Doce: Fantasmas y monstruos

Mejor te escondes, se dijo, y fue así como se perdió.

Una vez, cuando Blossom tenía siete años, sus padres habían ido a Duluth a pasar el fin de semana, llevándose al bebé, Jimmie Lee, y dejándola sola en la gran casa de dos pisos en las afueras de Tassel. Era su decimoctavo aniversario de casamiento. Buddy y Neil, ambos ya crecidos, habían salido; uno a un baile, el otro a un partido de béisbol. Ella miró televisión un rato; después jugó con las muñecas. La casa quedó muy obscura, pero el padre prohibía que encendieran más de una luz por vez; de lo contrario se desperdiciaba corriente.

No le importaba estar un poco asustada: hasta tenía algo de agradable. Por eso apagó todas las luces, y fingió que el Monstruo la buscaba en la obscuridad. Atreviéndose apenas a respirar, y en puntas de pie, encontró escondites seguros para todas las hijas: Lulú, como de todos modos era negra, en la carbonera del sótano; Mariquita, tras la caja del gato, Nelly, la mayor, en el cesto de los papeles, junto al escritorio de papá. Sentía cada vez más miedo. El Monstruo la buscó por todas partes en la sala, salvo en el sitio donde ella estaba: detrás de la mecedora con plataforma. Cuando el Monstruo salió de la sala, Blossom subió la escalera cautelosamente, pegada a la pared para, que los escalones no crujieran. Pero uno crujió; y el Monstruo, al oírlo, subió a buscarla. Lanzando un grito; ella corrió a la primera habitación, entró y cerró la puerta. Era el dormitorio de Neil, y la gran cabeza de alce, con sus cuernos, la miró amenazante desde su sitio, sobre la cómoda. Siempre había temido a ese alce, pero más temía al Monstruo, que estaba afuera, en el pasillo, escuchando ante cada puerta para ver si ella estaba adentro.

Arrastrándose sobre manos y rodillas, llegó a la puerta del ropero de Neil, que estaba entreabierta, y se ocultó entre hediondos libros viejos y sucios pantalones azules. La puerta del dormitorio se abrió con un crujido. Tan obscuro estaba que Blossom no podía ver su propia mano, pero sí podía oír al Monstruo que husmeaba por todas partes. Al llegar a la puerta del ropero, se detuvo; la olfateaba adentro. El corazón de Blossom casi cesó de latir; rogó a Dios y a Jesús que el Monstruo se fuera.

Haciendo un ruido fuerte y terrible, el Monstruo abrió la puerta; y entonces Blossom vio por primera vez cómo era. Gritó, gritó y volvió a gritar.

Neil, que fue el primero en volver a casa esa noche, no lograba entender qué hacía Blossom en su ropero con la cabeza metida en los pantalones sucios, gimiendo como si la hubieran azotado con la correa y temblando como un petirrojo atrapado en una tormenta de nieve. Pero cuando la levantó, el cuerpecito se puso rígido, y Blossom sólo se tranquilizó cuando la dejaron dormir esa noche en la cama de Neil. Al día siguiente tuvo fiebre, y los padres tuvieron que abreviar el viaje y volver a cuidarla. Nadie comprendió jamás lo sucedido, ya que Blossom no se atrevía a hablarles del Monstruo; a quien ellos no podían ver. Con el tiempo, el incidente fue olvidado. Al crecer Blossom, el contenido de sus pesadillas sufrió un cambio gradual: ahora los antiguos monstruos no eran más aterradores que la cabeza de alce sobre la cómoda.

Sin embargo, la obscuridad es la sustancia misma del terror; y mientras corría y se arrastraba por las raíces, descendiendo cada vez más hondo, Blossom sintió que el viejo temor la volvía a dominar. Se habían apagado de pronto todas las luces de la casa; las tinieblas se llenaron de monstruos, como una tina de agua, y ella corrió por escaleras y pasillos en busca de un ropero donde ocultarse.

Durante esos últimos largos días de agonía del padre, y aún antes, Blossom había estado demasiado sola. Sentía que él quería decirle algo, pero se contenía, y esa actitud la humillaba. Creyendo que no quería que ella lo viera morir, se obligó a permanecer alejada. Alice y Maryann, con quienes habitualmente habría pasado el rato, no tenían ahora otra preocupación que el bebé. Blossom habría querido ayudarlas; pero era demasiado joven. Estaba en la edad en que se experimenta incomodidad en presencia del nacimiento o de la muerte. Merodeaba en las orillas de estos grandes acontecimientos, y se compadecía por estar excluida de ellos. Se imaginaba muriendo; ¡qué tristes se pondrían todos, cuánto lamentarían haberla descuidado!

Ni siquiera Orville tenía tiempo para Blossom. Se ausentaba, solo, o estaba al lado de Anderson. Únicamente Neil parecía más alterado que él por la muerte del anciano. Cada vez que se cruzaba con Blossom, Orville la miraba con tan mortífera intensidad que la muchacha se apartaba, ruborizada, y hasta un poco asustada. Ya no sentía que lo entendía; y esto, en cierto modo, hacía que lo quisiera más… y con menos esperanzas.

Pero ninguna de estas cosas la habrían impulsado a huir, salvo a sus propias fantasías. Recién cuando vio la expresión en el rostro de Neil, la apariencia casi sonámbula de aquellos rasgos; cuando le oyó pronunciar su nombre en ese tono particular… entonces Blossom, como una gacela que olfatea a un cazador, se aterró y echó a correr: lejos, a la obscuridad profunda y protectora.

Corría ciegamente, y por eso fue inevitable que cayera por uno de los túneles a una raíz primaria. En la obscuridad podía ocurrir aunque se tuviera cuidado. El vacío la tragó entera.

Las rodillas dobladas penetraron la pulpa del fruto; luego el cuerpo se precipitó hacia adelante en la suave y blanda seda vegetal. Se hundió en ella profundamente, y cayó sin lastimarse a unos pocos centímetros del cuerpo destrozado, pero todavía vivo, de Alice Nemerov, ED.

Jeremiah Orville había demorado demasiado. Se había propuesto vengar, y en cambio había ayudado. Día tras día había observado la muerte de Anderson, su afonía, su humillación, sabiendo que, él, Jeremiah Orville, nada tenía que ver con ellas. La Planta y la mera casualidad habían derrotado al anciano.

Orville había permanecido cerca como Hamlet, diciendo «amén» a las oraciones de Anderson, y sólo se había engañado a sí mismo con esas sutilezas. Tanto había ambicionado que todos los sufrimientos de Anderson provinieran de él mismo, y no de la Planta, que condujo al viejo y su tribu a un país de leche y miel. Y ahora el enemigo agonizaba a causa de un simple accidente: una mordedura infectada en un atrofiado dedo de un pie.

Solo, Orville meditaba tristemente en la profunda obscuridad; y en el aire vacío tomó forma una imagen, un fantasma. Cada día la aparición era más definida; pero él sabía, desde el primer débil resplandor blanco, que era Jackie Whythe. Pero ésta era una Jackie Whythe como nunca había existido: más joven, más ágil, más dulce, la esencia misma de la gracia y la delicadeza femeninas.

Utilizando todos los ardides habituales, le hizo declarar su amor por ella. Y aunque él juró amarla, no quedó satisfecha; no le creyó, y lo obligó a decirlo una y otra vez.

Le recordó las noches juntos, los tesoros de su cuerpo joven…: y el horror de su muerte. Después volvió a preguntarle: ¿Me amas?

Sí, sí, te amo, insistió él. ¿Lo dudas? Lo atormentaba el deseo de poseerla otra vez. Anhelaba un ultimo beso, el más leve contacto, apenas un aliento; pero le era negado.

Estoy muerta, le recordó ella, y no me has vengado.

—¿A quién quieres? —le preguntó él en voz alta, apretando el hacha que no había dejado de afilar en la palma de la mano—. Dime el nombre, y con está misma hacha…

Blossom, susurró con ansiedad el fantasma, con cierta insinuación de celos. Me has abandonado por esa muchacha. Cortejas a una niña.

—¡No! Fue solamente para poder traicionarla. Fue todo por ti.

Pues traiciónala ahora. Traiciónala y volveré a ti. Entonces, y sólo entonces, te besaré. Entonces, cuando me toques, tu mano sentirá carne. Con estas palabras desapareció.

En el mismo instante Orville supo que ella no había sido real, que muy posiblemente esto fuera el comienzo de la locura. Pero no le importaba. Aunque no fuera real, tenía razón.

Inmediatamente fue en busca de la víctima, y la encontró de pie junto a un grupo que rodeaba el cadáver del padre. Alice Nemerov yacía atada cerca del cadáver, y también estaba allí Neil Anderson, que desvariaba. Orville no prestó atención a nada de esto. Blossom, en ese momento como si intuyera los designios de Orville echó a correr espantada por los obscuros túneles de la Planta. Él la siguió. Esta vez haría lo que tenía que hacer… lo haría con destreza, con rapidez, y con un hacha.

Apretando entre las manos la pulpa dura y quebradiza de la cáscara del fruto, Blossom logró exprimir unas cuantas gotas de agua aceitosa. Pero tanto calor hacía a esa profundidad —veintisiete grados centígrados, o más—, que le resultaba difícil revivir a Alice de ese modo. Comenzó de nuevo a masajearle las flacas manos a la anciana, las mejillas, la floja carne de los brazos, mientras repetía mecánicamente las mismas palabras de aliento:

—Alice querida, por favor… Trata de despertar, trata… Alice, soy Blossom… ¡Alice! Todo va bien ahora… ¡Oh, por favor!

Por fin la anciana pareció recobrar el sentido, pues gimió.

—Alice ¿estás bien?

Alice emitió un sonido parecido al habla, que fue interrumpido por una siseante aspiración. Cuando habló, cuando pudo hablar, lo hizo con voz exageradamente fuerte y extrañamente resuelta.

—Creo que tengo la cadera… sí, está rota.

—¡Oh, no! ¡Oh, Alice! ¿Te… te duele?

—Como el diablo, hija mía.

—¿Porqué lo hizo? ¿Porqué Neil…?

Blossom se detuvo; no se atrevía a decir lo que había hecho Neil. Ahora que Alice estaba consciente, el temor y la agitación volvieron a dominarla. Era como si hubiera revivido a Alice únicamente para que ésta pudiera decirle que el Monstruo no era real, apenas algo imaginado por ella.

—¿Por qué me arrojó aquí? Porque, hija mía, el canalla asesinó a tu padre, y porque yo lo supe y cometí la estupidez de decirlo. Además, me parece que nunca simpatizó mucho conmigo.

Blossom declaró que no podía creerlo, que era absurdo. Hizo que Alice le explicara cómo lo sabía, pidió pruebas, las refutó: Dolorida como estaba, la obligó a repetir cada detalle del relato, y aún se negó a creerlo. Su hermano tenía defectos, pero no era un asesino.

—¿Acaso no me asesinó a mí?

Era una pregunta difícil de responder.

—Pero ¿para qué hacer semejante cosa? ¿Por qué matar a un hombre que está casi muerto? No tiene sentido. No había razón.

—Fue por tu causa, querida.

Blossom creyó sentir el aliento del Monstruo en la nuca.

—¿Qué quieres decir? —exclamó, apretando casi con furia la mano de Alice—. ¿Por qué por mi causa?

—Porque debe haber descubierto que tu padre se proponía casarte con Orville.

—Papá se proponía… ¡no entiendo!

—Quería que Jeremiah fuera el nuevo líder que lo reemplazara. Aunque no lo deseaba, comprendió que tendría que ser así. Pero postergó decírselo a alguien. Eso fue obra mía. Yo le dije que esperara. Pensé que eso lo haría seguir, adelante. Nunca imaginé…

Alice continuaba hablando, pero Blossom ya no la escuchaba. Ahora entendía lo que había querido decirle el padre, y por qué había vacilado. La pena y la vergüenza la inundaron: había sido injusta con él; lo había dejado sufrir solo todos esos días. ¡Y él sólo quería su felicidad, la que ella ansiaba para sí misma! Habría querido volver a implorarle perdón, a agradecerle. Parecía que Alice, con esas últimas palabras, hubiera encendido todas las luces de la casa, devolviéndole la vida a su padre.

Pero las palabras siguientes de Alice disiparon esta ilusión.

—Les conviene cuidarse de él —dijo ceñuda—. No se atrevan a confiar en él. Especialmente tú.

—Oh, no, no, te equivocas; lo amo, y creo que él me ama también.

—No me refiero a Orville, Por supuesto que te ama; cualquier tonto se da cuenta. De quien debes cuidarte es de Neil. Está loco.

Blossom no protestó. Sabía mejor que Alice, aunque había sido menos consciente hasta ese momento, qué cierto era.

—Y parte de la locura se relaciona contigo.

—Cuando los demás sepan lo que hizo, cuando yo se lo diga…

Blossom no necesitaba decir más. Cuando los demás supieran lo que había hecho Neil, lo matarían.

—Por eso te lo conté; para que lo supieran.

—Tú misma se lo dirás. Debemos volver ya. A ver, tómate de mi hombro con el brazo.

Alice protestó, pero Blossom no le hizo caso. La anciana era liviana; si hacia falta, la llevaría alzada.

La. enfermera lanzó un grito, atormentado, y apartó el brazo de Blossom.

—¡No, no!, qué dolor… No puedo.

—Entonces traeré ayuda.

—¿Qué ayuda? ¿De quién? ¿Un médico, una ambulancia? No pude ayudar a tu padre a recobrarse de una mordedura de rata, y esto es…

El sonido que la interrumpió fue más elocuente que cualquier palabra que fuera a pronunciar. Blossom se mordió el labio largo rato para guardar silencio. Cuando le pareció que Alice podía escuchar, le dijo:

—Entonces me quedaré aquí sentada contigo.

—¿A verme morir? Tardaré un poco, aunque no más de dos días, y la mayor parte del tiempo estaré lanzando estos aullidos terribles. No… eso no me consolaría en nada. Pero hay algo que puedes hacer, si tienes fuerza suficiente.

—Lo que sea, lo haré.

—Debes prometerlo. —Blossom le apretó la mano para tranquilizarla—. Debes hacer por mí lo que Neil hizo por tu padre.

—¿Matarte? ¡No! Alice, no puedes pedirme que…

—Hija mía, yo lo hice en otra época por quienes lo pedían, y algunos tenían menos motivos que yo. Una inyección de aire, y el dolor se… va.

—Esta vez no —gritó.

—Blossom, te lo imploro.

—Tal vez venga alguien. Haremos una camilla.

—Sí, tal vez venga alguien. Tal vez venga Neil. ¿Te imaginas lo que haría si me encontrara todavía viva?

—No, él no haría eso… —Pero inmediatamente supo que sí.

—Debes hacerlo, hija mía. Te exijo que cumplas tu promesa. Pero antes bésame. No, así no; en los labios.

Blossom oprimió con sus labios temblorosos los de Alice, que estaban rígidos del esfuerzo por contener el dolor.

—Te quiero —susurró—. Te quiero como si fueras mi madre.

Después hico lo mismo que Neil. La anciana se retorció en una protesta instintiva, irreflexiva, y Blossom aflojó el apretón.

—¡No! —jadeó Alice—. No me tortures… ¡hazlo!

Esta vez Blossom no la soltó hasta que estuvo muerta.

La obscuridad aumentaba, y Blossom creyó oír que alguien bajaba por las hiedras de la raíz. Cuando el cuerpo penetró en la pulpa del fruto, hubo un ruido fuerte, y terrible. Blossom sabía qué aspecto tendría el Monstruo: el de Neil. Gritó, gritó y volvió a gritar.

El Monstruo tenía un hacha.

—Vuelve pronto —rogó ella.

—Te lo prometo. —Buddy se inclinó sobre la esposa, pero no le encontró los labios en la obscuridad (por orden de Neil, la lámpara debía quedar junto al muerto), y le besó en cambio la nariz.

Maryann rió como una muchacha, mientras él, con un exceso de cautela, tocaba con un dedo el diminuto brazo del hijo.

—Te quiero —dijo, sin molestarse en definir a quién se dirigía: a la mujer, al hijo o a los dos. Él mismo lo ignoraba. Solamente sabía que, pese a los terribles acontecimientos de los últimos meses, y sobre todo de la hora anterior, su vida parecía tener sentido como no lo tenía desde hacía años. Las más sombrías reflexiones no podían disminuir la plenitud de sus esperanzas, ni atenuar el resplandor de su satisfacción.

Hasta en el peor desastre, en las mayores derrotas, el mecanismo de la alegría sigue funcionando para unos pocos afortunados.

Maryann parecía advertir mejor que él que el círculo encantado de ellos tres tenía una circunferencia muy reducida, ya que murmuró:

—¡Qué cosa terrible!

—¿Cuál? —preguntó Buddy, absorto en un minúsculo dedo del pie de Buddy hijo.

—Alice. No comprendo por qué él…

—Está loca —repuso Buddy, saliendo a regañadientes del círculo—. Tal vez lo haya insultado. Ya sabes que es… que era viva de lengua. Cuando vuelva Neil me ocuparé de que se haga algo. Quién sabe qué enormidad se le ocurrirá ahora. Orville me ayudará; y también hay otros que han insinuado algo. Pero mientras tanto está armado y nosotros no. Y ahora lo importante es encontrar a Blossom.

—Por supuesto. Eso antes que nada. Sólo que es algo tan terrible.

—Es terrible —admitió él, oyendo que Neil lo llamaba de nuevo—. Ahora debo irme… —y comenzó a alejarse.

—Ojalá estuviera aquí la lámpara, así podría verte más tiempo.

—Lo dices como si creyeras que no volveré.

—¡No! No digas eso… ni en broma. Volverás, lo sé, pero….

—¿Sí, Maryann?

—Dilo una vez más.

—Te quiero.

—Y yo a ti. —Cuando estuvo segura de que él se había marchado, agregó—: Siempre te quise.

Los diversos miembros de la expedición de rescate se abrían paso hacia abajo por el laberinto de raíces divergentes utilizando una fina soga trenzada por Maryann con fibra de las hiedras. Cuando cualquier integrante del grupo se apartaba del cuerpo principal, ataba la punta de su propio rollo de cuerda a la soga comunal que conducía al tubérculo donde Anderson yacía en cuerpo presente junto a la vigilante lámpara.

Neil y Buddy fueron quienes más descendieron a lo largo de la soga comunal. Al terminar ésta, se encontraron en una nueva intersección de raíces. Buddy anudó una punta de su soga al extremo de la cuerda principal y tomó a la izquierda. Después de hacer lo mismo, Neil tomó a la derecha, pero sólo hasta corta distancia. Luego se sentó a pensar con todo el empeño que le era posible.

Neil no confiaba en Buddy; nunca había confiado. Ahora, muerto el padre, ¿no tendría que confiar todavía menos? Buddy se creía tan listo con ese mocoso suyo. Como si fuera el único hombre del mundo que hubiera tenido un hijo. Neil lo detestaba a muerte también por otras razones que su mente evitaba. No le convenía enterarse muy conscientemente de que el supuesto Neil hijo, si existía, probablemente existiera como resultado de otra simiente que la suya. Mejor era que ni siquiera pensar en eso.

Neil estaba inquieto. En varios de los hombres que participaban de la expedición intuía una resistencia a su autoridad, y esta resistencia parecía más fuerte en Buddy. Un líder no puede permitir que le cuestionen la conducción; su padre siempre había insistido en eso. A Buddy no parecía importarle nada que Anderson hubiera querido que Neil lo reemplazara. Buddy siempre había sido impetuoso, rebelde, ateo.

¡Eso es él! pensó Neil, asombrado de la perfección con que esa palabra definía todo lo peligroso en el hermano. ¡Un ateo! ¿Cómo no lo había advertido antes?

De una manera u otra, los ateos debían ser eliminados. Porque el ateísmo era como veneno en el depósito de agua del pueblo; era como… Pero Neil no pudo recordar cómo seguía lo demás. Hacía mucho que su padre no pronunciaba un buen sermón contra el ateísmo y la Suprema Corte.

Mientras seguía los pasos a esta percepción, a Neil se le ocurrió otra idea nueva. Fue para él una verdadera inspiración, una revelación… como si el espíritu del padre hubiera bajado del cielo para susurrársela al oído.

¡Ataría la cuerda de Buddy en redondo!

Así, cuando Buddy quisiera regresar, quedaría encerrado en un círculo, siguiendo una y otra vez la soga. Cuando se tenía el concepto básico, era una idea muy simple.

Pensándolo con detenimiento, sin embargo, había un inconveniente. Una parte del círculo estaría allí, en esa intersección, y Buddy tal vez descubriera a tientas la punta de la cuerda principal, donde seguía anudada con la de Neil.

¡Pero no podría si el círculo no tocaba esa intersección!

Riendo entre dientes, Neil desató la soga de Buddy y comenzó a seguirlo, enrollando la soga a medida que avanzaba. Cuando calculó haber recogido suficiente, se desvió por un ramal secundario de la raíz, desenrollando la soga mientras caminaba. Esta pequeña raíz se conectaba con otra igualmente pequeña, y ésta a su vez con otra. Las raíces de la Planta siempre iban en círculos sobre sí mismas, y si se daba vuelta siempre en la misma dirección, generalmente se volvía al punto de donde se partiera. Y en efecto, Neil estuvo pronto de vuelta en la raíz más grande, donde encontró la cuerda de Buddy, estirada a treinta centímetros sobre el suelo. Probablemente Buddy no estuviera lejos.

El ardid de Neil era perfecto. Cuando llegó casi a la punta de la soga, la anudó a la otra punta, formando un círculo perfecto.

Que trate ahora de encontrar el camino de vuelta, pensó con satisfacción. ¡Que trate ahora de molestar! ¡Ateo de porquería!

Guiándose con la soga de Buddy, riendo sin parar, Neil comenzó a arrastrarse por donde había llegado. Recién entonces notó que un extraño limo le cubría las manos y también la ropa.