–Blossom, ¿quién es tu estrella de cine favorita? —preguntó Greta.
—Audrey Hepburn. La vi en una sola película cuando yo tenía nueve años, pero estaba maravillosa. Después no hubo más películas; creo que papá nunca las aprobó.
—¡Tu papá! —resopló Greta. Arrancando de arriba una tira de fruto, se la llevó perezosamente a la boca y la aplastó con la lengua, detrás de los dientes. Sentados en aquella obscura cavidad del fruto, sus oyentes no la vieron hacer esto, pero por el modo confuso de hablar supieron que estaba comiendo de nuevo—. ¿Y tú, Neil? ¿Cuál es tu favorito?
—Charlton Heston. Siempre iba cuando actuaba él.
—Yo también —intervino Clay Kestner—. Y ¿qué me dicen de Marilyn Monroe? ¿Alguno de ustedes tiene edad suficiente para recordar a la buena de Marilyn Monroe?
—En mi opinión, se exageraron mucho los méritos de Marilyn Monroe —pronunció Greta.
—¿Qué te parece, Buddy? ¡Oye, Buddy! ¿Estás aquí todavía?
—Sí, todavía estoy aquí. Nunca vi a Marilyn Monroe; fue de antes de mi época.
—Lo que te perdiste, muchacho. Te perdiste algo serio.
—Yo vi a Marilyn Monroe —declaró Neil—. No fue de antes de mi época.
—¿Y sin embargo dices que Charlton Heston es tu favorito?
Clay Kestner tenía una risa sonora, de viajante, estomacal y vulgar. En años anteriores había sido medio propietario de una estación de servicio.
—Oh, no sé —dijo nerviosamente Neil.
Greta rió también, porque Clay le hacia cosquillas en los dedos de los pies.
—Todos ustedes se equivocan —dijo, riendo todavía, aunque tratando de evitarlo—. Insisto en que Kim Novak fue la mejor actriz que existió.
Hacía quince minutos que lo repetía, y ahora parecía que lo iba a decir de nuevo.
Buddy se aburría mortalmente. Había creído que sería mejor quedarse con el grupo más joven y no acompañar al padre en otra de esas exploraciones tediosas y sin objeto por las intrincadas raíces de la Planta. Ahora que habían rescatado las provisiones, ahora que habían averiguado todo lo que se podía averiguar sobre la Planta, vagabundear no tenía sentido. Y tampoco lo tenía quedarse quieto. Recién entonces, cuando no quedaba nada que hacer, advertía hasta qué punto se había convertido en esclavo del trabajo y de la oficiosidad puritana.
Al levantarse, su pelo (ahora corto, como el de los demás) rozó el pegajoso fruto. La pulpa frutal, cuando se secaba y pegoteaba en el pelo, era más fastidiosa que una picadura de mosquito cuando no era posible rascarse.
—¿Adónde vas? —preguntó Greta, ofendida de que el público la abandonara en medio de un análisis sobre el encanto peculiar de Kim Novak.
—Tengo que vomitar. Hasta luego —respondió él.
Era una excusa bastante verosímil. Aunque los nutria, el fruto tenía efectos colaterales secundarios. Un mes más tarde (ése era el cálculo en el cual coincidían) todos seguían sufriendo de diarrea, gases y retortijones. Buddy casi deseó tener que vomitar; así habría tenido algo que hacer.
Peores que los trastornos estomacales habían sido los resfríos. Casi todos los habían sufrido también, sin que hubiera otro remedio que tener paciencia, dormir y tener voluntad de recobrarse. La mayoría de las veces estos remedios fueron suficientes, pero habían surgido tres casos de pulmonía, entre ellos el de Denny Stromberg. Alice Nemerov hacía lo que podía, pero, como era la primera en confesar, no podía hacer nada.
Por la soga, Buddy trepó desde el tubérculo hasta la raíz propiamente dicha. Allí tenía que caminar agachado, porque el espacio hueco en la raíz tenía apenas un metro y medio de diámetro. Poco a poco, durante el mes transcurrido, el grupo había descendido hasta una profundidad que Orville calculaba en cuatrocientos metros por lo menos. Vaya, ni el Edificio Alworth era tan alto. ¡Ni siquiera la Torre Foshay, en Minneapolis! A esa profundidad la temperatura constante era de veinte grados centígrados.
Se oyó un leve ruido en las cercanías.
—¿Quién es? —preguntaron Buddy y Maryann casi al unísono.
—¿Qué haces aquí? —dijo él a la mujer en tono hosco.
—Más soga; pero no me preguntes por qué. Es algo que hacer, nada más. Me mantiene ocupada. Hice tiras con algunas hiedras y ahora las tejo. —Rió débilmente—. Quizá las hiedras fueran más resistentes que mis sogas.
—A ver, tómame las manos… enséñales cómo se hace.
—¿Tú? —Cuando las manos de Buddy tocaron las suyas, Maryann siguió tejiendo con ahínco, para que los dedos no le temblaran—. ¿Para qué lo quieres?
—Como dijiste tú, es algo que hacer.
Ella comenzó a guiar los torpes dedos, pero se confundió tratando de recordar que la mano derecha de él estaba en la izquierda de ella, y viceversa.
—Quizá si me siento detrás de ti… —sugirió.
Pero ni siquiera pudo rodearle el pecho con los brazos; el vientre se lo impedía.
—¿Qué tal está? ¿Faltará mucho? —inquirió Buddy—. Está muy bien. Será cualquier día de éstos.
Resultó como Maryann esperaba: Buddy se sentó detrás de ella, apretándole con los muslos las piernas abiertas, sosteniéndole los brazos con los suyos, como un sillón.
—Bueno, enséñame —dijo.
Aprendía despacio, ya que no estaba habituado a ese tipo de labor; pero la lentitud lo hacía simplemente más interesante como alumno. Pasó una hora o más antes de que estuviera listo para comenzar su propia soga. Cuando la terminó las fibras se separaron y desordenaron como las hebras de tabaco del cigarrillo de un principiante.
Desde la profundidad del tubérculo les llegó la risa musical de Greta, acompañada por la voz grave de Clay. Buddy no sentía deseo alguno de volver junto a ellos; no tenía deseo alguno de ir a ninguna parte que no fuera la superficie, su aire fresco, su esplendor, sus estaciones cambiantes.
Aparentemente Maryann pensaba en cosas similares.
—¿Será el Día de la Marmota?
—Oh, debe faltar una semana todavía. Y aunque estuviéramos arriba y pudiéramos ver si salió el sol, dudo de que hayan quedado marmotas para ir en busca de sus sombras.
—Entonces hoy podría ser el cumpleaños de Blossom. Deberíamos recordárselo.
—¿Cuántos años tiene ya? ¿Trece?
—Que no te oiga decir eso. Tiene catorce, e insiste mucho en ello.
Del fruto surgió otro sonido; el grito de angustia de una mujer. Después, un silencio sin ecos. De inmediato, Buddy dejó a Maryann para ir a averiguar qué pasaba. No tardó en volver.
—Es Mae Stromberg. Su hijo Denny murió. Alice Nemerov la está atendiendo ahora.
—¿Pulmonía?
—Sí, además no pudo retener lo que comía.
—Ah, pobrecito.
La Planta era muy eficiente. En verdad, como planta, era invencible; ya lo había demostrado: Cuanto más se aprendía de ella, más había que admirarla, si uno era de los que admiraban tales cosas.
Las raíces, por ejemplo, eran huecas. Las de plantas similares, evolucionadas en la Tierra (una secoya es comparable, en general) son sólidas y totalmente leñosas. Pero ¿para qué? El volumen de tales raíces carece de funciones; es materia muerta, en realidad. La única tarea de una raíz consiste en transportar agua y minerales hasta las hojas, y cuando éstos han sido sintetizados en alimento, trasladarlos abajo de nuevo. Para lograr todo eso, una raíz debe mantenerse lo bastante rígida como para soportar la constante presión del suelo y la roca a su alrededor. Todo esto lo hacía muy bien la Planta; mejor, teniendo en cuenta sus dimensiones, que la más eficaz planta terrestre.
El mayor espacio abierto dentro de la raíz permitía que pasara más agua, con más rapidez y más lejos. Las tráqueas y vasos que conducen agua a través de una raíz común no tienen la décima parte de la capacidad de los capilares expansibles que eran las telarañas de la Planta. De igual modo, las hiedras que cubrían por dentro las raíces huecas podían transportar, en un solo día, toneladas de glucosa líquida y otros materiales desde las hojas hasta los tubérculos frutales y las raíces que seguían creciendo en los niveles más bajos. Comparar esas hiedras con el líber de las plantas comunes, era como comparar una cañería intercontinental con una manguera de jardín. El espacio hueco dentro de la raíz servía para otra finalidad más: suministraba aire a las regiones más profundas de la Planta. Estas raíces, que llegaban tan lejos bajo la aireada capa superficial, no tenían, como otras raíces, una provisión independiente de oxígeno. Había que llevársela. Así, desde las pullas de las hojas hasta las raíces más alejadas, la Planta respiraba. Esta múltiple capacidad de transporte rápido en gran escala explicaba el desenfrenado ritmo de crecimiento de la Planta.
La Planta era económica; no derrochaba nada. A medida que las raíces se hundían más y se espesaban, la Planta se digería incluso a sí misma, formando con eso el hueco donde entonces surgía la compleja red de capilares y hiedras. La madera que ya no hacía falta para mantener el exoesqueleto rígido, la descomponía y la, transformaba en alimento útil.
Pero la economía fundamental de la Planta, su excelencia definitiva, no consistía en ninguno de estos rasgos parciales, sino en el hecho de que todas las Plantas eran una sola Planta. Así como ciertos insectos, mediante la organización social, han logrado lo que habría sido imposible para los integrantes individuales, también las distintas Plantas, formando un todo único e indivisible, habían acrecentado el poder efectivo exponencialmente. Materiales que no eran accesibles para una podían serlo para otra en exceso. Agua, minerales, aire, alimento: todo era compartido en el espíritu del verdadero comunismo; de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades. Disponía de los recursos de todo el continente; no le faltaba gran cosa.
El mecanismo a través del cual tenía lugar la socialización de las Plantas individuales era muy sencillo. En cuanto las primeras raíces secundarias brotaban de la raíz vertical primaria, se movían, por una especie de tropismo mutuo, hacia las raíces secundarias afines de otras Plantas. Al encontrarse, se fusionaban. Una vez indisolublemente fusionadas, divergían, buscando otra unión más en el nivel más profundo. Muchas se convertían en una sola.
La Planta era digna de admiración. Era realmente algo muy hermoso, si se lo miraba objetivamente, como la miraba Orville, por ejemplo.
Es cierto que había tenido ventajas de las que no habían gozado otras plantas. No había tenido que evolucionar sola. Además, estaba muy bien cuidada.
Aun así, había plagas; pero se las estaba eliminando. Después de todo, era la primera temporada de las Plantas sobre la Tierra.
Cuando Anderson, Orville y los demás hombres (los que se habían molestado en ir) volvieron de la exploración de ese día, Mae Stromberg ya había desaparecido, junto con el cadáver del hijo. En las últimas horas con el niño moribundo, no había dicho una palabra ni derramado una lágrima; y cuando él murió, no hubo más que ese solo grito enloquecido. Había soportado con mucha menos calma la pérdida del marido y de la hija; tal vez sintió que podía permitirse perderlos y, por consiguiente, llorarlos después. La pena es un lujo. Ahora no le quedaba más que pena.
Había veintinueve personas, sin contara Mae Stromberg. Anderson convocó enseguida a reunión. De los veintinueve, sólo estaban ausentes las dos mujeres que seguían postradas con pulmonía y Alice Nemerov.
Después de una breve plegaria, Anderson comenzó:
—Me temo que nos estamos disgregando. —Hubo algunas toses y movimientos de pies; aguardó a que pasaran, y luego continuó—: No puedo culpar a ninguno de los presentes por la fuga de Mae. Tampoco puedo culparla a ella. Pero aquéllos de nosotros a quienes se nos ha ahorrado este último golpe y hemos sido guiados aquí por la Divina Providencia; es decir, aquélla de nosotros que…
Se interrumpió, irremediablemente enredado en sus propias palabras, algo que le venía ocurriendo cada vez más en los últimos, tiempos. Se llevó una mano a la frente y tomó aliento.
—Lo que quiero decir es esto: No podemos quedarnos echados comiendo miel y leche. Hay trabajo que hacer. Debemos fortalecernos para las pruebas que nos esperan, y… Y, es decir, no debemos dejarnos ablandar. Hoy descendí más en estos infernales túneles, y descubrí que allá abajo el fruto es mejor. Más pequeño y más firme, con menos de este azúcar acaramelado. Además comprobé que hay menos oxígeno, que ha sido… Quiero decir que aquí arriba nos estamos convirtiendo en un montón de… ¿cómo era esa palabra?
—Lotófagos —dijo Orville.
—Un montón de lotófagos; exacto. Bueno, esto debe terminar… —y subrayó las palabras golpeándose la palma con el puño.
Greta, que tenía la mano levantada desde la última mitad de este discurso, habló por fin sin esperar a que se le diera la palabra.
—¿Puedo preguntar algo?
—¿Qué quieres, Greta?
—¿Qué trabajo? No veo que hayamos estado descuidando nada.
—Es que no hemos trabajado nada, muchacha. Eso es evidente.
—Con eso no contesta mi pregunta.
Anderson quedó atónito ante tal descaro… ¡y de ella! Dos meses antes podía haberla hecho apedrear por adúltera, y ahora la mujerzuela exhibía su orgullo y rebelión ante todos.
Debió haberle respondido al desafío con un golpe. Debió haber sofocado ese orgullo proclamando, aun ahora, qué era ella: una ramera, y con el hermano del marido. No le devolvió el ataque, y esto fue una debilidad que todos advirtieron también.
Al cabo de un largo silencio amenazante, Anderson reanudó el discurso como si no hubiera pasado nada.
—¡Debemos sacudir la modorra! No podemos quedarnos así inactivos. De ahora en adelante nos pondremos en movimiento. Todos los días. No nos quedaremos en un solo lugar; exploraremos.
—No hay nada que explorar, señor Anderson. Y ¿para qué vamos a trasladarnos todos los días? ¿Por qué no despejamos un espacio cómodo y vivimos allí? En una sola de estas papas enormes hay comida suficiente para…
—¡Basta, Greta! ¡Basta! Ya dije todo lo que voy a decir. Mañana iremos…
Greta se puso de pie, pero en vez de adelantarse bajo la luz de la lámpara se alejó de ella.
—Estoy harta de usted. Estoy harta de que me den órdenes como si fuera una esclava. Para mí esto ha terminado. Mae Stromberg tuvo razón cuando…
—Siéntate, Greta —ordenó el viejo; la severidad convertida en mera estridencia—. Siéntate y calla.
—Yo no. Nunca más. Me voy. Basta ya. En adelante haré lo que me venga en gana, y quien quiera venir conmigo, bienvenido.
Anderson sacó la pistola y apuntó a la indefinida figura fuera de la luz que arrojaba la lámpara.
—Neil, dile a tu mujer que se siente. ¡Si no, haré fuego, y a matar, por Dios!
—Em… siéntate, Greta —la instó Neil.
—No me baleará, y ¿sabe por qué? Porque estoy embarazada. No querrá matar a su propio nieto, ¿verdad? Y no cabe duda de que es nieto suyo.
Era una mentira, una total invención, pero sirvió a su propósito.
—¡Mi nieto! —repitió Anderson, horrorizado—. ¡Mi nieto! —y apuntó la Python hacia Buddy, con mano que temblaba, no se sabía si de ira o de simple debilidad.
—No fui yo —barbotó Buddy—. Juro que no fui yo.
Grate había desaparecido en la obscuridad, y tres hombres se incorporaban de prisa, ansiosos por seguirla. Anderson disparó cuatro balas contra la espalda de uno de ellos; luego, totalmente agotado, se desplomó sobre la lámpara que ardía débilmente, apagándola.
El hombre que había matado era Clay Kestner. La cuarta bala, luego de atravesar el pecho de Clay, había penetrado en el cerebro de una mujer que se incorporó de un salto, aterrada, con el primer disparo de Anderson.
Quedaban ahora veinticuatro, sin contar a Greta y los dos hombres que se habían ido con ella.