Uno: El hijo pródigo

Mientras las estrellas más pequeñas y luego las más grandes desaparecían ante el avance de la luz, la imponente masa de la selva que circundaba el maizal retuvo un momento la negrura total de la noche. Desde el lago soplaba una leve brisa que agitaba las hojas del maíz nuevo, pero el follaje de esa obscura selva no se movía. Ahora la muralla de la selva que daba al este lanzaba un resplandor verde grisáceo, y los tres hombres que aguardaban en el campo supieron que el sol había salido, aunque todavía no podían verlo.

Anderson escupió, dando comienzo oficial al día de trabajo, y emprendió la marcha subiendo la suave cuesta hacia la muralla oriental de la selva. A cuatro hileras de distancia de cada lado suyo, lo seguían los hijos: a la derecha Neil, el menor y más corpulento; a la izquierda Buddy.

Cada hombre llevaba consigo dos baldes de madera vacíos. Ninguno tenía puestos zapatos ni camisa, ya que era pleno verano. Vestían harapientos pantalones de dril. Anderson y Buddy se cubrían con sombreros de ala ancha, tejidos con rafia cruda, parecidos a los que en otra época se vendían en las ferias y parques de diversiones. Neil, que iba sin sombrero, usaba anteojos para el sol. Éstos eran viejos, de armazón roto y arreglado con cola y una tira de la misma fibra con que estaban hechos los sombreros. Neil tenía un callo en la nariz, en el sitio donde apoyaba los anteojos.

Buddy fue el último en alcanzar la cima de la colina. Allí lo esperaba su padre, sonriendo. La sonrisa de Anderson nunca era buena señal.

—¿Sigues dolorido desde ayer?

—Estoy bien. Cuando empiezo a trabajar se me pasa el dolor.

—Buddy está dolorido porque tiene que trabajar —rió Neil—. ¿No es cierto, Buddy?

Era una broma, pero Anderson, cuyo estilo consistía en ser lacónico, jamás celebraba una broma, y Buddy nunca encontraba mucha gracia en los chistes de su medio hermano.

—¿No entienden? —preguntó Neil— Dolorido. Buddy está dolorido porque tiene que trabajar.

—Todos tenemos que trabajar —comentó Anderson, y eso puso fin al intento de broma.

Iniciaron la tarea.

Buddy retiró un tarugo de un árbol e introdujo en su lugar un tubo de metal. Bajo el grifo improvisado colgó uno de los baldes. Retirar los tarugos era difícil, ya que hacía una semana que estaban puestos y se habían atascado. La savia, al secarse alrededor del tarugo, se pegaba como si fuera cola. Ese trabajo parecía durar siempre el tiempo suficiente para que se asentara el dolor —en los dedos, las muñecas, los brazos, la espalda—, pero nunca para que amenguara.

Antes de que comenzara la terrible labor de trasladar los baldes, Buddy se detuvo a contemplar la savia que goteaba por el caño hasta manar en el balde, como miel verde lima. Esta vez salía despacio. A fines del verano el árbol estaría moribundo, listo para ser derribado.

Visto de cerca, no se parecía gran cosa a un árbol. Tenía la superficie lisa, como el tallo de una flor. Un verdadero árbol de ese tamaño habría tenido toda la piel partida bajo la presión de su propio crecimiento, y el tronco cubierto de áspera corteza. Más al fondo de la selva se podían ver árboles grandes que, llegados al límite de su crecimiento, habían comenzado a formar algo semejante a corteza. Por lo menos los troncos, aunque verdes, no eran húmedos al tacto como aquél. Esos árboles —o Plantas, como las llamaba Anderson— tenían doscientos metros de alto, y las hojas más grandes eran del tamaño de pizarrones. Allí, en las orillas del maizal, el brote era más reciente —no más de dos años— y los más altos alcanzaban apenas a cincuenta metros. Aun así, tanto allí como más en lo hondo de la selva, el sol que penetraba el follaje a mediodía era tan pálido como la luna en una noche nublada.

—¡A ver si se apresuran! —gritó Anderson, que ya estaba en medio del campo con los baldes llenos de savia.

También los baldes de Buddy rebosaban. ¿Por qué nunca hay tiempo para pensar? Buddy envidiaba la obstinada capacidad de Neil para hacer simplemente cosas; para hacer girar la rueda de su jaula sin interesarse demasiado en su funcionamiento.

—¡Ya va! —contestó Neil desde cierta distancia.

—¡Ya va! —repitió Buddy, agradeciendo que su medio hermano también se hubiera enredado en sus propios pensamientos, fueran los que fuesen.

De los tres hombres que trabajaban en aquel terreno, sin duda era Neil quien tenía mejor cuerpo. Fuera de una mandíbula huidiza que daba una falsa impresión de debilidad, era vigoroso y bien proporcionado. Llevaba por lo menos diez centímetros de altura a su padre y a Buddy, que eran bajos. Tenía hombros muy anchos, pecho más amplio y sus músculos, aunque no tan bien formados como los de Anderson, eran más grandes. Sin embargo, no había economía en sus movimientos. Cuando caminaba, lo hacía pesadamente; cuando se ponía de pie, estaba encorvado. Soportaba el esfuerzo de la tarea diaria mejor que Buddy simplemente porque tenía mejor material con que soportar. En esto era brutal; pero Neil era peor que brutal, estúpido; y peor que estúpido, era malvado.

Es malvado y peligroso, pensó Buddy, mientras echaba a andar por la hilera de maíz, con un balde lleno de savia en cada mano y el corazón rebosante de inquina.

Eso le infundía una especie de vigor, y él necesitaba toda la fuerza que pudiera reunir, cualquiera que fuese su origen. Había desayunado liviano; sabía que el almuerzo sería insuficiente y que no habría cena digna de tal nombre.

Había aprendido que hasta el hambre proporcionaba su propio tipo de fuerza: la voluntad de arrancar más alimento a la tierra y más tierra a las Plantas.

Por más cuidado que pusiera, la savia le salpicaba los pantalones al caminar, y los harapos de tela se le pegaban a la pantorrilla. Más tarde, cuando hiciera más calor, tendría todo el cuerpo cubierto de savia. La savia se secaría, y cuando él se moviera, la tela endurecida le arrancaría uno por uno los encostrados pelos del cuerpo. Gracias a Dios, lo peor de aquello ya había pasado —los pelos del cuerpo no son infinitos—; pero todavía quedaban las moscas que revoloteaban sobre su carne para alimentarse con la savia. Buddy odiaba las moscas, que sí parecían infinitas.

Una vez llegado al pie de la cuesta, y en medio del campo, dejó un balde en el suelo y comenzó a nutrir con el otro a las sedientas plantas nuevas. Cada planta recibía más o menos medio litro del espeso alimento verde, y con buen resultado. Todavía no era el Día de la Independencia y ya muchas plantas le llegaban por encima de las rodillas. De cualquier manera, el maíz habría crecido bien en el generoso terreno lacustre; pero con el alimento adicional que extraían de la savia robada, las plantas medraban asombrosamente como si aquello fuera el centro de Iowa en vez del norte de Minnesota. Además, ese inconsciente parasitismo del maíz servía a otra finalidad, ya que mientras el maíz crecía, morían las Plantas cuya savia había bebido y cada año se podía empujar un poco más lejos el límite del sembrado.

Enfrentar así la Planta consigo misma había sido idea de Anderson, y cada mazorca del campo testimoniaba su sagacidad. Contemplando las largas hileras, el anciano se sintió como un profeta en presencia de su profecía cumplida. Ahora lamentaba no haberlo pensado más pronto: antes que se dispersara su aldea: antes que las Plantas derrotaran su granja y las de sus vecinos.

Si hubiéramos…

Pero aquello era historia, agua bajo el puente, leche derramada; y por eso podía esperar algún anochecer invernal en la sala de reunión, cuando hubiera tiempo para perder en lamentaciones. Ahora, y por el resto de aquel largo día, había trabajo que hacer.

Anderson miró a su alrededor en busca de los hijos, que se retrasaban vaciando todavía sus segundos baldes sobre las raíces del maíz.

—¡A ver si se apuran! —gritó.

Después, al reanudar el ascenso por la colina con sus dos baldes vacíos sonrió con una sonrisa tenue y sin alegría, la sonrisa de un profeta, y por el hueco entre los dientes delanteros lanzó un fino chorro del jugo de la Planta que estaba masticando.

Odiaba las Plantas, y ese odio le daba vigor.

Trabajaron, sudando al sol, hasta el mediodía. A Buddy le temblaban las piernas por el esfuerzo y el hambre. Pero cada viaje bordeando las hileras de maíz era más corto, y cuando volvía a la Planta había un momento (cada uno más prolongado que el anterior) en que podía descansar.

A veces, a pesar de que no le agradaba ese sabor vagamente parecido al anís, metía el dedo en el balde y lamía el agridulce jarabe que, aunque no nutría, atenuaba un momento lo peor del hambre. Podía haber mascado la pulpa vaciada del líber del tronco, tal como lo hacían su padre y Neil; pero «mascar» le recordaba la vida de la cual había intentado escapar diez años antes, cuando abandonó la granja para irse a la ciudad. Su fuga había fracasado de modo tan terminante como habían fracasado las ciudades mismas. Al final, como en la parábola, se habría dado por satisfecho con las vainas que comían los cerdos, y había regresado a Tassel y la granja de su padre.

Como en la tradición, mataron un ternero cebado, y si su regreso hubiera sido una parábola, habría tenido un final feliz. Pero era su vida, y en su fuero interno él seguía siendo un hijo pródigo; y en algunas ocasiones deseaba haber muerto durante la hambruna en las ciudades.

Sin embargo, en una contienda entre el hambre del vientre y las variables predilecciones del espíritu, lo más probable es que triunfe el vientre. La rebelión del hijo pródigo había quedado reducida a palabras altisonantes y mezquinos remilgos: una obstinada negativa a hablar como los campesinos, un arraigado desprecio hacia la música rural, un asco de «mascar» y una abominación por los palurdos, los rústicos y los patanes. En una palabra, por Neil.

El calor y el cansancio conspiraban en su cuerpo para encauzar los pensamientos por canales menos turbulentos; mientras contemplaba inmóvil cómo se llenaban lentamente los baldes, su espíritu rebosaba con las imágenes recordadas de otros tiempos. De Babilonia, la gran ciudad.

Recordaba cómo de noche las calles eran correntosos ríos de luz, por donde se deslizaban veloces los coches brillantes y antisépticos. Pasaban horas y horas sin que el ruido disminuyera ni se atenuaran las luces. Había cinematógrafos al aire libre para automovilistas, y cuando escaseaba el dinero, los Castillos Blancos, donde atendían muchachas en shorts. A veces los shorts tenían en los bordes unos pequeños flecos relucientes que se agitaban sobre esos tostados muslos.

En verano, mientras los rústicos trabajaban en el campo, había playas iluminadas, y ahora la lengua reseca se le enrollaba recordando cómo —en el laberinto de tambores vacíos de nafta que sostenía el trampolín flotante— habría besado a Irene. O a cualquiera; los nombres ya no importaban tanto.

Volvió a recorrer la hilera, y mientras alimentaba el maíz, recordó los nombres que ya no importaban. Oh, cómo abundaban las muchachas en la ciudad: Si uno se detenía en cualquier esquina, veía pasar centenares en una hora. Entonces se hablaba incluso de un problema de población. ¡Cientos de miles de personas!

Recordó las multitudes en invierno, en el caluroso salón auditorio de la Universidad. Él habría ido de camisa blanca. El cuello le apretaría. En la imaginación, se tocó el nudo de una corbata de seda. ¿Sería lisa o a rayas? Pensó en las tiendas repletas de trajes y chaquetas. ¡Ah, cuántos colores había! ¡La música, y después los aplausos!

Pero lo peor de todo, pensó mientras descansaba de nuevo junto a la Planta, es que ya no queda nadie con quien hablar. La población total de Tassel era ahora de doscientas cuarenta y siete personas, y de ellas ninguna, ni siquiera una, podía entender a Buddy Anderson. Se había perdido un mundo, y ellos ni siquiera se daban cuenta. Nunca había sido el mundo de ellos, pero sí, brevemente, el de Buddy, y había sido hermoso.

Los baldes ya estaban llenos; Buddy los tomó por las asas y emprendió el regreso al campo. Por centésima vez en el día pasó por sobre el gangrenoso bulto de tejido que se había formado sobre la cepa de la Planta utilizada el año anterior para irrigar aquellas hileras. Esta vez pisó con el pie descalzo en un tramo de la madera lisa donde había un charco de resbalosa savia. Cargado con los baldes, no pudo recobrar el equilibrio y cayó de espaldas, derramándose encima la savia que llevaba. Tendido en tierra, la savia le corrió por el pecho y los brazos, y los enjambres de moscas se posaron sobre él.

No intentó levantarse.

—Vamos, no te quedes ahí acostado. Hay trabajo por hacer —dijo Anderson, mientras tendía una mano, más bondadosa que las palabras, para ayudarlo a incorporarse.

Cuando agradeció a su padre, la voz le tembló de manera apenas perceptible.

—¿Te sientes bien?

—Creo que sí —repuso Buddy, con una mueca de dolor al tocarse el coxis, donde se había golpeado contra un nudo de la madera.

—Entonces ve al arroyo y lávate esa porquería. De todos modos ya nos íbamos a comer.

Buddy asintió con la cabeza, y asiendo los baldes (era sorprendente lo automático que se había vuelto el trabajo, aun para él) echó a andar por un sendero boscoso que conducía al arroyo (que antes, más adentro, había sido el río Gooseberry) de donde el poblado extraía agua. Siete años atrás, toda aquella zona —campos, selva y poblado— estaba cubierta por tres a cuatro metros de agua; pero las Plantas la habían succionado. Aún estaban haciéndolo, y cada día la Costa Norte del Lago Superior se trasladaba algunos centímetros más al sur, aunque la retirada parecía hacerse menos rápida a medida que todas las Plantas, salvo las más nuevas, llegaban al límite de crecimiento.

Se desvistió y se acostó en el arroyo. El agua tibia se movía lánguidamente sobre sus miembros desnudos, llevándose la savia, la tierra y las moscas muertas que se le habían quedado pegadas como en papel matamoscas. Contuvo el aliento e introdujo la cabeza lentamente en el agua hasta dejarla totalmente sumergida.

Con el agua en los oídos, le llegaban con mayor nitidez sonidos leves: la espalda que raspaba contra los guijarros del lecho del arroyo y, más distante, otro sonido, un retumbo sordo que con demasiada rapidez se convirtió en un golpeteo. Conocía ese ruido, y sabía que no debía estar oyéndolo allí y en aquel momento.

Levantó la cabeza a tiempo para ver la vaca que corría directamente hacia él… y a tiempo para que ésta lo viera. Cuando Gracie saltó, las pezuñas traseras le pasaron a pocos centímetros del muslo. Después la vaca siguió corriendo hasta internarse en la selva.

Otras la siguieron. Mientras cruzaban el arroyo chapoteando, Buddy las contó: ocho… once… doce. Siete Herefords y cinco Guernseys; eran todas.

Resonó en el aire el anhelante bramido de un toro, y apareció a la vista Studs, el gran Hereford pardo del poblado, con el ondeante mechón blanco. Miró fijamente a Buddy, con indiferente desafío: pero tenía tareas más importantes que zanjar viejos agravios, y siguió en pos de las vacas.

Que Studs hubiera salido del establo era mala noticia, ya que todas las vacas estaban preñadas y no les haría ningún bien ser montadas por un toro ansioso. La noticia sería peor aún para Neil, que era responsable de Studs. Podía significarle una tunda. Esta idea no entristecía demasiado a Buddy, pero le preocupaba el ganado. Se apresuró a ponerse el overol, todavía pegajoso de savia.

Antes de que llegara a pasarse las correas sobre los hombros, Jimmie Lee, el menor de los dos hermanastros de Buddy, salió del bosque corriendo, tras los pasos del toro. Tenía la cara enrojecida por la excitación de la búsqueda, y una sonrisa le asomó a los labios cuando anunció la calamidad:

—¡Studs escapó!

Todos los niños —y Jimmie no era ninguna excepción— simpatizan de manera demoníaca con lo que causa desorden en el mundo de los adultos. Les encantan los terremotos, los tornados y los toros escapados.

Buddy comprendió que no convenía dejar que su padre viera esa sonrisa, ya que en Anderson la secreta simpatía por los poderes destructivos se había transformado con el tiempo en una austera y solemne oposición a esos mismos poderes; un empecinamiento magnífico y crudo, tan despiadado, a su manera, como el enemigo al que se oponía. Nada provocaría esa crueldad con mayor certeza que ver el rubor de exaltación en las mejillas del hijo menor y (como se suponía en general) más querido.

—Avisaré a papá —declaró Buddy—. Tú persigue a Studs… Y los otros, ¿dónde están?

—Clay está reuniendo todos los hombres que pueda encontrar y Lady, Blossom y las mujeres irán a espantar las vacas del maíz, por si toman por allí. —Jimmie gritó la información por sobre el hombro, mientras trotaba por el amplio sendero abierto por la manada.

Jimmie era un buen chico, y de lo más avispado. Buddy estaba seguro de que en el viejo mundo habría llegado a ser otro hijo pródigo. Era siempre el más despierto el que se rebelaba. Ahora tendría suerte si sobrevivía, como todos.

Cumplida la tarea matinal, Anderson contempló el campo y la aprobó. No cosecharían mazorcas grandes y jugosas, como antes. Habían dejado las bolsas de simiente hibridizada pudriéndose en los abandonados depósitos del viejo Tassel. Los híbridos daban el mejor producto, pero eran estériles. La agricultura ya no podía permitirse tales refinamientos. La variedad que Anderson estaba utilizando era hereditariamente mucho más cercana al antiguo maíz indio, el zea mays de los aztecas. Toda su estrategia contra las Plantas usurpadoras se basaba en el maíz. El maíz había llegado a ser la vida de su gente: era el pan que comían y también la carne. En verano Studs y sus doce esposas podían salir del paso con la corteza verde y tierna que los niños raspaban de los costados de las Plantas, o pastar entre los arbustos junto a la orilla del lago, pero cuando llegaba el invierno, el maíz sustentaba al ganado tanto como a los pobladores.

El maíz cuidaba casi tan bien de sí como de los demás. No necesitaba que nadie removiera la tierra con un arado; solamente un palo afilado que la arañase, manos que echaran en ella las cuatro semillas y el puñado de estiércol que sería su primer alimento. Nada rendía tanto por acre como el maíz; nada como el arroz daba tanto alimento por onza. La tierra era ahora muy codiciada. Las Plantas ejercían una constante presión sobre los maizales. Todos los días, los niños más pequeños tenían que salir a buscar, entre las hileras de maíz, los brotes verde lima, que en una semana podían crecer hasta el tamaño de arbustos, y en un mes serían tan grandes como arces adultos.

¡Malditas sean! —pensó—. ¡Que Dios las maldiga! Pero esta maldición perdía mucho de su vigor debido a la convicción de que Dios las había enviado. Que otros hablaran del Espacio cuanto quisieran: Anderson sabía que el mismo Dios colérico y celoso que antes lanzara un diluvio sobre una tierra corrupta había creado y sembrado las Plantas. Nunca discutía al respecto. Cuando Dios podía ser tan persuasivo, ¿qué necesidad tenía Anderson de elevar la voz? Aquella primavera se habían cumplido siete años desde que fueran vistos los primeros gérmenes de la Planta. Habían llegado de pronto en abril de 1972, un billón de esporas, invisibles salvo para los más potentes microscopios, sembradas en todo el planeta por un sembrador igualmente invisible (y ¿qué microscopio, telescopio o pantalla de radar podría hacer visible a Dios?), y en pocos días cada centímetro de suelo, sembrado y desierto, jungla y tundra, se hallaba cubierto por una esplendorosa alfombra verde.

Desde entonces, cada año, a medida que quedaba menos gente, había más conversos a la tesis de Anderson. Igual que Noé, él reía último. Pero eso no le impedía odiar, como Noé debe haber odiado las lluvias y las crecientes.

No siempre Anderson había odiado tanto las Plantas. En los primeros años, cuando acababa de caer el gobierno y las granjas se hallaban en su apogeo, salía de noche a ver cómo crecían a la luz de la luna. Era como las películas aceleradas sobre crecimiento vegetal que había visto años atrás en la Escuela de Agricultura. Entonces había creído que podría resistirles, pero se equivocaba. Las infernales hierbas le habían arrancado la granja de las manos, y el poblado de las manos de su gente.

Pero él; por Dios, la reconquistaría. Hasta el último centímetro cuadrado. Aunque tuviera que arrancar de raíz cada Planta con sus propias manos. Escupió significativamente.

En momentos como ése, Anderson era tan consciente de su propia fuerza, del vigor de su decisión, como un joven es consciente de la compulsión de su carne o una mujer es consciente del hijo que engendra. Era un vigor animal; y Anderson sabía que ése era el único vigor lo bastante fuerte como para prevalecer contra las Plantas.

Su hijo mayor salió de la selva corriendo y gritando. Cuando Buddy corría, Anderson sabía que algo andaba mal.

—¿Qué dijo? —preguntó a Neil. Aunque no quería admitirlo, el anciano empezaba a perder el oído.

—Dice que Studs se metió entre las vacas. Me parece que son tonterías de él.

—Roguemos a Dios que lo sean —replicó Anderson, posando la mirada sobre Neil como una pesa de hierro.

Ordenó a Neil que fuera al poblado para que los hombres no olvidaran llevar sogas y picanas en su prisa por perseguir las vacas. Luego, con Buddy, echó a andar siguiendo el claro rastro dejado por el rebaño. Según cálculos de Buddy, éste les llevaba unos diez minutos de ventaja.

—Demasiado —comentó Anderson, y echaron a correr, en vez de trotar.

Correr entre las Plantas era fácil, ya que crecían muy separadas y el follaje era tan denso que no dejaba crecer maleza. Hasta los hongos languidecían allí por falta de alimento. Los pocos álamos todavía en pie estaban podridos hasta la médula, y sólo esperaban un viento fuerte que los derribara. Los abetos habían desaparecido totalmente, digeridos por el mismo suelo que antes los alimentara. Años atrás, las plantas habían sustentado hordas de parásitos comunes, y Anderson había abrigado la firme esperanza de que las lianas y hiedras destruyeran a sus huéspedes, pero las Plantas reaccionaron, y fueron los parásitos los que, sin motivo aparente, murieron.

Los gigantescos troncos de las Plantas crecían hasta perderse de vista, las copas ocultas por su propio y tupido follaje; el verde suave y viviente de las Plantas era impoluto, intacto; y como todas las cosas vivas, eran reacias a tolerar otra vida que la suya propia.

Había en aquellas selvas una soledad extraña, malsana; una soledad más honda que la adolescencia, más despiadada que la prisión. En cierto modo, pese al floreciente verdor, parecían muertas. Tal vez se debiera a la ausencia de sonido. Arriba, las grandes hojas eran demasiado pesadas y de estructura demasiado rígida para ser agitadas por otra cosa que una tempestad. La mayoría de las aves habían muerto. El equilibrio natural había sido trastornado a tal punto que incluso animales a los que no se habría supuesto amenazados habían engrosado las crecientes filas de extintos. En aquellas selvas las Plantas estaban solas; y la sensación de que eran algo aparte, de que pertenecían a otro orden de cosas, era ineludible; penetraba en el corazón del hombre más fuerte.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Buddy.

—Yo no huelo nada.

—Parece algo que se quema.

Anderson se sintió movido por una remota esperanza:

—¿Un incendio? Pero en esta época del año no pueden arder. Están demasiado verdes.

—No son las Plantas; es otra cosa.

Olía a carne quemada, pero no quería decirlo. Sería demasiado cruel, demasiado irracional perder una de las valiosas vacas en manos de un grupo de merodeadores.

Disminuyeron el paso de carrera a trote, de trote a un cauteloso andar acechante.

—Ahora sí lo huelo —susurró Anderson, mientras retiraba de su pistolera la Colt Python 357 Magnum que era el signo visible de su autoridad entre los ciudadanos de Tassel. Desde que ascendiera a su alto grado (formalmente era alcalde del poblado, pero en la práctica mucho más) nunca se lo había visto sin ella. La potencia de aquella arma como símbolo (ya que el poblado disponía aún de un buen surtido de armas y proyectiles) se basaba en el hecho de ser empleada únicamente para la finalidad más grave: matar hombres.

El olor se había hecho muy fuerte cuando, en un recodo del sendero, hallaron las doce osamentas. Aunque estaban incineradas, hechas cenizas, los perfiles eran lo bastante claros como para indicar cuál había sido Studs. También había un montoncito de cenizas más pequeño, cerca de ellos, en el sendero.

—¿Cómo…? —empezó Buddy; pero en realidad quería decir qué, o incluso quién, algo que su padre comprendió con mayor rapidez.

—¡Jimmie! —gritó el anciano, furioso, y hundió las manos en el pequeño montón de cenizas todavía humeantes.

Buddy apartó la mirada, porque la pena excesiva es como una borrachera: no era correcto que viera a su padre en ese momento.

Ni siquiera queda carne —pensó mirando las demás osamentas—. Nada más que cenizas.

—¡Mi hijo! —gritó el anciano—. ¡Mi hijo!

Tenía en la mano un trozo de metal que antes fuera la hebilla de un cinturón. El calor había fundido los bordes, y el calor que conservaba el metal quemaba los dedos del anciano. Éste no se dio cuenta; su garganta lanzó un sonido más hondo que un gemido, y volvió a enterrar las manos entre las cenizas. Luego hundió en ellas la cara y lloró.

Al cabo de un rato llegaron los hombres del poblado. Uno traía consigo una dala, para utilizarla como picana. Enterraron allí las cenizas del muchacho, ya que el viento comenzaba a dispersarlas por el suelo; Anderson guardó la hebilla.

Mientras Anderson oraba sobre la tumba del hijo, oyeron mugir a la última vaca, Gracie. En cuanto dijeron amén, corrieron tras la vaca sobreviviente. Todos menos Anderson, que volvió solo a casa.

Les costó mucho alcanzar a Gracie.