Seis: Día de Acción de Gracias

En lo alto se acumulaban nubes grises. El suelo estaba seco, desnudo, gris; sin pasto ni árboles; nada más que las Plantas, plegadas para el invierno como sombrillas, crecía allí. De a ratos, la opaca luz otoñal se espesaba, y una brisa atravesaba el parque, levantando polvo. Una persona sentada junto a las mesas de cemento armado para meriendas, en los fríos bancos, podía ver su propio aliento. Las manos desnudas se entumecían y endurecían en el frío. En todo el parque, la gente movía los helados dedos dentro de los zapatos, deseando que Anderson terminara de pronunciar su bendición.

Del otro lado del parque se alzaba lo que quedaba de la Iglesia Congregacionalista. Anderson no había permitido que su propia gente se llevara la madera de la iglesia; pero el año anterior unos merodeadores habían destrozado las puertas para obtener leña y roto las ventanas por diversión. Los vientos llenaron la iglesia de nieve y tierra, y en primavera el piso de roble quedó cubierto por una lozana alfombra verde de jóvenes Plantas. Afortunadamente la habían descubierto a tiempo (por lo cual debían estar agradecidos); pero aun así era probable que el piso no tardara en hundirse por su propio peso.

Vestido con el único traje que le quedaba, Buddy temblaba de frío mientras la oración se prolongaba. Anderson, de pie a la cabeza de la mesa, también vestía un traje para la ocasión; pero Neil, que estaba sentado a la izquierda del padre, nunca había tenido traje. Estaba envuelto en camisas de lana y una chaqueta de dril, envidiablemente abrigado.

Era costumbre de los pobladores, como expatriados que vuelven a su país en breves visitas para establecer la residencia legal, celebrar en el parque del antiguo pueblo todas las ocasiones festivas, salvo Navidad. Era necesario para la moral, como tantas otras cosas desagradables y desalentadoras que tenían que hacer.

Habiendo establecido por fin el principio de que Dios Todopoderoso era responsable por las múltiples bendiciones de que gozaban, Anderson comenzó a enumerarlas. La más notable de esas bendiciones nunca era mencionada directamente: que, al cabo de siete años y medio, seguían todos vivos (los que lo estaban), mientras que tantos otros, la gran mayoría, estaban muertos. En cambio, Anderson se explayó en bendiciones más periféricas, propias de ese año: la abundancia de la cosecha; la salud conservada por Gracie en el décimo mes de preñez (sin referirse a pérdidas afines), las dos recientes camadas de lechones, y la caza obtenida por los cazadores. Lamentablemente, ésta había sido escasa (un ciervo y varios conejos) de modo que en la oración se introdujo un hosco tono de reproche. Anderson no tardó en recobrarse y concluyó con bríos, agradeciendo al Creador por la riqueza de su gran Creación, y al Salvador por la promesa de Salvación.

Orville fue el primero en responder; su amén fue reverente y viril al mismo tiempo. Neil masculló algo con los demás, y echó mano a la jarra de whisky (lo llamaban whisky) que aún estaba llena en tres cuartas partes.

Lady y Blossom, sentadas juntas al extremo de la mesa, cerca de la hornalla de ladrillos, comenzaron a servir la sopa, que sabía levemente a conejo y estaba pobremente condimentada con hierbas del lago.

—¡Sírvanse! —dijo Lady en tono alegre—. Hay para comer de sobra. ¿Qué otra cosa se puede decir en Día de Acción de Gracias?

Como era una fiesta importante, toda la familia estaba reunida, de ambos lados. Además de los siete Anderson estaba Mae, la hermana menor de Lady, y su esposo Joel Stromberg, ex propietario del Recreo Costero Stromberg; y los dos pequeños Stromberg, Denny, de diez años de edad, y Dora, de ocho. Estaban además los invitados especiales de los Anderson (aún en libertad condicional), Alice Nemerov, E.D., y Jeremiah Orville.

Lady no podía sino lamentar la presencia de los Stromberg, ya que estaba segura de que Denny y Dora no harían más que recordarle al marido con mayor fuerza al que estaba ausente de la mesa. Además, los años no habían sido bondadosos con su querida hermana. Mae había sido admirada de joven por su belleza (aunque probablemente no tanto como Lady), pero a los cuarenta y cinco años era una desaliñada y una embrollona. Es cierto que aún tenía pelo rojo como el fuego, pero eso no hacía más que subrayar la decadencia de lo demás. La única virtud que conservaba era la de ser una madre solícita. Demasiado, pensaba Lady.

Lady siempre había detestado la aparatosa reverencia de las fiestas santas. Ahora, cuando ni siquiera quedaba la glotonería ritual de una cena con pavo para aliviar la lobreguez subyacente en la alegría festiva, la única esperanza consistía en terminar lo antes posible. Agradecía, por lo menos, estar ocupada sirviendo; si era cuidadosamente ineficiente, tal vez se salvara por completo de comer.

—Neil, bebes demasiado —susurró Greta—. Mejor no sigas.

—¿Eh? —replicó Neil, alzando la vista hacia la mujer (cuando comía, tenía por costumbre agacharse sobre la comida, en particular si era sopa).

—Que estás bebiendo demasiado.

—¡Si no estaba bebiendo nada, qué cuernos! —exclamó él, para que lo oyeran todos—. ¡Estaba tomando la sopa!

Greta elevó los ojos al cielo, como una mártir de la verdad. Al advertir lo que se proponía, Buddy sonrió, y ella captó esa sonrisa. Hubo un movimiento de pestañas, nada más.

—De todos modos, lo que beba o no beba no es asunto tuyo. Voy a beber todo lo que quiera —y para demostrarlo, se sirvió algo más del licor destilado de las carnosas hojas de la Planta.

No sabía como el mejor whisky, pero Orville había atestiguado su pureza, basándose en la propia experiencia al respecto en Duluth. Era el primer uso que Anderson había podido hallar a las Plantas como alimento; y como no era abstemio ni mucho menos, había dado su aprobación a la iniciativa. Anderson habría querido amonestar a Neil por su manera de beber pero no dijo nada pues no quería aparecer tomando partido a favor de Greta. Anderson era un firme creyente en la supremacía masculina.

—¿Alguien quiere más sopa?

—Yo —dijo Maryann, que estaba sentada entre el marido y Orville, y ahora comía cuanto podía, por el bien del bebé, del pequeño Buddy.

—Y yo —agregó Orville, con esa sonrisa especial.

—Yo también —dijeron Denny y Dora, cuyos padres les habían ordenado comer todo lo que pudieran durante la cena, que era ofrecida por Anderson.

—¿Alguien más?

Todos los demás habían vuelto al whisky, que tenía un desagradable sabor a regaliz.

Joel Stromberg estaba describiendo el avance de su enfermedad a Alice Nemerov, E.D.

—Y no duele, en realidad… eso es lo raro. Sólo que cuando quiero usar las manos, me empiezan a temblar. Y ahora mi cabeza está igual. Hay que hacer algo.

—Es que me temo que no se pueda hacer nada, señor Stromberg. Antes había algunos remedios, pera ni siquiera ellos daban muy buen resultado. Seis meses y reaparecían los síntomas. Afortunadamente, como usted dice, no duele.

—Usted es enfermera, ¿no?

¡Era uno de ésos! Con mucho cuidado, comenzó a explicar todo lo que sabía sobre el mal de Parkinson, y algunas cosas que no sabía. ¡Con tal de que pudiera atraer a la conversación a alguien más! La única otra persona cercana era el glotón hijo de Stromberg, que hurtaba tragos del vaso de aquel asqueroso licor (con probarlo le había bastado a Alice), sentado ante el plato vacío de Lady. Ojalá Lady o Blossom dejaran de servir comida y se sentaran un minuto; entonces podría evadirse de aquel intolerable hipocondríaco.

—Dígame, ¿cómo empezó? —le preguntó.

Ya habían comido todos los pescados, y Blossom se puso a recoger los huesos. No se podía seguir postergando el momento que todos esperaban; el temido momento del plato principal. Mientras Blossom hacía circular la olla de polenta humeante con unos cuantos trozos de pollo y verduras mezclados, Lady en persona distribuía las salchichas. En la mesa se hizo el silencio.

Cada uno tenía una sola salchicha. Cada salchicha medía unos veinte centímetros de largo y dos de diámetro. Las habían tostado al fuego y llegaron a la mesa todavía chisporroteantes.

Tienen algo de cerdo, se dijo Alice para tranquilizarse. Probablemente ni siquiera me dé cuenta.

Todos volvieron la atención hacia la cabecera de la mesa. Anderson levantó el cuchillo y el tenedor. Luego, plenamente consciente de la solemnidad del momento, cortó un trozo de salchicha caliente, se lo llevó a la boca y comenzó a masticar. Al cabo de lo que pareció un minuto entero, lo tragó.

Podría haber sido yo, pensó Alice.

Al ver cómo había palidecido Blossom, Alice le buscó la mano bajo la mesa para prestarle fuerzas, aunque no le sobraban en ese momento.

—¿Qué esperan todos? —inquirió Anderson—. Hay comida en la mesa.

Alice trasladó su atención a Orville, que estaba allí sentado, cuchillo y tenedor en mano, con esa extraña sonrisa suya. Al captar la mirada de Alice, le guiñó un ojo. ¡Nada menos! ¿O no habría sido a ella?

Orville cortó un trozo de salchicha y lo masticó con aire reflexivo. Luego, con una sonrisa radiante, como de aviso para un dentífrico, declaró:

—Señora Anderson, usted es una cocinera maravillosa. ¿Cómo hizo? Hace no sé cuánto tiempo que no gozaba de una cena de Acción de Gracias como ésta.

Alice sintió que los dedos de Blossom se aflojaban, apartándose de los suyos. Ahora que ha pasado lo peor, se siente mejor, pensó.

Pero se equivocaba. Hubo un ruido pesado, como cuando se arroja al suelo una bolsa de harina, y Mae Stromberg lanzó un grito: Blossom se había desmayado.

Él, Buddy, no lo habría permitido, y mucho menos propuesto e insistido en ello; pero también era probable que él; Buddy, no hubiera podido conducir al pueblo durante esos siete años infernales. Primitivo, pagano, sin precedentes como era, aquello tenía una fundamentación.

Aquello. Todos temían llamarlo por el verdadero nombre. Hasta Buddy, en la inviolable intimidad del propio pensamiento, evitaba utilizar la palabra adecuada.

La necesidad podía haberlo justificado, en parte. Había precedentes de sobra (el grupo Donner, el naufragio de la Medusa), y Buddy no habría tenido que buscar más lejos una excusa… si hubieran estado muriéndose de hambre.

Más allá de la necesidad, las explicaciones se hacían complejas y un tanto metafísicas. Así, metafísicamente, en ese alimento la comunidad quedaba unida por un complejo vínculo, cuyo principal elemento era la complicidad en el crimen; pero esta complicidad era lograda mediante un ritual tan solemne y misterioso como el beso con el que Judas traicionó a Cristo; era un sacramento. El simple horror se transformaba en tragedia; y la cena de Acción de Gracias de la población era el crimen y la expiación, por así decirlo, al mismo tiempo.

Ésa era la teoría; pero Buddy, en su fuero íntimo, no sentía otra cosa que horror, el simple horror; y en el estómago nada más que náusea.

El alcohol con sabor a regaliz le ayudó a pasar otro bocado.

Una vez que hubo devorado la segunda salchicha, Neil comenzó a relatar un cuento subido de tono. Todos, salvo Orville y Alice, le habían oído contar lo mismo el año anterior. El único en reír fue Orville, lo cual empeoró las cosas, en lugar de mejorarlas.

—¿Dónde diablos está el ciervo? —gritó Neil, como si esto siguiera naturalmente al desenlace del cuenco.

—¿Qué dices? —preguntó el padre. La bebida ponía de mal humor a Anderson (que ese día estaba tomando casi tanta como Neil). Cuando joven había tenido fama de pendenciero después de la octava o novena cerveza.

—¡El ciervo. Cristo santo! ¡El ciervo que maté hace unos días! ¿No vamos a comer nada de carne? ¿Qué clase de celebración es ésta?

—Vamos, Neil, ya sabes que hay que salarlo para el invierno —lo amonestó Greta— Ya será bien poca la carne.

—Bueno, ¿y los demás ciervos? Hace tres años en estos bosques abundaban los ciervos.

—Yo también me lo he preguntado —dijo Orville, que era otra vez David Niven y quizá James Mason, un poco más serio—. La supervivencia es cuestión de ecología. Así lo explicaría yo. La ecología es el modo en que conviven las distintas plantas y animales. O sea, quién come a quién. Los ciervos, y me temo que casi todo lo demás, se están extinguiendo.

Hubo una exclamación silenciosa, pero perceptible, de varias personas presentes que opinaban lo mismo, pero nunca se habían atrevido a decirlo en presencia de Anderson.

—Dios proveerá —intervino éste, en tono sombrío.

—Sí, eso debernos esperar, ya que la naturaleza sola no lo hará. Fíjense un poco en lo ocurrido con el suelo. Esto era antes suelo selvático. Mírenlo… —y recogió un puñado de polvo gris—. Polvo. En un par de años, sin pasto ni maleza que lo sostenga, cada centímetro de capa superficial estará en el lago. El suelo es algo vivo, lleno de insectos, gusanos, de todo.

—Topos —sugirió Neil.

—Ah, ¡topos! —repitió Orville, como si fuera el argumento decisivo—. Y todas esas cosas viven de las plantas y hojas secas del suelo; o unas de otras, como nosotros. Probablemente hayan notado que las Plantas no sueltan las hojas. Por eso, salvo donde plantamos cereales, el suelo está muriendo. No, ya está muerto. Y cuando el suelo está muerto, las plantas, nuestras plantas, ya no podrán vivir en él. Por lo menos, como antes.

Anderson lanzó un gruñido despectivo por tan absurda idea.

—Pero los ciervos no viven bajo tierra —objetó Neil.

—Es verdad; son herbívoros. Los herbívoros necesitan comer pasto. Supongo que por un tiempo habrán vivido de las Plantas jóvenes brotadas cerca de la costa, o si no, como los conejos, pueden comer la corteza de las más grandes. Pero esa dieta habrá sido inadecuada para alimentarlos, o no hubo suficiente para todos, o…

—¿O qué? —preguntó Anderson.

—O la vida salvaje está siendo eliminada como sus vacas el verano pasado, o como Duluth en agosto.

—No puede probarlo —gritó Neil— Yo vi esos montones de cenizas en el bosque. No prueban nada. ¡Nada! —Bebió un largo trago de la jarra y se incorporó, agitando la mano derecha para mostrar que no había pruebas. No calculó muy bien la posición o la inercia de la mesa de cemento armado, de modo que, al tropezar con ella, cayó de nuevo en el asiento y luego la gravedad lo arrastró al suelo. Gimiendo, rodó por el polvo gris; se había hecho daño. Estaba muy ebrio. Emitiendo sonidos desaprobadores, Greta se puso de pie para ayudarlo.

—Déjalo allí acostado —le ordenó Anderson.

—¡Discúlpeme! —declamó ella, mientras salía con aparatosidad—. Discúlpeme por estar viva.

—¿De qué cenizas hablaba? —preguntó Orville a Anderson.

—No tengo la menor idea —contestó el viejo. Sorbió un trago de la jarra, lo dio vueltas en la boca y lo dejo filtrarse por la garganta, mientras procuraba olvidar el gusto concentrándose en el ardor.

Apoyándose en la mesa, el pequeño Denny Stromberg preguntó a Alice Nemerov si no iba a comer más salchicha.

—Creo que no —contestó ella, que apenas había mordido un bocado.

—¿Puedo comerla yo entonces? —preguntó el niño, cuyos ojos azul-verdosos relucían por el licor escamoteado durante la cena. De lo contrario, Alice estaba segura, aquellos ojos no eran relucientes—. Por favor, ¿eh?

—No haga caso a Denny, señorita Nemerov. No quiso ser grosero, ¿verdad, lindo?

—Cómela —dijo Alice, mientras volcaba la salchicha fría en el plato del niño.

¡Cómela y maldito seas!, pensó.

Mae acababa de observar que habían sido trece en la mesa.

—… así que, si se cree en las viejas supersticiones, uno de nosotros morirá este año —concluyó con una alegre risita, que solamente su marido imitó—. Bueno, me parece que esto se está poniendo muy frío —añadió, elevando las cejas para indicar que esas palabras tenían más de un significado—. Claro que no se puede esperar otra cosa a fines de noviembre…

Nadie parecía esperar otra cosa.

—Dígame, señor Orville, ¿nació usted en Minnesota? Se lo pregunto por el acento. Parece inglés, ¿me entiende? ¿Es norteamericano?

—Mae, por favor —le regañó Lady.

—Es cierto que habla raro, ¿sabes? Denny también lo notó.

—¿De veras? —Orville miró con fijeza a Mae Stromberg, como para contar cada rizado cabello rojo, y con la sonrisa más extraña—. Qué raro. Me pasé toda la vida en Minneapolis. Supongo que será la diferencia entre ciudad y campo.

—Y usted es una auténtica persona de ciudad, como nuestro Buddy. Apuesto a que desearía estar de vuelta allá, ¿eh? Buenas piezas son ustedes —agregó con un guiño intencionado, para indicar a quiénes se refería.

—Mae, por el amor de Dios…

Pero si Lady no logró detener a la señora Stromberg, Denny lo consiguió vomitando sobre la mesa. Las arcadas salpicaron a las cuatro mujeres que lo rodeaban —Lady. Blossom, Alice y la madre— y hubo gran conmoción mientras aquéllas procuraban huir del peligro que amenazaba de nuevo en el rostro del niño. Sin poder contenerse, Orville se echó a reír. Afortunadamente lo imitaron Buddy y la pequeña Dora, que tenía la boca llena de salchicha. Hasta Anderson emitió un sonido que podía haber sido interpretado caritativamente como risa.

Buddy se disculpó; y Orville se levantó apenas un momento después, con más elogios para la cocinera y un gesto apenas perceptible en dirección a Blossom que, sin embargo, lo advirtió. Stromberg se llevó al hijo al bosque, aunque no tan lejos como para impedir que los demás oyeran la paliza.

Neil dormía en el suelo.

Maryann, Dora y Anderson quedaron solos en la mesa. Maryann había llorado a cada rato durante el día; ahora, como también había bebido algo, se puso a hablar.

—Oh, recuerdo cuando…

—Permiso —dijo Anderson, mientras dejaba la mesa, llevándose consigo la jarra.

—… en esa época —continuó Maryann—. Y todo era tan hermoso entonces… el pavo y el pastel de calabaza… y todas contentas…

Después de abandonar la mesa, Greta se había dirigido a la iglesia dando un rodeo. Antes de desaparecer en el obscuro vestíbulo, había cambiado una mirada con Buddy, que la observaba y le hizo una seña afirmativa con la cabeza. Concluida la cena, la siguió.

—¿Qué tal, desconocido? —lo saludó ella que aparentemente había elegido esa expresión de manera permanente.

—Hola, Greta. Hoy estuviste en gran forma.

En el vestíbulo no podían verlos desde el campo para picnics. El piso era tranquilizadoramente sólido. Tomando en las manos frías la nuca de Buddy, Greta le acercó los labios. Las dientes rechinaron al encontrarse, y las lenguas renovaron una antigua relación.

Cuando él quiso atraerla más, Greta se apartó, riendo suavemente. Habiendo logrado lo que quería, podía darse el lujo de dejar de azuzarlo. Sí, ésa era la Greta de antes.

—Qué borracho estaba Neil —susurró—. Como una cuba…

La expresión de los ojos de Greta no era exactamente como él la recordaba; y no podía determinar si el cuerpo, bajo las ropas de invierno, también había cambiado. Se le ocurrió preguntarse cuánto habría cambiado él; pero el deseo en aumento desplazó cuestiones tan poco importantes. Ahora fue él quien la besó; lentamente, abrazados, comenzaron a dejarse caer al suelo.

—Oh, no, no hagas eso —susurró ella.

Estaban así, de rodillas, cuando entró Anderson. Por un rato no dijo nada, ni tampoco ellos se levantaron. El rostro de Greta mostró una extraña expresión furtiva; y Buddy pensó que era eso, y nada más, lo que ella esperaba. Había elegido la iglesia por esa misma razón.

Anderson les hizo señas de que se levantaran, y permitió salir a Greta, limitándose a escupirle antes la cara.

¿Era por compasión que no exigía el castigo impuesto por la ley —su propia ley— a los adúlteros: que fueran apedreados? ¿O no era más que debilidad paterna? Buddy no logró descifrar la mueca del anciano.

—Vine a rezar —le dijo al hijo cuando quedaron solos.

Después, en lugar de concluir la frase, le lanzó un fuerte puntapié, pero con demasiada lentitud —tal vez por la bebida—, ya que Buddy se apartó a tiempo y recibió el golpe en la cadera, donde no le hizo daño.

—Está bien, jovencito, más tarde arreglaremos cuentas —prometió Anderson con voz farfullante. Luego entró en la iglesia a rezar.

Al parecer, Buddy no disfrutaría más de la posición heredada en junio pasado: la de favorito del padre. Cuando salía de la iglesia, las primeros copos de nieve de la nueva estación cayeron flotando desde el cielo gris. Buddy miró cómo se le deshacían en la palma de la mano.