Trece: ¡Cucú, chag-chag, piu-uí, tuitú!

Hay quienes no pueden gritar ni siquiera cuando la ocasión requiere enfáticamente hacerlo. Cualquier sargento de instrucción militar conoce hombres, buenos soldados en todos los demás aspectos, que cuando deben abalanzarse a hundir una bayoneta en las entrañas de un muñeco relleno de aserrín, son incapaces de lanzar ningún tipo de grito de batalla; o en el mejor de los casos apenas logran alguna imitación inofensiva, un ¡Mata! ¡Mata! sin entusiasmo. No es que a estos hombres les falten las emociones primordiales del odio y la sed de sangre, es sólo que se han vuelto demasiado civilizados, demasiado reprimidos, para experimentar un puro furor frenético. Tal vez una verdadera batalla lo suscite en ellos; tal vez nada lo consiga.

Hay emociones más primordiales, más fundamentales para la supervivencia, que el odio y la sed de sangre; pero con ellas ocurre lo mismo: pueden estar ahogadas recubiertas con formalidades civilizadas y sensaciones secundarias. Solamente circunstancias extremas pueden liberarlas.

Jeremiah Orville era un hombre muy civilizado. Los últimos siete años lo habían liberado en muchos aspectos, pero sin borrarle la civilización hasta muy poco tiempo atrás, cuando los acontecimientos le enseñaron a desear más la consumación de la venganza que la propia felicidad y seguridad. Era un comienzo.

Pero al hallarse junto a Blossom, el hacha invisible en la mano, invisible él mismo, oyendo esos gritos desgarradores que el miedo arrancaba de la garganta de la muchacha, lo dominó la emoción del amor, más primordial, destruyendo la civilización en él e impulsándolo a soltar el arma. Cayó de rodillas y besó aquel cuerpo joven que era ahora lo más importante y hermoso en el mundo.

—¡Blossom! —exclamó, jubiloso—. ¡Oh, Blossom! ¡Blossom! —y siguió repitiendo el nombre desatinadamente.

—¡Jeremiah! ¡Eres tú! Dios mío, ¡creí que era él!

Y Orville, al mismo tiempo:

—¿Cómo pude haber amado a un fantasma incorpóreo, mientras que aquí…? ¡Perdóname! ¿Podrás perdonarme alguna vez?

Sin entenderle, ella reía y lloraba.

—¡Perdonarte!

Entonces se dijeron muchas cosas sin pensar, sin preocuparse por comprender nada más que el hecho, todavía inasimilable, de que se amaban.

Los más altos vuelos de la pasión tienden a ser lentos, aunque no totalmente inocentes. Si bien Orville y Blossom no podían disfrutar la felicidad de mirarse durante horas a los ojos, la obscuridad permitía tanto como negaba. Retozaron, se demoraron. Se llamaron con los nombres sencillos y afectuosos de los romances juveniles (nombres nunca pronunciados entre Orville y Jackie Whythe, que cuando él la acariciaba solía utilizar expresiones más groseras, signo infalible de refinamiento); y estos querido, estos amada y estos mi amor parecían expresar filosofías del amor tan exactas como la aritmética y tan sutiles como la música.

Por fin, como era inevitable, algunas palabras de sentido común les alteraron la perfecta soledad del amor, como guijarros lanzados a un estanque tranquilo.

—Los demás deben estar buscándome —dijo ella—. Tengo que decirles algo.

—Sí, ya sé; oí desde arriba cuando te lo contó Alice.

—Entonces ya sabes que papá quería esto. Iba a anunciarlo cuando…

—Sí, lo sé.

—Y Neil…

—También lo sé. Pero ahora no hace falta que te preocupes por él. —Le besó el suave lóbulo colgante de la oreja—. No hablemos de eso por ahora. Más tarde hacemos lo que sea necesario.

—No, Jeremiah. Escucha —repuso ella, apartándolo—. Vámonos de aquí, lejos de ellos y de sus odios y celos, donde nunca puedan encontrarnos. Podremos ser como Adán y Eva, inventar nombres nuevos pata todos los animales. Está el mundo entero…

No dijo más, porque se dio cuenta de que estaba el mundo entero. Tendió una mano para atraer nuevamente a Orville, y para alejar el mundo un momento más; pero en lugar de la carne viviente de Orville tropezó con la cadera fracturada de Alice.

Una voz, que no era la de Orville, gritó el nombre de Blossom.

—Todavía no —susurró ella—. No puede terminar ahora.

—No termina —le prometió él, ayudándola a ponerse de pie—. Tenemos toda nuestra vida por delante. Una vida dura eternamente; a mi edad lo sé bien.

Ella rió, y luego gritó para que todos la oyeran:

—Estamos aquí abajo. Quienquiera que sea, váyase; encontraremos solos el camino de vuelta.

Pero Buddy ya los había encontrado, entrando en el tubérculo por un pasaje lateral.

—¿Quién está contigo? —preguntó—. ¿Eres tú, Orville? Debería romperte la cabeza por esta jugarreta. ¿No saben que el viejo ha muerto? ¡Vaya momento para fugarse!

—No, Buddy, te equivocas. Todo está bien; Orville y yo nos amamos.

—Sí, entiendo. Ya hablaremos de eso él y yo… en privado. Espero haber llegado antes de que pusiera a prueba tu amor. Dios me valga, Orville… ¡esta muchacha tiene apenas catorce años! Es tan joven que podría ser tu hija. Tal como se porta es tan joven que podría ser tu nieta.

—¡Buddy! No es como piensas —protestó Blossom—. Es lo que papá quería para nosotros. Se lo dijo a Alice y entonces…

Buddy, que se adelantaba guiándose por las voces de ellos, tropezó con el cadáver de la enfermera.

—Qué demonios…

—Ésa es Alice. ¿Por qué no me escuchas?

Blossom estalló en lágrimas de frustración y de pena.

—Siéntate y cállate un minuto —dijo Orville—. Te apresuras a sacar conclusiones erróneas, e ignoras muchas cosas. No, hombre, no discutas, ¡escucha! —Poco después concluía—: La cuestión no es entonces qué se debe hacer en el caso de Neil, sino quién debe hacerlo. No creo que yo deba cargar con esa responsabilidad, ni tú tampoco. Personalmente, nunca me gustó el despotismo con que tu padre hacía de juez, jurado y ley por cuenta propia. Haber sido designado sucesor suyo es un honor, pero preferiría rechazarlo. En esta cuestión debe intervenir la comunidad.

—De acuerdo. Sé que si yo hiciera… lo que hay que hacer, dirían que es por motivos personales. Y no sería cierto. No quiero nada suyo; ya no. A decir verdad, lo único que quiero ahora es volver a ver de nuevo a Maryann y mi hijo.

—Lo que debemos hacer entonces es ir en busca de los demás. Blossom y yo podemos ocultarlos hasta que el problema quede resuelto. Neil puede ser rey por un día, pero alguna vez tendrá que dormir, y entonces habrá tiempo para derrocarlo.

—Muy bien. Iremos ahora… pero no siguiendo mi soga; así sería demasiado fácil encontrarse con Neil. Si trepamos las hiedras de la raíz por donde ustedes llegaron, no habrá peligro de que nos crucemos con él.

—Si Blossom puede, no tengo inconveniente.

—Jeremiah, viejo extraño, yo puedo trepar por allí dos veces más rápido que cualquier abuelo de treinta y cinco años.

Al oír lo que supuso era un beso, Buddy frunció los labios con desaprobación. Pese a aceptar todo lo dicho por Orville en defensa suya y de Blossom, que eran otros tiempos; que ahora casarse pronto era definitivamente preferible a la antigua modalidad; que Orville (este argumento fue de Blossom) era sin duda el más aceptable entre los sobrevivientes, y que Anderson había bendecido póstumamente su unión pese a todas estas razones convincentes, Buddy no podía evitar cierto disgusto ante la situación. Todavía es una niña, se decía; y frente a este hecho para él incontrovertible, todos los razonamientos parecían tan engañosos como las pruebas de que Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga en su interminable carrera.

Sin embargo, se tragó el disgusto, como traga un niño alguna odiada verdura a fin de salir para ocupaciones más importantes.

—Vámonos de aquí —dijo.

Para regresar a la raíz primaria desde donde habían caído Blossom y Orville era necesario desviarse por donde llegara Buddy, y luego doblar hacia arriba por una raíz secundaria tan estrecha que incluso arrastrarse por ella resultaba arduo.

Pero esto no fue sino un anticipo de las dificultades que se les presentaron al trepar la raíz vertical. Las hiedras por donde tenían la esperanza de ascender estaban cubiertas por una fina capa de limo que impedía asirlas con la firmeza suficiente para no resbalarse. Únicamente en los puntos nodales, donde las hiedras se interpenetraban, formando una especie de estribo (al igual que el sistema de raíces, estas hiedras se juntaban y volvían a juntar constantemente), era posible aferrarse, y no siempre era seguro hallar otra de esas intersecciones nodales de hiedras más arriba, al alcance de la mano. Continuamente debían retroceder y ascender de nuevo por una red de hiedras distinta. Más frustrante aún era que los pies (que aunque descalzos no eran prensiles) resbalasen a cada rato de esos estribos improvisados. Era como tratar de subir por una escalera de sogas engrasada a la cual le faltaran escalones.

—¿Qué ganamos matándonos? —inquirió retóricamente Buddy, después de haber estado a punto de hacer precisamente eso—. No sé de dónde viene esta bazofia, pero no parece cesar. Cuanto más alto subimos, más probabilidades tenemos de rompernos el pescuezo si caemos. ¿Por qué no volvemos por mi soga, después de todo? No es tan probable que tropecemos con Neil, y aunque así ocurra, no tenemos por qué revelarle que estamos enterados de algo que él no quisiera que sepamos. Prefiero arriesgar cinco o diez minutos con él que otros cien metros de subida por esta chimenea engrasada.

Como esta actitud parecía sensata, regresaron al tubérculo. Bajar fue tan fácil como deslizarse por el caño de un cuartel de bomberos.

Mientras seguían la cuerda de Buddy, subiendo una leve pendiente, notaron que también allí las hiedras estaban ensuciadas con limo y resbalosas bajo los pies. Tanteando bajo la capa de hiedras, Orville descubrió que un pequeño arroyuelo de limo corría cuesta abajo.

—¿Qué crees que será? —preguntó Buddy.

—Me parece que por fin llegó la primavera —contestó Orville.

—Y ésta es la savia… ¡claro! Ahora la reconozco al tacto… y por el olor… ¡oh, vaya si conozco ese olor!

—¡Primavera! —exclamó Orville—. ¡Podremos volver a la superficie!

La felicidad es contagiosa (¿y acaso no había razones de sobra para que un hombre joven y otra vez enamorado se sintiera feliz, de cualquier modo?) y Orville citó parte de un poema que recordaba:

Primavera, dulce primavera, placentera reina del año.

Cuando todo florece, las doncellas bailan en rueda,

no azota el frío, y las hermosas aves cantan

¡cucú, chag-chag, piu-uí, tuitú!

—¡Qué hermoso poema! —dijo Blossom, tomándole la mano y apretándosela.

—¡Qué sarta de disparates! —comentó Buddy—. ¡Cucú, chag-chag, piu-uí, tuitú!

Los tres rieron alegremente. El sol ya parecía brillar sobre ellos, y para que volvieran a reír bastaba que uno repitiera las antiguas y tontas palabras isabelinas.

A unos seiscientos metros por sobre sus cabezas, la tierra revivía calentándose bajo la luminosa influencia del sol, que en efecto había pasado el equinoccio. Aun antes de que se disolvieran las últimas manchas de nieve en las laderas sur de los peñascos, las hojas de las grandes Plantas se abrieron para recibir la luz y comenzaron la labor como si octubre hubiera sido recién ayer.

Salvo por el ruido de las hojas al abrirse (y eso concluyó en un día), fue una primavera silenciosa. No había pájaros que cantaran.

Las hojas hambrientas interpelaron a los tallos, desagotados para soportar el helado invierno norteño; y los tallos interpelaron a las raíces, donde la savia portadora de sustancias disueltas, que las hojas necesitaban para fabricar nuevo alimento, comenzó a hervir a través de infinitos vasos capilares. Donde el paso del hombre había roto estos vasos capilares la savia rezumó, y cubrió las hiedras que tapizaban los huecos de las raíces. Volcándose cada vez en mayor cantidad en las arterias de la Planta que despertaba, la savia tenue formaba pequeños riachuelos que, al fundirse con otros riachuelos, creaba pequeños torrentes, y estos torrentes se precipitaban abajo inundando las profundidades últimas de la raíz. Cuando fluían entrando en huecos donde los vasos capilares seguían intactos; pero en otras partes el nivel de esos torrentes se elevaba cada vez más, inundando las raíces, como alcantarillas en un súbito deshielo primaveral.

Ahora los tubérculos del fruto, que se formaban desde hacía años, adquirieron una bella plenitud otoñal. En el corazón de esos tubérculos, la etérea seda vegetal, al recibir las provisiones finales de alimento de las hojas superiores se espesó hasta tener la consistencia de la clara de huevo batida.

En ambos hemisferios, la Planta estaba llegando al final de una larga estación; y ahora, a intervalos regulares, descendían en la verde tierra, desde los cielos primaverales, unas esferas relucientes tan inmensas que cada una, al aterrizar, aplastó varias Plantas bajo su pesado volumen. Visto desde una distancia adecuada, el paisaje se habría parecido a un macizo de trébol donde alguien hubiera arrojado pelotas grises de basket.

Después de calentarse unas horas al sol, esas pelotas de basket echaron afuera, por unas aberturas en las bases, cientos de cilios exploratorios, cada uno de los cuales se movió hacia una Planta cercana, y con pulcros y eficaces bárrenos taladrantes comenzó a perforar el leñoso tallo hasta el hueco de la raíz, abajo. Cuando quedaba abierto un pasaje satisfactorio, el cilio retrocedía y entraba de nuevo en la esfera gris.

Se preparaba la cosecha.

Neil ya había recorrido tres veces el círculo de soga que había preparado para atrapar a Buddy; y comenzaba a intuir torpemente que había caído en su propio lazo (aunque seguía sin comprender cómo había ocurrido esto). Entonces, tal cómo había temido, oyó que Buddy regresaba por la raíz. Con él venían Blossom y Orville, y todos reían. ¿De él? Tenía que ocultarse, pero no había dónde hacerlo, y de todos modos no quería esconderse de Blossom, así que dijo:

—Eh… hola.

Los otros dejaron de reír.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Buddy.

—Bueno, verás, es que… Esta soga no hace más que… no, tampoco es eso.

Cuanto más hablaba, más confuso se ponía, y más impaciente Buddy…

—Oh, déjalo entonces. Mira, encontré a Blossom y también a Orville. Reunamos ahora a los demás. Es primavera. No te fijaste en el limo que… Oye ¿qué es esto? —Acababa de encontrar el sitio donde la punta de su soga estaba atada a la parte media—: Seguramente no es ésta la intersección donde nos separamos. Si hubiera bajado por una raíz tan pequeña como ésta, lo recordaría.

Neil no sabía qué hacer. Quería darle un golpe en la cabeza al fisgón de su hermano, eso era lo que quería hacer, —y balear a Orville, hacerle saltar los sesos: Pero intuía que era mejor hacerlo lejos de Blossom, quien tal vez no entendería. Además, cuando se está perdido, lo más importante es llegar a casa, a salvo. Una vez seguro en casa, las cosas no parecen tan enredadas como cuando estás perdido.

Buddy, Orville y Blossom conversaban en voz baja. Luego el primero dijo:

—Neil, ¿acaso tú…?

—¡No! No sé cómo… ¡debe haber ocurrido, nada más! ¡No es culpa mía!

—¡Vaya, qué papanatas! —comenzó a reír Buddy.

—Si tuvieras que cortar una rama de un árbol, te sentarías sobre ella. Ataste mi soga en círculo, ¿verdad?

—¡No, Buddy, té lo juro por Dios! Ya te dije que no sé cómo…

—Y no trajiste tu propia soga para poder volver. Ah, Neil, ¿cómo te las arreglas para equivocarte siempre?

Orville y Blossom unieron sus risas a las de Buddy.

—¡Oh, Neil! —exclamó Blossom—. ¡Oh Neil!

Oír que Blossom pronunciaba así su nombre reanimó a Neil, que se puso a reír junto con los demás. ¡El burlado era él!

Aunque fuera sorprendente, parecía que Buddy y Orville no pensaban alborotar mucho. ¡Tal vez supieran lo que les convenía!

Cuando todos dejaron de reír, Orville dijo:

—Parece que tendremos que encontrar el camino de vuelta como podamos. ¿Quieres ir adelante, Neil?

—No —respondió Neil, otra vez sombrío y tocando la Python en su pistolera para tranquilizarse—. No; yo seré el líder, pero iré detrás.

Una hora más tarde llegaban a un callejón sin salida, y comprendían que estaban totalmente perdidos. Ya no era posible destrozar con un movimiento del brazo los vasos capilares, que estaban henchidos de savia y resistían. No habría sido más difícil atravesar un panal que los huecos cerrados. En consecuencia, se vieron obligados a permanecer estrictamente dentro de los limites de senderos ya marcados. Gracias a Anderson, había bastantes de éstos; demasiados.

Orville resumió la situación:

—Tendremos que volver al subsótano, queridos míos. Tendremos que tomar otro ascensor para llegar a la planta baja.

—¿Qué dijiste?

—Dije que…

—¡Ya oí lo que dijiste! Y no quiero que vuelvas a usar esas palabras, ¿entendido? Recuerda quién manda aquí, ¿eh?

—¿Qué palabras, Neil? —inquirió Blossom.

—¡Queridos míos! —vociferó Neil, quien siempre había podido gritar cuando lo consideraba adecuado.

No era civilizado en exceso, y lo primordial estaba muy cerca de la superficie de su mente. Parecía estarlo cada vez más.