Catorce: El ascenso

El silencio, absoluto durante meses, era roto ahora por el gotear de la savia: un sonido como el del agua al comenzar la primavera, fluyendo por las alcantarillas del pueblo bajo montones de nieve sin derretir.

No hablaban mientras descansaban ya que la declaración más innocua podía lanzar a Neil a un estado de histérica excitación. Naturalmente, no se les ocurría mencionar a Anderson o Alice; pero ¿por qué, cuando Buddy comenzó a preocuparse en voz alta por su esposa e hijo, Neil lo acusó de ser «egoísta», de no pensar en otra cosa que el sexo? Cuando Orville se refirió al trance por el que pasaban y reflexionó (con más ánimo del que sentía) sobre las posibilidades de llegar a la superficie, Neil creyó que lo culpaban a él. El silencio parecía, en general, la mejor actitud; pero Neil tampoco podía soportar más que unos momentos de silencio. Después empezaba a quejarse:

—Si hubiéramos traído la lámpara, ahora no estaríamos en aprietos.

O bien, recordando uno de los temas favoritos del padre…

—¿Por qué tengo que pensar por todos? ¿Por qué?

Si no, silbaba. Sus melodías favoritas eran «Barrilito de cerveza», «Valle del río Rojo», y la «Serenata del burrito» (que acompañaba en percusión chasqueando las mejillas) y el tema característico de Éxodo. Cuando comenzaba con alguna de éstas, podía seguir perpetuum mobile durante todo el período de descanso. No habría sido tan insoportable si fuera capaz de mantenerse en la misma clave ocho compases seguidos.

Era peor para Buddy. Blossom y Orville se sostenían mutuamente: En la obscuridad se tomaban las manos, mientras Neil, como un mono diligente, daba vueltas una vez más a la manivela de la canción. Hasta podían besarse en silencio.

Allí no había norte ni sur, este ni oeste; sólo arriba y abajo. No había unidades mensurables de distancia, únicamente cálculos aproximados de temperatura y profundidad; y la única medida del tiempo transcurrido con que contaban era el lapso que tardaban sus cuerpos en caer, demasiado exhaustos para continuar sin otro descanso.

Nunca sabían si se encontraban en la periferia o cerca del corazón del laberinto. Podían ascender, por canales ya abiertos, hasta corta distancia de la superficie, y encontrarse entonces en un callejón sin salida. Era necesario hallar no simplemente un camino hacia arriba, sino el camino hacia arriba. Hacer que Neil entendiera esto era difícil. Cuando Blossom se lo explicó, pareció aceptarlo, pero más tarde, cuando Orville mencionó el tema; recomenzó la discusión.

Estaban empapados con el propio sudor y con la savia, que en las raíces menos empinadas alcanzaba niveles de ocho y diez centímetros. Después de trepar durante horas, estaban a una altura donde el calor no era tan abrumador (las profundidades inferiores parecían una sauna), y el aire parecía ser gas de nuevo. Orville calculó la temperatura en veinticuatro grados centígrados, según lo cual era probable que se hallaran a quinientos metros de la superficie. Habitualmente, por una ruta conocida, podrían haber subido esa altura en poco más de tres horas. Ahora era muy posible que tardaran varios días.

Orville había tenido la esperanza de que el flujo de savia disminuyese al llegar a niveles más altos; en cambio empeoraba. ¿De dónde saldría tanta? Nunca se había detenido a pensar en la logística del aprovisionamiento de agua de la Planta. Y bien, tampoco podía detenerse en ese momento.

No era posible tomarse de una hiedra y trepar así la pendiente; había que poner la mano como un gancho e introducirla en un estribo. No era posible estirar el brazo y ayudar a quien venía detrás; había que empalmar los dos ganchos. Por eso eran siempre las manos lo que más dolía, y lo primero en ceder. Colgando allí, se las sentía aflojar, y se esperaba no deslizarse demasiado abajo con la savia. Una vez que se soltaba la hiedra no era tan malo; se resbalaba suavemente y con facilidad si la pendiente no era demasiado empinada, o bien se caía como por un tobogán hasta que se chocaba con alguien o algo, y entonces había que acomodar de nuevo los ganchos y subir otra vez a través del limo. Pero uno sabía que el cuerpo aún podía llegar muy lejos, y tenía la esperanza de que eso fuera suficiente.

Tal vez habrían trepado durante doce horas; tal vez el doble. Habían comido y descansado algunas veces, pero no, dormido. En realidad no dormían desde antes de la noche en que murió Anderson y Maryann dio a luz. Ahora debía de ser noche otra vez; en las mentes les pesaba la necesidad de dormir.

—Absoluta necesidad —repitió Orville.

Neil se opuso. Éste no iba a ser más que un período de reposo. Temía que si se dormía primero, le quitaran el arma. No se podía confiar en ellos. Pero si sólo se sentaba allí y dejaba que el cuerpo se le aflojara… estaba cansadísimo…

Al fin y al cabo fue el primero en dormirse, y no le quitaron el arma: No les interesaba. No querían su arma; sólo querían dormir.

El surtido de sueños de Neil no era más vasto que su repertorio de canciones. Primero soñó con su equipo de béisbol. Después, que subía la escalera de la antigua casa, en el pueblo. Luego soñó con Blossom. Más tarde volvió a soñar con el béisbol, aunque esta vez era distinto: cuando abrió la puerta del ropero, su padre era el jugador de la primera base. Brotaba sangre de la profunda hendidura en el guante del jugador: el guante se abría y cerraba, abría y cerraba en la mano del muerto. Pero por lo demás, los sueños fueron como siempre.

Al día siguiente, luego de una o dos horas, ya no les dolieron las manos, y lo más difícil de soportar fue la pegajosidad. Las ropas se les adherían a los miembros tensos, o pendían sueltas y flojas como pieles de las que no podían librarse.

—Si no cargáramos con estas chaquetas de dril, iríamos más rápido —sugirió Orville.

Un poco más tarde, ya que la idea no parecía ocurrírsele a Neil por sí solo, Buddy agregó:

—Si atáramos las chaquetas juntas, por las mangas, y las utilizáramos como soga, podríamos trepar más rápido.

—Sí, pero no olvides que tenemos aquí a una dama.

—Oh, no se preocupen por mí —protestó Blossom.

—Sólo las chaquetas, Neil. Sería lo mismo que ir a nadar.

—¡No! —En la voz de Neil apareció de nuevo el tono estridente—. ¡No estaría bien!

Cuando decidía algo, de nada servía discutir con él. Era el líder.

La próxima vez que se detuvieron a descansar y comer, la savia llovía sobre ellos en goterones, semejantes a los que anuncian una tormenta de verano. El torrente central de savia que fluía por la raíz les llegaba ya muy por encima de los tobillos. En cuanto dejaban de estar totalmente mojadas, las ropas se les pegaban como trajes de tela adhesiva. Sólo podían moverse con libertad cuando las tenían empapadas.

—Ya no lo soporto más —dijo Blossom echándose a llorar—. No lo soporto.

—Vamos, vamos, señorita Anderson. ¡Animo! ¡A la carga! ¡Recuerde el Titanic!

—¿No soportas qué? —preguntó Neil.

—Estas ropas —repuso ella, y en efecto, eso era parte de lo que no soportaba.

—Oh, creo que tiene razón —replicó Neil, tan incómodo como los demás—. Ningún daño hará que nos quitemos las chaquetas solas. Dénmelas, y yo anudaré las mangas.

—Buena idea —exclamó Orville, y todos entregaron las chaquetas a Neil.

—¡Blossom! No me refería a ti. No es correcto —dijo Neil, pero ella no contestó, y él lanzó una especie de risita—. Bueno, si así lo quieres…

La sustancia brotaba de la pequeña abertura de arriba como de un caño de agua roto. No se la podía llamar savia con exactitud; se parecía más al agua. Por un rato estuvieron contentos, porque los limpiaba; pero era fría, demasiado fría.

A medida que ascendían por ellas, las raíces se hacían más pequeñas, en vez de hacerse más grandes. Para atravesarlas ahora tenían que arrastrarse sobre manos y rodillas; y aun así podían rasparse la cabeza en el techo si no se cuidaban. El agua les llegaba a los codos.

—Me parece que estamos saliendo debajo del Lago Superior —dijo Orville con cautela—. Tanta agua no puede provenir de los deshielos primaverales… —Esperó a que Neil protestara y luego agregó, con mayor cautela aún—: Creo que tendremos que volver por donde vinimos. Ojalá tengamos más suerte la segunda vez.

Neil no había protestado por la simple razón de que no había oído. La voz de Orville había sido ahogada por el bramido del agua, que hectáreas y hectáreas de Plantas sedientas extraían del fondo del lago. Una vez que retrocedieron a un sitio más tranquilo, Orville explicó varias veces esta teoría; después Blossom hizo la prueba. —Mira, Neil, es muy sencillo. Sólo podemos alejarnos del lago bajando. Porque si intentamos seguir adelante en este nivel, es tan fácil que vayamos hacia el éste, internándonos más bajo el lago, que hacia el oeste, alejándonos de él. Si tuviéramos la lámpara, podríamos utilizar tu brújula, pero no la tenemos. Podríamos ir al norte o al sur, siguiendo la costa. Vaya a saber cuánta extensión bajo el lago exploró papá el invierno pasado. No tenemos más remedio que bajar, ¿entiendes?

Orville aprovechó esta oportunidad para conversar en privado con Buddy:

—Qué diablos; dejémoslo aquí si no quiere ir con nosotros. Si se ahoga será culpa suya.

—No, eso no estaría bien. Quiero hacer esto como se debe —repuso Buddy.

—Está bien, iré —contestó Neil a Blossom—; aunque creo que son puras estupideces. Acepto solamente por ti; recuérdalo.

Abajo, la savia corría a raudales. Les empujaba los cuerpos, reuniéndolos o separándolos con tanta indiferencia como una inundación que arrastra los árboles de la orilla. Cuando las curvas eran demasiado cerradas o demasiado empinadas, fuertes corrientes los lanzaban contra las paredes de la raíz. En pocos minutos desandaron lo que habían trepado en días.

Más abajo, el chorro se hacía menos frío, espesándose como budín a punto de hervir. Pero su velocidad no disminuía. Era como bajar por una pista de esquiar sobre un trozo de cartón. Por lo menos, no hacía falta que se inquietaran por la posibilidad de repetir la equivocación: ya no era posible avanzar «contra la corriente» hacia el lago.

A esa profundidad había ahora trechos donde la savia caliente llenaba toda la cavidad de la raíz. Llenándose los pulmones de aire, Orville (que era el primero en probar cualquier pasaje nuevo) seguía la corriente sin resistir y esperanzado. Siempre había hallado alguna raíz secundaria que penetraba en la raíz inundada desde arriba; tal vez demasiado pequeña para subir por ella, pero lo bastante grande como para introducir la cabeza y respirar. Claro está que la vez siguiente quizá no hubiera una abertura de ésas: quizá hubiera simplemente un atolladero.

Ese temor —el de que la corriente los estuviera conduciendo hacia un callejón sin salida— absorbía toda la atención de los cuatro. Cada vez con mayor frecuencia, sus cuerpos eran arrastrados y enredados en las marañas de los vasos capilares repletos de savia que tapizaban los pasajes inexplorados. Una vez Orville quedó atrapado en una de esas redes, donde la raíz se había partido bruscamente en dos. Buddy y Blossom, que lo seguían, lo encontraron allí, con las piernas que se movían sólo con el movimiento de la corriente. Había golpeado la cabeza contra la dura cuña que separaba las dos ramas de la raíz, y estaba inconsciente, quizá ahogado.

Cuando lo tironearon por la pernera del pantalón, éste se le deslizó sobre las estrechas caderas. Entonces cada uno lo tomó por un pie y lo sacaron arrastrándolo. A corta distancia de allí encontraron una zona donde la raíz, desviándose suavemente hacia arriba, estaba llena de savia solamente hasta la mitad. Allí Buddy comenzó a oprimir rítmicamente el pecho de Orville para extraerle el agua de los pulmones. Luego Blossom intentó administrarle respiración artificial de boca a boca, que había aprendido en las clases de natación de la Cruz Roja.

—¿Qué haces? —preguntó Neil, a quien los ruidos desconocidos ponían nervioso.

—Está aplicando respiración artificial a Orville —respondió Buddy con fastidio—. Casi se ahogó.

Neil tendió la mano para confirmarlo; sus dedos se interpusieron entre la boca de Blossom y la de Orville, para luego apretar fuertemente la de éste.

—¡Lo estabas besando!

—¡Neil! —gritó Blossom, tratando de apartar los dedos del hermano, pero ni siquiera la desesperación le dio fuerza suficiente. No se puede estar desesperado eternamente, y ella había pasado ese límite mucho tiempo atrás—. ¡Lo vas a matar!

Buddy lanzó un golpe hacia donde suponía que se encontraba Neil, pero rozó el hombro de Orville. Neil comenzó a arrastrar el cuerpo de Orville lejos de allí.

—Tampoco tiene puestos los pantalones —protestó.

—Se le salieron cuando lo sacábamos. Te lo dijimos, ¿recuerdas?

La súbita privación de oxígeno, luego de los intentos de revivirlo, resultó ser exactamente el estímulo que Orville necesitaba: reaccionó.

Cuando el cuerpo que llevaba comenzó a moverse, Neil lo soltó bruscamente, asustado. Había creído que Orville estaba muerto o casi.

Entonces Buddy y Neil sostuvieron un prolongado debate sobre la decencia de la desnudez (tanto en el caso particular de Orville como en general) dadas las excepcionales circunstancias del momento. La discusión era más que nada un pretexto de Buddy para dar ocasión a Orville de recobrar las fuerzas.

—¿Quieres volver a la superficie o quedarte aquí y ahogarte? —preguntó Buddy.

—¡No! —repitió Neil una vez más—. No está bien. ¡No!

—Tienes que elegir. ¿Qué dices? —insistió Buddy, satisfecho al descubrir que jugar con los temores de Neil era tan fácil como tocar una armónica—. Pero si vamos a subir, tendremos que hacerlo juntos, y necesitaremos algún tipo de soga.

—Teníamos una soga.

—Y tú la perdiste, Neil.

—Yo no fui…

—Bueno, fuiste el último que la tuvo y ahora ha desaparecido. Ahora necesitamos otra soga. Claro que si no te importa volver. O si crees poder arreglarte mejor solo…

Por último Neil aceptó.

—Pero Blossom no lo va a tocar, ¿entendido? Es mi hermana, y no lo permitiré. ¿Entendido?

—Neil, no hay motivo para que te preocupes por nada de eso hasta que estemos todos a salvo —contemporizó Buddy—. Nadie se propone…

—Y será mejor que tampoco se hablen. Porque yo lo digo, y lo que digo yo se hace. Blossom, ve delante de mí, y Buddy detrás. Orville último.

Desnudo ahora, salvo por el cinturón y la pistolera, Neil anudó unas con otras las perneras de varios pantalones, y así partieron, cada uno tomado de la cuerda. El agua era honda, y tan caliente que la piel parecía despegárseles de los huesos, como una gallina hervida demasiado tiempo. Sin embargo, la corriente era cada vez menos impetuosa, y avanzaban con mayor lentitud.

Pronto encontraron una raíz que doblaba hacia arriba, desde la cual no goteaba mucha más agua que cuando la advirtieron por primera vez… ¿cuántos días antes? Cansados, casi mecánicamente, reanudaron el ascenso.

Blossom recordó una canción de cuando iba al jardín de infantes, acerca de una araña arrastrada por la lluvia a una canaleta:

El sol salió y secó la lluvia,

y la arañita negra de nuevo empezó a subir…

Esto le dio risa, como antes las extrañas palabras del poema de Jeremiah pero ahora no pudo dejar de reír, pese al dolor que le causaba.

Esto preocupó sobre todo a Buddy, ya que recordaba el invierno anterior, en la sala común, y los que habían salido corriendo a la nieve que se derretía, entre risas y cantos, para nunca más volver. La risa de Blossom se parecía a la de ellos.

Como en ese punto la raíz se abría en un tubérculo frutal, decidieron descansar y comer. Orville procuró tranquilizar a Blossom, pero Neil le ordenó que se callase. La pulpa, ahora semilíquida, les caía sobre las cabezas y hombros como excrementos de enormes aves con diarrea.

Neil estaba desgarrado entre el deseo de alejarse donde no lo inquietara la risa de la hermana y un deseo igualmente fuerte de quedarse cerca y protegerla. Por fin transó yéndose a una distancia intermedia, donde se echó de espaldas, sin proponerse dormir, solamente descansar el cuerpo.

Su cabeza tropezó con el mango del hacha abandonada allí por Orville. Lanzó un breve grito, que nadie advirtió. Estaban todos tan cansados. Permaneció largo rato pensando con mucho empeño, bizqueando por el esfuerzo, aunque nada se podía ver en aquella inflexible obscuridad.

La pulpa frutal ablandada seguía cayendo desde arriba, salpicándoles los cuerpos y el piso con pequeños sonidos crepitantes, como besos de niños.