Once: Muerte natural

Anderson perdía el pelo a mechones. Quizá esto le habría ocurrido a su edad de cualquier manera, pero él le echaba la culpa a la dieta. Las escasas provisiones rescatadas del fuego habían sido racionadas por migajas, y el poco maíz que ahora quedaba era para Maryann, y para simiente cuando volvieran a la superficie.

Rascándose el escamoso cuero cabelludo, maldijo a la Planta, pero con poca convicción, como quien protesta contra un patrón y no como quien pelea contra un enemigo. Su odio estaba mezclado con gratitud; la fuerza lo abandonaba.

Meditaba cada vez más sobre quién lo reemplazaría. Era una cuestión de peso: tal vez Anderson fuera el último dirigente en el mundo; casi un rey, sin duda alguna un patriarca.

Aunque generalmente creía en la primogenitura, se preguntaba si una diferencia de sólo tres meses no podía ser interpretada caritativamente en favor del hijo menor. Se negaba a considerar bastardo a Neil; por consiguiente, se veía obligado a tratar a los muchachos como mellizos, imparcialmente.

Cada uno de ellos tenía algo a favor, y ninguno lo suficiente. Neil trabajaba con empeño, no era propenso a quejarse y tenía fuerza; poseía los instintos de un dirigente, aunque no todas las habilidades. Pero era estúpido; Anderson no podía dejar de verlo. Además estaba… bueno, trastornado. Cómo o por qué exactamente, Anderson lo ignoraba, aunque sospechaba que Greta tenía la culpa en algunos aspectos. Tendía a examinar este problema con vaguedad, a observarlo oblicuamente o como a través de un vidrio ahumado, tal como se nos dice que debemos contemplar un eclipse. No quería enterarse de la verdad, si podía evitarlo.

Por su parte Buddy, si bien poseía muchas de las cualidades ausentes en el medio hermano, no era de fiar. Lo había probado cuando, ante la severa desaprobación del padre, se fue a vivir a Minneapolis; lo había probado de modo concluyente el día de Acción de Gracias. Cuando descubrió al hijo en el momento mismo, según sospechaba, de cometer el acto, se le había hecho evidente que Buddy no lo reemplazaría en su elevado cargo. Al pasar de la adultez a la madurez, Anderson había desarrollado un horror irrazonable hacia el adulterio. Ahora no se le ocurría que también él había sido adúltero una vez, y que uno de sus hijos era fruto de tal unión. En verdad, lo habría negado de modo terminante, y habría creído en esa negativa.

Durante mucho tiempo pareció que nadie podría reemplazarlo. En consecuencia, tendría que seguir adelante solo. Cada vez que los hijos manifestaban nuevas debilidades, Anderson había sentido un correspondiente aumento de vigor y decisión. En secreto, las fallas de ellos lo fortalecían.

Entonces apareció en escena Jeremiah Orville. En agosto, Anderson le había respetado la vida, por razones que eran confusas y (según parecía ahora) de inspiración divina. Ahora temblaba al verlo, como debe haber temblado Saul al comprender que el joven David lo suplantaría a él y a Jonathan, su hijo. Anderson se esforzaba desesperadamente por negarlo y por adaptarse al mismo tiempo a su manifiesto heredero. (Temía constantemente que, como aquel antiguo rey, llegase a combatir contra el elegido del Señor, condenándose con ello. Decididamente, creer en la predestinación tiene algunas desventajas). Como por etapas, doblegó la voluntad para esta desagradable tarea (ya que, aunque Admiraba a Orville, no simpatizaba con él); el vigor y la decisión lo abandonaban también por etapas. Sin saberlo siquiera, Orville lo estaba matando.

Era de noche; es decir, una vez más habían caminado hasta agotarse. Como Anderson era el árbitro de lo que constituía agotamiento, resultaba evidente para todos que el anciano estaba desgastándose: como después del equinoccio vernal cada día era más corto que el anterior.

El viejo se rascó el escamoso cuero cabelludo, maldijo… algo, no recordaba exactamente qué, y cayó dormido sin pensar en contar los presentes. Orville, Buddy y Neil lo hicieron, cada uno por su cuenta. Tanto Orville como Buddy llegaron a veinticuatro; Neil, quién sabe cómo, sacó veintiséis.

Neil fue inexorable: había contado veintiséis.

—¿Qué se creen, que no sé contar, Cristo santo?

Había transcurrido alrededor de un mes desde la partida de Greta. Ya nadie llevaba cuenta del tiempo. Algunos afirmaban que era febrero: otros sostenían que marzo. Las expediciones a la superficie sólo les permitían comprobar que aún era invierno. No necesitaban saber más.

No todos iban afuera. En verdad, además de Anderson, los dos hijos y Orville, había solamente tres hombres más. De nuevo se mantenía una base permanente para quienes, como Maryann y Alice, no podían pasarse el día arrastrándose por las raíces. Cada día había aumentado el número de los que se consideraban ineptos, hasta que hubo tantos lotófagos como antes. Anderson fingió ignorar la situación, pues temía provocar otra peor.

Anderson guiaba a los hombres por la ruta habitual, marcada con sogas trenzadas por Maryann. No podían orientarse más siguiendo el hilo de Ariadna de los capilares rotas, ya que en las exploraciones habían roto tantos que crearon un laberinto propio.

Fue cerca de la superficie, más o menos en el nivel de los quince grados, donde se encontraron con las ratas. Al principio sintieron algo así como el zumbar de una colmena, aunque más agudo. Lo primero que pensaron los hombres fue que los incendiarios habían penetrado por fin en las raíces, persiguiéndolos. Cuando se aventuraron dentro del tubérculo de donde provenía ese rumor, el zumbido se elevó convirtiéndose en un áspero quejido, como si estuvieran transmitiendo a todo volumen el aria de una soprano por un sistema de altoparlantes deficiente. La obscuridad aparentemente sólida, donde no alcanzaba la lámpara, se agitaba y disolvía en un teso más claro: miles de ratas caían unas sobre otras procurando entraren el fruto. Las paredes del pasaje estaban acribilladas por los túneles de las ratas.

—¡Ratas! —exclamó Neil—. ¿No dije yo que fueron ratas las que perforaron esa raíz arriba? ¿Lo dije o no? Bueno, aquí están. Debe de haber un millón.

—Si no lo hay ahora, lo habrá dentro de poco —asintió Orville—. ¿Estarán todas en este tubérculo?

—¿Qué importancia puede tener eso? —preguntó Anderson con impaciencia—. No nos han molestado, y yo, por mi parte, no siento necesidad de hacerles compañía. Parecen satisfechas comiendo está maldita manzana acaramelada, y yo dejo que lo hagan. Que se la coman toda, lo mismo me da. —Intuyendo que había ido demasiado lejos, agregó en un tono más apaciguado.

—De cualquier manera, nada podemos hacer contra un ejército de ratas. Me queda un solo cartucho en el revólver. No sé para qué lo guardo, pero sí sé que no es para una rata.

—Pensaba en el futuro, señor Anderson. Con tanto alimento a su alcance, y sin enemigos naturales que las combatan, estas ratas se multiplicarán fuera de todo límite. Tal vez ahora no amenacen nuestra provisión alimenticia, pero ¿y dentro de seis meses? ¿Dentro de un año?

—Antes de que comience el verano ya no estaremos viviendo aquí abajo, Jeremiah. Entonces, que les haga provecho alas ratas.

—Sin embargo, aun entonces nuestra alimentación dependerá de la Planta. Es lo único que queda, a menos que quiera criar ratas. Personalmente nunca me gustó su sabor. Y hay que pensar en el invierno próximo. Con la poca simiente que nos queda para plantar, aunque sirva todavía, no pasaremos el invierno. Vivir así me agrada tan poco como a cualquiera pero es un modo de sobrevivir. Por ahora, el único.

—¡Ah, puras idioteces! —declaró Neil en apoyo del padre.

Manifestando cansancio, Anderson bajó el farol, que sostenía en alto para examinar las perforaciones en la pared del pasaje.

—Tiene razón, Jeremiah, como siempre. —Torció los labios en una sonrisa de furia, y lanzó el pie descalzo (los zapatos eran demasiado valiosos para desperdiciarlos allí abajo) contra una de las madrigueras desde donde dos ojos relucientes los contemplaban con fijeza, observando a los observadores—. ¡Canallas! ¡Hijas de perra! —gritó.

Hubo un chillido; y una gorda y peluda bola de carne se elevó en arco, fuera del alcance de la luz. El agudo gemido, que se había aquietado un poco, subió de volumen, respondiendo al desafío de Anderson.

Poniendo una mano sobre el hombro del anciano, cuyo cuerpo se sacudía entero de ira impotente, Orville protestó:

—Por favor, señor…

—La desgraciada me mordió —rezongó Anderson.

—Ahora no podemos damos el lujo de dispersarlas. Nuestra mayor esperanza…

—Casi me arrancó un dedo —agregó el viejo, agachándose para inspeccionar la herida—. Qué porquería…

—… es contenerlas aquí; bloquear todos las pasajes que conducen a este tubérculo; De lo contrario…

—Orville se encogió de hombros; la alternativa era evidente.

—¿Y cómo salimos nosotros entonces? —inquirió Neil socarronamente.

—Oh, cállate, Neil —dijo Anderson en tono fatigado—. ¿Con qué? —preguntó a Orville—. No tenemos nada que una rata hambrienta no pueda atravesar con los dientes en cinco minutos.

—Pero tenemos un hacha, y podemos debilitar las paredes de las raíces para que caigan sobre sí mismas. A esta profundidad, la presión es enorme. Esa madera debe de ser dura como el hierro, pero si la astillamos y raspamos lo suficiente en los puntos adecuados, la tierra misma bloqueará los pasajes. Las ratas no pueden morder basalto. Hay algún peligro de que el derrumbe sea mayor de lo necesario, pero creo poder asegurarme de que eso no ocurra. Por lo general, un ingeniero en minas tiene que impedir derrumbes; pero ése es un buen entrenamiento para quien tiene que producirlos.

—Le permitiré intentarlo. Buddy, ve a buscar el hacha, y cualquier otra cosa que tenga borde cortante. Y que vengan aquí esos otros lotófagos. Neil y los demás, distribúyanse en las entradas de esta papa y hagan lo posible por mantener las ratas adentro. Todavía no parecen muy ansiosas por irse, pero quizá lo estén cuando las paredes comiencen a desplomarse. Jeremiah, venga conmigo y muéstreme qué se propone hacer. No entiendo cómo no se nos vendrá todo encima cuando… ¡Maldita sea!

—¿Qué le pasa?

—¡Mi pie! La condenada rata me sacó un buen pedazo del dedo. Bueno, ¡ya verán esas desgraciadas!

El exterminio de las ratas tuvo éxito; en todo caso, demasiado. Orville atacó la primera raíz en el punto preciso donde se acampanaba para convertirse en la dura cáscara esférica del fruto. Trabajó durante horas, desbastando delgados trozos de madera, vigilando cualquier señal de tensión que le diera oportunidad de escapar, raspando un poco más, vigilando. Cuando cedió la raíz, fue sin aviso. Orville se encontró de pronto en medio de un trueno. La onda de choque lo levantó y arrojó de vuelta al pasaje.

Todo el tubérculo se había derrumbado.

Según informaron los que custodiaban las demás entradas, no escapó ninguna rata, pero hubo una desgracia: un hombre, que no había almorzado (Anderson insistía en que no comieran más de tres veces por día, y con frugalidad), entró en el tubérculo a buscar un puñado de pulpa frutal exactamente en el peor momento. Ahora él, la pulpa frutal y algunos miles de ratas estaban siendo convertidos, con lentitud geológica, en petróleo. Un muro basáltico de perfecta chatura euclidiana bloqueaba cada entrada al tubérculo, que había bajado tan rápida y limpiamente como una guillotina.

Anderson no había presenciado el acontecimiento (poco después de que Orville iniciara el trabajo, tuvo otro de los desvanecimientos que sufría cada vez con mayor frecuencia en los últimos tiempos), y cuando se lo dijeron se negó a creerlo. La explicación retroactiva de Orville no lo convenció.

—¿Qué tiene que ver ese Buckminster no sé cuantos? Le hago una simple pregunta y usted me sale con cúpulas geográficas…

—Es una mera suposición. Las paredes del tubérculo tienen que soportar presiones increíbles. Buckminster Fuller fue un arquitecto, o si lo prefiere, un ingeniero, que construyó cosas precisamente para eso. Podría decirse que proyectaba esqueletos de modo que, si la menor parte se debilitaba cediera todo el cuerpo. Como cuando se quita la piedra angular de una arcada, salvo que aquí eran todas piedras angulares.

—Vaya momento de aprender lo de Buckminster Fuller… cuando ha muerto un hombre.

—Lo siento, señor. Comprendo que fue responsabilidad mía. Debí haberlo pensado más, en lugar de apresurarme.

—Ahora no tiene remedio. Vaya en busca de Alice. Tengo un poco de fiebre, y esa mordedura de rata me duele más a cada minuto que pasa.

¡Así que responsabilidad suya!, pensó Anderson cuando Orville se retiró. Bueno, pronto lo sería. Le convenía llamar a reunión mientras podía razonar aún con claridad, y anunciarlo como decisión.

Pero eso equivaldría a su propia abdicación. No, esperaría un poco.

Mientras tanto, se le ocurría otra idea, un modo de legitimara Orville como heredero suyo: convertirlo en hijo, su hijo mayor, mediante un matrimonio.

Pero también se resistía a dar este paso… Blossom le parecía tan joven todavía… poco más que una niña. Apenas unos meses antes la había visto jugar a las bolitas con otros niños, en el piso de la sala común. ¿Casarla? Consultaría a Alice Nemerov al respecto. Una mujer siempre sabía más de esas cosas. Anderson y Alice eran los dos sobrevivientes más viejos. Ese hecho, y la muerte de la mujer de Anderson, los había obligado de buen o mal grado a confiarse mutuamente.

Mientras la esperaba, se masajeó el dedo del pie. El sitio mordido estaba ahora insensibilizado; el dolor provenía del resto del pie.

Esa noche, cuando sacaron la cuenta (Anderson estaba aún en peores condiciones que antes para hacerlo), tanto Orville como Buddy contaron veintitrés. Esta vez Neil contó veinticuatro.

—Es lento —bromeó Buddy—. Dale tiempo. Ya nos alcanzará.

Alice Nemerov, E.D., sabía que Anderson iba a morir. No sólo porque era enfermera y sabía recocer la gangrena desde su poco notable comienzo. Había visto cómo empezaba a morir mucho antes de que lo mordiera la rata, antes aún de que los desmayos se le hicieran cotidianos. Cuando una persona anciana se dispone a morir, se le nota en todo, como si lo anunciara en letras luminosas. Pero como era enfermera, y como a pesar suyo había llegado a tener afecto al anciano, procuró hacer algo para mantenerlo vivo.

Por este motivo lo convenció de que se demorara en hablar con Orville y Blossom sobre sus intenciones para ellos. Lo llevaba de un día a otro con una esperanza, como quien lleva a un asno con una zanahoria. Por lo menos, parecía esperanza.

Al principio, cuando la esperanza fue real, había intentado sacar la infección chupando, como si se tratase de una picadura de víbora. El único efecto fue que le dieron náuseas y no pudo comer por dos días. Ahora, el pie de Anderson era de un azul crepuscular y muerto. Pronto se iniciaría la descomposición, si no había comenzado ya.

—¿Por qué no sigues chupando la infección? —preguntó Neil, que deseaba verlo de nuevo.

—Ya no serviría de nada. Está moribundo.

—Podrías intentarlo. Es lo menos que podrías hacer —insistió Neil, inclinándose a examinar el dormido rostro del padre—. ¿Respira mejor ahora?

—A veces respira con mucha fuerza; a veces parece que apenas respirara. Los dos síntomas son comunes.

—Tiene los pies fríos —dijo críticamente Neil…

—¿Qué otra cosa esperas? —repuso secamente Alice, perdida ya la paciencia—. Tu padre se muere. ¿No lo entiendes? A esta altura, solamente una amputación podría salvarlo, y en su estado no sobreviviría a la amputación. Está agotado, es viejo, quiere morir.

—¿Es culpa mía eso? —gritó Neil.

El ruido despertó un momento a Anderson, y Neil se marchó. Tanto había cambiado su padre en los últimos días que Neil se sentía incómodo ante él. Era como estar con un desconocido.

—El bebé… ¿es varón o mujer? —preguntó Anderson con voz apenas audible.

—No lo sabemos aún, señor Anderson. Quizás tarde una hora, pero no más que eso. Todo está listo. Ella misma preparó las ligaduras con trozos de soga. Buddy fue a la superficie en busca de un balde de nieve. Dice que allá arriba soplaba una verdadera tempestad, y hemos podido esterilizar el cuchillo y lavar unos pedazos de algodón. No será un parto de hospital, pero estoy segura de que saldrá bien.

—Debemos orar.

—Usted debe orar, señor Anderson. Ya sabe que no comulgo con esas cosas.

Anderson sonrió, y aunque fuera extraño, no fue una expresión realmente desagradable. La muerte parecía suavizar al viejo, que nunca había sido tan amable como entonces.

—Usted es como mi esposa, como Lady. Debe de estar en el infierno por sus pecados y sus regaños, pero el infierno no puede ser mucho peor que esto. Aunque, no sé por qué, no puedo imaginarla allí.

—No juzguéis si no queréis ser juzgados, señor Anderson.

—Sí… Lady también insistía siempre en eso. Era su texto bíblico favorito.

Buddy los interrumpió:

—Llegó el momento, Alice.

—Vaya, vaya, no se demore aquí —la apremió Anderson. Innecesariamente, porque ella ya se había ido, llevándose consigo la lámpara. La obscuridad comenzó a cubrirlo como una manta de lana, como una colcha.

Si es varón puedo morir contento, pensó Anderson.

Fue varón.

Anderson intentaba decir algo que Neil no lograba descifrar con exactitud. Acercó más el oído a los secos labios del anciano. No podía creer que su padre se estuviese muriendo. ¡Su padre! No le gustaba pensarlo.

El viejo murmuró algo.

—Trata de hablar más alto —le gritó Neil en el oído sano; y luego a los demás presentes—: ¿Dónde está la lámpara? ¿Y Alice? Debería estar aquí ahora. ¿Qué hacen todos allí parados?

—Alice está con el bebé —susurró Blossom—. Dijo que enseguida vendría.

Entonces Anderson habló de nuevo, en voz tan baja que sólo lo oyó Neil, y nadie más.

—Buddy.

No dijo más, pero lo repitió varias veces.

—¿Qué dice? —preguntó Blossom.

—Que quiere hablas conmigo a solas. Los demás, váyanse y déjennos solos, ¿eh? Papá quiere decirme algo a solas.

Entre arrastrar de pies y suspiros, los pocos que no dormían todavía (ya que el período de vigilia había finalizado muchas horas antes) se dirigieron a otras zonas del tubérculo, para dejar al hijo solo con el padre. Neil aguzó los oídos para captar el menor sonido que indicara la cercanía de alguien. En esa abismal obscuridad, la intimidad nunca era segura.

—Buddy no está aquí —dijo cuando comprobó que estaban solos—. Está con Maryann y el bebé. También Alice. Tiene no sé qué problema al respirar.

Neil tenía la garganta seca, y dolorida cuando intentaba tragar saliva. Alice no debería estar en otro lado ahora, pensó furioso. Le parecía que la gente no hablaba más que del bebé, el bebé. Estaba harto del bebé. ¿Alguien se preocupaba por su bebé?

Aunque fuera extraño, la mentira de Greta había ejercido su influencia más duradera en Neil, quien creía en ella con la fe más literal, sin discusiones, tal como Maryann creía que Cristo había nacido de una virgen.

Neil tenía la habilidad de hacer a un lado meros hechos inconvenientes, y consideraciones lógicas como si fueran telarañas. Hasta había decidido que su bebé se llamaría Neil hijo. ¡Así aprendería Buddy su lección!

—Entonces trae a Orville, ¿quieres? —suspiró Anderson, irritado—. Y que vuelvan los otros; tengo algo que decir.

—Puedes decírmelo a mí, ¿eh? ¿Eh, papá?

—¡Te dije que traigas a Orville! —El anciano comenzó a toser.

—¡Bueno, bueno! —Neil se alejó a cierta distancia del pequeño hueco en el fruto donde yacía su padre; contó hasta cien (salteándose, con la prisa, del cincuenta y nueve al setenta) y volvió—. Aquí está, papá, como me dijiste.

A Anderson no le pareció nada extraordinario que Orville no lo saludara. En esos últimos días; todos guardaban silencio en su presencia, la presencia de la muerte.

—Debí haber dicho esto antes, Jeremiah —comenzó, hablando con rapidez, temeroso de que ese súbito vigor renovado lo abandonara antes de terminar—. Tardé demasiado. Aunque sé que lo esperabas; lo veía en tus ojos. Toma… —hizo débiles ademanes en la obscuridad—, aquí tienes mi revólver. Queda una sola bala, pero algunos lo ven como una, especie de símbolo. Conviene que así sea. Quería decirte tantas cosas, pero no hubo tiempo.

Neil, cada vez más agitado durante el discurso del padre, no pudo contenerse más:

—Papá, ¿qué estás diciendo?

—Todavía no entiende —rió Anderson—. ¿Quieres decírselo tú, o lo hago yo?

—Hubo un largo silencio. ¿Orville?— preguntó luego el anciano en otro tono.

—¿Decirme qué, papá? ¿Qué es lo que no entiendo?

—Que desde ahora me reemplaza Jeremiah Orville. ¡Vamos, tráelo aquí!

—¡Papá, no lo dices en serio! —exclamó Neil, mordiéndose agitadamente el labio inferior—. No es un Anderson. Ni siquiera uno de los pobladores. Escucha, papá, te reemplazaré yo, ¿eh? Lo haré mejor que él. Dame una oportunidad. No te pido más: una sola oportunidad.

Anderson no contestó, y Neil comenzó de nuevo, en tono más suave y persuasivo:

—Debes comprender, papá. Orville no es uno de nosotros.

—Pronto lo será, miserable. Ahora tráelo aquí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que lo voy a casar con tu hermana. Bueno, basta de tonterías y tráelo. Y también a tu hermana… Que vengan todos.

—No puede ser, papá… ¡papá!

Anderson no dijo una palabra más. Neil le explicó todas las razones por las cuales era imposible que Orville se casara con Blossom. Pero si ella apenas tenía doce años: Y era su hermana… ¡la hermana de Neil! ¿No lo comprendía? Y ¿quién era ese tal Orville, al fin y al cabo? Nadie. Debían haberlo matado mucho antes, junto con los demás merodeadores… Ya lo había dicho entonces Neil, y lo mataría ahora, con tal de que Anderson lo ordenara. ¿Qué le parecía?

No importa qué argumentos ofreciera Neil, el anciano permanecía allí tendido y en silencio. ¿Estaría muerto?, se preguntó Neil. No, aún respiraba. Neil estaba acongojado.

Sus oídos agudos captaron los sonidos que anunciaban la vuelta de otros.

—Déjennos solos —les gritó, y se marcharon de nuevo, sin poder oír las órdenes de Anderson en contrario—. Papá, tenemos que discutir esto —imploró. Anderson no contestó una palabra.

Con lágrimas en los ojos, Neil hizo lo que tenía que hacer. Con una mano apretó las fosas nasales del viejo, y con la otra le tapó fuertemente la boca. Anderson se retorció un poco al principio, pero estaba demasiado débil para resistir mucho. Cuando quedó inmóvil, Neil retiró las manos y observó si aún respiraba.

Ya no.

Entonces Neil le quitó al padre la pistolera con el revólver, y la ajusté alrededor de su propio cuerpo, más grueso. Era como un símbolo.

Poco después llegó Alice con la lámpara y tocó la muñeca del muerto.

—¿Cuándo murió? —quiso saber.

—Hace apenas un minuto —respondió Neil, aunque el llanto hacía difícil entenderle—. Y me pidió… me ordenó que ocupara su lugar. Y me dio el revólver.

Alice lo miró con desconfianza. Luego se inclinó sobre el rostro del cadáver, que examinó con atención bajo la lámpara. Tenía magullones a los costados de la nariz, y el labio partido y ensangrentado. Neil, que se asomaba detrás de ella, no comprendía de dónde había salido esa sangre.

—Lo asesinaste.

Neil no daba crédito a sus oídos: ¡lo había llamado asesino!

La golpeó en la cabeza con la culata de la pistola. Después enjugó la sangre que corría por la barbilla del padre y cubrió el labio partido con pulpa frutal.

Cuando llegaron otros, les explicó que su padre había muerto, y que él, Neil Anderson, ocuparía su lugar. Explicó además que Alice Nemerov había dejado morir a su padre cuando podía haberlo salvado. Todo lo que había dicho sobre cuidar al bebé eran puras mentiras. Era tan culpable como si lo hubiera matado directamente, y habría que ejecutarla como escarmiento. Pero no enseguida; por momento la atarían, y nada más. Y la amordazarían. El mismo Neil se ocupó de la mordaza.

Le obedecieron. Estaban acostumbrados a obedecer a Anderson, y esperaban que Neil lo reemplazara desde hacía muchos años. Claro está no creían que Alice fuera culpable en modo alguno; pero tampoco habían creído mucho de lo que les decía Anderson, y pese a todo lo habían obedecido. De haber estado presente Buddy, tal vez habría alborotado más; pero se encontraba junto a Maryann y al hijo recién nacido, que aún estaba debilucho. No se atrevían a traer al bebé cerca del abuelo por temor a la infección.

Además, Neil blandía la Python con bastante descuido. Todos sabían que quedaba una bala, y ninguno quería ser el primero en iniciar una discusión.

Una vez que Alice quedó sólidamente atada, Neil preguntó dónde estaba Orville. Resultó que nadie lo había visto ni oído desde hacía varios minutos.

—Búsquenlo y tráiganlo aquí ahora mismo. ¡Blossom! ¿Dónde está Blossom? La vi aquí hace un minuto.

Pero tampoco aparecía Blossom.

—¡Se ha perdido! —exclamó Neil, con súbita comprensión—. Sé perdió en las raíces. Reuniremos una expedición para ir en su busca, pero antes traigan a Orville. No… antes ayúdenme con esto.

Tomó a Alice por los hombros; algún otro la tomó por los pies. No pesaba más que un morral, y la raíz maestra más cercana, donde había una escarpada pendiente vertical, se hallaba a menos de dos minutos de distancia. La arrojaron por el pozo, pero no pudieron ver dónde caía, porque Neil había olvidado llevar consigo la lámpara. Sin duda la caída fue larga, muy larga.

Ahora el padre estaba vengado, y Neil podía ir en busca de Orville. Una sola bala quedaba en la Colt Python 357 Magnum del padre. Era para Orville. Pero antes debía encontrar a Blossom, que sin duda habría escapado quién sabe dónde al enterarse de la muerte del padre. Neil lo comprendía; la noticia también lo había trastornado a él, terriblemente.

Primero buscarían a Blossom; después a Orville. Esperaba —cómo lo esperaba— no encontrarlos juntos; eso sería espantoso hasta lo indecible.