Dos: Deserción

Tuvieron que abandonar Tassel, el antiguo Tassel en que todavía pensaban como su verdadero hogar, la anteúltima primavera. Las Plantas habían lanzado las simientes (aunque la forma exacta en que lo hacían seguía siendo un misterio, ya que las Plantas no mostraban la menor señal de flores o frutos) sobre los campos circundantes con una prodigalidad que había terminado por doblegar todo esfuerzo humano. Ellos, los humanos, estaban demasiado dispersos; al construir el poblado, y las granjas que lo rodeaban, no habían considerado la posibilidad de ser sitiados.

Durante los primeros tres años habían resistido bien —o así parecía— esparciendo las simientes envenenadas que preparó el gobierno. Cada año, mientras duró el gobierno y sus laboratorios, fue un veneno nuevo, ya que la Planta desarrollaba inmunidades casi con tanta rapidez como se inventaban venenos. Pero aún entonces, los esparcían solamente en los campos. En los pantanos y junto a la orilla salvaje del lago, en las selvas y a lo largo de los caminos, las simientes brotaban fuera del alcance de todo enemigo que no fuera el hacha… y las Plantas eran demasiadas, y las hachas demasiado pocas, para que esa tarea fuera concebible. Donde crecían las Plantas no había suficiente luz, suficiente agua, ni siquiera tierra suficiente para otra cosa. Cuando los antiguos árboles, arbustos y pastos fueron desplazados y murieron, la erosión asoló la tierra.

A las granjas no, por supuesto; todavía no. Pero en apenas tres años, las Plantas estaban cubriendo los campos y tierras de pastoreo, y después fue sólo cuestión de tiempo. De muy poco tiempo, en realidad: las Plantas mordisquearon, mordieron y, durante el verano de su quinto año, simplemente dominaron.

Del poblado no quedaba más que aquella sombría ruina. Buddy hallaba un cierto placer elegíaco en sus visitas allí. Éstas tenían incluso un aspecto práctico: revolviendo entre los restos, con frecuencia podía encontrar herramientas viejas y metal laminado, hasta libros a veces. En cambio ya había pasado la época de los comestibles. Hacía mucho que las ratas, y los merodeadores que llegaban desde Duluth, habían limpiado lo poco abandonado después del traslado a Nueva Tassel. Por eso renunció a seguir buscando y fue a sentarse en los escalones de la Iglesia Congregacionalista, que gracias a los constantes esfuerzos de su padre era uno de los últimos edificios del pueblo que permanecía intacto.

Recordaba que antes había un roble, un alto roble arquetípico, a la derecha de la Planta que había atravesado la acera, a orillas de lo que antes era el parque local. Durante el invierno pasado habían usado el roble para leña. Y también muchos olmos. Por cierto que olmos no habían faltado.

Oyó a la distancia la lúgubre queja de Gracie, que era arrastrada de vuelta al poblado con una soga. La persecución había sido demasiado para Buddy; las piernas no le respondieron. Se preguntó si la raza Hereford estaría ahora extinta. Tal vez no, ya que Gracie estaba preñada, todavía era joven, y si paría un ternero habría esperanza para su raza, aunque fuera una esperanza remota. ¿Qué más se podía pedir que eso?

Se preguntó también cuántos enclaves habían resistido tanto como Tassel. Durante los dos últimos años, los merodeadores capturados habían sido el último vínculo del poblado con el exterior; pero llegaban cada vez menos merodeadores. Era probable que las ciudades hubieran llegado por último a su fin.

Agradecía el no haber estado presente para verlo, ya que hasta el pequeño cadáver de Tassel podía causarle melancolía. Nunca habría creído que pudiera importarle tanto. Antes de la llegada de las Plantas, Tassel había sido la objetivación de todo cuanto detestaba: pequeñez, mezquindad, ignorancia deliberada y un código moral tan contemporáneo como el Levítico. Y ahora él la lloraba como si hubiera sido Cartago caída en manos de los romanos y cubierta de sal, o Babilonia, esa gran ciudad.

Tal vez lo que lloraba no era el cadáver de ese pueblo, sino todos los demás cadáveres que lo componían. Antes vivían allí más de mil personas, todas las cuales, salvo apenas doscientas cuarenta y siete, estaban muertas. Con qué invariabilidad habían sobrevivido los peores y muerto los mejores.

Pastern, el pastor congregacionalista, y su esposa Lorraine, que habían sido bondadosos con Buddy durante los años anteriores a su partida para la Universidad, cuando la vida había sido una sola disputa prolongada con su padre, quien quería que fuera a la Escuela de Agricultura de Duluth. Y Vivian Sokulsky, la maestra de cuarto grado. La única mujer mayor del pueblo con sentido de humor y una pizca de inteligencia. Y también todos los otros, siempre los mejores.

Ahora, Jimmie Lee. Racionalmente no se podía culpar a las Plantas por la muerte de Jimmie. Había sido asesinado, aunque cómo y por quién, Buddy no lograba imaginárselo. O por qué. Sobre todo, ¿por qué? Sin embargo, la muerte y las Plantas eran parientes tan cercanos que uno no podía sentir el aliento de aquélla sin que le pareciera ver la sombra de éstas.

—Hola, desconocido, ¿qué tal?

La voz tenía un marcado timbre musical, como la de una contralto en una opereta; pero a juzgar por la reacción de Buddy se podría suponer que había sido una voz áspera.

—Hola, Greta. Vete.

La voz rió con una risa plena y sensual que habría alcanzado las últimas filas de cualquier platea; y luego apareció Greta en persona, tan plena y sensual como su risa, que entonces cesó bruscamente. Se detuvo ante Buddy como si estuviera presentando una demanda ante el tribunal. Prueba A: Greta Anderson, brazos en jarras y hombros echados atrás, amplias caderas hacia adelante, pies descalzos plantados en la tierra como raíces. Merecía mejor ropa que la camisa de algodón que llevaba puesta. Con telas más ricas, colores más vivos y mejor alimentación, el tipo de belleza que Greta representaba podía superar a cualquier otro; ahora parecía solamente un tanto demasiado opulenta.

—Apenas si te veo ya. Sabes que somos prácticamente vecinos de puerta…

—Salvo que no tenemos puertas.

—… y sin embargo, no te veo en toda la semana. A veces creo que tratas de evitarme.

—A veces lo hago, pero tú misma ves que sin resultado. Ahora, ¿por qué no vas a preparar la cena a tu marido, como una buena esposa? Ha sido un mal día en todo sentido.

—Neil está muerto de miedo. Supongo que esta noche lo azotarán, y yo no pienso estar cerca de casa… ¿o debo decir la carpa?, cuando vuelva de eso. A su regreso al poblado, acomodó la soga del corral de Studs para tratar de aparentar que no fue culpa suya, que Studs saltó por sobre la tranca. Me imagino a Studs saltando una cerca de tres metros de alto. Pero de nada le sirvió. Clay y otros cinco o seis vieron cuando lo hacía, y ahora lo único que ganará será que lo azoten un poco más fuerte.

—¡Qué estúpido!

—Lo dijiste tú, no yo —rió Greta, sentándose con fingida naturalidad en el escalón inferior al suyo—. ¿Sabes, Buddy?, yo también vengo mucho aquí. Me siento tan sola en el nuevo poblado…; realmente no es un poblado, se parece más a un campamento de verano, con las carpas y el agua que hay que traer desde el arroyo. Oh, qué aburrido es. Tú me entiendes. Lo sabes mejor que yo. Siempre quise ira vivir en Minneapolis, pero primero fue papá, y después… No necesito explicártelo.

El poblado en ruinas estaba ya bastante obscuro. Un chaparrón de verano comenzó a caer sobre las hojas de las Plantas, pero apenas unas gotas penetraron el entoldado. Era como estar sentado bajo el rocío que el viento traía desde el lago.

Al cabo de un prolongado silencio (durante el cual se reclinó apoyando los codos en el escalón de Buddy, dejando que el peso de la cabellera espesa, blanqueada por el sol, le echara atrás la cabeza, de modo que al hablar contemplaba las lejanas hojas de la Planta), Greta lanzó otra bien modulada risa.

Buddy no podía dejar de admirar esa risa, que parecía ser una especialidad de Greta, una nota que otras contraltos no podían alcanzar.

—¿Recuerdas cuando echamos vodka en el ponche, durante la reunión juvenil que organizó papá, y nos pusimos todos a bailar el twist con esos discos suyos, tan viejos y espantosos? ¡Ah, fue precioso, tan divertido! Nadie más que tú y yo sabía bailar el twist. Eso del vodka fue terrible… Papá nunca supo qué había pasado.

—Según recuerdo, Jacqueline Brewster bailaba bien.

—Jacqueline Brewster es una buena pieza.

Buddy rió, y como esto —era mucho menos habitual en él, la risa fue áspera y un tanto aguda.

—Jacqueline Brewster está muerta —dijo.

—De veras. Bueno, creo que después de nosotros dos era la mejor bailarina de estos alrededores. —Al cabo de otra pausa comenzó de nuevo, con grandes muestras de vivacidad—: Y esa vez que fuimos a la casa del viejo Jenkins, sobre el Camino Rural B… ¿lo recuerdas?

—Greta, no hablemos de eso.

—¡Pero fue tan divertido, Buddy! Fue lo más divertido del mundo. Allí estábamos nosotros dos, dándole sobre aquel viejo sofá chirriante a un kilómetro por minuto, y él arriba, tan dormido que ni siquiera se enteró.

A pesar suyo, Buddy lanzó un resoplido de risa.

—Bueno, era sordo —dijo, pronunciando la palabra a la manera campesina.

—Ah, nunca volveremos a pasar momentos así. —Cuando se volvió para mirar a Buddy, algo más que el recuerdo le brillaba en los ojos—. Qué alocado eras entonces. Nada te detenía. Eras el rey de la comarca, y ¿no era yo la reina? ¿No lo era, Buddy?

Y tomándole la mano, se la apretó. En otra época las uñas le habrían cortado la piel, pero ya no tenía uñas, y él tenía la piel más curtida. Retirando la mano, Buddy se puso de pie.

—Basta, Greta. No conseguirás nada.

—Tengo derecho a recordar. Fue así, no me digas que no. Ya sé que no es más así. Me basta mirar alrededor para verlo. Dónde está ahora la casa de Jenkins, ¿eh? ¿Alguna vez trataste de encontrarla? Ya no está, simplemente desapareció. Y la cancha de fútbol… ¿dónde está? Todos los días desaparece algo, alguna cosa. El otro día fui a la tienda de MacCord, donde solían tener los vestidos más lindos del pueblo, por poco que valiesen. No quedaba nada, ni un botón. Parecía el fin del mundo, aunque no sé; quizá esas cosas no sean tan importantes. Lo más importante es la gente. Pero todos los mejores han desaparecido también.

—Sí, es cierto —respondió Buddy.

—Salvo unos pocos. Durante tu ausencia vi cómo ocurría todo. Algunos, los Douglas y otros, se fueron a las ciudades, pero eso fue sólo cuando recién comenzaba el pánico. Volvieron, como tú… los que pudieron hacerlo. Yo quería irme, pero cuando murió mamá, papá enfermó y tuve que cuidarlo. Se pasaba el tiempo leyendo la Biblia. Y rezando. Me hacía arrodillar junto a su cama y rezar con él. Pero como la voz le fallaba entonces, solía terminar rezando sola. Yo pensaba que a otro le habría parecido raro, como si le estuviera rezando a papá y no a Dios. Pero ya entonces no quedaba nadie que pudiera reírse. La risa se había secado, como el río. La estación de radio ya no funcionaba, salvo el noticiero dos veces por día, y ¿quién quería oír las noticias? Estaban todos esos tipos de la Guardia Nacional, tratando de obligarnos a hacer lo que decía el gobierno. A Delano Paulsen lo mataron la noche en que eliminaron a la Guardia Nacional, y yo no me enteré por una semana. Nadie quería decírmelo, porque después de tu partida Delano y yo nos pusimos de novios. A lo mejor no te enteraste. En cuanto papá estuviera en pie, nos iba a casar a nosotros dos. De veras, lo iba a hacer. Entonces las Plantas parecían estar por todas partes. Destrozaban los caminos y las cañerías de agua. La costa del viejo lago era puro pantano, y ya no crecían allí las Plantas. Todo era tan horriblemente feo. Ahora es lindo, en comparación. Pero lo peor de todo era el aburrimiento. Nadie tenía tiempo para divertirse. Tú te habías ido, Delano estaba muerto y papá… bueno, ya puedes imaginártelo. No debería admitirlo, pero cuando murió, casi me alegré. Aunque en ese entonces fue cuando eligieron alcalde a tu padre y se puso realmente a organizar a todos, diciéndoles qué hacer y dónde vivir, y yo pensé: «No habrá lugar para mí». Pensaba en el arca de Noé, porque papá solía leerme eso a cada rato. Y pensé: «Se irán sin mí». Tuve miedo. Supongo que todos lo tenían. También la ciudad debe haber sido espantosa, con toda esa gente muriéndose. Oí hablar de eso… ¡Pero yo tenía miedo de veras! ¿Cómo explicas eso? Y entonces tu hermano empezó a venir a visitarme. Tenía unos veintiún años, y realmente no era mal parecido, según lo ve una muchacha. Salvo la barbilla. Pero yo pensé: «Greta, tienes posibilidad de casarte con Jafeth».

—¿Con quién?

—Jafeth. Era uno de los hijos de Noé. ¡Pobre Neil! Quiero decir que realmente no tuvo otras oportunidades ¿verdad?

—Me parece que ya recordaste bastante.

—Quiero decir que no sabía nada de mujeres. No era como tú. Tenía veintiún años, apenas tres meses menor que tú, y no creo que pensara siquiera en mujeres. Más tarde dijo que fue tu padre quien me recomendó. ¡Imagínate! ¡Como si estuviera criando un toro!

Buddy comenzó a alejarse de ella.

¿Qué debía haber hecho? Dímelo. ¿Debí haberte esperado? ¿Con una vela encendida en la ventana?

—No hace falta una vela cuando se está ardiendo.

Otra vez la risa lírica, pero ahora acompañada por un tono chillón no disimulado. Se puso de pie y caminó hacia él. Los pechos de Greta, que antes se notaban flojos, lo estaban perceptiblemente menos.

—Bueno, ¿quieres saber por qué? No. Temes oír la verdad. Si te lo dijera, no te permitirías creerlo, pero te lo diré igual. Tu hermano es un montón de carne inútil. Es completa y totalmente incapaz de moverse.

—Es mi medio hermano —dijo Buddy, casi automáticamente.

—Y para mí es medio esposo.

Greta sonreía de manera extraña; y de algún modo habían llegado a quedar de pie frente a frente, a centímetros de distancia. Bastaba con que ella se estirara para que sus labios se tocaran. Ni siquiera lo tocó con las manos.

—No —dijo Buddy, empujándola para apartarla—. Eso terminó. Terminó hace mucho. Fue hace ocho años. Entonces éramos niños. Adolescentes.

—Vaya, ¡qué miedoso te has vuelto!

Buddy la abofeteó con tanta fuerza que la derribó al suelo, aunque es justo decir que ella pareció cooperar y hasta disfrutar del golpe.

—Eso es lo mejor que sabe hacer Neil —dijo, ya sin nada de la antigua música en la voz—. Y debo decir que, de los dos, él lo hace mejor.

Buddy lanzó una sólida carcajada, llena de buen humor, y se alejó, sintiendo que se levantaba en él algo de la antigua sangre de semental. Ah, se había olvidado del ingenio que ella sabía emplear. Es absolutamente la única que queda con sentido del humor, pensó. Y sigue siendo la más linda… Tal vez volvieran a reunirse.

En alguna ocasión.

Entonces recordó que no era un día apto para estar de buen humor; la sonrisa se le borró de los labios, y el semental se aquietó y regresó al establo.