Cinco: Parientes de sangre

Esa noche, Lady arropó a Blossom en su cama como si todavía fuera la hijita pequeña. Al fin y al cabo, tenía apenas trece años. Afuera, los hombres seguían en lo suyo. Era terrible; ojalá hubiera podido dejar de oírlos.

—Quisiera que no tuvieran que hacer eso, mamá —susurró Blossom.

—Es inevitable, querida. Un mal inevitable. Esa gente no habría vacilado en matarnos. ¿Estás abrigada bajo esa manta liviana?

—Pero ¿por qué no los enterramos, simplemente?

—Tu padre sabe lo que hace, Blossom. Estoy segura de que lo apena tener que hacer esto. Recuerdo que tu hermano Buddy… —Lady siempre se refería al hijastro como si fuera hermano de Blossom y Neil, pero nunca podía olvidar que esto era, en todo caso, una verdad a medias, y vaciló al decirlo— …antes pensaba lo mismo que tú.

—No estuvo aquí esta noche. Se lo pregunté a Maryann y me dijo que había ido al campo oeste.

—Para vigilar por si llegan otros merodeadores. —El constante chirriar de afuera penetraba a través del tejido liviano de las paredes, y flotaba en el aire. Lady apartó un mechón de pelo canoso, y acomodó los rasgos en algo parecido a la severidad—. Ahora tengo que hacer, querida.

—¿Puedes dejar la luz?

Blossom sabía que no debía quemar combustible sin razón; ni siquiera ese combustible, extraído de la Planta. Sólo quería ver hasta dónde podía llegar.

—Sí —concedió Lady (porque no era una noche cualquiera)—, pero mantenla muy baja.

Antes de cerrar la cortina que separaba la cama de Blossom del resto de la sala común, le preguntó si había dicho sus oraciones.

—¡Oh, mamá!

Lady bajó la cortina sin aprobar ni reprochar a la hija por la ambigua protesta. Sin duda su marido habría visto en ella algo impío, y digno de castigo.

Lady no podía evitar una sensación de complacencia al ver que Blossom no era tan impresionable (y si la muchacha tenía un defecto, era ése) como para adoptar con demasiado fervor o demasiado temor el calvinismo feroz e irracional del padre. Lady pensaba que si había que portarse como infieles, era pura hipocresía hacerse pasar por cristianos. A decir verdad, dudaba mucho de que existiera el dios a quien oraba su esposo. Si existía, ¿para qué rezarle? Había tomado su decisión muchos eones antes. Era como los antiguos dioses aztecas que exigían sacrificios de sangre sobre los altares de piedra. Un dios celoso y vengativo; un dios para primitivos; un dios sangriento. ¿Qué texto del Evangelio había elegido Anderson el domingo anterior? Uno de los profetas menores. Pasando las páginas de la Biblia del marido, Lady lo encontró en Naúm: «Dios es celoso, y el Señor se venga; el Señor se venga, y está furioso, el Señor tomará venganza de sus adversarios, y reserva la ira para sus enemigos». ¡Ah, ése era Dios de pies a cabeza!

Cuando la cortina estuvo baja, Blossom se deslizó fuera del lecho y oró con obediencia. Gradualmente, sustituyó las fórmulas aprendidas de memoria por sus propios pedidos: primero, beneficios impersonales (que la cosecha sea buena, que los próximos merodeadores tengan más suerte y escapen); después, favores más delicados (que el pelo le creciera más rápido, para poder rizarlo de nuevo; que los pechos se le llenaran un poco más, aunque ya eran bastante plenos para su edad, por lo cual agradecía). Por último, mientras se acomodaba de nuevo en la cama, reemplazó estos pedidos formales por meras ilusiones, y añoró las cosas que ya no existían o que no existían todavía.

Cuando se durmió, la maquinaria de afuera seguía chirriando.

La despertó algo, un ruido. La lámpara lanzaba todavía un poco de luz.

—¿Qué hay? —preguntó soñolienta.

Su hermano Neil estaba a los pies de la cama, con el rostro extrañamente vacío, la boca abierta y la barbilla floja. Aunque parecía verla, ella no pudo interpretar la expresión de aquellos ojos.

—¿Qué hay? —volvió a preguntar con mayor nitidez.

El hermano no le contestó ni se movió. Vestía los pantalones que había llevado puestos todo el día, y que estaban manchados de sangre.

—Vete, Neil. ¿Para qué me despertaste?

Neil movió los labios, como dormido, y con la mano derecha hizo varios ademanes como subrayando las palabras silenciosas del sueño. Blossom se cubrió con la manta hasta la barbilla, se sentó en la cama y gritó, aunque sólo se proponía decirle que se fuera con voz un poco más alta, para que la oyera.

No tuvo que gritar más que una vez, ya que Lady tenía sueño liviano.

—¿Tienes pesadillas, hija? Neil, ¿qué haces aquí?

—No dice nada, mamá. Se queda allí parado sin contestarme.

Lady tomó por el hombro al hijo mayor —ahora que Jimmie estaba muerto, su único hijo— y lo sacudió con fuerza. Los movimientos de la mano derecha se hicieron más enfáticos, pero la mirada pareció volverse menos fija y abstraída.

—¿Eh? —masculló Neil.

—Neil, vuelve junto a Greta, ¿oyes? Greta te espera.

—¿Eh?

—Estuviste sonámbulo… o no sé qué. Ahora vete.

Ya lo había apartado de la cama y dejado caer la cortina, ocultando a Blossom. Tardó unos minutos más en acompañar a Neil hasta la puerta, antes de volver junto a la temblorosa Blossom…

—¿Qué quería? ¿Por qué…?

—Está alterado por lo que pasó esta noche, querida. Todos están nerviosos. Tu padre salió a caminar y todavía no volvió. Son nervios, nada más.

—Pero ¿por qué vino?

—Quién sabe por qué hacemos lo que hacemos en sueños. Ahora será mejor que te vuelvas a dormir. Sueña tus propios sueños, y mañana…

—Es que no entiendo.

—Ojalá tampoco Neil entienda, linda. Y mañana, ni una palabra de esto a tu padre, ¿comprendes? Tu padre está muy alterado últimamente, y es mejor que mantengamos esto en secreto. Sólo entre nosotras dos. ¿Me lo prometes?

Blossom asintió y Lady la arropó en el lecho. Luego volvió a su propia cama y esperó el regreso del marido. Aguardó hasta la madrugada, mientras afuera continuaba sin cesar el monótono chirrido de la máquina de hacer salchichas.

Despertar era doloroso. La conciencia era conciencia del dolor. Moverse era doloroso. Era doloroso respirar:

Del dolor entraban y salían, remolineando, figuras de mujeres: una anciana, una muchacha, una hermosa mujer y otra muy vieja. La mujer hermosa era Jackie, y como Jackie estaba muerta, sabía que era una alucinación. La mujer muy vieja era la enfermera, Alice Nemerov, E.D. Cuando aparecía ella el dolor aumentaba, por eso sabía que debía ser real. Le movía los brazos y, peor, la pierna. Basta, pensaba. A veces quería gritar. La odiaba por estar viva, o porque le causaba dolor. Al parecer, también él vivía. De lo contrario, ¿sentiría aquel dolor? ¿O acaso el dolor lo mantenía vivo? Oh, basta. A veces podía dormir. Eso era mejor. ¡Ah, Jackie! ¡Jackie! ¡Jackie!

Pronto el hecho de pensar fue más doloroso que cualquier otra cosa, incluso que le movieran la pierna. No podía aliviar ni disminuir ese dolor, como tampoco el anterior. Permanecía tendido allí, mientras entraban y salían las tres mujeres —la vieja, la muchacha y la muy vieja—, pensando.

La muchacha le habló.

—Hola, ¿qué tal se siente hoy? ¿Puede comer esto? No podrá comer nada si no abre la boca. ¿Quiere abrir la boca? ¿Un poquito? Así… muy bien. Se llama Orville, ¿verdad? Yo me llamo Blossom. Alice nos contó todo acerca de usted. Es ingeniero en minas. Debe ser muy interesante. Yo estuve en una caverna, pero nunca vi una mina. A menos que se llame minas a los pozos de hierro. Pero no son más que agujeros. Abra un poco más… muy bien. En realidad, por eso papá… —Se interrumpió—. Pero no debería hablar tanto. Cuando esté mejor, podremos tener largas charlas.

—Por eso papá ¿qué? —preguntó él. Hablar dolía más que comer.

—Por eso papá dijo que… que no lo… quiero decir que tanto usted como la señorita Nemerov están vivos, pero tuvimos que…

—Matar.

—Sí, a todos los demás, tuvimos que hacerlo.

—¿A las mujeres también?

—Es que tuvimos que hacerlo, ¿entiende? Papá lo explica mejor que yo, pero si no lo hiciéramos, vendrían los demás, muchos, todos juntos, y están muy hambrientos, y no tenemos comida suficiente, ni siquiera para nosotros. El invierno es tan frío. Lo comprende, ¿verdad?

Orville no dijo nada más durante algunos días.

Era como si todo ese tiempo hubiera vivido solamente para Jackie, y desaparecida ella no tuviera ya necesidad de vivir. Estaba vacío de deseo para cualquier otra cosa que no fuera dormir. Cuando ella vivía, él no se había dado cuenta de que Jackie significaba tanto para él, de que algo pudiera significar tanto. Jamás había sondeado la medida de su amor. Podía haber muerto con ella; intentó hacerlo. Solamente el dolor del recuerdo podía aliviar el dolor de la pena, y nada podía aliviar el dolor del recuerdo.

Quería morir. Se lo dijo a Alice Nemerov, E.D.

—Tenga cuidado con lo que dice, o le harán el gusto —le aconsejó ella—. No confían en nosotros dos… Ni siquiera deberíamos estar conversando; creerán que complotamos. Y será mejor que procure reponerse. Coma más. No les gusta que esté acostado sin trabajar. Sabe quién le salvó la vida, ¿verdad? Fui yo. Fue un tonto al dejar que le rompieran una pierna. ¿Por qué no quiso hablar? Sólo querían saber su profesión.

—A Jackie la…

—No fue distinto para ella que para los demás. Ya vio las máquinas. Pero tiene que dejar de pensar en ella. Usted; usted tiene suerte de estar vivo. Punto.

—¿Quién es la muchacha que me alimenta?

—La hija de Anderson. Es el que manda aquí. Ese viejo fornido con cara de estreñido. Tenga cuidado con él. Y con su hijo, el grandote; es peor. —Lo recuerdo aquella noche… Recuerdo sus ojos—. Pero la mayoría aquí es como usted y yo. Salvo que están organizados. No son mala gente: hacen lo que tienen que hacer, nada más. Por ejemplo Lady, la madre de Blossom, es una excelente mujer. Ahora debo irme; coma más.

—¿Por qué no come más? —lo regañó Blossom—. Debe recuperar la fuerza.

El hombre tomó de nuevo la cuchara.

—Eso es —Blossom sonrió. Cuando sonreía, en la mejilla pecosa le aparecía un profundo hoyuelo; por lo demás era una sonrisa vulgar.

—¿Qué es este sitio? ¿Solamente su familia vive aquí?

—Es la sala común. La tenemos solamente para el verano, porque papá es alcalde. Más tarde, cuando hace frío, toda la población se traslada a este sitio. Es terriblemente grande, más de lo que se puede ver desde aquí, pero igual queda repleta. Somos doscientos cuarenta y seis… cuarenta y ocho con usted y Alice. ¿Podrá tratar de caminar mañana? Buddy, que es mi hermano, mi otro hermano, le hizo una muleta. Le gustará Buddy… Cuando recobre la salud se sentirá mejor… quiero decir, estará más contento. No somos tan malos como cree. Somos congregacionalistas, ¿y usted?

—Yo no.

—Entonces no tendrá inconveniente para ingresar. Pero no tenemos un verdadero pastor desde que murió el reverendo Pastern, que era el padre de mi cuñada, Greta… Ya la vio, es nuestra belleza. Papá siempre fue importante en la iglesia, de modo que al morir el reverendo, lo reemplazó naturalmente. Sabe pronunciar buenos sermones, no vaya a creer. En realidad es un hombre muy religioso.

—¿Su padre? Me gustaría oír un sermón de ésos.

—Ya sé lo que piensa, señor Orville. Por lo que les ocurrió a los demás, piensa que papá es malo. Sin embargo, él no es cruel deliberadamente. Hace lo que tiene que hacer, nada más. Lo que hizo fue un mal necesario. ¿Por qué no come más? Pruebe. Le contaré algo sobre papá, y entonces comprenderá que no ha sido justo con él. Un día del verano pasado, a fines del verano, el toro escapó y se puso a perseguir a las vacas. Jimmie Lee, que era su hijo menor, salió a buscarlas. Era algo así como el benjamín de papá, que le tenía mucho afecto, aunque procuraba no demostrarlo ante los demás. Cuando papá los encontró, Jimmie Lee y las vacas estaban todos quemados, como dicen que ocurrió en Duluth. Ni siquiera quedaba un cadáver que llevar a casa, nada más que cenizas. Papá casi enloqueció de pena, frotaba la cara con esas cenizas y lloraba. Después procuró conducirse como si nada hubiera pasado… Pero esa noche, más tarde, no pudo más y se echó a llorar y sollozar de nuevo, y se fue solo hasta la tumba, donde lo había encontrado, y se pasó dos días allí sentado. Tiene sentimientos muy profundos, aunque casi nunca lo demuestra.

—¿Y Neil? ¿También es así?

—¿A qué se refiere? Neil es mi hermano.

—Es el que me interrogó aquella noche. A mí y a otras personas a quienes conocía. ¿También él es como su papá?

—De esa noche no sé nada. No estuve allí. Ahora debe descansar. Piense en lo que le dije. Y procure olvidar esa noche, señor Orville…

Crecía en él un deseo y voluntad de sobrevivir; pero a diferencia de cualquier otro deseo que abrigara hasta entonces, aquél era un brote canceroso, y la fuerza que infundía a su cuerpo era la fuerza del odio. Ansiaba apasionadamente, no vivir, sino vengarse: por la muerte de Jackie, por su propia tortura, por toda aquella horrible noche.

Hasta entonces nunca había sentido mucha simpatía por los vengadores. Las premisas básicas de la venganza sangrienta le habían parecido siempre bastante improbables, como el argumento de Il Trovatore; por eso al principio le sorprendió encontrarse obsesionado de manera tan exclusiva por un solo tema: la muerte de Anderson, la agonía de Anderson, la humillación de Anderson.

Al principio satisfacía la imaginación ideando muertes para el anciano; después, a medida que sus fuerzas aumentaban, a esas muertes se agregaron torturas, que finalmente desplazaron por entero a la muerte. Las torturas podían ser prolongadas, en tanto que la muerte era un final.

Pero Orville, que había probado la hiel más amarga, sabía que más allá de cierto límite no se puede aumentar el dolor. Deseaba que Anderson soportara los sufrimientos de Job. Quería llenar de cenizas el cabello del anciano, aplastarle el espíritu, arruinarlo. Recién entonces le dejaría saber que él, Jeremiah Orville, había sido el agente de su humillación.

Por eso, cuando Blossom le contó la angustia del viejo por lo sucedido a Jimmie Lee, comprendió lo que debía hacer. ¡Si lo tenía ante los ojos!

Blossom y Orville caminaron juntos hasta el maizal. Tenía la pierna curada, aunque probablemente cojeara para siempre. Ahora, por lo menos, podía cojear solo, sin otra muleta que Blossom.

—¿Y ése es el maíz que nos alimentará todo este invierno? —preguntó él.

—Es más de lo que realmente necesitamos. Una gran parte era para las vacas.

—Supongo que, si no fuera por mí, usted estaría cosechando junto con los demás…

Durante la cosecha, era costumbre que las ancianas y las muchachas más jóvenes se ocuparan de las tareas del poblado, mientras las mujeres más fuertes iban al campo con los hombres.

—No, soy demasiado joven.

—Oh, vamos. Tiene por lo menos quince años.

—Lo dice por decir —rió Blossom—. Tengo trece. Recién el 31 de enero cumpliré catorce.

—Nunca lo habría dicho. Está muy bien desarrollada para trece años.

Ella se ruborizó antes de preguntar:

—Y usted, ¿cuántos años tiene?

—Treinta y cinco.

Era mentira, pero sabía que podía hacerla pasar por verdad. Siete años antes, a los treinta y cinco, había parecido más viejo que entonces.

—Soy lo bastante joven como para ser su hija, señor Orville.

—Por otro lado, señorita Anderson, usted es casi lo bastante grande como para ser mi esposa.

Esta vez ella enrojeció con mayor violencia aún, y se habría marchado de no haber sido porque él necesitaba su apoyo. Era la primera vez que iba solo tan lejos. Se detuvieron para que descansara.

Salvo por la cosecha, resultaba difícil advertir que era otoño. Las Plantas no cambiaban de color según las estaciones; sólo plegaban las hojas, como sombrillas, para que la nieve llegara al suelo. Tampoco el aire tenía ese matiz picante, como en otoño; el frío de las mañanas era un frío sin carácter.

—Qué hermoso es aquí en el campo —dijo Orville.

—Ah, sí, yo pienso lo mismo…

—¿Siempre vivió aquí?

—Sí, aquí o en el antiguo pueblo. —Echó una mirada de reojo al hombre—. Ya se siente mejor, ¿verdad?

—Sí, es magnífico estar vivo.

—Me alegro. Me alegro de que esté bien de nuevo.

Impulsiva, le tomó la mano, y él respondió apretándosela. Ella rió encantada, y echaron a correr.

Para Orville, ésta parecía ser, entonces, la etapa final de la prolongada reversión al primitivismo. No podía imaginar una acción más indecorosa que la que planeaba, y esa vileza no hacía más que aumentar la sangrienta pasión que seguía creciendo en él. Ahora la venganza exigía algo más que Anderson, algo más que toda su familia; exigía la comunidad entera. Y tiempo para saborear su aniquilamiento. Debía exprimir hasta la última gota de agonía en ellos; todos ellos; debía llevarlos gradualmente al límite de la capacidad de sufrimiento, y recién entonces empujarlos del otro lado.

Blossom se agitó en sueños, apretando entre las manos la almohada de perfolla. La boca se le abría y cerraba, abría y cerraba; gotas de sudor le brotaban en la frente, y en el delicado hueco entre los senos. Algo le pesaba sobre el pecho, como si alguien la empujara hacia la tierra con pesadas botas. Ese alguien iba a besarla. Cuando abrió la boca, ella vio los engranajes que giraban adentro. De ellos brotaban jirones de carne picada. El mecanismo lanzaba un monótono chirriar.