Una vez que se aventuraron a descender por la raíz secundaria otro nuevo metro (donde, como prometiera Orville, el calor era tolerable), llegaron a una especie de encrucijada. Podían elegir entre tres nuevas ramas, cada una tan espaciosa como la que acababan de recorrer. Dos de ellas bajaban, como raíces propiamente dichas, aunque desviándose perpendicularmente a la derecha e izquierda de la raíz originaria; la otra se empinaba hacia arriba.
—Qué raro —comentó Buddy—. Las raíces no crecen hacia arriba.
—¿Cómo sabes que es hacia arriba? —preguntó Orville.
—Bueno, mírala. Es hacia arriba. Arriba es… arriba. Lo opuesto de abajo.
—A eso me refiero, precisamente. Estamos mirando hacia arriba por la raíz, que acaso crezca hacia abajo, hacia nosotros… tal vez desde otra Planta.
—¿Quiere decir que esto podría ser una sola Planta grande? —inquirió Anderson, mientras entraba, ceñudo, en el círculo de luz de la lámpara. Cada nuevo atributo de la Planta le molestaba, incluso aquéllos que eran útiles para sus fines—. ¿Todas entrelazándose así aquí abajo?
—Hay un modo infalible de averiguarlo, señor… seguirla. Si nos conduce a otra raíz primaria…
—No tenemos tiempo para hacer de boy scouts, por lo menos hasta que encontremos las provisiones que arrojamos por aquel agujero. ¿Llegaremos a ellas de esta manera? ¿O tendremos que retroceder y bajar por la raíz principal con la soga?
—No lo sé. Este trayecto es más fácil, más rápido y, por ahora, más seguro. Si las raíces se unen así regularmente, tal vez encontremos más abajo otro camino de vuelta a la raíz principal: Yo diría entonces…
—Diré yo —interrumpió el anciano, recobrando en parte la autoridad.
Buddy fue enviado adelante con la lámpara y una punta de la soga; los otros treinta lo seguían en fila india. En la retaguardia, Anderson y Orville no tenían otra cosa que los ruidos producidos por el grupo delantero; la luz y la soga no llegaban hasta ellos.
Pero los ruidos abundaban: arrastrar de pies sobre las hiedras, maldiciones de los hombres, llantos de Denny Stromberg. Cada tanto Greta preguntaba a la obscuridad: «¿Dónde estamos?», o «¿Dónde diablos estamos?». Pero no era más que un ruido entre muchos. Había ya algunos estornudos premonitorios, aunque no fueron advertidos. Las treinta y una personas que avanzaban por la raíz aún sufrían neurosis de guerra; la soga a la que se aferraban era su motivo y su voluntad al mismo tiempo.
Anderson tropezaba a cada rato en las hiedras. Orville le rodeó la cintura con un brazo para sostenerlo, pero el viejo lo apartó furioso, diciendo:
—¿Me cree inválido acaso? ¡Fuera de aquí!
Pero en el tropezón siguiente, cayó de cabeza entre las ásperas hiedras del suelo, y se raspó la cara. Al levantarse sufrió un mareo, y sin la ayuda de Orville habría vuelto a caer. A su pesar, sintió una punzada de gratitud hacia el brazo que lo sostenía: En la obscuridad, no pudo ver que Orville sonreía.
El camino que seguían serpenteaba raíz abajo, pasando otras dos intersecciones como la anterior. En ambas ocasiones Buddy viró a la izquierda, de modo que en el descenso describían aproximadamente una espiral. El hueco de la raíz no mostraba señales de disminuir; en todo caso se había agrandado en los últimos metros. No había peligro de perderse, ya que el destrozado encaje interior de la raíz marcaba una senda inconfundible a través del laberinto.
Una conmoción en la cabeza de la columna los detuvo. Anderson y Orville se abrieron paso hasta adelante.
—Es un callejón sin salida —anunció Buddy, ofreciéndole la lámpara al padre—. Tendremos que volver por donde vinimos.
Allí el hueco de la raíz se ensanchaba mucho, y esa especie de telaraña que lo llenaba se condensaba más. En vez de romperse como cristal bajo el golpe de Anderson, se desprendía en manojos, como tela podrida. Anderson apretó entre las manos uno de esos trozos que, como el algodón dulce de las ferias o el pan blanco más liviano, quedó apelotonado en una bolita de menos de dos centímetros de diámetro.
—Nos abriremos paso —anunció Anderson.
Retrocedió un poco y luego se lanzó contra aquella blanda seda vegetal; como en una atajada de fútbol. Su impulso concluyó tres metros más adelante; entonces, como no tenía nada más sólido bajo los pies, comenzó a hundirse lentamente, desapareciendo: El algodón acaramelado cedió inexorablemente bajo su peso. Buddy le tendió la mano, y Anderson logró apenas sujetarla, enganchando las puntas de los dedos en los del hijo. Luego lo arrastró consigo al tembladeral. Buddy, que cayó en posición horizontal, hizo un poco de paracaídas; se hundieron con más lentitud hasta detenerse, sanos y salvos, unos tres metros más abajo.
Mientras caían, un potente aroma dulzón, como el olor a fruta pasada, llenó el aire tras ellos.
Orville fue el primero en advertir la buena suerte del grupo; apelotonando hasta una densidad mediana un trozo del algodón, lo mordió. Se notaba el gusto a anís característico de la Planta; pero junto con él algo pleno y dulce, una satisfacción, que era totalmente nueva. La lengua lo reconoció antes que el cerebro, y ansió probarlo de nuevo. No, no era solamente la lengua: el estómago; cada desnutrida célula del cuerpo le pedía más.
—Échennos la soga —gritó Anderson con voz ronca. No estaba lastimado, pero sí asustado.
En vez de soltar la soga, Orville se zambulló en la sedosa masa con un grito de alegría y despreocupación. Al desaparecer en la obscuridad, se dirigió al anciano:
—Sus oraciones han sido escuchadas, señor. Nos condujo a través del Mar Rojo, y ahora Dios nos ofrece maná. ¡Pruébelo! Ya no hace falta que pensemos en las provisiones. Ésta es la razón de las Plantas, su fruto. Maná del cielo.
En la breve estampida por el borde, Mae Stromberg se torció el tobillo. Anderson sabía que no le convenía interponer su autoridad frente al hambre. Por su parte, vacilaba en comer el fruto, ya que podía ser venenoso, pero las necesidades corporales le contradecían la voluntad, demasiado cautelosa. Si los demás iban a ser envenenados, tanto daba que se uniera a ellos.
Tenía buen sabor.
Sí, pensó, debe parecerles maná. Y aun mientras el azucarado algodón se le condensaba sobre la lengua en gotitas de miel, odió a la Planta por aparecer como amiga y salvadora de todos. Por hacer tan delicioso su veneno.
A sus pies, la lámpara brillaba más de lo natural. El piso, aunque lo bastante duro como para sostenerlo, no era sólido como piedra. Sacando la navaja del bolsillo, apartó la enmarañada seda vegetal y cortó del fruto una tajada de aquella sustancia, más sólida. Era quebradiza como una papa de Idaho, y jugosa. El sabor era más suave y menos ácido que el del algodón. Cortó otro pedazo; no podía parar de comer.
Alrededor de Anderson, fuera del alcance de la lámpara, los ciudadanos de Tassel (aunque, ¿existía un Tassel del cual llamarse ciudadanos?) resollaban y comían como cerdos en urna pocilga. La mayoría no se molestaba en comprimir el algodón para morderlo cómodamente, sino que se lo introducían a ciegas en la boca, mordiéndose los dedos y atorándose en esa ávida prisa. Trozos de pulpa se les adherían a las ropas, y se les enredaban en el pelo; se les pegaban a las pestañas de los ojos cerrados.
Una figura erguida avanzó en la esfera de luz; era Jeremiah Orville.
—Discúlpeme por haber iniciado todo esto —dijo—. No debí hablar cuando no me correspondía. Debí haber esperado a que usted indicara qué hacer; no lo pensé.
—No es nada —lo tranquilizó Anderson, con la boca llena de fruto a medio masticar—. Habría ocurrido igual, hiciera lo que hiciera usted, o yo.
—Por la mañana… —comenzó a decir Orville, sentándose junto al viejo.
—¿Por la mañana? Ya debe serlo.
En verdad, no tenían manera de averiguarlo. Los únicos relojes que funcionaban, un despertador y dos de pulsera, eran guardados en una caja, en la sala común, para protegerlos. A ningún fugitivo del incendio se le había ocurrido rescatar esa caja.
—Bueno, cuando todos estén saciados y hayan dormido un poco, ésa era mi intención, podrá ponerlos a trabajar. Hemos perdido una batalla, pero aún queda por librar una guerra.
Aunque el tono de Orville era cortésmente optimista, a Anderson le pareció opresivo. El haber logrado refugiarse después de un desastre no borraba el recuerdo del desastre. Ahora que había ocluido la huida, Anderson comenzaba recién a comprender su magnitud.
—¿Qué trabajo? —preguntó, escupiendo el resto del fruto.
—El que usted disponga, señor. Explorar. Despejar un espacio aquí abajo para vivir. Volver a la raíz principal en busca de los pertrechos que arrojamos allí. Muy pronto tal vez pueda incluso enviar a alguien a que vea si se puede rescatar algo del fuego.
Anderson no contestó: Resentido, advertía que Orville tenía razón. Resentido, admiraba su ingeniosidad, tal como veinte años antes podía haber admirado el estilo con que peleaba un contrincante durante una reyerta en la Taberna del Zorro Rojo. Aunque para el gusto de Anderson el estilo de Orville era un poco extravagante, había que reconocer al desgraciado el mérito de mantenerse en pie.
Era raro, pero Anderson tenía todo el cuerpo tenso, como para pelear, como si hubiera estado bebiendo.
Orville decía algo.
—¿Cómo dijo? —inquirió Anderson en tono burlón, esperando que fuera algo que le diera una excusa para romperle la cara al mequetrefe.
—Dije que siento mucho lo de su esposa. No entiendo por qué hizo eso. Sé que debe apenarlo mucho.
Anderson abrió los puños crispados, se le aflojó la mandíbula. Tras los ojos sintió la presión de las lágrimas, presente desde hacía mucho, pero a la cual sabía que no podía abandonarse. Ahora no podía permitirse la menor debilidad.
—Gracias —dijo; luego cortó otra gran tajada del fruto más sólido y suculento, la partió en dos y ofreció una parte a Jeremiah Orville—. Hoy se portó bien —dijo—. No lo olvidaré.
Dejando a Anderson con sus pensamientos, Orville fue en busca de Blossom. Una vez solo, Anderson pensó en la mujer con una angustia pétrea y muda. No entendía el porqué de su suicidio, ya que así lo consideraba él.
Nunca sabría, ni él ni nadie, que Lady había vuelto pensando en Anderson. Éste no recordaba todavía la Biblia abandonada, y más tarde, cuando lo hiciera, no lo lamentaría más que la muerte de Gracie o las cien otras irrecuperables pérdidas que había sufrido. Lady había previsto con suma exactitud que, sin ese elemento, en el cual ella misma no tenía fe, sin la sanción que otorgaba a la autoridad de Anderson, el anciano quedaría inerme, y su fuerza, conservada tanto tiempo, no tardaría en derrumbarse, como un techo cuando las vigas se han podrido. Pero había fracasado, y ese fracaso no sería comprendido nunca.
Esa noche exigió satisfacción más de un apetito. La saciedad de comida produjo tanto en hombres como en mujeres un hambre insaciable de lo que el estricto código de la sala común les negara durante tanto tiempo. Allí, en el calor y la obscuridad, ya no regía ese código. Se proclamó en cambio la perfecta democracia del parque de diversiones, y la libertad reinó durante una breve hora.
Como por accidente, las manos tocaron otras manos; poco importaba exactamente de quién. La muerte no había tenido escrúpulos en separar marido y mujer; tampoco lo hicieron ellos. Las lenguas limpiaron la capa dulce y pegajosa que cubría labios recién satisfechos; se encontraron con otras lenguas, se besaron.
—Están ebrios —declaró inequívocamente Alice Nemerov.
Ella, Maryann y Blossom, que ocupaban un escondrijo cavado en la pulpa del fruto, escuchaban, tratando de no escuchar. Aunque cada pareja procuraba observar un decoroso silencio, el efecto acumulativo era inconfundible, hasta para Blossom.
—¿Ebrios? ¿Cómo es posible? —preguntó Maryann. No quería hablar, pero la conversación era la única defensa contra los voluptuosos ruidos en la obscuridad. Hablando y escuchando a Alice, no tenía que oír los suspiros, los susurros, ni preguntarse cuáles eran de Buddy.
—Estamos todos ebrios, hijas mías. Ebrios de oxigeno. Aunque este fruto hediondo lo apesta todo, conozco el olor de una carpa de oxigeno.
—Yo no huela nada —dijo, Maryann. Era la pura verdad: su resfrío había llegado a la etapa en que ni siquiera le dejaba percibir el empalagoso oler del fruto.
—Trabajé en un hospital y sé lo que digo. Hijas mías, estamos todos perdidamente borrachos.
—Como una cuba —sugirió Blossom.
En realidad, no le importaba estar ebria, si era así. Flotar… Quería cantar, pero intuía que no era lo adecuado en ese momento. Sin embargo, la canción, una vez iniciada, le siguió sonando en la mente: Estoy enamorada, estoy enamorada de un tipo maravilloso.
—¡Chist! —siseó Alice…
—Perdón —dijo Blossom con una risita. Tal vez no toda su canción había sido imaginaria. Luego, sabiendo que era lo correcto cuando se está bebido, lanzó un solo y elegante hipo, apretándose delicadamente los labios con los dedos. Después, sin delicadeza, eructó, ya que tenía gas en el estómago.
—¿Te sientes bien, querida? —preguntó Alice, solícita, tocando el vientre hinchado de Maryann—. Es decir, con todo lo que pasó…
—Sí. ¿Viste? Se movió.
La conversación languideció, y en ese momento recrudeció la ofensiva. Ahora era un sonido furioso y persistente, como el zumbido de una colmena. Maryann sacudió la cabeza, pero el zumbido continuó.
—Oh —exclamó—. ¡Oh!
—Vamos, vamos —procuró tranquilizarla Alice.
—¿Quién crees que estará con él? —barbotó Maryann.
—Vamos, no te preocupes sin motivo —dijo Blossom—. Probablemente esté en este momento mismo con papá y Orville.
La obvia convicción de Blossom casi dominó a Maryann. Era posible. Hacía una hora (¿o menos? ¿o más?). Orville había ido en busca de Blossom, para explicarle que llevaría a su padre (quien estaba, naturalmente, muy alterado) a un sitio más privado, aparte de los demás. Había descubierto un camino a otra raíz, que penetraba más profundamente aún en la tierra. Preguntó a Blossom si quería acompañarlo o prefería quedarse allí, con las señoras.
Alice había opinado que Blossom preferiría quedarse con las señoras, por el momento. Más tarde se reunirla con el padre, si éste lo deseaba.
La partida de Anderson, y de la lámpara con él, había sido la seña para lo que vino después. La energía contenida durante un mes se derramó, cubriendo un momento el rostro del dolor, ocultando el conocimiento demasiado nítido de la derrota y una ignominia cuyos rasgos recién comenzaban a evidenciarse.
De la obscuridad salió una mano que tocó a Blossom en el muslo. ¡La mano de Orville!, no podía ser otra. Blossom la tomó y se la llevó a los labios.
Entonces lanzó un grito: no era la mano de Orville. Alice atrapó instantáneamente al intruso por los pelos de la nuca, arrancándole un chillido de dolor.
—¡Neil! ¡Dios me valga! —exclamó—. ¡Estás manoseando a tu hermana, idiota! ¡Vamos, fuera! Ve a buscar a Grate. Aunque, pensándolo bien, mejor no lo hagas.
—Cállate —bramó Neil—. ¡No eres mi madre!
Finalmente Alice logró echara Neil y apoyó la cabeza en el regazo de Blossom.
—Borracho —rezongó soñolienta—. Borracho perdido.
Poco después comenzaba a roncar. Minutos más tarde Blossom se durmió también, y soñó, y despertó con un grito ahogado.
—¿Qué pasa? —preguntó Maryann.
—Nada, fue un sueño —repuso Blossom— ¿no te dormiste todavía?
—No puedo.
Aunque ahora reinaba un silencio mortal, Maryann seguía escuchando. Lo que más temía era que Neil encontrara a la mujer… y a Buddy. Juntos.
Buddy despertó. Seguía obscuro. Allí estaría siempre obscuro. Tenía al lado una mujer, a quien tocó, aunque no para despertarla. Cuando comprobó que no era Greta ni Maryann, recogió las ropas y se alejó cautelosamente. Trozos de la pegajosa pulpa, adheridos a su espalda y hombros desnudos, se disolvían allí desagradablemente.
Aún se sentía ebrio; ebrio y vacío. ¿Cómo llamaba Orville a esa sensación?
Detumescencia.
El granuloso líquido, chorreándole por la piel desnuda, lo hizo estremecer. Pero no porque tuviera frío. Aunque pensándolo bien, lo tenía.
Arrastrándose sobre manos y rodillas, tropezó con otra pareja.
—¿Qué? —dijo la mujer.
Parecía Greta. Lo mismo daba. Buddy se arrastró fuera de allí.
Encontró un sitio donde no habían tocado la pulpa, e introdujo el cuerpo en ella de espaldas. Una vez que uno se habituaba a la sensación pegajosa, era bastante cómoda: suave, cálida, acogedora.
Quería ver luz: sol, lámpara, hasta la luz roja y vacilante del incendio de la noche anterior. Algo en la situación del momento lo horrorizaba de un modo que no alcanzaba a comprender, que no podía definir. No era solamente la obscuridad. Pensó en eso y cuando ya estaba a punto de dormirse otra vez, se le ocurrió:
Gusanos.
Eran gusanos que se arrastraban a través de una manzana.