Ocho: El descenso

Tal vez moriremos, pensó Maryann, cuando por fin dejaron de correr y pudo pensar. Pero eso era imposible. ¡Hacía tanto frío! Habría querido entender de qué hablaba Anderson, quien acababa de decir:

—Tendremos que hacer inventario.

Estaban todos de pie en la nieve. Hacía tanto frío, y al caer, a ella le había entrado nieve en el abrigo, bajo el cuello. Seguía nevando en la obscuridad. Se resfriaría y entonces, ¿qué harían? ¿Dónde viviría ella? Y el bebé, ¿qué pasaría con él?

—Maryann —llamó Anderson—. Está aquí, ¿verdad?

—¡Maryann! —gruñó Buddy con impaciencia.

—Aquí estoy —respondió ella, aspirando la humedad que le goteaba de la nariz.

—Bueno, ¿qué trajiste?

En cada entumecida mano (había olvidado también los guantes de abrigo) tenía algo, pero no sabía qué. Levantó las manos para ver lo que tenía en ellas.

—Lámparas —anunció—. Las lámparas de la cocina, pero una está rota, tiene el tubo aplastado.

Recién entonces recordó haberse caído sobre ella, lastimándose la rodilla…

—¿Quién tiene fósforos? —inquirió Orville.

Clay Kestner, que los tenía, encendió la lámpara sana, a cuya luz Anderson contó:

—Treinta y uno.

Hubo un prolongado silencio, durante el cual cada sobreviviente examinó las otras treinta caras y contó las propias pérdidas. Había dieciocho hombres, once mujeres y dos niños.

Mae Stromberg rompió en llanto: había perdido al marido y a una hija, aunque tenía consigo al hijo. En el pánico, Denny no había podido encontrar el zapato izquierdo, y Mae lo había arrastrado tres kilómetros desde el incendio, en una de los trineos infantiles. Concluido el inventario, Anderson ordenó a Mae que se callara.

—Tal vez queden allá más alimentos —decía Buddy al padre—. Tal vez no estén tan quemados que no podamos comerlos.

—Lo dudo —declaró Orville—. Esos malditos lanzallamas son muy minuciosos.

—¿Cuánto durará lo que tenemos, racionándolo? —preguntó Buddy.

—Hasta Navidad —respondió Anderson con aspereza.

—Si nosotros duramos hasta Navidad —observó Orville—. Es probable que esas máquinas estén explorando el bosque, eliminando a todos los que escaparon del incendio. Además, queda por resolver dónde pasaremos la noche. A nadie se le ocurrió traer carpas.

—Volveremos al viejo pueblo —decidió Anderson—. Podemos refugiarnos en la iglesia y sacar leña del entablado. ¿Sabe alguien dónde estamos ahora? Todas las condenadas Plantas de esta selva se parecen.

—Yo tengo brújula —ofreció Neil—. Síganme, yo los llevaré… —A la distancia se oyó un grito, un grito muy breve—. Creo que es por allí —agregó Neil, avanzando en dirección al grito.

Formados en ancha falange, encabezados por Neil, avanzaron en la noche nevada. Orville arrastraba a Greta sobre el trineo, y Buddy llevaba sobre los hombros a Denny Stromberg.

—¿Me das la mano? —pidió Maryann—. Las tengo entumecidas.

Buddy le dejó poner la mano en la suya, y juntos caminaron media hora en perfecto silencio. Luego él dijo:

—Me alegro de que estés a salvo…

—¡Oh! —Maryann no pudo decir más; la nariz le goteaba como una canilla rota, y además comenzó a llorar; las lágrimas se helaban sobre las frías mejillas. ¡Oh, qué feliz era!

Estuvieron a punto de atravesar el pueblo sin darse cuenta. Una capa de nieve cubría como un manto las frías cenizas apisonadas.

Denny Stromberg fue el primero en hablar.

—¿Adónde iremos ahora, Buddy? ¿Adónde vamos a dormir?

Buddy no contestó. Treinta personas esperaron en silencio a que Anderson, quien pateaba las cenizas con la punta de la bota, los condujera a través de ese Mar Rojo.

—Debemos arrodillarnos y rezar. Aquí, en esta iglesia, debemos arrodillarnos y pedir perdón por nuestros pecados —declaró Anderson, arrodillándose en la nieve y las cenizas—. Dios todopoderoso y misericordioso…

Del bosque salió una figura corriendo a tropezones, sin aliento; una mujer en ropas de dormir, envuelta en una manta como si fuera un chal. Cayó de rodillas en medio del grupo, y no pudo recobrar aliento para hablar. Anderson dejó de rezar. En la dirección de donde venía la mujer, la selva resplandecía tenuemente, como si una vela ardiera a lo lejos, en una ventana.

Es la señora Wilks —anunció Alice Nemerov, y al mismo tiempo Orville dijo:

—Será mejor que recemos en otro lugar. Eso parece otro incendio en la selva.

—No hay adónde ir —objetó Anderson.

—Tiene que haber —insistió Orville, que bajo la presión de los momentos críticos había perdido de vista su motivo inicial: reservar a los Anderson para una venganza personal, para agonías más lentas. Su deseo era más primario: la propia conservación—. Si no quedan casas, tiene que haber algún escondite: una madriguera, una cueva, una alcantarilla… —Lo que decía le hizo recordar algo: ¿una madriguera, una cueva?— ¡Una cueva! Blossom, hace tiempo, cuando estaba enfermo, me contaste que estuviste en una cueva. Que nunca habías visto una mina, pero estuviste en una cueva. ¿Fue cerca de aquí?

—Es por la costa del lago… La antigua costa. Cerca del Recreo Stromberg. No queda lejos, pero no he ido desde niña, y no sé si existe todavía.

—¿Qué tamaño tiene esa cueva?

—Es muy grande. Por lo menos, así me pareció entonces.

—¿Puedes llevarnos a ella?

—No sé. En verano ya es bastante difícil orientarse entre las Plantas; han desaparecido todas las viejas señales naturales, y encima la nieve.

—Llévanos ahora mismo, jovencita —ordenó Anderson, que volvía a ser más o menos el mismo.

Dejaron atrás a la mujer semidesnuda, tendida en la nieve. No por crueldad, sino por simple distracción. Cuando se marcharon, la mujer levantó la vista y dijo:

—Por favor.

Pero las personas a quienes había pensado dirigirse no estaban allí. Tal vez no habían estado nunca. Se puso de pie y dejó caer la manta.

Hacía mucho frío. Oyó de nuevo aquel zumbido y echó a correr ciegamente de vuelta al bosque, tomando en dirección contraria a la que tomara Blossom.

Las tres esferas incendiarias planearon hasta el sitio donde antes yacía la mujer; convirtieron rápidamente en cenizas la manta abandonada, y reanudaron la marcha en pos de la señora Wilks, siguiendo el reguero de sangre.

Gran parte de la antigua costa lacustre era reconocible todavía bajo el manto de nieve; la conformación de las; rocas, los escalones que conducían al agua: hasta encontraron un pilar que antes fuera parte del muelle del recreo. Blossom calculaba que desde allí habría cien metros hasta la entrada de la caverna. Siguieron la ladera rocosa que se elevaba tres metros por sobre la antigua playa, inspeccionando las aberturas a la luz de la lámpara. Cuando ella se lo indicaba, Buddy apartaba la nieve con una pala que, junto con un hacha, había rescatado de la sala común. Los demás exploradores quitaban la nieve (que entre los peñascos tenía más de un metro de altura) con las manos, enguantadas o desnudas, según el caso.

El trabajo era lento, porque según recordaba Blossom la entrada de la cueva estaba en mitad de la ladera, de modo que para cavar había que trepar a las piedras cubiertas de nieve. Pese al riesgo que esto entrañaba, no tenían tiempo de cuidarse. Tras las nubes, desde donde la nieve goteaba sin cesar, no había luna; cavaban en una casi total obscuridad. A intervalos regulares, uno de ellos indicaba de pronto que interrumpiesen la tarea, y todos se esforzaban por oír el zumbido delator de los perseguidores, que alguien creía haber oído.

Bajo el peso insólito de la responsabilidad, Blossom vacilaba y corría de piedra en piedra.

—Aquí —decía, y luego, corriendo—: ¿O aquí?

Ya estaban a más de doscientos metros del antiguo muelle, y Buddy comenzaba a dudar de que esa cueva existiera. Si no, habrían llegado sin duda al final.

La perspectiva de morir lo inquietaba sobre todo porque no lograba entender la finalidad de aquellos incendios. Si eso era una invasión (y ni siquiera su padre podía dudarlo ahora, ya que el Señor no necesitaba construir máquinas para infligir su venganza), ¿qué querían los invasores? ¿Las Plantas mismas eran los invasores? No, no; eran solamente Plantas. Era de suponer que los verdaderos invasores, los que tripulaban los globos incendiarios (o quienes los habían construido y hecho funcionar) querían la Tierra para el único fin de cultivar las malditas Plantas. ¿La Tierra era entonces su plantación? En tal caso, ¿por qué no había cosechas?

Le hería el orgullo pensar que su raza, su especie, su mundo, estaban siendo derrotados con tanta facilidad aparente. Lo peor, lo que no podía soportar, era la sospecha de que todo eso no significaba nada, de que el proceso del aniquilamiento era algo totalmente mecánico; en otras palabras, de que los destructores de la humanidad no libraban una guerra, sino simplemente desinfectaban el huerto.

La abertura de la cueva fue descubierta de manera imprevista: Denny Stromberg cayó en ella. Sin esa afortunada casualidad, podrían haber pasado la noche entera sin encontrarla, ya que todos los del grupo habían pasado de largo ante ella.

La cueva iba más allá del alcance de la luz arrojada por la lámpara desde la entrada; pero antes de que exploraran toda su profundidad, todos estaban adentro. Todos los adultos, salvo Anderson, Buddy y Maryann (que median menos de un metro setenta y cinco) tuvieron que doblarse o hasta arrastrarse para no golpear el techo con la cabeza. Anderson declaró que era el momento de orar en silencio, lo cual Orville agradeció. Acurrucados juntos para calentarse, las espaldas apoyadas en la pared inclinada de la cueva, procuraron recobrar el sentido de identidad, de finalidad, de contacto; todos los sentidos que habían perdido en las horas de fuga entre la nieve. Dejaron la lámpara encendida, ya que Anderson asignaba más valor a los fósforos que al combustible.

Al cabo de cinco minutos dedicados a orar, Anderson, Buddy, Neil y Orville (quien, aunque no pertenecía a la jerarquía familiar, había tenido la idea de la cueva, y de muchas otras cosas que Anderson no deseaba admitir), exploraron el fondo de la cueva. Ésta era grande, aunque no tanto como esperaban; se extendía unos seis metros hasta el fondo, estrechándose constantemente. En el extremo opuesto había un pequeño pabellón lleno de huesos.

—Lobos —declaró Neil.

Una inspección más minuciosa confirmó esto de manera bastante definida, ya que se descubrieron los esqueletos de los lobos mismos, tan limpios como los demás en lo alto del montón.

—Ratas —decidió Neil—. Ratas, simplemente.

Para llegar a las profundidades de la cueva, tuvieron que pasar junto a la gigantesca raíz de una Planta que había atravesado la pared de la cueva. Al volver del montón de huesos, los hombres la examinaron con cierto detenimiento, ya que era el único otro rasgo excepcional de la cueva. En ese nivel, la raíz de la Planta se distinguía muy poco del tronco. A juzgar por la curvatura de la parte visible en la cueva, tenía unos cuatro o cinco metros de diámetro, como el tallo de la Planta. Cerca del piso de la cueva, la lisa superficie de la raíz estaba roída, tal como los lisos troncos verdes aparecían a menudo masticados por conejos hambrientos. Allí, sin embargo, parecía faltar algo más que un pedazo. Orville se agachó para examinarla.

—Esto no es obra de conejos. Llega hasta el corazón de la madera —dijo, e introdujo la mano en el obscuro agujero. La capa externa de madera se extendía apenas treinta centímetros; más allá los dedos tropezaron con algo parecido a unas enredaderas; y más adentro (con todo el hombro apretado contra el agujero), nada, vacío, aire—. ¡Esto es hueco!

—Disparates —declaró Anderson, mientras se agachaba junto a Orville e introducía a su vez el brazo en el agujero—. No puede ser —agregó, sintiendo que podía ser y era.

—Por cierto que ese agujero no lo hicieron los conejos —insistió Orville.

—Ratas —repitió Neil, afirmado más que nunca en su opinión, aunque, como era habitual, nadie le hizo caso.

—Crece así. Como el tallo de un diente de león. Es hueco.

—Está muerta; la habrán destruido las termitas.

—Las únicas Plantas muertas que he visto, señor Anderson, son las que matamos nosotros. Si no tiene inconveniente, quisiera ver qué hay allá abajo.

—No veo para qué serviría eso. Su curiosidad respecto de estas Plantas es malsana, joven. A veces tengo la impresión de que está más de parte de ellas que de la nuestra.

—Serviría tal vez —respondió Orville, sincero a medias (ya que aún no se atrevía a expresar su verdadera esperanza)— para ofrecernos una salida de la cueva; una puerta para huir a la superficie en caso de que nos sigan hasta aquí.

—En eso tiene razón, ¿sabes? —intervino Buddy.

—No necesito ayuda tuya para decidir. La de ninguno de ustedes —agregó Anderson al ver que Neil había comenzado a sonreír, oyendo esto—. Tiene razón otra vez, Jeremiah…

—Llámeme simplemente Orville, señor, como todos.

—Ah, sí —repuso Anderson con una sonrisa ácida—. Y bien, ¿ponemos manos a la obra? Según recuerdo, uno de los hombres consiguió traer un hacha. Ah, ¿fuiste tú, Buddy? Tráela. Mientras tanto, usted —señalando a Orville— ocúpese de que todos se trasladen al fondo de la cueva, donde estarán más abrigados. Y quizá más seguros. Además, busque alguna manera de tapar la entrada, para que la nieve vuelva a cubrirla. Si es necesario, use su chaqueta.

Una vez ampliada lo suficiente la abertura hacia la raíz, Anderson introdujo la lámpara y pasó su huesudo torso. Hacia arriba la cavidad se estrechaba con rapidez, hasta convertirse en una simple maraña de hiedras; la posibilidad de salir por allí era escasa, al menos sin mucho trabajo. Pero abajo se extendía un abismo mucho más allá del débil rayo de luz de la lámpara, cuya eficacia era disminuida aún más por algo parecido a una red de gasa o telaraña que colmaba el hueco de la raíz. Al atravesar esa etérea sustancia, la luz se hacía difusa y se atenuaba hasta que, por debajo de cinco metros de profundidad, apenas se podía distinguir un resplandor informe y rosáceo.

Cuando Anderson las manoteó, esas hebras de gasa se rompieron sin resistir. La mano encallecida ni siquiera las sintió ceder. Retorciéndose, Anderson salió del estrecho hueco y volvió a la cueva propiamente dicha…

—Para escapar no sirve. Arriba es sólida, pero no veo hasta dónde baja. Fíjese si quiere.

Orville reptó dentro del agujero, donde permaneció tanto tiempo que Anderson se fastidió. Por fin reapareció; casi risueño.

—Allá iremos todos, señor Anderson. ¡Vaya, si es perfecto!

—Usted está loco —dijo Anderson con naturalidad—. Ya estamos bastante mal aquí.

—Pero de eso se trata, precisamente… —y esta era su esperanza inicial, no expresada—. Allá abajo hará calor. Una vez que se llega a quince metros bajo la superficie, siempre hace diez grados centígrados. A esa profundidad bajo tierra no hay invierno ni verano. Si prefiere más calor, basta con bajar más. Aumenta un grado cada cincuenta metros…

—¿Qué estás diciendo? —se burló Neil—. Parecen puras tonterías.

No le gustaba la forma en que Orville, un forastero, les indicaba a cada rato qué hacer. ¡No tenía derecho!

—Algo debo saber de eso, ya que soy ingeniero en minas. ¿Acaso no estoy vivo por eso, al fin y al cabo? —Orville los dejó pensar en eso; luego continuó tranquilamente—: Uno de los mayores problemas cuando se trabaja en minas profundas es conservarlas a una temperatura tolerable. Lo menos que podemos hacer es ver hasta dónde llega. Debe de tener por lo menos quince o veinte metros de profundidad; eso sería apenas un décimo de su altura.

—A veinte metros de profundidad no hay tierra, sólo piedra —objetó Anderson—. En la piedra no crece nada.

—Cuénteselo a la Planta. No sé si llegará tan hondo, pero insisto en que exploremos. Tenemos una soga, y aunque así no fuera, esas hiedras sostendrían a cualquiera de nosotros; las probé. —Hizo una pausa antes de volver al argumento decisivo—: Al menos es un escondite por si esas cosas nos descubren.

Ese último argumento resultó tan válido como eficaz.

Buddy acababa de bajar por la soga hasta la primera ramificación de las raíces secundarias desde la raíz vertical primaria (lo habían elegido por ser el más liviano de los hombres) cuando en la boca de la cueva hubo un chirrido, como cuando los niños intentan llenar de arena una botella de vidrio. Una de las esferas, que los había seguido hasta la cueva, procuraba ahora trasponer a la fuerza la angosta entrada.

—Dispara —gritó Neil a su padre—. ¡Dispárale! —y tendió la mano hacia la Python que el viejo llevaba en la pistolera.

—No pienso gastar proyectiles contra plancha de blindaje. Vamos, quítame las manos de encima y hagamos pasar a todos por ese agujero.

Orville no tuvo que insistir más: no les quedaba alternativa; absolutamente ninguna. Ahora todos eran juguetes de la necesidad. Apartándose del alboroto escuchó cómo la esfera intentaba abrirse paso por la fuerza al interior de la cueva. Pensó que, en ciertos aspectos, esas esferas no eran más listas que una gallina que trata de atravesar un alambrado cuando podría pasar evitándolo. ¿Por qué no disparaban simplemente? Tal vez las tres esferas tuvieran que estar agrupadas alrededor de su blanco antes de poder atacarlo. Casi seguramente eran automáticas; tan poco dueñas del propio destino como los animales que estaban programadas para rastrear. Orville no simpatizaba en nada con esas obtusas máquinas ni con sus víctimas. En ese momento se imaginaba más bien como el titiritero, hasta que el auténtico titiritero, la necesidad, moviera un dedo. Orville corrió en pos de sus semejantes.

El descenso a la raíz fue rápido y eficiente. El tamaño del agujero aseguraba que no pasara más de una persona por vez; pero el miedo aseguraba que esa persona lo hiciera con la mayor celeridad posible. La presencia invisible (la lámpara estaba abajo, con Buddy) de la esfera de metal que chirriaba contra el techo y paredes de la cueva era una fuerte motivación de velocidad.

Anderson hizo que cada uno se quitara las gruesas ropas de abrigo y las pasara delante de sí por el agujero. Al fin quedaban solamente Anderson, Orville, Clay Kestner, Neil y Maryann. Era evidente que para Clay y Neil (los más corpulentos del pueblo) y para Maryann, que estaba ya en su octavo mes de embarazo, habría que agrandar el agujero. Neil lanzó hachazos a la pulposa madera con frenética prisa y gran desperdicio de esfuerzos. Bajaron primero a Maryann por la abertura agrandada. Cuando llegó junto al marido, sentado a horcajadas sobre la V invertida formada por la raíz secundaria en el sitio donde se apartaba de la principal, tenía las manos despellejadas; se había deslizado por la soga con demasiada rapidez. En cuanto él la sostuvo, todas las fuerzas parecieron abandonarla, y no pudo seguir. Neil descendió luego, después Clay Kestner. Juntos llevaron a Maryann a la raíz secundaria.

—Cuidado abajo —gritó Anderson; y una sostenida lluvia de objetos (provisiones, cestas, ollas, ropas, el trineo, todo lo que la gente había traído del incendio) cayó en el abismo, destrozando los tenues encajes. Buddy trató de contar los segundos entre el momento en que los soltaron y la llegada al fondo; pero al cabo de un rato no pudo distinguir entre los sonidos de los objetos al rebotar en las paredes de la raíz y la caída al fondo.

Anderson bajó por la soga una vez que las últimas provisiones fueron arrojadas raíz abajo.

—¿Cómo bajará Orville? —inquirió Buddy—. ¿Quién le sostendrá la soga?

—No me detuve a preguntar. ¿Dónde están los demás?

—Allá abajo —repuso Buddy, señalando vagamente las tinieblas de la raíz secundaria.

La lámpara iluminaba el túnel principal, donde el descenso era más peligroso. La raíz secundaria divergía de la originaria en unos cuarenta y cinco grados. El techo (ya que allí se podía decir que había piso y techo) se elevaba hasta una altura de dos metros y medio. Toda la superficie de la raíz era una maraña de hiedras, de modo que resultaba fácil trasponer el declive. El espacio interior había estado lleno del mismo frágil encaje, aunque los que precedieron a Anderson dentro de la raíz habían roto la mayor parte.

Orville bajó por las hiedras, con la punta de la soga anudada a la cintura, a la manera de un alpinista. Esta precaución resultó innecesaria, ya que las hiedras —o lo que fueran— se mantuvieron firmes. En verdad, eran casi rígidas, por estar apretadamente entretejidas.

—Bueno, ya están todos aquí, sanos y salvos —declaró Orville, en un tono grotescamente jovial—. ¿Vamos al sótano, donde están las provisiones?

En ese momento sentía una exaltación casi divina, ya que había tenido la vida de Anderson en las manos —literalmente en un hilo— y había debido decidir si el anciano moriría en ese momento o sufriría un poco más aún. La decisión no había sido difícil, ¡pero sí toda suya!