Cuando su mano tocó un cadáver, Buddy creyó al principio que sería el del padre, pero entonces recordó haber tropezado ya con ese mismo frío cuerpo, y la satisfacción reemplazó al terror: ¡había una salida! Ése era el hilo que conducía fuera del laberinto. Regresó junto a Orville y Blossom.
—¿Neil duerme? —preguntó.
—Dejó de silbar. Duerme o está muerto —repuso Orville.
Buddy les contó las novedades:
—… así que, ¿se dan cuenta?, quiere decir que podemos volver por el camino que probamos al principio. Túnel arriba. Nos equivocamos al dar la vuelta cuando lo hicimos.
—¿No acordamos dejar que los demás decidieran qué hacer con Neil?
—No lo eliminaríamos. Lo dejaríamos casi en el sitio exacto donde lo encontramos… preso en la trampa que preparó para ti. Además, podemos dejarle en el camino el cadáver de Alice, y así podrá darse cuenta por sí solo de que para salir debe subir el túnel por donde la arrojó.
—¿Mi medio hermano, Neil? No… Si encontrara el cadáver, se asustaría y nada más. En cuanto a descubrir la salida, es como si esperaras que descubra solo el teorema de Pitágoras. Qué diablos; aunque intentaras explicárselo, no lo creería.
Blossom, que escuchaba todo esto bastante aturdida, comenzó a estremecerse, como si la tensión soportada tanto tiempo por su cuerpo empezara a disiparse. Era como cuando había ido a nadar en el lago en abril; le temblaba la carne, pero al mismo tiempo se sentía extrañamente rígida. Después su cuerpo, desnudo y tenso, se apretó súbitamente contra el de Orville, sin que ella supiera si la iniciativa había sido suya o de él.
—¡Oh, querido, vamos a volver, después de todo! ¡Oh, mi amor!
—Ya los oí —chilló en la obscuridad la voz de Neil.
Aunque lo oyó acudir precipitadamente, Blossom mantuvo el beso con desesperación. Apretó con los dedos los brazos de Orville, aferrándose a los músculos delgados y resistentes, echando el cuerpo adelante mientras él procuraba apartarse. Después una mano le tapó la boca, otra le rodeó el hombro y la alejó brutalmente de Orville; pero no le importó. Seguía embriagada con la vertiginosa felicidad de quienes son temerarios en su amor.
—Supongo que le estabas aplicando respiración artificial —gruñó burlonamente Neil. Ésta era tal vez su primera broma auténtica.
—Lo estaba besando —repuso ella orgullosamente—. Nos amamos.
—Te prohíbo besarlo —gritó Neil—. Te prohíbo amarlo. ¡Te lo prohíbo!
—Suéltame, Neil.
Pero él sólo movió las manos para sujetarla mejor.
—¡Óyeme, Jeremiah Orville! Ya te ajustaré las cuentas. Sí, hace rato que te descubrí. Engañaste a mucha gente, pero a mí, nunca. Sabía qué te proponías. Vi cómo mirabas a Blossom. Pues no la tendrás. En cambio tendrás una bala en la cabeza.
—Neil, suéltame, me haces daño.
—Neil —dijo Buddy en tono bajo y tranquilizador, el que se utiliza con animales asustados—; esa muchacha es tu hermana. Hablas como si él te hubiera robado la novia. Es tu hermana.
—No es cierto.
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
—¡Que no me importa!
—Puerco.
—¿Eres tú, Orville? ¿Por qué no vienes aquí? No voy a soltar a Blossom. Tendrás que venir a rescatarla. ¡Orville!
De un tirón le dobló los brazos a Blossom sobre la espalda, y le asió las delgadas muñecas con la mano izquierda. Cada vez que ella forcejeaba, le retorcía los brazos o la abofeteaba con la mano libre. Cuando creyó que la había apaciguado, levantó la lengüeta de cuero de la pistolera y sacó su Python como quien retira una joya de su estuche, con cariño.
—Ven aquí, Orville, que tengo algo para ti.
—Cuidado. Tiene un arma, la de papá —dijo Buddy.
La voz de Buddy llegó desde la derecha, más cerca de lo que Neil preveía. Éste acomodó su peso, pero sin preocuparse realmente, ya que estaba armado y ellos no.
—Ya sé —respondió Orville.
Un poco a la izquierda. El espacio dentro del tubérculo era largo y estrecho, demasiado estrecho para que dieran la vuelta a cualquier lado de él:
—Para ti también tengo algo, Buddy, por si crees que vas a poder intervenir cuando le haya hecho volar los sesos a tu compinche. Tengo un hacha —anunció Neil, con una fea risa chirriante—. Buddy, esto es entre Orville y yo, nada más. Vete o… o te arrancaré la cabeza.
—¿Sí? ¿Con qué, con los dientes?
—Tal vez tenga un hacha, Buddy —le previno Orville—. Yo la traje aquí.
Afortunadamente, a nadie se le ocurrió preguntar para qué.
—Neil, suéltame ya. Suéltame o… o no volveré a hablarte nunca más. Si dejas de portarte así, podemos subir ahora mismo, y olvidarnos de que ocurrió todo esto.
—No, Blossom, no entiendes. Todavía no estás a salvo. —Inclinó el cuerpo hasta tocar los hombros de ella con los labios. Los apoyó allí un momento, indeciso; después comenzó a lamer con la lengua la pulpa frutal que cubría todo el cuerpo de Blossom. Ésta logró contener un grito—. Cuando estés a salvo, te soltaré, te lo prometo. Entonces podrás ser mi reina. Seremos nosotros dos solos y el mundo entero. Iremos los dos a Florida, donde nunca nieva. —Hablaba con elocuencia insólita, ya que había dejado de pensar con mucho detenimiento en lo que decía, y las palabras le salían de los labios sin que las censuraran los defectuosos mecanismos de la conciencia. Era otro triunfo de lo primordial—. Nos acostaremos en la playa, y tú podrás cantar mientras yo silbo. Pero todavía no, señorita. Cuando estés a salvo; pronto.
Orville y Buddy parecían haber dejado de avanzar. El silencio era total, salvo por los estallidos del fruto maduro. La sangre de Neil bullía con el crudo deleite que surge de provocar temor en otro animal. ¡Me tienen miedo! pensaba. ¡Temen a mi revólver! El peso de la pistola en la mano, el modo en que los dedos se le curvaban alrededor de ella, la presión de uno sobre el gatillo, le proporcionaban un placer más gratificante que el que habían conocido sus labios al tocar el cuerpo de la hermana.
Le tenían miedo. Oían su pesada respiración y los teatrales gemidos de Blossom (que ella sostenía, como una sirena de niebla, sólo para que ellos la oyeran y calcularan la distancia), y se contenían. Despreciaban demasiado a Neil para estar dispuestos a arriesgar desesperadamente las propias vidas contra la de él. Sin duda habría alguna manera de embaucarlo, de hacer que él corriera el riesgo.
Tal vez, razonó Buddy, si se enojara lo suficiente, haría algo descabellado: desperdiciar la única bala contra un ruido en la obscuridad, o por lo menos soltar a Blossom. Ya debía de estar cansándose de sujetarla.
—Neil, todos saben lo que hiciste —susurró—. Alice lo contó.
—Alice está muerta —se mofó Neil.
—Su fantasma —siseó Buddy— Aquí está su fantasma buscándote por lo que hiciste.
—Ah, puras tonterías. No creo en fantasmas.
—Y por lo que hiciste a papá. Eso fue espantoso, Neil. Debe de estar terriblemente enojado contigo. Y no le hará falta lámpara para encontrarte.
—¡Yo no hice nada!
—Papá sabe que sí. Y también Alice, ¿verdad? Todos lo sabemos. Así conseguiste la pistola, Neil. Lo mataste para sacársela. Mataste a tu propio padre. ¿Qué sientes al hacer algo semejante? Cuéntanos. ¿Qué dijo en el último instante?
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
Al oír que Buddy comenzaba a hablar de nuevo, reanudó el mismo canturreo chillón, mientras retrocedía de la voz que parecía acercarse.
Después todo quedó en silencio otra vez, y eso fue peor. Neil empezó a llenar el silencio con sus propias palabras:
—Yo no lo maté. ¿Para qué iba a hacerlo? Me quería más que a ningún otro, porque yo fui el único que siempre estuvo a su lado. Nunca escapé, por más que quisiera hacerlo. Papá y yo éramos amigos. Cuando murió…
—Cuando lo asesinaste…
—Eso es… cuando lo asesiné, dijo: «Ahora tú eres el jefe, Neil». Y me dio el revólver. «Esa bala es para Orville», me dijo. «Sí; papá», le dije yo. «Haré lo que tú digas». Tuve que matarlo, ¿entiendes? Vaya, si quería casar a Blossom con Orville. Me lo dijo. «Papá», le dije yo, «debes comprender ¡Orville no es uno de nosotros!». Oh, se lo expliqué con mucho cuidado, pero él se quedó allí acostado sin decir nada. Estaba muerto. Pero a nadie más le importaba. Todos lo odiaban, salvo yo. Éramos amigos, papá y yo; amigos.
Para Orville era evidente que la estratagema de Buddy no alcanzaba el efecto deseado. Ya no era posible alterar a Neil, que había pasado el límite.
Mientras Neil hablaba, Orville avanzó agazapado, explorando el aire con la mano derecha, como un ratón con los bigotes. Si Neil no hubiera tenido sujeta a Blossom, o no hubiera estado armado, habría sido una simple cuestión de correr agachado y arremeter. Ahora era necesario, por él mismo, pero más especialmente por Blossom, desarmarlo o asegurarse de que el disparo se perdiera en el aire.
A juzgar por la voz, Neil no podía estar lejos. Orville movió la mano en lento arco, y no encontró el arma ni a Neil: encontró el muslo de Blossom. Ésta no delató su sorpresa con el menor sobresalto. Ahora sería fácil arrancar la pistola de manos de Neil Orville estiró la mano arriba y a la izquierda: debía estar más o menos aquí…
El metal del cañón del arma tocó la frente de Orville Tan perfecto era el contacto, que Orville pudo sentir el ánima hueca, cóncava dentro de un anillo nítido de frío metal.
Neil apretó el gatillo. Hubo un chasquido. Lo apretó de nuevo. Nada.
Días de inmersión en la savia habían humedecido la pólvora.
Neil no comprendió, entonces ni nunca, por qué el arma le había fallado, pero después de otro chasquido hueco advirtió que así era. Buscándole el plexo solar, el puño de Orville le rozó la caja torácica. Mientras Neil trastabillaba, la mano con que sujetaba la pistola golpeó con todas sus fuerzas donde suponía que debía estar la cabeza de Orville. La culata golpeó algo duro; Orville lanzó un gemido.
Neil tenía suerte. Volvió a golpear y dio en algo blando. No hubo gemidos. El cuerpo de Orville yacía a sus pies. Blossom había, escapado, pero, eso no le importaba tanto ahora.
Sacó el hacha del cinturón donde estaba colgada: la cabeza plana contra él estómago, el mango cruzándole el muslo izquierdo.
—No te acerques, Buddy, ¿me oyes? Todavía tengo el hacha.
Luego saltó sobre el vientre y pecho de Orville, pero como esto era inútil sin zapatos, se le sentó sobre el vientre y se puso a golpearle la cara con los puños. Neil estaba fuera de sí. Reía. ¡Oh, cómo reía!
Pero de todos modos se interrumpía a veces para lanzar algunos hachazos a la obscuridad, vociferando:
—¡Iujujú! ¡Iujujú!
Alguien gritaba. Blossom.
Lo más difícil era impedir que Blossom se precipitara de vuelta al peligro. No quería escuchar.
—¡No, te matará! —le dijo Buddy—. No sabes qué hacer. ¡Oye, deja de gritar y escúchame! —la sacudió hasta tranquilizarla—. Puedo sacarle a Orville, de modo que déjame hacerlo. Tú, entre tanto, sube por el pozo como lo hicimos antes, siguiendo el recodo. ¿Recuerdas el camino?
—Sí —con voz apagada—. ¿Lo harás?
—Sí, pero tienes que quitarle a Orville.
—Espero verte arriba luego. Ahora vete.
Buddy levantó el rígido cadáver en putrefacción de Alice, que ya tenía en las manos cuando Orville se abalanzó como un idiota y lo estropeó todo. Lo arrastró unos metros en dirección de la voz de Neil, se detuvo; sujetó el cuerpo de la anciana contra el pecho como una armadura, gimiendo:
—Uuuuu…
—Buddy, fuera de aquí —gritó Neil, poniéndose de pie hacha en mano.
Pero Buddy siguió lanzando gemidos y quejidos disparatados como un niño jugando a los fantasmas en una noche de verano, en un desván obscuro.
—No me asustas —declaró Neil—. No me asusta la obscuridad.
—Te juro que no soy yo —dijo Buddy con calma—. Es el fantasma de Alice, que viene a buscarte. ¿No te das cuenta por el olor de que no soy yo?
—Ah, tonterías —replicó Neil, indeciso entre volver junto a Orville o salir al paso de Buddy. Los gemidos recomenzaron—. ¡Basta! No me gusta ese ruido —vociferó.
¡Ese olor! ¡Era el que despedía su padre al morir!
Buddy tuvo buena puntería: el cadáver dio con fuerza contra el cuerpo de Neil. Una mano rígida le azotó los ojos y le frotó la boca, desgarrándole el labio. Cayó agitando el hacha frenéticamente. El cadáver lanzaba unos gritos espantosos; Neil también gritó. Tal vez fue un solo grito, el de Neil y el del cadáver juntos. ¡Alguien intentaba quitarle el hacha! Apartándose de un tirón, Neil rodó una y otra vez, y se puso de pie. Aún tenía el hacha. La blandió.
En vez de Orville, tenía otra persona bajo los pies. Tanteó la cara rígida, el pelo largo, los brazos hinchados. Era Alice. No estaba atada ni amordazada.
Alguien gritaba. Neil.
Gritó sin cesar mientras destrozaba el cuerpo de la muerta, Con un solo hachazo hizo saltar la cabeza. Con otro partió el cráneo. Una y otra vez le hundió el hacha en el torso, pero sin poder deshacerlo. El hacha resbaló y le golpeó el tobillo de soslayo. Neil cayó sobre el cuerpo desmembrado, que se aplastó bajo su peso como fruta podrida. Entonces comenzó a despedazarlo con las manos. Cuando no hubo más posibilidad de que volviera a atormentarlo, se incorporó, con la respiración agitada, y llamó, no sin cierta reverencia:
—¿Blossom?
—Aquí estoy.
¡Ah, sabía que ella iba a quedarse, lo sabía!
—¿Y los otros? —preguntó.
Se marcharon. Querían que fuera con ellos, pero no quise y me quedé.
—¿Por qué lo hiciste, Blossom?
—Porque te amo.
—Yo también te amo, Blossom. Siempre te amé, desde que eras una niñita.
—Lo sé. Nos iremos juntos. La voz cantarina de Blossom lo adormecía, meciéndole el cerebro cansado cómo una cuna. A algún sitio lejano donde nadie pueda hallarnos… Florida. Viviremos juntos, los dos solos, como Adán y Eva, e inventaremos nuevos nombres para todos los animales. La voz se le hizo más fuerte, más clara y hermosa. Navegaremos el Mississippi en balsa los dos solos, noche y día.
—Oh —exclamó Neil, rendido ante esta visión, y echando a andar hacia la voz hermosa y sonora—. Oh, continúa.
Caminaba en círculo.
—Seré tu reina y tú serás mi rey, y no habrá nadie más en el mundo.
Con una mano temblorosa tocó la mano de ella.
Bésame, dijo Blossom. ¿Acaso no lo quisiste siempre?
—Sí —los labios de Neil buscaron los de ella—. Oh, sí.
Pero la cabeza de Blossom, y por consiguiente los labios, no estaba donde era de suponerse, unida al cuello. Por fin la encontró a corta distancia. Los labios que besó tenían gusto a sangre y regaliz.
Y durante unos pocos días satisfizo en la cabeza de Alice Nemerov, E.D., los deseos contenidos desde hacía años.