Maryann Anderson tenía algo de ratón. De ratón era el color de su pelo: un pardo grisáceo sin brillo. Cuando pensaba en otra cosa, tenía una ratonil tendencia a entreabrir los labios, mostrando unos incisivos más bien largos y amarillentos. Peor aún: a los veintitrés años tenía un tenue bigote, como un plumón. Era baja, de no más de un metro cincuenta y cinco de altura, y flaca: con el pulgar y el dedo medio, Buddy podía rodearle totalmente el antebrazo.
Hasta sus buenas cualidades eran ratoniles: era animosa, trabajadora y se contentaba con migajas. Aunque nunca sería una belleza, en otra época se la podría haber considerado simpática. Era dócil; no se entrometía.
Buddy no la quería. En algunos momentos, esa misma pasividad lo enfurecía. En general había estado habituado a algo más. Sin embargo, era tan difícil hallar defectos a Maryann como encontrar algo que admirar en particular. Buddy estaba cómodamente seguro de que ella nunca le sería infiel, y mientras le colmara las necesidades, no le molestaba realmente que Maryann fuera su mujer.
Maryann, por su parte, no podía devolverle esta indiferencia. Estaba dedicada al marido como una esclava, y lo amaba sin esperanzas, como una adolescente. Buddy siempre había podido suscitar una especie de abnegada devoción, aunque habitualmente había exigido otro tipo de sacrificio; y sus altares, por así decirlo, estaban teñidos con la sangre de las víctimas. Pero nunca había intentado ejercer esa influencia sobre Maryann, quien le había interesado sólo un breve momento, y no por amor sino por compasión.
Había sido en el otoño del cuarto año después de la llegada de las Plantas, cuando Buddy recién regresaba a Tassel. Un grupo de merodeadores, entre ellos Maryann, había logrado llegar desde Minneapolis. En vez de saquear, habían cometido la tontería de ir al poblado y pedir comida. Era inaudito. La regla invariable era que los merodeadores fueran ejecutados (el hambre podía convertir los corderos en lobos), pero en este caso surgió una pequeña controversia, debido a la aparente buena voluntad de los prisioneros. Buddy había sido uno de los partidarios de soltarlos, pero su padre —y la mayoría de los hombres— insistió en la ejecución.
—Entonces, por lo menos respeten a las mujeres —rogó Buddy, que todavía era un tanto sentimental.
—La única mujer que saldrá en libertad será la que tomes por esposa —proclamó Anderson, improvisando la ley, como era su costumbre.
Y de manera totalmente inesperada, y por pura terquedad, Buddy había elegido una de ellas, ni siquiera la más bonita y la hizo su esposa. Los otros veintitrés merodeadores fueron ejecutados, y eliminados sus cadáveres.
Aunque Maryann no hablaba si no le dirigían la palabra, en los tres años de vida en común Buddy había reunido fragmentos de los antecedentes de ella que bastaban para convencerlo de que no era más interesante en el fondo que en la superficie.
El padre de Maryann había sido un empleado bancario, poco más que cajero; y ella había trabajado un mes como taquígrafa antes de que el mundo se derrumbara totalmente. Aunque había concurrido a la escuela primaria parroquial, y más tarde a Santa Brígida, donde siguió el curso comercial, su catolicismo nunca había sido más que tibio, en todo caso, recrudeciendo durante las fiestas santas. En Tassel pudo adoptar sin escozores la variedad casera y apocalíptica de congregacionalismo sostenida por Anderson.
Pero la distinción especial de Maryann no era su conversión de la religión papal, sino el nuevo oficio que había traído a Tassel. Una vez, casi por casualidad, había seguido un curso nocturno de cestería en la organización de jóvenes católicos. Algo en Maryann, algo muy fundamental, había respondido a las simplicidades de aquella antigua artesanía. Experimentó con los juncos más gruesos y con hierbas del pantano, y cuando comenzó a escasear todo, Maryann salió por su cuenta, se puso a despojar los troncos verdes y lisos de las Plantas y a cortar las grandes hojas como rafia. Hasta el fin, hasta ese día en que el camión del gobierno dejó de aparecer en la ciudad para el subsidio matinal, siguió fabricando cestas, gorros, sandalias y felpudos de bienvenida.
La gente pensó que era una tontería, y la misma Maryann lo consideraba una debilidad. Ni ellos ni ella advirtieron que era lo único que el pobre ratón había hecho bien, o en lo que hallaba una satisfacción algo más que pasajera.
En Tassel, la luz de Maryann ya no quedó escondida, por así decirlo, bajo una pantalla. Su cestería transformó totalmente la vida del poblado. Después de aquel verano fatal en que las Plantas invadieron los campos, los pobladores (los quinientos que quedaban) habían recogido todas las pertenencias que podían llevar consigo y se trasladaron a orillas del Lago Superior, a pocos kilómetros del río Gooseberry. El lago venía retrocediendo a un ritmo prodigioso, y en varias zonas el agua estaba a dos o tres kilómetros de la antigua costa rocosa. Dondequiera que retrocedía el agua, los sedientos arbustos brotaban, hundían sus raíces y se aceleraba el proceso.
Aquel otoño, y durante todo el invierno, los sobrevivientes (cuyo número, como el lago, disminuía siempre) trabajaron despejando la zona más amplia que podrían de veras conservar para sus propios campo el año siguiente. Luego comenzaron a echar sus propias raíces. La madera era poca, salvo la que podían saquear del antiguo pueblo. La de las Plantas era menos; sustancial que el abeto, y casi todos los árboles nativos de la zona estaban ya secos. Los pobladores tenían arcilla, pero no sabían fabricar ladrillos y hacer canteras era imposible. Pasaron entonces el invierno en una gran choza de hierba, cuyas paredes y techo fueron tejidos bajo la supervisión de Maryann. Fue un noviembre frío y desdichado, pero tejiendo se podía mantener los dedos calientes. Hubo una semana de diciembre en que el viento llevó los paneles de la sala común casi hasta el antiguo pueblo. Pero al llegar enero ya habían aprendido a tejer como para resistir la peor ventisca, y en febrero la sala común quedó realmente cómoda. Hasta tenía un felpudo de bienvenida en cada puerta.
Nadie había lamentado jamás haber admitido al avispado ratón en el poblado. Salvo, a veces, el marido del ratón.
—¿Por qué no hay cena? —preguntó Buddy.
—Estuve todo el día con Lady. Está terriblemente alterada por lo de Jimmie Lee. Ya sabes que era su favorito. Tu padre tampoco ayudó gran cosa; se pasó el tiempo hablando de la Resurrección del Cuerpo. Ya debe saber que ella no cree lo mismo que él.
—De todos modos hay que comer.
—Lo estoy preparando, Buddy. Lo más rápido que puedo. Buddy, hay algo que…
—Entonces, ¿papá se siente mejor?
—… quería decirte. Nunca sé qué siente tu padre; está actuando igual que siempre. Nunca pierde el control. Neil será azotado esta noche. Supongo que te enteraste.
—Se lo merece. Si hubiera cerrado el portón, no habría pasado nada.
—¿Qué fue lo que pasó, Buddy? ¿Cómo puede quedar alguien convertido en cenizas en pleno bosque? ¿Cómo es posible eso?
—No sé qué decirte. No parece posible. Y además esas vacas y Studs. Siete toneladas de carne convertida en ceniza en menos de diez minutos.
—¿Fue un rayo?
—No, a menos que haya sido el rayo del Señor. Sospecho que son merodeadores, que han inventado algún nuevo tipo de arma.
—Pero ¿para qué vana matar vacas? Habrían querido robarlas, y matar gente.
—No sé qué pasó, Maryann. No me preguntes más.
—Quería decirte algo…
—¡Maryann!
Ella, abatida, volvió a revolver la polenta en la olla de barro que se calentaba sobre las brasas; al costado, envueltos en chalas, había tres peces luna pescados esa mañana por Jimmy a orillas del lago.
En adelante, sin leche ni manteca que agregar a la harina, tendrían que contentarse con gachas, a veces con un huevo revuelto adentro. Una de las cosas buenas de estar casada con un Anderson había sido siempre la comida extra. Especialmente la carne. Maryann no había preguntado demasiado de dónde venía todo, limitándose a recibir lo que le ofrecía Lady, la esposa de Anderson.
Bueno —pensó—, todavía hay cerdos, pollos y un lago lleno de peces. El mundo no ha terminado. Tal vez después de la cosecha los cazadores lograran traer bastante como para compensar los Hereford. Un par de años atrás, la caza había sido tan buena que se habló de volverse nómadas y seguir a los animales, como hacían los indios. Después los gamos comenzaron a escasear. Hubo un invierno de lobos y osos, y después fue todo como antes. Salvo para los conejos, que podían comer la corteza de las Plantas. Los conejos eran bonitos, ¡cómo meneaban el hocico! Pensando en los conejos sonrió.
—Buddy, quisiera hablarte de algo —dijo.
Maryann estaba diciendo algo, lo cual era casi un suceso en sí mismo; pero después de un día así la mente de Buddy no parecía poder enfocar bien las cosas: Pensaba de nuevo en Greta: la curva de su cuello cuando había echado atrás la cabeza, en la escalera de la iglesia. La leve protuberancia de su nuez de Adán. Y los labios. Quién sabe cómo, todavía tenía lápiz labial. ¿Se lo habría puesto especialmente para él?
—¿Qué dijiste? —preguntó a Maryann.
—Nada. Oh, nada.
Buddy siempre había pensado que Maryann habría sido la esposa ideal para Neil. Tenía la misma barbilla, la misma falta de humor, la misma estólida laboriosidad. Ambos tenían dientes delanteros como los de un conejo o una rata. Neil, que era abyecto ante Greta, no habría reprochado a Maryann su pasividad. En la cama, con Maryann, Buddy recordaba siempre la clase de gimnasia del décimo grado, cuando el señor Olsen los obligaba a hacer cincuenta flexiones diarias. Pero aparentemente, ese aspecto de las cosas no era tan importante para Neil.
Volver y encontrar a Greta Pastern casada con el hermanastro había sido un golpe. De alguna manera contaba con que ella estaría esperándolo. Había sido una parte tan importante de aquel Tassel que él abandonara.
Esas primeras semanas la situación había sido delicada en general. Durante el último año de Buddy en Tassel, Greta y él no habían sido nada discretos. Su conducta era discutida en todos los mostradores y sobre cada cerca del pueblo: Greta, única hija del pastor, y Buddy, hijo mayor del agricultor más rico y severo de todo el distrito. Todos sabían entonces que Greta pasaba de mano en mano en la familia Anderson, y todos preveían que algo malo resultaría de eso.
Pero el hijo pródigo que regresaba a Tassel no era el mismo hijo pródigo que partiera. Entretanto, había pasado hambre hasta perder la tercera parte del peso; había integrado las cuadrillas gubernamentales de trabajo obligatorio, y regado con sangre el camino desde Minneapolis a Tassel, uniéndose a las jaurías humanas o peleando contra ellas según se presentaba la ocasión. Cuando llegó a Tassel, le interesaba mucho más salvar el pellejo que levantar las polleras a Greta.
Por eso casarse con Maryann, además de ser un gesto humanitario, había sido prudente. Buddy casado parecía mucho menos propenso a turbar la tranquilidad del pueblo que Buddy soltero, y podía cruzarse con Greta en la calle sin causar una tempestad de comentarios.
—Buddy…
—¡Dímelo más tarde!
—La polenta está lista, nada más.
Qué infeliz, pensó. Pero pasable cocinera. Por lo menos, mejor que Greta, y eso era un consuelo.
Llevándose a la boca el humeante potaje amarillo, hizo señas a Maryann de que estaba satisfecho. Después de mirar cómo devoraba dos tazones de polenta y los tres pescados, ella comió lo que quedaba.
Se lo diré ahora, mientras está de buen humor, pensó. Pero antes de que lograra pronunciar palabra, Buddy se había levantado y, pisando fuera de la estera que cubría el piso, se disponía a salir.
—Ya debe ser la hora de los azotes —dijo.
—No quiero verlo. Me enferma.
—Las mujeres no tienen obligación de ir —y con una semisonrisa para animarla, salió de la casa.
Aunque hubiera sido quisquilloso (y no lo era), habría tenido que estar presente, como todo hombre del poblado que tuviera más de siete años. Una buena azotaina podía infundir tanto temor a Dios en los corazones de los espectadores como en el único corazón a cuyo alrededor se enroscaba el látigo.
En la plaza, frente a la casa común, Neil ya estaba atado al poste de castigo, con la espalda desnuda. Buddy fue uno de los últimos en llegar.
Anderson, látigo en mano, estaba preparado, las piernas bien abiertas. Su posición era un poco demasiado rígida. Buddy sabía que al anciano debía costarle mucho seguir actuando como si aquello no fuera sino un error común, cuestión de unos veinte latigazos.
Cuando Anderson tenía que azotar a Buddy o a Neil, administraba el dolor imparcialmente; ni más ni menos del que habría infligido a cualquier otro por igual transgresión. Su pulso era tan preciso como un metrónomo. Pero esa noche, después del tercer latigazo, se le doblaron las rodillas y cayó al suelo.
Del círculo de espectadores brotó una exclamación ahogada; luego Anderson volvió a incorporarse. Estaba pálido, y cuando entregó el látigo a Buddy, la mano le temblaba.
—Sigue tú —ordenó.
Si el viejo le hubiera entregado la pistola, o un cetro, Buddy no habría quedado más sorprendido.
Maryann lo oyó todo desde el interior de la carpa, mientras lamía la olla. Cuando hubo una pausa después del tercer golpe, tuvo la esperanza de que fuera el último. Comprendía, por supuesto, que esas cosas eran necesarias; pero eso no quería decir que tuviera que gustarle. No era de buena educación disfrutar cuando alguien era lastimado, aunque no se simpatizara con él.
Los latigazos recomenzaron.
Deseó que Buddy hubiera dejado más comida. ¡Y ahora, con todas las vacas muertas, ya no habría más leche!
Trató de pensar qué le diría cuando volviera. Decidió decirle: «Querido, vamos a tener un manojo de alegría».
Era una expresión muy linda. La había oído por primera vez en una película, mucho tiempo atrás. Los protagonistas eran Eddie Fisher y Debbie Reynolds.
Por él, esperaba que fuera varón, y se quedó dormida preguntándose cómo se llamaría. ¿Patrick, por el abuelo? ¿O Lawrence? Por algún motivo, siempre le había gustado ese nombre. Joseph era un buen nombre también.
¿Buddy? Se preguntó si habría un San Buddy. Nunca lo había oído mencionar. Tal vez fuera un santo congregacionalista.