Introducción

El mito

—Ya están aquí —dijo mi madre.

La mano que tantas veces, durante toda mi pequeña vida, me había sacado del sueño con dulzura, como amortiguando la vida en la realidad, me sacudía ahora con prisa, como, en medio de la noche, cuando empezaba un bombardeo, o un cañoneo. La realidad era urgente. Desde la calle empezaba a llegar la algarabía; la de los moros —«al arabía»—, que bajaban en camiones desde los altos de la Casa de Campo, desde el cerro Garabitas, desde la montaña del Príncipe Pío. Gritos, trompetas, himnos, altavoces. El clamor del enemigo. Era el 28 de marzo de 1939: Madrid había caído. Ya habían pasado.

Mi padre dormía. Había trabajado toda la noche en lo que sería el último número del periódico que hacía: el ejemplar que había traído estaba aún fresco. Apenas estuvo un momento a la venta: y él no volvió jamás a su despacho, ocupado ya —mientras él dormía, esperando que fueran por él— por quienes sacarían con la misma fecha otro periódico, el de los triunfadores.

El temple de la mano de mi madre en mi frente fría es una sensación real de ahora mismo, un calor y un vaho de respiración y un tacto que sucede mientras escribo; como la rugosidad del palo de la bandera de tres colores o el aroma de la flor de acacia en el primer día de la República; o el sonido del pistoletazo —el «paco»— que disparaba sobre los milicianos, o el chirrido del tranvía al tomar la curva de la glorieta de San Bernardo —Ruiz Giménez era su verdadero nombre, y sigue siéndolo: por el padre de don Joaquín: familia de ministros, gente católica, fama de buenos: o sea, la glorieta de San Bernardo—: el duro roce del metal con metal, amortiguado con la arena que llevaba el tranviario en un depósito y que arrojaba por un tubo se parecía al ulular que a veces sonaba como una sirena de alarma. Hasta confundirse. Durante muchos años después aún sentía alarma cuando se oía ese chirrido. Los oídos estaban siempre atentos en la guerra: a las sirenas, a los disparos; después lo estuvieron al silbido de los proyectiles de obús que llegaban del frente perforando el cielo, o a su destemple de carraca al arrastrarse por él. El frente: a un paso. Pero ellos no podían darlo: no se les dejaba.

La ciudad en guerra. Esos alarido de los proyectiles de obús, que ya recuerdo más agudos cuanto más altos y hacia más lejos volaban; más cascados, más feos y burdos, más ruidos y menos sonidos, cuando se precipitaban hacia el suelo y había que guarecerse y taparse la cabeza y reducir el tamaño del cuerpo para ofrecer menos blanco. Sobre lo que sé —y lo sé aunque sea Mentira; uno crea la memoria de su propia vida— está lo estudiado, lo investigado ahora. Cuando se han vivido momentos de los que se llaman históricos (simplemente porque en ellos se junta hasta el trueno y el relámpago y el aguacero de lo acumulado durante muchos días y muchos años que son los que crean, quizá, la verdadera historia), se sabe luego que tampoco lo investigado es cierto: que los historiadores se fían de sus testigos también equívocos, de su propio tinte personal, que apenas dudan de lo que parece cierto; de sus duendes, de sus documentos. Cuando se ha visto el acontecimiento o se ha estado dentro de él, se sabe ya que lo escrito luego no es exacto. No tenían los historiadores por qué ser una excepción dentro de como son las criaturas sociales.

Intento aquí una crónica sobre unos sucesos que forman el rostro y los brazos y el tronco y las piernas de una historia mil veces contada, mil veces falsificada, mil veces rectificada. Estoy seguro de que lo mío, mi crónica apoyada en el estudio actual, de lo que se cree que se sabe hoy, es lo real. Pero, cuidado: no soy la primera persona que cree que la realidad no existe más que como una secuencia de fragmentos indivisibles cuya inmensa mayoría quedará para siempre desconocida. El pasado no existe, el futuro tampoco; y el presente no es más que un vuelo alto entre el pasado y el futuro.

«Ya están aquí»: Madrid había caído. Un Madrid, una imagen, una versión de Madrid. Había llegado a ser una ciudad un poco rara, muy peculiar, como consecuencia de una serie de superposiciones históricas, pero, sobre todo, de una doble personalidad que quedaba muy bien definida con la frase «villa y corte». Villa por un lado, corte por otro. Villa dudosa, de la que los monarcas desconfiaban: la idea de «capital» la llevaban ellos consigo y donde estuvieran: en Toledo o Valladolid, o en El Escorial o donde fuese. Pero eran una célula, una pompa, unos extranjeros metidos en alcázares inexpugnables, separados, con sus dinastías y sus apellidos distintos. Más allá de la aristocracia.

En los anales y las crónicas se separa bien la circunstancia. León Pinelo decía: «El rey Don Felipe II, habiendo elegido esta villa para residencia de su corte…». No formó nunca parte de ella: le separaban de los villanos las picas y alabardas. Carlos Cambronero recogió documentos municipales de los años 1561 y 1562 en los que se consideraba siempre como provisional la residencia de la corte en Madrid: «…por el tiempo que su Majestad estuviere en esta villa…»; «…durante el tiempo que estuviere en esta villa la corte de su Majestad…». Federico Carlos Sáinz de Robles, historiador minucioso de Madrid, señala siempre que una cosa era la corte en el Alcázar y otra era Madrid, el lugarón de Isidro Labrador. «¿Capital Madrid para residencia de él (Felipe II)? No. Lugar Madrid propicio a sus deseos para dejar en él —como se deja el sombrero y cuando estorba en una percha— la parte suntuosa y odiada de su corona…»[1].

Esa especie de doble vida la ha tenido Madrid durante siglos. Con una natural interdependencia. Madrid, con la corte dentro, generaba oficios, empleos, aventuras, esperanzas, ilusiones. Venían, pues, a ella de todas partes; y la villa conservaba la misteriosa, nunca suficientemente explicada, capacidad de convertir en madrileños a los que llegaban y de mezclarlos, sin discriminación, con los que ya estaban.

Quizá sea uno de esos fenómenos sociológicos que suelen explicar los filósofos de la moda: el que llegaba, llegaba a un prestigio conocido a algo que no se define solamente con la palabra «capital» y desde luego no enteramente con la palabra «corte»; quizá Madrid ha sido durante siglos una moda, una manera de hacer y de vivir, una calidad de cultura o de civilización. Insisto en que no era una manera cortesana de hacer, sino más bien un contraste con la corte, que siempre vio con desconfianza —con la desconfianza propia de los estados absolutos— ese crecimiento de la vida pública: desde la corte y todos sus estamentos se ha ejercido siempre esa clase de represión mezclada con tolerancia, con resignación, que han producido los grandes momentos de la cultura. La relación entre la villa y la corte era algo muy peculiar. Y producía un estilo. Tenía, por tanto, el que llegaba algo que imitar: un habla, unos dichos, un acento; y una forma de vestir, de andar, de comportarse; y ese código de visiones de las sociedades y de las modas que determina lo que es y lo que no es. Una ciudad tan extraña como Madrid, aunque naturalmente incomparable, como es Nueva York, que no es ni siquiera capital de su estado federal, pero que tiene unos valores inmensos de poder y que representa una misma dialéctica con la corte, con la capitalidad de Washington, ha inventado lo in y lo out, lo de dentro y lo de fuera, como si esa necesidad de imitar para ser admitido, para ser conocido pudiera llegar a generar una superación, un supermadrileñismo. Este fenómeno ha durado hasta entrado el siglo XX (el ejemplo más obvio, el que siempre se recuerda: Arniches).

Hay que insistir algo en todo este conjunto de conceptos: lo que iba generando Madrid como villa, como lugarón, era lo que han desarrollado por otras razones históricas otras muchas ciudades españolas: una determinada coherencia, una determinada personalidad. Hay un estilo, una manera o un manierismo, una cultura, una civilización sevillana, barcelonesa, cordobesa, burgalesa… Y son ciudades citadas al azar de entre todas como las que podrían citarse. Había una personalidad madrileña. Una construcción, un trazado de barrios y calles; una subdivisión en personalidades menores, que incluso dejaban huella en la literatura, en la investigación de los escritores (pudo haber una novela que se llamase Chamberí, y otra que se titulase Del Rastro a Maravillas, por ejemplo); se formaban por las agrupaciones de gremios, por las clases sociales, por las circunstancias históricas. Había pintores y dibujantes madrileños, poetas madrileños, escritores madrileños, menores unos, superiores otros, pero todos fijados en este fenómeno de una coherencia.

Todo ello funcionó una última vez en el Madrid del 6 de noviembre de 1936; cuando la corte expulsada por una república que fue muy madrileña, muy de la Puerta del Sol, llegó otra vez hasta sus bordes. «¡Madrid, Madrid! qué bien tu nombre suena, /rompeolas de todas las Españas. /La tierra se desangra, el cielo truena /y tú sonríes con plomo en las entrañas» (Machado). Quizá Madrid no sabía en aquel momento que estaba defendiendo su manera de ser. Creía que estaba defendiendo una opción colectiva de vida frente a otra que se le venía encima en la guerra civil; y ésa era en efecto la cuestión esencial de la defensa de Madrid. Pero la resistencia, las barricadas, las canciones, iba a pagarlas caras. Cuando perdió la guerra, Madrid perdió también su carácter, su fisonomía. Otras ciudades españolas han sabido o han podido conservarla mejor: a pesar de los nuevos modos de vida, tienen todavía sus características más y mejor conservadas.

Madrid se instaló, cuando fue cercada, en esa especie de guerra de trincheras, y se aceptaba una normalidad rara pero diaria: las tiendas y los cafés defendidos por sacos terreros, como la estatua de Cibeles (en torno a ella se llegó a construir una especie de funda de ladrillos y aglomerado, como si fuese un símbolo de Madrid que no se podría destrozar); el racionamiento imposible, la venta de «estraperlo», el tabaco de hierbas, el café de malta y luego de achicoria, y ya sin azúcar. Se hicieron famosos dos platos de los que hubo una cierta abundancia: las lentejas y las chirlas, o pequeñas almejas traídas del litoral levantino. Los cines y los teatros se llenaban. Las películas americanas que se habían quedado dentro se repetían año tras año, y alguna española (Morena Clara, de Benito Perojo y de Imperio Argentina), y el viejo y nuevo cine ruso. Por algunas razones especiales los pobladores de Madrid se convencieron de que, efectivamente, no pasarían. Unos con desaliento, otros con entusiasmo y participación.

Todo esto constituyó un mito. La defensa de Madrid comenzó a resonar en un mundo donde la intelectualidad y sus medios de expresión eran antifascistas, y veían en Madrid algo suyo. Ha quedado en la mitología del siglo, y un madrileño abstracto aparece en poemas y películas y libros. Quizá se mantendrá para siempre, como otros mitos: la Bastilla o el Palacio de Invierno, Numancia o Zaragoza frente a los franceses.

En este relato sobre ese mito, y de cómo llegó a serlo, hay recuerdos míos, recuerdos de otros, fragmentos de periódicos, documentos históricos, notas de historiadores profesionales, charlas de testigos. A veces he aplicado la técnica del collage, estimulado por la liberalidad con que la emplea Hans Magnus Enzensberger en El corto verano de la anarquía, sobre la vida y la muerte de Durruti; en su caso, logra casi la perfección del relator: desaparecer. Tampoco es verdad: la misma selección de textos es ya una tendencia; su encabalgamiento, una opinión. No intento desaparecer como testigo turbado por el mal estado de los recuerdos, capaz de transportar aquellas trincheras o aquellos cánticos a la actualidad de ahora mismo. Nadie escribe con inocencia. En realidad, he buscado los testimonios (debidamente entrecomillados, certificados, referidos a su publicación) que avalan los míos: algunos tan contrarios, tan adversos, que casi refuerzan más mi manera de ver, que no es objetiva, pero que deja abiertas todas las puertas y todas las interpretaciones. Entiendo que nadie debe declararse objetivo mientras sea un sujeto; y no hay escritores objeto, historiadores objeto, cronistas objeto. Ni personas objeto. Este sujeto es un madrileño de la guerra civil, formado y educado y alimentado —mal todo ello— y esperanzado —pero sin demasiadas esperanzas ya—, y fracasado con la II República española en sus dos etapas: hay quien llama III República al tiempo que va desde el 18 de julio de 1936 al 1 de abril de 1939, y bien puede ser: fue un tiempo naturalmente distinto.

Lo advierto, lo aclaro, me denuncio, para que nadie crea que trato de sostener una objetividad. No soy fiable. Me defiendo de mi parcialidad, extiendo la desconfianza a los otros: nada es enteramente fiable: nada garantiza la exactitud de nada. Y si lo fuera, la subjetividad del lector lo haría a su manera. Mis recuerdos son claros hasta cuando no son auténticos: son veraces en su inseguridad; no son sólo palabras, sino imágenes de lo visto y sonidos de lo escuchado. Y tacto, y sabor y olor. Pero he tenido muchas veces que rectificarlos con datos bastante más ciertos, o más aproximados que mi certidumbre. Cuanto más me engañan mis recuerdos, menos creo en los de los otros. Es lógico que no me fíe de mí mismo: tengo que hacer esta advertencia para quienes insisten en buscar la verdad. A estas alturas de una civilización que lo mejor que tiene es lo de enseñarnos que toda la verdad es provisional, y que, en todo caso, las verdades se pueden apreciar sólo mientras duran. Son verdades de consumo. Adiós a los dogmas.