece que terminaba así.
—Debes haber visto todas las películas en que actuó Kim Novak —dijo plácidamente Maryann, mientras el bebé le mamaba del pecho.
—Bueno, si me perdí alguna, nunca la oí nombrar. ¿Por qué no aflojas estas sogas? —Pero Maryann nunca contestaba a sus quejas—. En una hacía de bruja, pero no de las de antes, ¿sabes? Tenía un departamento en la misma Avenida del Parque o algún lugar parecido. Y un gato siamés hermosísimo.
—Sí, creo que ya me la contaste.
—¿Y por qué nunca contribuyes a la conversación? Ya debo haberte contado todas las películas que vi.
—Nunca fui mucho al cine…
—¿Crees que vivirá todavía?
—¿Quién, Kim Novak? No creo, no. Es posible que seamos los últimos. Así dice Orville.
—Tengo hambre otra vez.
—Acabas de comer. ¿No puedes esperar a que Buddy termine de mamar?
—¡Te digo que tengo hambre! ¿O crees que me gusta esto?
—Oh, está bien.
Maryann levantó el cesto por la única asa que le quedaba, y fue hacia una zona más saludable del tubérculo. Lleno, el cesto pesaba diez kilos o más.
Cuando dejó de oír a Maryann cerca, Greta estalló en lágrimas.
—¡Dios mío, odio esto! ¡La odio a ella! ¡Oh, qué hambre tengo!
La lengua de Greta ansiaba cubrirse de la amada bazofia con gusto a regaliz, como la lengua de un fumador empedernido anhela nicotina cuando no tiene cigarrillos.
No pudo esperar el regreso de Maryann. Cuando hubo saciado lo más agudo del hambre, dejó de meterse desechos en la boca y gimió en la obscuridad:
—¡O Dió, cómo me oio! ¡A mi me oio!
Habían acarreado a Greta largo trecho, deteniéndose a descansar recién cuando llegaron al tubérculo superior, donde pasaran la primera noche del invierno subterráneo. A esa altura, la relativa frescura era un bienvenido alivio luego del intenso calor de abajo. El silencio de Greta era un contraste más bienvenido aún. Durante todo el ascenso se había quejado de que el arnés la estrangulaba; de que se enredaba en las hiedras y la despedazaban y de que tenía hambre. Cada vez que pasaban por un nuevo tubérculo, Greta se llenaba la boca de pulpa con una velocidad prodigiosa.
Orville calculó que debía de pesar doscientos kilos.
—Oh, pesa más —repuso Buddy—. Te quedas corto.
Nunca habrían podido trasladarla tan lejos si la savia que cubría la cavidad de las raíces no hubiera sido un lubricante tan eficaz. Ahora el problema era cómo levantarla los últimos diez metros verticales de la raíz principal. Buddy sugirió un sistema de poleas; pero Orville temía que las sogas de que disponían no pudieran sostener todo el peso de Greta.
—Y aunque así sea, ¿cómo vamos a pasarla por esa abertura? En diciembre, Maryann pasó a duras penas.
—Uno de nosotros tendrá que volver a buscar el hacha.
—¿Ahora? Yo no… cuando estamos tan cerca del sol. Propongo que la dejemos aquí, donde tiene comida a mano, y sigamos nosotros el resto del camino. Más tarde habrá tiempo para hacer de buenos samaritanos.
—Buddy, ¿qué es ese ruido? —inquirió Maryann. No era habitual en Maryann interrumpir.
Escucharon, y aún antes de oírlo temieron lo que podía ser, lo que era. Un sonido grave y áspero… un gemido… un chirrido no tan fuerte como el de la esfera de metal tratando de penetrar en la caverna, porque era más lejano y, además, no parecía tener la misma dificultad para encontrar entrada. El gemido aumentó, seguido de un gran ruido semejante al de una piscina de natación que comienza a vaciarse.
Fuera lo que fuese, ahora estaba con ellos en el tubérculo.
Con una furia tan súbita como el terror que ellos sentían, se levantó un viento que los derribó de rodillas. Oleadas de fruto líquido se elevaron del piso y las paredes, y cayeron desde el techo; el viento arrastraba la cresta de cada ola, y la llevaba hacia el extremo opuesto del tubérculo, como la espuma superflua que vuelca un lavarropa automático. La luz de la lámpara sólo permitía ver fogonazos blancos de la espuma que volaba. Maryann apretaba al hijo contra el pecho convulsivamente, desde que una ráfaga de viento estuvo a punto de arrancárselo de los brazos. Con ayuda de Buddy, forcejeando contra el viento, llegó al refugio de una raíz que se bifurcaba desde el tubérculo. Allí estaban a salvo de los peores efectos del ventarrón, que ahora parecía bramar con más fuerza todavía.
Quedó para Orville tratar de rescatara Greta, pero era una tarea imposible. Incluso en circunstancias comunes resultaba difícil arrastrar su peso a través del resbaloso piso del fruto; solo, contra el viento, ni siquiera podía moverla. En verdad, Greta parecía deslizarse hacia el vértice junto con la pulpa frutal. Después de un tercer quijotesco intento, Orville cedió de buena gana a las mudas súplicas de Blossom, y ambos fueron a reunirse con Buddy y Maryann en la raíz.
Con su enorme peso, Greta se movió hacia adelante junto con los demás elementos del fruto. Milagrosamente la lámpara que le habían confiado durante el período de descanso brillaba todavía. En realidad, brillaba más que nunca.
Aunque la visión comenzaba a vacilarle como una película mal empalmada, Greta tuvo la seguridad de haber visto, en los últimos momentos conscientes, las fauces grandes y palpitantes de la Planta: un brillante color anaranjado rosáceo que sólo podía ser denominado durazno pango y, superpuesto a él, un enrejado de reluciente rojo cenicienta. El enrejado parecía crecer a una velocidad alarmante. Después sintió que toda la masa de su ser se hundía en el torbellino, y por un breve momento de ingravidez volvió a ser joven, y luego se estrelló sobre el enrejado, como una bolsa de celofán llena de agua soltada desde gran altura.
Los que estaban en la raíz oyeron nítidamente el estallido. Maryann se santiguó, y Buddy masculló algo.
—¿Qué dijiste? —gritó Orville, porque la tempestad estaba en su apogeo, y aun allí, en la raíz, tenían que aferrarse a las hiedras para no ser arrastrados de vuelta al tubérculo.
—Dije que esta noche habrá gusanos en la sidra —contestó Buddy, también a gritos.
—¿Qué?
—¡Gusanos!
Volvió a oírse el chirrido, interrumpido o inaudible durante la tormenta, y el viento cesó tan bruscamente como se levantara. Cuando los chirridos disminuyeron hasta un nivel tranquilizador, los cinco regresaron al tubérculo. Aun sin farol, el cambio era evidente: el piso estaba mucho más abajo que antes; las voces repercutían en las superficies, que eran duras como la piedra; hasta la gruesa cáscara del fruto estaba raspada. En el centro de este espacio mayor, más o menos al nivel de sus cabezas; un gran tubo o caño se extendía desde la abertura superior de la raíz hasta la inferior. Ese tubo era caliente al tacto, y estaba en constante movimiento hacia abajo.
—¡Qué aspiradora! —comentó Orville— dejó todo limpito. No queda ni siquiera para alimentar un ratón.
—Llegaron los cosechadores —repuso Buddy—. No habrás creído que iban a plantar tantas papas y luego dejar que se estropearan, ¿verdad?
—Bueno, mejor vamos a la superficie a ver cómo es el agricultor.
Pero se resistían extrañamente a abandonar el tubérculo seco. Los dominaba un estado de ánimo elegíaco.
—Pobre Greta —dijo Blossom.
Luego de pronunciar estas breves palabras conmemorativas, todos se sintieron mejor. Greta había muerto, y todo el viejo mundo parecía haber muerto en su persona. Sabían que el mundo al cual ascendían ahora no sería el mismo que habían dejado al irse.
He aquí que ni aun la misma luna
será resplandeciente
ni las estrellas son limpias a sus ojos.
¿Cuánto menos el hombre, que es un gusano,
y el hijo del hombre, también un gusano?
Job 25: 5-6