El 22 de agosto de 1979, de acuerdo con instrucciones del 4 de julio de 1979, se iniciaron preparativos para la incineración del artefacto indicado en los mapas como «Duluth Superior». Las condiciones meteorológicas eran ideales: hacía 17 días que no llovía, apenas habrá humedad por la mañana. «Duluth Superior» fue dividido en cuatro partes, y cada una de éstas en tres secciones, como se indica en las fotografías adjuntas, tomadas desde una altura de 1,33 km. La acción comenzó a las 20.34 horas del 23 de agosto de 1979.
Este artefacto fue construido sobre numerosos montículos bajos de formación natural, topográficamente similares al artefacto «San Francisco». Aquí, sin embargo, el principal elemento de construcción era la madera, que arde con rapidez. Se inició el fuego en las zonas más bajas de cada sección, y la corriente natural de aire ascendente logró tanto como los dispositivos incendiarios.
Con excepción de las secciones II-3 y III-1, cerca de la antigua costa del lago (donde, por algún motivo, los elementos del artefacto eran más grandes y construidos con piedra y ladrillo, en lugar de madera), la incineración total fue lograda en 3.64 horas. Cuando la tarea en cada parte quedaba cumplida a satisfacción, el equipo de esa parte era trasladado a las secciones II-3 y III-1, las cuales fueron incineradas a las 01.12 horas del 24 de agosto de 1979.
Hubo dos fallas mecánicas en la sección IV-3. La evaluación de los daños ha sido enviada a la Oficina de Aprovisionamiento, y se adjunta una copia de la misma. Mamíferos que habitaban en las partes I, II y IV escaparan a los campos adyacentes, debido a la insuficiencia de equipo y al terreno abierto. Los cálculos actuales son entre 200 y 340 de los mamíferos grandes, constructores de las artefactos, y entre 15 000 y 24 000 mamíferos pequeños, dentro de límites establecidos de posible error.
Todos los insectos parásitos de la madera fueron exterminados.
Se han iniciado operaciones para rastrear los mamíferos escapados y otros mamíferos que viven fuera de los límites de «Duluth Superior», pero el equipo es limitado. (Consúltese Formulario de Requisición 800-B: 15 de agosto 1979; 15 de mayo 1979; 15 de febrero 19 79).
Con posterioridad a la incineración, se niveló la ceniza en las concavidades del artefacto, y se iniciaron las operaciones de sembrado el 27 de agosto de 1979.
Basándose en los resultados de muestras tomadas desde el 12 de mayo de 1979 hasta el 4 de julio 1979, esta unidad se puso luego en movimiento para seguir una ruta a lo largo de la orilla sur del «Lago Superior». (Consúltese mapa de «Estado de Wisconsin»). El muestreo habrá indicado que esa zona se hallaba muy densamente poblada con mamíferos nativos.
Para esta operación se utilizará el obsoleto Modelo Esferoide 37-Mg, debido a la escasez de Modelos 39 Mg y 45-Mg. Pese a su volumen, estos modelos son adecuados para exterminar toda vida mamífera que puedan encontrar. En verdad, tienen mecanismos termotrópicos más desarrollados que los modelos más recientes. En circunstancias excepcionales, sin embargo, la operación del Modelo 37-Mg no puede ser asumida sin excesiva demora por el Depósito Central de Información de esta Unidad.
Se prevé que el posterior proceso de incineración avance con menor rapidez, ahora que ha sido nivelado y sembrado este artefacto, el último de los principales. Los artefactos restantes son pequeños, y están muy separados. Aunque nuestra muestra indica que la mayoría de éstos ya no se hallan habitados, efectuaremos, según instrucciones del 4 de julio de 1979, su total incineración.
Finalización aproximada del proyecto: 2 de febrero de 1980.
—¿Qué te parece, querida? —preguntó él.
—Es muy hermoso —respondió ella—. ¿Y lo hiciste sólo para mí?
—Amor mío, en cuanto a mí concierne, eres la única mujer en el mundo.
Jackie sonrió con una sonrisa agridulce, la que reservaba para desastres irremediables. Luego cerró los ojos; no para ocultarse la escena, sino porque los tenía muy cansados, y se sacudió la ceniza del pelo corto y rizado.
Jeremiah Orville la estrechó en sus brazos. No hacía frío, pero parecía el gesto adecuado, como quitarse el sombrero en un funeral. Sereno, contempló la ciudad que ardía.
Jackie le frotaba la corta nariz en la áspera lana suéter.
—De todos modos esa ciudad nunca me gustó —dijo.
—Nos mantuvo vivos…
—Por supuesto, Jerry. No es ingratitud. Sólo quise decir que…
—Comprendo. No fue más que mi conocido sentimentalismo, que vuelve a salirse de quicio.
Pese al calor y a los brazos que la rodeaban, Jackie se estremeció.
Ahora moriremos. Moriremos, sin lugar a dudas.
—¡Animo, señorita Whythe! ¡A la carga! ¡Recuerda el Titanic!
Jackie rió.
—Me siento como Carmen, en la ópera, cuando da vuelta la Reina de Espadas. —Tarareó el tema del Destino, y cuando la última nota le salió demasiado baja murmuró—: En una producción de aficionados.
—No es raro sentirse deprimido cuando el mundo arde alrededor —dijo él en su mejor estilo David Niven. Luego, con auténtico acento del Medio Oeste—: ¡Oye mira! ¡Se acabó el Edificio Alworth!
Jackie se volvió con rapidez, y los ojos obscuros bailaron a la luz del incendio. El Edificio Alworth, el más alto de Duluth, ardía con magnificencia. Toda la zona central estaba ahora en llamas. A la izquierda del Edificio Alworth, el First American National Bank, que empezó más tarde, llameaba ahora con mayor esplendor aún, por ser más voluminoso.
—Uuuuy —gritó Jackie—. ¡Ooooh!
Habían vivido los últimos años en la bóveda de seguridad subterránea del First American National Bank. Su valiosa provisión de latas y frascos saqueados estaba todavía guardada en las cajas de seguridad, y probablemente el canario estuviera en su jaula, en un rincón. Había sido un hogar muy acogedor, aunque los visitantes fueron pocos y a la mayoría tuvieron que matarlos. Tanta suerte no podía durar eternamente.
Jackie lloraba lágrimas verdaderas.
—¿Triste? —le preguntó él.
—Oh, triste no… Sólo un poco fastidiada conmigo misma porque no lo entiendo. —Aspiró con fuerza y las lágrimas desaparecieron—. Se parece horriblemente a lo que solían llamar un Acto de Dios. Como si Dios fuera el origen de todo lo irracional. Me gusta conocer la razón de las cosas. —Luego, tras una pausa—: Tal vez hayan sido las termitas.
—¡Las termitas! —Al mirarla, incrédulo, vio que en la mejilla de ella aparecía el hoyuelo delator. Le estaba tomando el pelo. Echaron a reír juntos.
A la distancia, el Edificio Alworth se derrumbó. Más allá, en el seco puerto, un barco tendido de costado lanzaba llamas por los ojos de buey.
Aquí y allá, correteando entre los escombros, se divisaban mecanismos incendiarios que cumplían su tarea. A esa distancia parecían realmente muy innocuos. A Jackie le recordaban sobre todo los Volkswagen de principios de la década del cincuenta, cuando todos los Volkswagen parecían ser grises. Eran diligentes, pulcros y rápidos.
—Conviene ponerse en camino —dijo él—. Pronto empezarán a limpiar, los suburbios.
—Bueno, adiós, Civilización Occidental —dijo Jackie, saludando con la mano aquel resplandeciente infierno, sin temor. ¿Quién podía temer a un Volkswagen?
Cruzaron en bicicletas la Alameda Skyline, desde donde habían contemplado la ciudad incendiada. Al llegar a la cuesta, tuvieron que seguir a pie, llevando las bicicletas, porque la de Orville tenía rota la cadena.
La Alameda, sin reparar desde hacía años, estaba llena de baches y cubierta de basura. Bajaron del Parque Amity a obscuras, ya que la colina ocultaba la luz del incendio. Iban lentamente, con los frenos puestos.
Al pie de la colina, una voz femenina les gritó desde la obscuridad.
—¡Paren!
Saltando de las bicicletas, se aplastaron contra el suelo. Habían ensayado esto muchas veces. Orville sacó la pistola.
La mujer salió a la vista, los brazos en alto, las manos vacías. Era bastante vieja —es decir, tenía sesenta años o más— y de actitud desafiantemente inocente. Se acercó demasiado.
—Es un señuelo —susurró Jackie.
Eso era obvio, pero Orville no pudo determinar dónde estaban los demás. Por todos lados había árboles, casas, setos, vehículos detenidos. Cualquiera de ellos habría sido un refugio adecuado. Estaba obscuro, y el aire cargado de humo. Mirando el incendio, Orville había perdido, por el momento, su visión nocturna. Decidido a demostrar igual inocencia, enfundó de nuevo su arrea y se incorporó.
Cuando ofreció la mano a la mujer para estrechársela, ella sonrió, pero no se acercó tanto.
—No les conviene pasar la elevación siguiente, hijos míos. Del otro lado hay no sé qué clase de máquina, creo que algo así como un lanzallamas. Si quieren les mostraré una salida mejor.
—¿Qué aspecto tiene esa máquina?
—Ninguno de nosotros la vio. Sólo vimos a la gente que ardía al llegar a la cima de la colina. Espantoso.
No era imposible, ni siquiera improbable; igualmente posible y probable era que lo estuvieran llevando a una trampa.
—Un momento —dijo a la mujer, y haciendo señas a Jackie de que permaneciera en su sitio inició el ascenso de la suave cuesta de la colina. Revolviendo la basura acumulada allí durante años, eligió un listón que debía haber caído allí de una carga de leña. En medio de la cuesta, se detuvo tras una de las Plantas que había atravesado el asfalto, y arrojó el listón por sobre la cresta de la colina.
Antes de alcanzar la parte superior de su arco, el listón estalló en llamas, que se extinguieron antes de que cayera perdiéndose de vista. La madera había quedado totalmente consumida.
—Tiene razón, y le agradecemos —dijo Orville, volviendo junto a la mujer. Jackie se puso de pie.
—No tenemos nada de comer —anunció, menos para la anciana que para quienes, según suponía, los estaban rodeando. El hábito de desconfiar era demasiado fuerte para romperlo en un instante.
—No se preocupen, hijos míos, ya pasaron la primera prueba, por así decir. En cuanto a nosotros concierne, han demostrado lo que valen. Si supieran cuántos siguen subiendo… —suspiró—. Me llamo Alice Nemerov, E.D. Llámenme Alice. —Luego, como si recién se le ocurriera—: Las letras significan que soy enfermera, ¿saben? Si se enferman, puedo decirles cómo se llama lo que tienen. Y a veces hasta ayudar un poco.
—Yo me llamo Jeremiah Orville, l.M. Llámeme. Orville. Mis letras significan que soy ingeniero en minería. Si tiene minas, las observaré con mucho gusto.
—¿Y usted, hija?
—Jackie Janyce Whythe, sin letras. Soy actriz, ¡Dios me valga! Como tengo manos finas, hacía muchos avisos de jabones. Pero sé tirar y no tengo escrúpulos, que yo sepa.
—¡Espléndido! Ahora vengan, que les presentaré a los demás lobos. Somos suficientes para hacer una manada regular. ¡Johnny! ¡Ned! ¡Christie! ¡Vengan todos!
De la estática obscuridad se desprendieron jirones de sombra, que se adelantaron.
Encantada, Jackie apretó la cintura a Orville, y le tironeó la oreja para que se inclinara y poder susurrarle:
—¡Sobreviviremos, al fin y al cabo! ¿No te parece maravilloso?
Era más de lo que habían esperado.
Durante toda su vida, Jeremiah Orville había esperado algo mejor. Cuando inició los estudios universitarios había esperado llegar a ser investigador científico. En. cambio, había derivado hasta un puesto cómodo, más seguro (según parecía) que San Quintín. Había esperado dejar ese puesto y Duluth en cuanto tuviera ahorrados diez mil dólares; pero antes de haber reunido la ansiada suma, o siquiera la mitad, estaba casado y era dueño de una hermosa casita suburbana (tres mil dólares de entrega inicial, el resto a pagar en diez años). Había esperado un matrimonio feliz; pero ya entonces (se casó tarde, a los 30 años) había aprendido a no esperar demasiado. En 1972, cuando llegaron las Plantas, estaba a punto de trasladar todas esas acariciadas esperanzas a los pequeños hombros de su hijo, que tenía cuatro años.
Pero el pequeño Nolan resultó incapaz de soportar incluso el peso de la propia existencia durante la primera hambruna que castigó a las ciudades; y Therese duró apenas uno o dos meses más. Él se enteró de su muerte por casualidad, el año siguiente: la había abandonado poco antes.
Como todos los demás, Orville fingía odiar la invasión (en las ciudades nunca se la consideraba otra cosa), pero en secreto la disfrutaba, se gloriaba en ella, no quería otra cosa. Antes de la invasión, Orville se encontraba en el umbral de una madurez gris y panzona; y de pronto se le imponía una nueva vida… ¡la vida misma! Aprendió (como cualquiera de los que sobrevivieron) a ser tan inescrupuloso como los héroes de las historietas que leyera cuando niño; a veces, tan inescrupuloso como los villanos.
Tal vez el mundo muriera a su alrededor. No importaba; él volvía a vivir.
Mientras duró, estuvo la embriaguez del poder. No el poder frío y amortiguado de la riqueza que antes dominaba, sino un tipo de poder más nuevo (o más viejo) que salía del hecho de poseer la fuerza para perpetuar la desigualdad extrema. Dicho de modo más directo, había trabajado para el gobierno. Primero como capataz de cuadrillas de trabajo obligatorio; más tarde (apenas unos meses después, ya que el ritmo de los acontecimientos se aceleraba) como director de todo el funcionamiento laboral de la ciudad. A veces se preguntaba qué diferencia había entre él, digamos, y un Eichmann; pero no permitía que las reflexiones interfirieran en el trabajo.
En verdad fue esto, la fuerza de su imaginación, lo que le permitió advertir que la posición del gobierno era insostenible, y prepararse de manera adecuada para su derrumbe. No era posible empujar mucho más a los agricultores, acostumbrados a la independencia y reacios al parasitismo de las ciudades. Se revelarían y se guardarían el poco alimento que poseían. Sin raciones, los esclavos de la ciudad (ya que eso eran, por supuesto, esclavos) se rebelarían o morirían. En cualquier caso, morirían. Por eso, habiendo hecho clausurar el edificio mediante adecuadas ficciones burocráticas y unos cuantos sobornos, Orville aprovisionó su fortaleza en el sótano del First American National Bank y abandonó la vida de funcionario público.
Hubo hasta un romance, que avanzó (a diferencia de su matrimonio) exactamente como debía avanzar un romance: un cortejo vigorosamente disputado; declaraciones extravagantes; fiebres, celos, triunfos… oh, triunfos incesantes, y siempre el afrodisíaco del peligro mortal que impregnaba los callejones y tiendas saqueadas, de la ciudad moribunda.
Hacía tres años que estaba con Jackie Whythe, y no parecían más que un fin de semana festivo.
Si esto era cierto para él, ¿no lo sería también para los demás sobrevivientes? ¿No sentían todos en su corazón esta clandestina alegría, como adúlteros secretamente juntos en una población desconocida? Debe ser así, pensó. Debe ser así.
Más allá del Campamento Turístico de la Playa de Brighton, las Plantas crecían más densas, y la extensión urbana se reducía. El pequeño grupo fortuitamente reunido había llegado al yermo, donde quizá estuvieran a salvo. Mientras iban hacia el noreste por la Ruta 61, la tenue luz de la ciudad incendiada se extinguía a sus espaldas, y el follaje ocultaba la luz, más tenue aún, de las estrellas. Avanzaban en total obscuridad.
Sin embargo, se movían con rapidez, ya que las Plantas, aunque habían atravesado el camino donde y querían, no lo habían destruido. No era lo mismo que si el apresurado grupo hubiera tenido que abrirse paso a través de uno de los antiguos bosques de arbustos que antes crecían en esos alrededores: ninguna rama les azotaba el rostro; ninguna zarza les aprisionaba los pies.
Ni siquiera había mosquitos, ya que las Plantas habían desagotado todos los pantanos cercanos. Las únicas obstrucciones eran baches ocasionales, y a veces, donde las Plantas habían roto el asfalto lo suficiente como para abrir paso a la erosión, una hondonada.
Orville y los demás siguieron la carretera hasta que el gris resplandor de la mañana penetró la masa selvática al este; entonces viraron hacia la luz, hacia el lago, que antes era visible para los coches que pasaban por ese camino. Parecía peligroso seguir más lejos por la Ruta 61, como si no fuese más que una extensión de la ciudad y sujeta al destino de ésta. Además tenían sed; y si la suerte los acompañaba, tal vez hasta encontraran peces en el lago.
Las circunstancias los habían obligado a tomar esa ruta. Con el invierno por delante, habría sido más sensato ir hacia el sur; pero eso habría significado circundar la ciudad incendiada, un riesgo que de ningún modo valía la pena correr. Al oeste no había agua, y al este demasiada. Aunque disminuido, el Lago Superior seguía siendo una barrera efectiva. Quizá en alguna aldea de la costa lacustre se conservaran embarcaciones utilizables, en cuyo caso tal vez pudieran hacerse piratas, como aquella flota de remolcadores tres años antes, al secarse el puerto de Duluth. Pero la mejor dirección probable era continuar hacia el noreste siguiendo la costa del lago, saqueando granjas y poblados y preocuparse por el invierno cuando llegara.
El Lago Superior hormigueaba de peces luna, que preparados en una fogata de leños llevados por el agua eran sabrosos aun sin sal. Más tarde el grupo discutió, con algún intento de optimismo, su situación y perspectivas. No había mucho que decidir: la situación dictaba sus propios términos. La reunión en realidad no fue tanto una discusión como un certamen entre los dieciséis hombres para ver quién asumiría el liderazgo. El grupo se había formado al azar. Salvo las parejas, no se conocían.
(En esos últimos años había habido poca vida social; la única comunidad que sobrevivió en las ciudades fue la manada, y si alguno de aquellos hombres había estado antes en una manada, no lo mencionaba ahora). Ninguno de los contendientes para el liderazgo parecía inclinado a discutir los detalles de su propia supervivencia. Tal reticencia era natural y correcta: por lo menos, no se habían brutalizado tanto como para exultar en su depravación ni jactarse de sus culpas. Habían hecho lo que tuvieron que hacer, pero esto no los enorgullecía necesariamente.
Alice Nemerov los rescató de esta dificultad narrando su propia historia, singularmente libre de circunstancias desagradables, si se tiene en cuenta todo lo ocurrido. Desde los primeros días de la hambruna había permanecido en el hospital principal, viviendo en la sala de aislamiento. Recurriendo a sus habilidades y provisiones médicas, el personal hospitalario había salido adelante aun de los peores momentos… salvo, aparentemente, en ese momento último, el peor de todos. Los sobrevivientes eran en su mayoría enfermeras y practicantes; los médicos se habían retirado a sus casas de campo cuando, al fracasar el gobierno, la anarquía y el hambre dominaron la ciudad. En los últimos años, Alice Nemerov anduvo por la ciudad, escudada en su inocencia y en la certeza de que sus habilidades serían un pasaporte incluso entre los más perversos sobrevivientes; segura también al saber que estaba mucho más allá del punto en que podía temer que la violaran. Así había llegado a conocer a muchos de los otros refugiados, a quienes presentó con aplomo y tacto. Habló también de otros sobrevivientes, y de los extraños recursos que les habían permitido salvarse de morir de hambre.
—¿Ratas? —preguntó Jackie, tratando de no parecer demasiado delicada en su asco.
—Ah, sí, hija mía; muchos las probamos. Admito que fue sumamente desagradable. —Varios de los oyentes movieron la cabeza asintiendo—. Y también había caníbales, pero eran pobres almas llenas de remordimiento, y no lo que se podría imaginar en un caníbal. Siempre estaban patéticamente ansiosos por hablar, ya que vivían muy solos. Afortunadamente nunca me encontré con uno de ellos cuando estaba hambriento; si no tal vez opinaría de otro modo.
A medida que el sol se acercaba al mediodía, el cansancio y la mera contigüidad hizo que los demás bajaran la guardia y hablaran del pasado propio. Orville comprendió por primera vez que no era el monstruo de iniquidad que a veces había creído ser. Aun cuando reveló haber sido capataz en las cuadrillas de trabajo gubernamentales, los oyentes no se mostraron escandalizados ni hostiles, a pesar de que muchos habían sido reclutados para ellas en algún momento. La invasión los había convertido a todos en relativistas: tan tolerantes de los usos y costumbres de los demás como si hubieran sido delegados en una convención de antropólogos culturales.
Hacía calor y necesitaban dormir. La caída de las barreras de la soledad les había cansado los espíritus casi tanto como el pantano los cuerpos.
El grupo apostó centinelas, pero uno de ellos debió haberse quedado dormido. La oportunidad para resistirse pasó antes de que fuera advertida.
Los agricultores —los huesos tan mal cubiertos de carne como esa carne de harapiento dril— los superaban en número de tres a uno; y mientras los lobos dormían (¿quizás sería mejor decir corderos?) habían podido confiscar la mayor parte de las armas e impedirles el uso de las demás.
Con una sola excepción: Christie, a quien Orville había creído que podría llegar a estimar, logró balear a un agricultor, un anciano, en la cabeza. Lo estrangularon.
Todo sucedió con suma rapidez, pero no demasiada como para que Jackie no alcanzara a besar a Orville por última vez. Cuando la arrancó de su lado, brutalmente un joven agricultor que parecía mejor alimentado que la mayoría, ella sonreía con la sonrisa agridulce especial que reservaba precisamente para ocasiones como ésa.