Siete: Advenimiento

La vaca Gracie vivía allí mismo, en la sala común, con todos los demás. También los pollos tenían un rincón; pero los cerdos se alojaban afuera, en un chiquero propio.

Desde aquel día de Acción de Gracias, hacía cuatro que la nieve caía lenta y pesadamente, como la que se posa sobre una aldea en miniatura dentro de un pisapapeles de cristal. Luego, durante una semana de luminoso tiempo invernal, los niños fueron a pasear en trineo por la antigua costa del lago. Después comenzó a nevar en serio, bajo el impulso de ventarrones que hicieron que Anderson temiese por las paredes, a pesar de que estaban apuntaladas por los altos montones de nieve. Tres o cuatro veces al día los hombres salían a enrollar de nuevo el «toldo» que formaba el techo de la sala común. A medida que despejaban y enrollaban la mitad del techo cubierto de nieve, la otra mitad surgía de la envoltura impermeable para reemplazarla. Aparte de esta tarea y del cuidado de los cerdos, los hombres no hacían nada durante una tormenta de nieve. El resto del trabajo —cocinar, tejer, cuidar los niños y los enfermos— era para mujeres. Más tarde, cuando mejorara el tiempo, podrían salir de nuevo a cazar o, con más esperanzas de éxito, a pescar a través del hielo del lago. Además, había Plantas de sobra que cortar.

Pasar esos días de ocio era difícil. No se permitía beber en la sala común (ya había bastantes peleas) y el póquer perdía enseguida el atractivo cuando el dinero de las apuestas no valía más que el dinero con que jugaban los niños en sus incesantes partidas de Monopoly. Había pocos libros para leer, salvo la Biblia de Anderson, encuadernada en piel (la misma que antes adornaba el atril de la Iglesia Episcopal), ya que adentro escaseaba el lugar. Aunque hubiera habido libros, era dudoso que alguien los hubiera leído. Tal vez lo habría hecho Orville, que parecía un tipo libresco. Lo habría hecho Buddy. Y también Lady había sido gran lectora.

La conversación nunca se elevaba por sobre el nivel de las quejas. En su mayoría, los hombres imitaban a Anderson, que permanecía inmóvil, sentado al borde del lecho, mascando la pulpa de la Planta. Sin embargo, es dudoso que dedicaran ese tiempo, como Anderson, a pensar en fines útiles. Cuando llegaba la primavera, todas las ideas, los proyectos, las innovaciones, surgían de Anderson y de nadie más.

Ahora, al parecer, habrá otra persona capaz de pensar y que, en contraste, prefería hacerlo en voz alta. Al anciano que, sentado, escuchaba a Jeremiah Orville, las ideas expuestas le parecían a veces positivamente ateas. El modo en que Orville hablaba de las Plantas, por ejemplo, como si no fueran más que un espécimen superior de laboratorio. Como si las admirara por su conquista. Pero decía muchas cosas sensatas. Aun cuando el tema de conversación era el tiempo (como lo era a menudo), Orville tenía algo que decir al respecto.

—Sigo insistiendo —había dicho Clay Kestner (fue el primer día de la fuerte ventisca, pero Clay venía insistiendo en lo mismo desde hacía varios años)— que no hace más frío, sino que nosotros salimos más al frío. Es psicosomático. No hay razón para que haga más frío.

—Demonios, Clay —repuso Joel Stromberg, meneando la cabeza con reprobación (aunque tal vez sólo fuera perlesía)—, no me digas que este invierno no es más frío que hace diez o veinte años. A veces no sabíamos si iba a nevar o no en Navidad. Y yo digo que se debe a la bajante del lago.

—Tonterías —exclamó Clay, no sin justicia.

Habitualmente, nadie habría prestado más atención a Clay y Joel que al viento que gemía afuera entre las puntiagudas Plantas; pero esta vez intervino Orville:

—Miren, tal vez haya una razón para que haga más frío. El dióxido de carbono.

—¿Y eso qué tiene que ver? —se burló Clay.

—El dióxido de carbono es lo que absorben las Plantas, cualquier planta, para combinar con agua cuando preparan su propio alimento. Es también lo que exhalamos nosotros, es decir, los animales. Sospecho que, desde la llegada de las Plantas, el antiguo equilibrio entre el dióxido de carbono que absorben y la cantidad que nosotros despedimos ha comenzado a favorecerlas a ellas. Bueno, el dióxido de carbono absorbe mucho calor. Acumula calor del sol y mantiene caliente el aire. Por eso, habiendo menos dióxido de carbono, habrá mucho más frío y nieve. Claro que es una teoría, nada más.

—¡Una teoría de los mil diablos!

—En eso concuerdo con usted, Clay, ya que no es mía. Es una de las razones que dan los geólogos para la Edad de Hielo.

Anderson no creía mucho en la geología, ya que en gran parte contradecía a la Biblia; pero si lo dicho por Orville sobre el dióxido de carbono era cierto, esto bien podía ser la causa de que los veranos fueran peores (y lo eran; nadie lo dudaba en realidad). Pero, cierto o no, en el tono de Orville había algo que no le gustaba, algo más que la simple actitud de sabelotodo del universitario, a la cual Anderson estaba habituado por Buddy. Parecía que esas pequeñas conferencias sobre las maravillas de la ciencia (y habían sido unas cuantas) tuvieran una sola finalidad: llevarlos a la desesperación.

Sin embargo, Orville sabía más de ciencia que ningún otro, y Anderson lo respetaba por eso a regañadientes. Por lo menos había impedido que Clay y Joel discutieran acerca del tiempo; y Anderson no podía dejar de agradecer esa pequeña bendición.

La situación, aunque no tan mala como llegaría a serlo en febrero y marzo, lo era bastante: el encierro, las disputas tontas, el ruido, el hedor, el roce de carne contra carne y nervio contra nervio bao era muy malo; era casi intolerable.

Doscientas cincuenta personas vivían en doscientos cuarenta metros cuadrados; y gran parte de ese espacio se utilizaba para depósito. El invierno anterior, cuando en el mismo sitio eran casi el doble, cada día traía consigo la muerte de alguien, cada mes otra epidemia del mortífero resfrío común, había sido apreciablemente peor. Los más susceptibles —los que no supieron aguantar— enloquecieron y salieron corriendo, entre cantos y risas, al engañoso calor de los deshielos de enero; ésos ya no estaban este año. Este año las paredes fueron bien afincadas y tejidas desde el primer momento; este año el racionamiento no era tan desesperadamente estricto aunque habría menos carne). Con todo, pese a todas las mejoras, seguía siendo una intolerable manera de vivir, y todos lo sabían.

Lo que Buddy no podía soportar, lo peor de todo, era la presencia de carne. Todo el día se frotaba contra él, se exhibía, le hedía en las fosas nasales. Y cualquiera de las cien mujeres presentes, hasta Blossom, le despertaba el deseo con el gesto más sencillo, con la palabra más anodina. Sin embargo, para lo que eso le servía lo mismo podría haber estado mirando los fantasmas incorpóreos de una película. En la colmada sala común no había simplemente lugar para el sexo, ni de noche ni de día. La vida erótica de Buddy se limitaba a las ocasiones en que lograba obligar a Maryann a que lo acompañara a visitar la fría letrina, junto al chiquero. Embarazada de siete meses y propensa a lloriquear en cualquier momento, Maryann pocas veces lo complacía.

Para peor, mientras hubiera luz diurna en la sala, Buddy podía apartar la vista de lo que hacia (o, lo más probable, de lo que no hacía) y ver a Greta cerca.

Se encontró refugiándose cada vez más en la compañía de Jeremiah Orville. Orville pertenecía al tipo de personas que Buddy conocía de la universidad, con quienes había simpatizado mucho más que ellas con él. Aunque nunca le había oído bromear, cuando ese hombre hablaba —y hablaba sin cesar— Buddy no podía dejar de reírse. Era como las conversaciones en libros y películas, o la gente que hablaba en los shows de Jack Paar, capaces de tomar la cosa más vulgar y hacerla cómica al contarla. Orville nunca hacia el payaso; su humor estaba en la manera de ver las cosas, con cierta irreverencia furtiva (no tanto como para que pudiera objetarlo alguien como Anderson); una burla indirecta. Nunca se sabía cómo tomarlo, y por eso la mayoría —los auténticos patanes rústicos como Neil— eran reacios a trabar conversación con él, aunque lo escuchaban de buena gana. Buddy se descubrió imitando a Orville, empleando sus palabras, pronunciándolas a su manera, adoptando sus ideas.

Lo que ese hombre sabía lo maravillaba constantemente. Buddy, que consideraba su propia educación apenas suficiente para juzgar el alcance de la de otro, creía enciclopédica la de Orville.

Buddy cayó bajo la influencia del otro tan profundamente que no sería injusto decir que estaba cautivado. Algunas veces (por ejemplo, cuando Orville hablaba en exceso con Blossom), Buddy sentía algo parecido a celos.

Le habría sorprendido enterarse de que Blossom sentía casi lo mismo cuando Orville le dedicaba demasiado tiempo a él. Era evidentemente un caso de apasionamiento, de simple amor inmaduro.

Hasta Neil tenía buena opinión del recién llegado, porque un día Orville lo llevó aparte y le enseñó toda una nueva provisión de cuentos subidos de tono.

Los cazadores cazaban solos; los pescadores pescaban juntos. Neil, cazador, agradecía la oportunidad de estar solo; pero la falta de animales para cazar ese diciembre lo disgustaba casi tanto como el apretujamiento y el estruendo de la sala común. Pero el día que cesó la ventisca, encontró huellas de ciervo que atravesaban la nieve todavía blanda en el maizal del oeste. Las siguió cuatro kilómetros, enredándose en sus propios zapatos para nieve a causa de la ansiedad. Las huellas concluían en una concavidad de cenizas y hielo. Ningún rastro partía desde esa zona ni se acercaba a ella. Neil maldijo estentóreamente; después gritó un rato, sin darse cuenta realmente de que lo hacía. Eso alivió la presión.

De nada sirve cazar ahora, pensó, cuando empezó a pensar de nuevo. Decidió descansar el resto del día. Ausentes todavía los demás cazadores y pescadores, tal vez tuviera un poco de tranquilidad.

Eso fue lo que hizo: volvió a casa y bebió una olla de té con gusto a regaliz (así lo llamaban, té); eso le dio sueño, y apenas sabía qué miraba ni en qué pensaba (miraba a Blossom y pensaba en ella) cuando de pronto Gracie se puso a mugir de un modo que él nunca había oído antes. Aunque sí lo había oído: Gracie estaba pariendo.

La vaca lanzaba gruñidos como un cerdo; tendida de costado, se retorcía en el suelo. Paría por primera vez y no era muy grande que digamos. Eran previsibles las dificultades. Neil hizo un lazo corredizo con una soga y se la pasó por el pescuezo, pero el animal pataleaba tanto que no pudo pasárselo por sobre las piernas, y lo soltó. Alice, la enfermera, lo ayudaba; pero igual deseó que estuviera allí su padre. Ahora Gracie berreaba como un toro.

Cualquier vaca que tarde más de una hora en parir muere, y aun media hora es malo. Gracie pasó una hora así, berreando de dolor. No cesaba de retorcerse hacia atrás, tratando de escapar de los dolores que la atenazaban. Neil tiraba de la soga para impedírselo.

—Lo veo asomar la cabeza. Ahora saca la cabeza —anunció Alice, que estaba de rodillas detrás de Gracie, procurando extenderla más.

—Si no ve más que eso, ¿cómo sabe que es macho?

El sexo del ternero era decisivo; todos los ocupantes de la sala común se habían reunido a observar el parto. Después de cada berrido de dolor los niños gritaban alentando a Gracie. Luego ésta arreció en las sacudidas, mientras los berridos se acallaban.

–Así, así —gritaba Alice, y Neil tiraba de la soga con más fuerza.

—¡Es varón! —exclamó Alice—. ¡Gracias a Dios, es varón!

Neil se rió de la anciana:

—Querrá decir que es macho. Ustedes los petimetres de la ciudad son todos iguales.

Satisfecho porque no había cometido ningún error y todo estaba bien; destapó el barril y sacó un trago para celebrar. Pregunté, a Alice si quería, pero ella se limitó a mirarlo da manera extraña y a contestar que no.

Sentado en el único sillón de la habitación (que era de Anderson) contempló al ternerito que chupaba la ubre llena de Gracie. La vaca no se había levantado; el parto debía de haberla dejado exhausta. Vaya, de no haber estado presente Neil, probablemente no hubiera sobrevivido. El sabor a regaliz no era tan malo cuando uno se habituaba a él. Todas las mujeres estaban tranquilas ahora, y también los niños.

Mirando al ternero, Neil pensó que algún día sería un toro grande y pujante que montaría a Gracie… ¡su propia madre! Los animales son como animales, nada más, pensó. Pero no se trataba de eso exactamente.

Cuando volvió a casa, Anderson tenía aspecto de haber pasado un mal día (¿había transcurrido ya la tarde?), pera Neil se levantó del tibio sillón y le gritó, contento:

—¡Mira papá, es macho!

Anderson se acercó, y la expresión era la misma que Neil recordaba de la noche de Acción de Gracias, sombría y con esa sonrisa amenazante (pero no había dicho palabra, entonces ni más tarde, sobre la borrachera de Neil durante la cena) y golpeó a Neil en la cara, derribándolo al suelo.

—¡Condenado estúpido de porquería! —vociferó Anderson—. ¡Grandísimo papanatas! ¿No te das cuenta de que Gracie está muerta? ¡La estrangulaste, hijo de perra!

Y pateó a Neil. Después fue a cortar el pescuezo de Gracie, donde aún lo apretaba la soga. La mayor parte de la sangre fría fue al recipiente que sostenía Lady, pero algo se volcó por tierra. El ternero tironeaba la ubre de la vaca muerta, pero ya no había más leche. Anderson lo degolló también.

¿Acaso era culpa suya? Era culpa de Alice. Neil la odiaba, y odiaba también al padre. Odiaba a todos esos desgraciados que se creían tan listos. Los odiaba a todos. A todos.

Y tomó el dolor en ambas manos y procuró no gritar del dolor que tenía en las manos y en la cabeza, el dolor de odiar, pero acaso gritó, ¿quién sabe?

Poco antes de obscurecer comenzó a nevar de nuevo, una caída perfectamente perpendicular a través del aire quieto. La única luz de la sala común provenía de una sola lámpara de seguridad encendida en la alcoba de la cocina, donde Lady fregaba las bien fregadas ollas. Nadie hablaba. ¿Quién se atrevía a comentar el buen sabor de las habituales gachas de harina de maíz y conejo, sazonadas con sangre de vaca y ternero? Tanto era el silencio que se podía oír las gallinas moviéndose y cloqueando sobre las perchas, en el rincón opuesto.

Cuando Anderson salió a dirigir el corte y salazón de los animales muertos, ni Neil ni Buddy fueron invitados a participar. Sentado junto a la puerta de la cocina, sobre el sucio felpudo de bienvenida, Buddy fingía leer un texto elemental de biología en la semioscuridad. Ya lo había leído muchas veces y sabía de memoria algunos trozos. Neil estaba sentado junto a la otra puerta, tratando de reunir coraje para salir y participar en la carnicería.

Probablemente Buddy fuera el único de los pobladores a quien complacía la muerte de Gracie. En las semanas posteriores al día de Acción de Gracias, Neil había ganado terreno en las preferencias del padre. Ahora, puesto que el mismo Neil había invertido con tanta eficacia ese curso, Buddy pensaba quesería sólo cuestión de tiempo antes de que volviera a gozar de los privilegios de la primogenitura. La extinción de la especie (¿Hereford era una especie?) no era un precio demasiado elevado…

Había otro a quien regocijaba el giro de los acontecimientos; pero éste no era uno de los pobladores, ni en su propia estimación ni en la de ellos. Jeremiah Orville había tenido la esperanza de que murieran Gracie, el ternero o ambos, ya que la preservación del ganado era uno de los éxitos que más enorgullecían a Anderson, una muestra de que la civilización antes conocida no había muerto del todo y un signo, para quienes querían verlo, de que Anderson era uno de los Elegidos. El hecho de que las esperanzas se le concretaran a través de la incompetencia del propio hijo de aquél, proporcionaba a Orville un placer casi estético: como si alguna deidad ordenada y justa colaborara en su venganza, escrupulosa de que se observaran las leyes de la justicia poética. Esa noche Orville estaba contento, y trabajaba en el carneo con silenciosa furia. De vez en cuando, a escondidas, tragaba un pedazo de carne cruda, ya que tenía tanta hambre como cualquiera. Pero la habría soportado de buena gana, con tal de que Anderson muriera de hambre antes que él.

Un ruido peculiar, un sonido parecido al viento, pero que no era viento, atrajo su atención. Aunque le pareció conocido, no logró ubicarlo. Era un ruido que pertenecía a la ciudad. Joel Stromberg, que cuidaba los cerdos, gritó.

—¡Eh, miren! Qué es…

Bruscamente, Joel quedó transformado en una columna de fuego.

Orville no vio esto con más nitidez de lo que había oído el ruido anterior, pero sin pensarlo se arrojó sobre un banco de nieve cercano. Rodó en la quebradiza nieve hasta perder de vista todo; los animales muertos, los demás hombres, el chiquero; todo menos las llamas que se elevaban desde el chiquero incendiado.

—¡Señor Anderson! —gritó.

Aterrado por la posibilidad de perder la víctima reservada en el fuego de los incendiarios, volvió arrastrándose para rescatar al viejo.

Tres cuerpos esféricos, cada uno de alrededor de un metro y medio de diámetro, flotaban a poca altura sobre la nieve, en la periferia de las llamas. Los hombres (salvo Anderson que, agazapado tras las grupa de la vaca muerta, apuntaba su pistola hacia la esfera más cercana) contemplaban las llamas de pie, como hechizados. De sus bocas abiertas salía el vapor del aliento.

—Señor Anderson, no gaste balas en plancha de blindaje. Venga; ahora incendiarán la sala común. Tenemos que sacar de allí a la gente.

—Sí —asintió Anderson, pero no se movió.

Orville tuvo que sacarlo arrastrándolo. En ese momento de estupor e incapacidad, le pareció ver en Anderson la simiente de lo que había llegado a ser Neil.

Orville entró primero en la sala común. Como grandes montones de nieve apuntalaban las paredes, ninguno había advertido aún el resplandor exterior. La desdicha abrumaba, como toda esa tarde. Varios se habían acostado ya.

—Vístanse todos —ordenó Orville, en una voz tan serena como llena de autoridad—. Salgan lo antes posible de esta sala por la puerta de la cocina y corran al bosque. Llévense lo que tengan a mano, pero no pierdan tiempo buscando cosas. No esperen a que los alcance otro. ¡Vamos, rápido!

Los que habían escuchado a Orville quedaron atónitos; no le correspondía a él dar órdenes.

—¡Rápido! ¡Y sin hacer preguntas! —confirmó Anderson.

Aunque estaban acostumbrados a obedecerle sin discutir, todavía reinaba gran confusión. En compañía de Orville, Anderson fue directamente a la zona contigua a la cocina, donde se alojaba su propia familia. Todos estaban poniéndose las ropas gruesas, pero Anderson los apremió.

Afuera se oían gritos, breves como el chillido de un conejo degollado, a medida que los dispositivos incendiarios se volvían contra los espectadores. Un hombre entró corriendo en la sala, envuelto en llamas, y cayó al suelo, muerto. Comenzó el pánico. Anderson, ya cerca de la puerta, imponía respeto aún en plena histeria, y logró hacer salir su familia entre los primeros. Al pasar por la cocina, Lady echó mano a una cacerola. Blossom cargaba un cesto de ropa sucia que le resultó demasiado pesado y lo vació en la nieve. Orville, en su ansiedad por asegurarse de que todos salieran de la cocina sanos y salvos, no se llevó nada. Cuando comenzó a incendiarse el rincón opuesto de la sala común, no más de cincuenta personas corrían por la nieve. Las primeras llamas brotaron hasta diez metros sobre el techo; luego empezaron a subir, devorando las bolsas de maíz apiladas contra la pared.

Correr entre la nieve blanda es difícil, tanto como correr con el agua hasta las rodillas: en cuanto se adquiere impulso, se tiende a tropezar y caer. Lady y Greta habían salido de la casa en zapatillas de paja; ahora otros salían —por la puerta en camisones o envueltos en mantas.

Los Anderson habían llegado casi a la orilla de la selva cuando Lady arrojó a un lado la cacerola, exclamando:

—¡La Biblia! ¡La Biblia quedó allá!

Nadie la oyó. Echó a correr hacia el edificio incendiado. Cuando Anderson advirtió la ausencia de la mujer, ya no había modo de detenerla. Su propio grito no sería oído entre tantos otros. La familia se detuvo a mirar.

—Sigan corriendo —les gritó Orville, pero no le hicieron caso. La mayoría de los fugitivos habían llegado ya al bosque.

Las llamas iluminaban las cercanías de la construcción hasta treinta metros de distancia, haciendo brillar la nieve con un vacilante resplandor anaranjado sobre el que ondulaban las sombras veloces e inciertas del humo, como los fuegos de una obscuridad visible.

Lady entró por la puerta de la cocina y no volvió a salir. El techo se derrumbó; las paredes cayeron hacia afuera como fichas de dominó. Se vieron las siluetas de los tres cuerpos esféricos que se elevaban y, en formación cerrada, comenzaban a deslizarse hacia el bosque, con un zumbido disimulado por el chisporrotear de las llamas. Dentro del triángulo que definían, la nieve se deshacía, burbujeaba y se elevaba al aire, humeando.

—¿Por qué habrá hecho eso? —preguntó Anderson a la hija.

Luego, viéndola en delicado equilibrio al borde de la histeria, la tomó de una mano, y recogiendo con la otra la soga que encontrara en una carretilla, junto a la casa, se apresuró para alcanzar a los demás. Orville y Neil llevaban prácticamente alzada a Greta que, descalza, vociferaba obscenidades con su potente voz de contralto.

Orville estaba frenético; y sin embargo, el frenesí ocultaba una sensación de entusiasmo y temerario deleite que lo impulsaba a querer vitorear, como si la conflagración que dejaban atrás fuera inocente y festiva como una fogata al regreso de una cacería.

Cuando gritó: ¡Apúrense, apúrense!, fue difícil determinar si se dirigía a Anderson y Blossom o a los tres incendiarios que los seguían de cerca.