La victoria: con su eterno, siempre cumplido vae victis: lo escribió por primera vez Tito Livio, y hay algunas solemnes frases de la historia que sirven para siempre. Había una resistencia, una clandestinidad que se iba formando lentamente: unas veces en las mismas cárceles; otras en las guerrillas de los que se echaron al monte: más tarde, desde Francia: pero la enorme masa de los vencidos estaba también entregada moralmente. No porque hubieran dejado de creer en lo que creían, sino porque la derrota les llegaba con una fuerte carga de sentimiento de culpabilidad para consigo mismos y sus compañeros.
La historia de la derrota, para muchos, comenzaba casi el mismo día de la proclamación de la República, cuando se produjo, o creyeron que se producía, una cierta debilidad, una cierta indecisión en un momento en que se esperaba nada menos que un cambio de era para una España que no había salido de las mismas manos hereditarias desde la Reconquista, que no había sido penetrada por las ideas del humanismo en el Renacimiento, que había rechazado la ciencia, la técnica de la Revolución Industrial y el viento renovador de la Enciclopedia. De cuando en cuando, hoy, en este momento, conviene pararse un poco, mirar en torno y buscar algunas briznas de reforma, de renacimiento, de revolución; algunas huellas de la Enciclopedia, no en las palabras de todos los días, sino en la vida misma de las personas que formamos esta sociedad. Muchas cosas han penetrado a la fuerza, o por lo que se llama «la fuerza de las cosas», su dinámica. Pero todavía son indecisas, inseguras. Probablemente las bases realistas de la vida, o la fuerza global adversa, han hecho que algunos de los ideales que no solamente formaban parte de las aspiraciones de los partidos políticos, se consideren como definitivamente perdidos. Otras utopías se han cumplido, aunque revistan un carácter distinto. El pensamiento de amor libre, de uniones sin más requisito que el mutuo consentimiento, o las relaciones sexuales como prueba de la pareja, era una utopía anarquista. Hoy forma parte de la sociedad española o, al menos, de la parte de la sociedad que se considera más libre. Los obstáculos no son hoy las prohibiciones o las maldiciones o el rechazo social, sino que tienen otra letra: la del Código Civil que dispone en materia de herencias, de pensiones o de traspasos de bienes, o en las ventajas de la paternidad, que el matrimonio está favorecido sobre cualquier otra unión; sin embargo, el sacramento religioso es prescindible. Las uniones homosexuales, o las de grupo, son a veces situaciones de hecho pero no acaban de aceptarse legalmente. El aborto era una reivindicación anarquista de principios de siglo: con dificultades, con renuencias, con obstáculos o con riesgos, está dentro de la legislación. Lo que se llamó obrerismo, o hermandad proletaria, está en franca regresión, sobre todo a partir del momento en que las revoluciones se consideraron imposibles y desde la caída del comunismo no sólo como fuerza material, sino como objeto de desprestigio y de retirada de él de masas de afiliados y de las otras fuerzas de izquierda: pero aún se sostienen los sindicatos, las magistraturas de Trabajo, algunas de las prevenciones para los despidos, los subsidios al paro y la medicina social.
Si se examina ahora, a esta larga distancia, la obra que pudo realizar la República en sólo cinco años incómodos, violentos, sembrados —como se ha visto— de disparos, de bombas, de intentos de vuelta al pasado, y la de lo que algunos llaman la III República —la de la guerra civil, parece mucho más extraordinaria, mucho más rica y positiva de lo que les pareció a quienes, desde abajo, habían ayudado a traerla. Y es porque tenemos la óptica de los años pasados desde entonces, en los que los ideales europeístas y regeneradores se han vuelto mucho más atrás de donde estaban en el punto de partida de la República; la misma Europa no tiene ya la misma fuerza que tuvo cuando emprendió su enfrentamiento con el nazismo y, sobre todo, la que tuvo en el brevísimo tiempo de su posguerra, en el fugaz ensueño libre y desasido de prejuicios que medió entre la derrota del Eje y el principio de la guerra fría. Y aún estos años nuevos de democracia no han conseguido llevarnos a aquel mismo punto.
La República no sólo no aprovechó su fuerza popular de entonces, sino que no tuvo voluntad de aprovecharla. Pretendía otra cosa: pretendía que no era preciso desmontar a la fuerza —la fuerza de una razón— a los elementos contrarios, sino que debía convencerles, asimilarles, integrarles. Era un empeño digno; pero era, también, un desconocimiento de sus adversarios. La República pareció demasiado débil a sus bases populares pero demasiado dura para sus enemigos.
En éstos se producía una doble sensación: la encontraban en efecto débil en cuanto a fuerza y capacidad de hacerse respetar, y fuerte y dura en cuanto a lo que suponía contra sus propios intereses. Eran las dos condiciones objetivas necesarias para atacarla. Y lo hicieron. Había, naturalmente, otras cosas. Una reacción burguesa que se corregía a sí misma: si ayudó a la República para defenderse de las castas dominantes que todavía procedían de la Reconquista, la combatió después para defenderse de las clases bajas que reclamaban sus derechos. Había, también, la situación mundial: el radicalismo de la derecha hacia el fascismo y el nazismo, el de la izquierda hacia el comunismo. La vieja pobreza de España ayudaba a estos radicalismos. Cuando la República fue asaltada, luchó durante tres años y perdió: en esa guerra se produjeron todos los problemas internos de un bando, todas las desconfianzas mutuas, los distintos conceptos de por qué se estaba luchando y qué era lo que se quería ganar.
Cuando terminó la guerra, una gran parte de los vencidos tuvieron la sensación de que habían perdido porque lo habían hecho mal; porque no habían sabido utilizar sus propios soportes, su capacidad de pensamiento, sus condiciones de movilización. Las derrotas producen siempre dos reacciones en los pueblos vencidos (en las poblaciones civiles, al margen de las clases dirigentes y del sentimiento militar): una, la de que la resistencia debe continuar, la de que no todo está perdido. Otra, la de que merece la pena una adaptación, una comprensión del vencedor. Sobre todo si se trata de una guerra civil, donde el vencedor no es un extranjero.
Aparte de esa voluntad de resistir que quedó en los guerrilleros, en los partidos y el gobierno en el exilio —donde se reproducía siempre la misma dificultad de entendimiento— y en los movimientos clandestinos, una enorme mayoría hubiera querido sumarse a la nueva experiencia. No tuvo ocasión. Pronto se comprendió que la victoria equivalía a una ocupación extranjera: los vencedores traían nuevos dioses, nuevos ídolos, nuevos lenguajes (parecía el mismo castellano, pero era otro muy distinto), otros conceptos de la historia, de la estética, de las relaciones humanas, de las costumbres de la sociedad. Aun así, algunos hubieran hecho el esfuerzo de ir hacia ese nuevo concepto —¡tan antiguo que volvía a ser nuevo!— de la sociedad española. No les dejaron. Se encontraron orillados por las depuraciones, por los castigos, por los recelos y las sospechas: cuando no por la cárcel y las diarias penas de muerte. Era evidente que no había comunidad posible. Franco tuvo en esos momentos la verdadera oportunidad de crear un país nuevo. No estaba ese país nuevo en su ánimo. Lo que entendía, lo que entendían los vencedores que le rodeaban y que habían hecho de él un símbolo y un ejecutor de sus ideas, era que había que borrar lo que ellos mismos llamaban «anti-España», (convirtiéndose, por eso sólo, ellos mismos en anti-España, en extranjeros para muchos españoles) en un baño de sangre.
Hubo, por lo tanto, dos errores graves en aquellos momentos: el de quienes creyeron que podían sumarse al esquema de civilización y de cultura que traían los vencedores, y el de los vencedores que creyeron que podrían destruir para siempre unos impulsos, unas ideas, unas situaciones. Algunos de los que habían dejado perder la guerra con la esperanza de que la paz les absorbería comprendieron pronto que no se trataba de eso. Sobre esas dos tendencias se produjo la posguerra. El propio Franco creó la más peligrosa resistencia contra él: la de esa misma burguesía rechazada, excluida, vigilada. Más peligrosa que los guerrilleros en las sierras, más que las organizaciones clandestinas, más que el riesgo exterior —que ya se vio lo que no daba de sí—, la resistencia a compartir el régimen por parte de aquella inmensa mayoría a la que el régimen no había dejado otra solución y que regresaba por la fuerza natural de su propia esencia a los ideales que habían sido su impulso. Podría decirse que Franco ganó la guerra, pero perdió la posguerra. Unamuno lo vio en los primeros días de julio, en el escaso tiempo que medió entre el estallido de la guerra y su propia muerte física: «Venceréis pero no convenceréis». En Unamuno podría verse ese ejemplo claro de quien quiso sumarse y no pudo, tenía que perder su «yo» —ese «yo» que defendía a ultranza— para entrar en la nueva civilización que se le ofrecía, y que no era tal sino solamente fuerza y viejos espectros. Podría decirse que Unamuno fue el primer español de la posguerra.
El no convencimiento que quedaba como una maldición clavada en el costado de los vencedores fue viviendo, nutriéndose, creciendo durante los largos años de la posguerra. Lo que sucedió cuando Franco murió fue un restablecimiento natural y simple de la ideología anterior a Franco, que no fue nunca desarraigada ni convencida. Venía ya de muchos años antes: con Franco el régimen se había ido demoliendo, minando, pudriendo. Tuvo, también, más tiempo que ningún otro sistema conocido en la historia de España para demostrar su capacidad.
Aun con un siglo por delante, todo hubiese sido inútil: no valía. Era un sistema de fuerza y miedo basado en unos castigos y recompensas. El aspecto ideológico que tuvo se quedó seco en los primeros tiempos, cuando las ideologías afines cayeron en la guerra mundial y dejaron al descubierto su vacío y su horror; las propias escaramuzas, sus legalizaciones y sus instituciones, sus «familias políticas», sus «tercios familiares», su «democracia orgánica» eran cascarones vacíos. El esfuerzo que tiene que hacer para convencer quien no tiene razón ofrece un resultado inverso: las censuras, los machaqueos de las consignas, los discursos, los juramentos y las tomas de posesión: los intelectuales del régimen no consiguieron más que convertir en fósiles las ideas que trataban de aportar y sostener. Poco a poco, todo se vino abajo. Al régimen de Franco no le vencieron las guerrillas, las clandestinidades, los gobiernos en el exilio ni las presiones de las democracias extranjeras: le vencieron los vencidos a los que no supo convencer ni asimilar. Claro que para convencerlos tenía que haber ideado otro régimen que no fuera el suyo.
Es difícil determinar cuándo empezó la posguerra y cuándo ha terminado, y si realmente ha terminado. No es muy estimulante observar el comportamiento de la situación política posterior a Franco: la UCD, en busca de un centro o punto de encuentro, que cumplió con la necesidad de asimilar España a Europa mediante las legalizaciones de partidos y la recuperación de los sistemas parlamentarios, después de una Constitución rápida e inconclusa —porque espera siempre desarrollos en leyes posteriores: algunas no se han terminado aún— tuvo una presión tan fuerte por parte de la derecha que su fundador, Adolfo Suárez, tuvo que dimitir repentinamente, sin aclarar nunca las razones por las cuales se iba; y cuando se estaba votando a su sucesor en el Congreso, Leopoldo Calvo Sotelo, difícilmente equiparable con la izquierda, se produjo el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que tuvo dos resultados muy distintos. Por una parte, un afianzamiento de la derecha clásica y de los residuales del franquismo que veían en el movimiento, aun fallido, pero no del todo repudiado por los consejos de guerra y por las manifestaciones favorables en algunos periódicos, la esperanza de que la fuerza militar estaba aún vigilante; Adolfo Suárez o Calvo Sotelo, aun procediendo de Falange y de la derecha clásica, representaban para ellos lo que Lerroux o Gil-Robles fueron para Franco, que les reprochó siempre que no hubieran convertido su bienio de Gobierno en un golpe de Estado electoral, como los de Alemania e Italia.
Por otra parte, una reacción de la izquierda, que veía que las esperanzas en una democracia abierta se podían venir abajo en cualquier momento; esa reacción fue la que permitió que llegase el Partido Socialista al poder: hubo quien vio exageradamente en Felipe González un nuevo Azaña, y algo tuvo en común con él: creer que la democracia se podía traer a España convenciendo a la derecha de sus beneficios, limitando y reprimiendo a la izquierda más avanzada; no sólo la de otros partidos, sino la del suyo propio.
Utilizando la misma aparente paradoja de antes, la de que la derrota empezó en la República, se podría ahora decir que la posguerra comenzó también con la República. Es decir, con el descubrimiento de lo posible: ya no era imposible crear una comunidad de hombres libres —mentalmente—, y con el fortalecimiento de unas mentalidades y de unas fórmulas de convivencia: unas actitudes que han traspasado todos los acontecimientos nacionales y mundiales y, después de la travesía del desierto, llegan casi intactos a nuestro tiempo, lo cual no quiere decir que se pueda señalar el final.
La muerte de Franco no fue concluyente. Todavía después de ella, durante un año, el Gobierno Arias Navarro-Fraga se empeñó en defender las últimas posiciones; todavía la creación de UCD en forma de movimiento residual, y sus sucesivas evoluciones, intentaron mantener dentro del vocabulario y de las reformas institucionales un sedimento de franquismo regenerado. El hecho de que algunas personas que ocuparon puestos de gobierno duros en el régimen de Franco pasaran después a ocupar también altos cargos por elección en la democracia parece fortalecer la idea de que hay todavía residuos de posguerra sin apagar. Rescoldos. Y en los partidos de la derecha, en sus periódicos y sus radios, se albergan muchas veces las ideas de regreso.
No se regresa nunca. Las ideas vencidas en 1939 han traspasado los años, pero no son las mismas ni pueden serlo: los partidos o los hombres que han pretendido mantenerlas intactas y exactas están perdiendo, borrándose. Quedan sus hijos, o sus discípulos, o sus lectores: pero el mundo es distinto. Las ideas que produjeron el 18 de julio se esfuerzan en depurar algo permanente, algo aplicable a las nuevas condiciones de vida: no es seguro que lo consigan. Pero todo ello prolonga en los supervivientes esa sensación angustiosa y dura de la posguerra, esa inseguridad. Toda posguerra mal tratada y regulada puede convertirse en una preguerra. Ése sería nuestro destino si no nos prestásemos a reflexiones más profundas, más actuales.