Capítulo XIII

Los entreguistas

No conseguíamos identificar los disparos en casa. Teníamos años de experiencia, reconocíamos desde las pistolitas de señorita hasta los distintos fusiles, y desde luego los calibres de los obuses. Y las siluetas de los aviones desde que aparecían en el cielo exento frente a los balcones. El frente de guerra estaba a un par de kilómetros, alguna bala perdida se estrellaba de cuando en cuando en la fachada, o atravesaba los cristales y la puerta del armario y aparecía en el bolsillo del chaleco de un traje. Pero estos disparos fuertes, opacos, con eco, con voz de bajo: insistentes, de combate abierto, no sabíamos qué eran. Bajamos a la calle y el portero estaba cerrando las gruesas puertas de madera del portal: todavía existen, son las mismas.

—Están combatiendo debajo de nosotros, en el túnel del metro. En Quevedo están los casadistas, en San Bernardo los de Negrín.

Eran las dos estaciones más próximas en Madrid. En las noches serenas aún se oye en la proximidad el silbido que señala el cierre de las puertas automáticas, por el tragaluz. Por el que se oía el sonido del combate: la guerra dentro de la guerra.

Cuando Juan Negrín regresó a Madrid, después de haber tocado Francia al huir de Barcelona, quiso tomar el mando absoluto de la situación. Al anunciar que el Gobierno volvía a Madrid casi anunciaba que volvía él solo, y que el jefe del Gobierno era lo último que quedaba de la República. Ordenó una movilización general: desde los diecisiete a los cincuenta y cinco años, todo varón quedaba incluido en el Ejército. Pero muchos se escondían, o huían: no se trataba ya de un problema de deslealtad, sino de que veían el final de la guerra. Nadie quería ser el último muerto: ni el último que matara. Lo peor era el abandonismo, la cesión de los militares y de los políticos. Decían abiertamente que la guerra estaba perdida ya, y que la República no existía: el presidente de la República, Manuel Azaña, había pedido asilo político en Francia y había renunciado a la Presidencia. Las Cortes se habían disuelto y los ministros estaban en desbandada. Lo que significaba para las últimas autoridades de Madrid que Juan Negrín no era absolutamente nadie.

(Juan Negrín López, 1892-1956. Estudió la carrera de Medicina en Alemania y la convalidó en la Universidad de Madrid, donde llegó a ser catedrático de Fisiología. Adquirió fama de gran fisiólogo y de hombre de gran cultura. A pesar de la riqueza heredada y ganada en su carrera, ingresó en el Partido Socialista, y dentro de las distintas corrientes de éste tomó partido por la de Prieto: fue elegido diputado en 1931 y continuó en las legislaturas siguientes. Se resistió a ser ministro de Hacienda en el primer Gobierno de Largo Caballero en la guerra civil, pero aceptó por disciplina de partido: fue él quien tomó la decisión de enviar las reservas de oro del Banco de España a la Unión Soviética, y de sacar de España los cuadros del Museo del Prado que salvaron los milicianos del Quinto Regimiento y Rafael Alberti en pleno bombardeo. Fue pronto conocido por sus campañas en contra de las detenciones y los fusilamientos, y por sus visitas repentinas a las cárceles cuando tenía sospecha de que iban a matar gente. Fue él quien comprendió pronto que la guerra no podía ser ganada y lanzó el 1 de mayo de 1938 un plan en trece puntos para llegar a un armisticio; los redujo en febrero de 1939 a las simples condiciones de que salieran las tropas extranjeras y que no hubiera represalias. Sin embargo, se negó a la rendición incondicional. En el exilio siguió siendo jefe del Gobierno hasta 1945. Su condición de fisiólogo excepcional le fue reconocida en Londres, donde siguió ejerciendo. Cuando murió, en París, tenía sesenta y cuatro años).

Prácticamente, Negrín tenía a su lado sólo a los comunistas, convencidos todos de la misma idea de que la guerra mundial era cuestión de poco tiempo: efectivamente, comenzó el 1 de septiembre de 1939, seis meses después de la caída de Madrid. Naturalmente se puede especular con la idea de que Hitler no habría lanzado la guerra si la República Española hubiera seguido resistiendo, pero este tipo de juegos no tienen ningún sentido real. El hecho es que algunas personas creían que la resistencia podría salvar la República y las vidas de los republicanos, y otras entendían que aún se podía llegar a un pacto con Franco.

La primera desobediencia clara a Negrín se produjo en la ciudad de Cartagena, donde los socialistas se lanzaron abiertamente contra los comunistas, y los falangistas aprovecharon la situación para alzarse, y los marinos franquistas intentaron desembarcar, pero fueron repelidos y se les hundió un navío. La de Madrid fue, naturalmente, más grave. Negrín había establecido su cuartel general en la «Posición Yuste», en Elda, y mantenía el aeropuerto militar de Los Llanos: una posición importante para las últimas huidas. Los jefes militares iban y venían continuamente, pero la impresión que llevaban al jefe del Gobierno era la de la derrota. Cuando Negrín mandó llamar al coronel Casado (le ascendió a general, pero éste rechazó el cargo, manteniéndose siempre en la idea de que la República no existía), éste se negó. «Tiene usted que obedecer esta orden», dijo Negrín. «No, me he sublevado», dijo Casado.

Esa sublevación cuajó en un Consejo de Defensa Nacional que nombró Casado con los restos de la Junta —que había quedado automáticamente disuelta al llegar el Gobierno, o sea Negrín, a Madrid—, del que formaban parte, ya como sublevados, el general Miaja, Cipriano Mera, Julián Besteiro. Su misión era la de mantener la defensa de la ciudad y de lo que quedaba de la zona republicana, hasta el Mediterráneo, camino de evacuación, mientras se negociaba con Franco una rendición bajo ciertas condiciones. Pero tuvieron una prioridad: defenderse de los comunistas, sublevados contra los sublevados o, si se quiere, legalistas. En principio, su Consejo de Defensa estaba cercado por los comunistas: los soldados de Casado se enfrentaron con ellos allí y en otros edificios y calles de Madrid y, según Tusell, hubo más muertos que en el primer asalto de Franco a Madrid en noviembre de 1936[51]. Hubo hasta consejos de guerra ordenados por Casado, fusilamientos y encarcelamientos. Cuando iban a entrar las tropas de Franco muchos de los comunistas encarcelados fueron puestos en libertad para que pudieran huir, menos dos mil que se quedaron en una cárcel improvisada: Franco les fusiló allí mismo.

Desde las radios, las gentes del Consejo de Defensa aseguraban al pueblo que estaban imponiendo condiciones a Franco, y que los comunistas eran los culpables de los últimos muertos, y al mismo tiempo se dirigían a los que ya no eran facciosos, sino verdaderos gobernantes de España una vez reconocidos por Francia y Gran Bretaña. Julián Besteiro decía que la guerra no había tenido nunca sentido, sino que los españoles «nos estamos asesinando de una manera estúpida por unos motivos todavía más estúpidos y criminales» y que la guerra se había producido únicamente «por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la mayor aberración política que han conocido los siglos».

(Julián Besteiro Fernández, 1870-1940. Catedrático de Lógica. Presidente del PSOE. Presidente de las Cortes Constituyentes. En los dos años de estancia en Alemania, becado por la Junta de Ampliación de Estudios de la Institución Libre de Enseñanza, tomó contacto con el marxismo en su forma socialdemócrata. Ingresó en el PSOE en 1912, y tuvo el afecto de Pablo Iglesias. Condenado a perpetuidad en 1917 por haber organizado una gran huelga general, pero puesto en libertad al ser elegido diputado en 1918. El partido se dividió en dos tendencias sobre el tema de la adhesión a la III Internacional: cuando murió Pablo Iglesias, Besteiro fue el presidente de las dos tendencias y de la UGT: dimitió al emerger las figuras de Largo Caballero y Prieto, y cuando le fue propuesto formar parte del Gobierno provisional de la República que habría de tomar el poder en 1931. Volvió a presidir la UGT en la República, y fue diputado a Cortes con el Frente Popular. Nunca quiso salir de Madrid, ni para seguir al Gobierno a Valencia, ni aceptó el cargo de embajador en la Argentina. Su ardiente toma de posición en favor de la paz negociada le obligó a quedarse en Madrid, mientras sus compañeros del Consejo huían, confiado en que Franco cumpliría su promesa de no tocar a quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre. Las suyas estaban perfectamente limpias. Fue detenido inmediatamente de entrar Franco en Madrid, y juzgado pocos días después. Le condenaron a treinta años de prisión, y le trasladaron a cumplirlos a la cárcel de Carmona. Murió en la celda. Oí contar entonces que desde que entró en la celda Julián Besteiro sólo habló en alemán, y en ese idioma fueron sus últimas palabras: no quiso volver a pensar en español).

Franco no respondía a ninguna de las ofertas. Se le atribuye una frase: «Dejad que los rojos se cuezan solos». Solos se cocían. Por dos veces una delegación del Consejo de Defensa fue al Cuartel General de Franco con sus condiciones: lo único que se les respondió era que se exigía una rendición incondicional. Insistieron Jos negociadores ante las figuras de segundo orden que les recibían en el aeropuerto de Burgos sin dejarles salir de él en su exigencia de que no hubiera represalias: se les respondió que no se aceptaba ninguna condición, pero que confiasen en la magnanimidad del Caudillo y en su promesa de que sería respetado todo aquel que no tuviera las manos manchadas de sangre. Les pareció suficiente. En la última entrevista les fue dado un documento elaborado por Franco: la forma y los plazos en que debía hacerse la entrega del territorio, de la aviación y de la flota. El Consejo de Defensa entendió que era imposible, por falta de tiempo: y la respuesta fue que Franco había decidido atacar y que sólo aceptaría bandera blanca. Los que pudieron, huyeron.

—Ya están aquí —dijo mi madre al despertarme.

No quería que la catástrofe, la que fuera, lo que pudiera ocurrir a partir de ese momento, me encontrase dormido. También despertó a mi padre. Había pasado la última noche de trabajo de su vida en un periódico, que aún salió aquella mañana con las últimas noticias. Por la tarde salieron ya los periódicos franquistas en los locales inmediatamente incautados. Me vestí urgentemente, me pegué al balcón: luego bajé a la calle a ver el gran espectáculo.

El coronel Prada hizo la entrega de la ciudad a la hora prevista por el coronel Casado, que había huido ya de España. Pero las tropas de Franco aguardaron aún una hora. No se ha sabido nunca por qué, o no lo he sabido yo. Se dijo que era un pacto secreto con los generales del Consejo para que pudieran huir: no dejaron de hacerlo. También que estaban esperando señales desde dentro de la ciudad: corrieron rumores de que se habían cavado túneles donde había cargas de dinamita para una última venganza. No los había. Es algo que he oído repetir en otras ciudades cercadas y abandonadas, pero que no ha sucedido. Tenía razón Azaña cuando decía que lo que pasó en Numancia fue que no había aviones: aquí sí, y entregaron la ciudad: y huyeron.

Lo que llamamos la caída de Madrid se debería llamar, por lo tanto, «entrega», pero Franco no aceptó nunca una rendición que le hubiera restado méritos: fue una toma: «las tropas españolas han liberado la capital de la barbarie roja, recogiendo los frutos de las victorias anteriores y de las roturas que, a partir del 25, se van produciendo en todos los sectores de los frentes. El número de prisioneros en el sector del Centro pasa de 40.000[52]». Pobres personajes los que tenían, o tomaron, la última decisión de acabar, terminar de una vez; y confiar. Alguien dijo: «¡Ha estallado la paz!»; alguien dijo: «La paz empieza nunca»; y alguien dice, todavía, refiriéndose a aquel momento: «No ha llegado la paz, sino la victoria».

Ya estaban aquí. Salían a la calle pálidos curas escondidos con enormes crucifijos, bendiciendo a los que entraban, moros y cristianos; y gentes que se arrodillaban ante ellos, y que se desmayaban a la vista de las primeras banderas rojas y gualdas. Moros que chillaban, legionarios que cantaban, monjas que rezaban. En los camiones de Auxilio Social las muchachas de Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo, repartían raciones de comida a todos: competían con las de la Sección Femenina de Falange. Venían altavoces con himnos y proclamas, y discos con la voz de Franco. Había gentes que corrían despavoridas perseguidas por otros y había guardias civiles que ya llevaban gente esposada. Había los que no podían contener la congoja y el llanto. En las casas muchos quemaban libros, banderas, carnés: otros los escondían, con alguna esperanza. Mi carnet de la CNT y el de la FUE, y la insignia triangular que llevé se enterraron en un tiesto. No se desenterraron jamás. La República moría aquel día, y no volvería nunca.

Sobre Madrid cayó el alud. Los nuevos dueños de Madrid venían a utilizar la ciudad: a derribar sus viejas casas, a imponer otra forma de cultura y de civilización, a especular con sus terrenos, sus transportes, sus suministros; los que se instalaban no traían ya aquella antigua necesidad de imitación o de asimilación de los que llegaban antes, porque no aceptaron nunca la esencia de Madrid. Era una ciudad enemiga que se ocupaba.

Alguno de los vencedores —Giménez Caballero— llegó a proponer que se castigase a Madrid privándola de su carácter de capital. Ojalá hubiese sido así: Madrid se hubiera salvado. Porque lo peor de esta aventura fue que terminó para siempre la dialéctica entre villa y corte: fue de una vez la capital central centralista de un Estado que no solamente era unitario por vocación patriótica o españolista, sino porque imponía un estilo de vida, una manera de ser y una cultura; y lo imponía desde Madrid y con todos los resortes centrados en Madrid. De esta forma el nombre de la ciudad se convirtió en un sinónimo del franquismo; y el nombre de Madrid empezó a ser considerado desde lo que se llamaba la periferia como el centro de la prohibición, de la imposición, de la dictadura. Se ha hablado de «la bota de Madrid» sin distinguir que la bota llegó a Madrid y aplastó Madrid en primer lugar; en nombre de otros valores que no eran los suyos.

La destruyó para siempre. Ahora cada ciudad, cada región, cada provincia o cada nacionalidad, como se quieran llamar, pueden emerger de la dictadura superpuesta, recuperar sus hablas no perdidas, pero restringidas o maltratadas; rehacer su cultura, su personalidad. Se va viendo que la dictadura no penetró profundamente en esas esencias; que sus resistencias interiorizadas, largas y dolorosas, pudieron ser mucho más eficaces porque pudieron conservarse. A Madrid no le queda ya ese recurso. Ni siquiera el de la comprensión. Madrid se pierde. Quedan ciertos islotes, como quedan las reservas de los pieles rojas en el territorio de los Estados Unidos; quedan ciertos intentos de recuperación. Pero probablemente es demasiado tarde.

Entregaron Madrid, y entregaron la República. Una forma de vivir, de pensar, de ser: una cultura propia, un país mental entero. Esperaban la paz, el final del desastre, y hasta la reconciliación. Franco mandó poner en los encabezamientos de las cartas y en los documentos oficiales y, en fin, en todo lo que tuviera que ir fechado, la mención «I Año Triunfal»; o II o III… Y cuando entró en Madrid hizo poner «Año de la Victoria». No se le ocurrió poner «Año de la paz». Al contrario, la paz era algo de lo que había que desconfiar. Al final de cada boletín informativo de Radio Nacional (aún hay personas que le siguen llamando «el parte», porque contuvo el parte oficial de guerra del Cuartel General) se repetía una y otra vez: «La paz no es un reposo cómodo y cobarde frente al enemigo…». ¿Qué enemigo? Se hablaba del exterior y el del interior: había, en efecto, una resistencia, una organización que, como la de la quinta columna, empezó formando grupos autónomos que se iban unificando: esperaban algo. O simplemente era su manera de responder a la muerte a la que estaban condenados por la victoria.

Los consejos de guerra castigaron Madrid durante muchos años. Algunos señalan que las ejecuciones dictadas por ellos acabaron en 1945, seis años después de la Victoria; pero solamente descendieron, y aún hubo penas de muerte ejecutadas hasta 1948. La fecha de 1945 es la de la derrota definitiva de Alemania, y el final del nazismo, cuando los franquistas tenían necesidad de congraciarse con los demócratas, y aún algunos temían que la guerra antifascista continuase contra Franco. Un consejo de guerra característico es el que relata Eduardo de Guzmán, en el que fue condenado a muerte junto con el poeta histórico Miguel Hernández y otras personas acusadas de distintos delitos.

«Ocupamos dos largos banquillos colocados ante el estrado. Tras de nosotros, los guardias ocupan otro, sin soltar los fusiles, vigilando nuestros menores movimientos. Aunque no nos permiten volvernos oímos entrar a quienes acuden a presenciar el acto. Por su escaso ruido no deben ser muchos.

Por orden de los guardias nos ponemos en pie cuando por una puerta del fondo entran uniformados los componentes del tribunal y se sitúan tras una larga mesa. También hacen lo mismo el fiscal y el defensor, que dejan sobre sus mesitas respectivas montones de papeles. Toma asiento el presidente, le imitan los vocales y hacen lo mismo fiscal y defensor. Son las once de la mañana del jueves 18 de enero de 1940 cuando, reunido el Consejo de Guerra Permanente número 5 de la plaza de Madrid, da comienzo el juicio en que se deciden nuestras vidas.

Con la lectura del apuntamiento da comienzo el Consejo. El relator lee con rapidez, con el gesto de quien realiza una labor mecánica, aburrida y pesada. Ni levanta la voz ni da la debida entonación a las palabras. Aun estando tan cerca del estrado perdemos frases y aun párrafos enteros. Lo que lee no parece interesar a los miembros del tribunal, que escuchan con gesto ausente y distraído, enfrascados en pensamientos que ninguna relación guardan con lo que se ventila en la sala. Tampoco el fiscal y el defensor le prestan demasiada atención. Uno y otro repasan los papeles que tienen sobre la mesa y de vez en cuando tachan o corrigen algo de lo que serán sus informes.

La lectura se prolonga veinte minutos largos. Es una relación de nombres, casi totalmente desconocidos para mí, seguidos de una serie de graves imputaciones. A unos les acusan de formar parte del comité del pueblo; a otros de haberse incautado de unas tierras o de una empresa; a la mitad de haber pertenecido como voluntarios al Ejército Popular; a unos cuantos de participar en el asalto de los cuarteles, o incendiar iglesias, o de hacer guardia en las checas. Miguel Hernández y yo figurábamos en último lugar, lo que en este trance y circunstancias no significa precisamente un honor.

Miguel está sentado en el primer banquillo; yo en el segundo pegado materialmente al ocupado por los guardias. Los cargos contra los dos guardan ciertas semejanzas. A Hernández le culpan de haber sido comisario y pertenecer al Partido Comunista, intervenir en mítines y conferencias y realizar una intensa y constante propaganda contra las fuerzas nacionales. A mí de ser militante de la Confederación Nacional del Trabajo, haber sido redactor jefe del periódico izquierdista La Tierra y director de Castilla Libre, en cuyas columnas se realiza una campaña alentando a una resistencia criminal cuando la guerra está perdida, pretendiendo convertir en victorias las derrotas rojas, siendo responsable moral de toda clase de tropelías y desmanes. Cuando termina el relator uno de los miembros del tribunal anuncia que va a comenzar el interrogatorio de los procesados; pero el supuesto interrogatorio no pasa de ser una simple formalidad. Ya antes de nombrar al primero advierten que no podemos hacer otra cosa que contestar sí o no a lo que nos pregunten sin hablar de nada que no se relacione directamente con las preguntas; añaden que todo lo que pudiéramos alegar en nuestro descargo figura ya en las declaraciones prestadas durante la instrucción del sumario y no tenemos por qué repetirlo.

El interrogatorio de los procesados se desarrolla con velocidad vertiginosa. A medida que van nombrándonos tenemos que ponernos en pie, sin accionar con las manos, que deben permanecer como los brazos pegados al cuerpo. Con nadie pierden el tiempo y a ninguno le consienten más que contestar con monosílabos a unas preguntas de trámite. Es inútil que algunos quieran matizar o explicar sus respuestas. Apenas pronunciadas dos palabras, le cortan imperativos:

—¡Siéntese!…

No queda más remedio que sentarse porque de no hacerlo en el acto los guardias obligan a cumplir la orden. Concluidos los interrogatorios se inicia un pequeño descanso al objeto de que tanto el fiscal como el defensor consulten sus notas y preparen las conclusiones definitivas. Los miembros del tribunal se levantan y abandonan la sala. A nosotros también nos gustaría levantarnos, pero lo guardias advierten:

—¡Quietos, sentados, sin moverse nadie, hablar ni hacer señas! …

Ni siquiera podemos volver la cabeza para tratar de descubrir si entre el público asistente al acto están algunos familiares. Uno de los presos sentado a mi lado pregunta en voz baja y en tono respetuoso a los guardias cuándo comparecen los testigos.

—Aquí no tienen por qué venir; ya han declarado ante el juez.

La pausa se prolonga media hora. Al cabo los miembros del tribunal regresan a sus puestos y se reanuda el Consejo.

—Tiene la palabra el señor fiscal.

El fiscal empieza a hablar y lo hace durante veinte minutos en tono duro, agresivo, hiriente. Las palabras chusma, horda, criminales, salvajes y asesinos se repiten una y otra vez con machacona insistencia. En su informe abundan más los adjetivos que los sustantivos. Nos llama canallas, chacales, ignorantes, analfabetos, cobardes, resentidos e infrahombres. Pero acaso más ofensivo que los vocablos sea el aire de abrumadora superioridad propia y de absoluto desprecio hacia nosotros con que se pronuncian.

Su apasionada disertación tiene dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera, que dura seis o siete minutos, acusa a veintitantos de los procesados de todas las barbaridades habidas y por haber, atribuyéndolas a los malos instintos y a la crasa incultura de sus autores, cuya incapacidad para distinguir el bien del mal les convierte en una peligrosa amenaza para la sociedad. En la segunda, que dura justamente el doble, echa sobre los hombros de los restantes —Miguel y yo— todas las culpas de los demás sumadas a las nuestras propias.

Según el fiscal nuestra máxima culpabilidad estriba precisamente en no ser analfabetos, incultos, ni ignorantes; en la capacidad de comprender dónde está el bien e inclinarnos resueltamente por el mal; en haber permanecido en zona roja durante la guerra, escribiendo en defensa de una causa maldita, excitando con nuestra propaganda la resistencia contra las armas nacionales. Y al final, cuando se derrumba el edificio que nuestras mentiras contribuyeron a levantar, intentando eludir la acción de la justicia, yo marchando a Alicante para tomar un barco; Miguel buscando refugio en Portugal, en cuya frontera es rechazado, y acogiéndose más tarde a una embajada extranjera.

Cuando se cansa, al fin, de acumular culpas sobre nuestras cabezas, cambia de tono y con frialdad impresionante empieza a calificar los hechos y solicitar condenas. Todos los procesados estamos incursos en delitos de auxilio y adhesión a la rebelión. Para los primeros —tres o cuatro— pide penas de doce años y un día a veinte años de reclusión. Para los segundos veinte años y un día, reclusión perpetua o muerte. No es fácil llevar la cuenta de las distintas penas solicitadas dado nuestro estado de ánimo; creo, en cualquier caso, que las peticiones de última se elevan a diecisiete; entre ellas están, naturalmente, las solicitadas para Miguel Hernández y para mí.

Puede informar el señor defensor.

El defensor —al que no hemos nombrado ninguno, con el que no hemos cambiado una sola palabra, cuyo nombre ignoramos en este preciso instante— es un hombre joven, ponderado y sereno que hace con absoluta buena fe e indudable voluntad todo lo que puede en favor de los procesados. Como más tarde dirá a los familiares de algunos, recibe los veintinueve expedientes la tarde anterior y no ha podido leerlos. Sin tiempo material para estudiar cada caso, teniendo que informar sobre la marcha con todas las limitaciones que imponen los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, su labor tropieza con enormes dificultades. En realidad, apenas puede hacer otra cosa que contestar al fiscal con sus propios argumentos.

Admite que, como ha dicho el fiscal, una parte de los inculpados sean ignorantes e incultos incluso de enfermiza morbosidad. Pero entiende que nada de eso puede ser considerado como agravante, sino como eximente; en el peor de los casos, como atenuante. El analfabetismo pocas veces es culpa de quienes lo padecen, sino del ambiente familiar y en último término de la sociedad. En cuanto a los enfermos, todavía existen razones más sólidas para reducir al mínimo el castigo.

Considera que Miguel Hernández es un buen poeta; de temperamento ardoroso y exaltado, pero excelente persona. Contra él no hay más que sus versos políticos, su labor en el comisariado y su adscripción al comunismo marxista; pero nadie le imputa una acción deshonesta o sanguinaria. En cuanto a mí, estima que me he limitado a cumplir lo que consideraba mi deber, dada la significación política que tenía con anterioridad a la guerra, y que por grande que fuese mi responsabilidad, empezaba y concluía con mi labor periodística.

Respecto a las sentencias, el defensor solicita que sean rebajadas en un grado las penas pedidas por el fiscal. Los acusados de adhesión debemos ser condenados, de acuerdo con lo señalado en el párrafo segundo del artículo 238 del Código de Justicia Militar, a cadena perpetua.

Finaliza el Consejo con las alegaciones de los procesados. En realidad esta última parte del Consejo es puramente nominal y teórica, porque a ninguno le dejan hablar arriba de dos minutos. Hay un poco de desconcierto cuando uno de los inculpados pregunta por qué le han condenado a muerte cuando ni el relator ni el fiscal le han nombrado para nada, excepto ese último al solicitar las condenas. Le contestan con aspereza que todavía no le han condenado a nada porque todavía no se ha dictado sentencia. Y en cuanto a los motivos de la petición fiscal, han sido expuestos con absoluta nitidez.

—Si estaba usted dormido o no entiende el castellano, la culpa es suya.

El juicio termina pocos minutos después. Los componentes del tribunal dejan sus asientos para abandonar la sala. Los guardias nos obligan a levantarnos para ganar la escalera que conduce a los calabozos. Puedo volver la cabeza y mirar al público. La concurrencia ha sido muy escasa. La constituyen menos de cincuenta personas, probablemente familiares de los procesados; fuera de ellos, no parece que nadie se preocupe ni interese por nuestra suerte.

—Es ya la una menos diez —dice uno de los civiles que nos conduce hablando con un compañero.

Hago un cálculo fácil y rápido. El Consejo ha durado menos de dos horas. Descontando el descanso de media hora, ochenta minutos escasos. Ochenta minutos en que se ha decidido la suerte de veintinueve personas, más de la mitad de las cuales acaban de ser condenadas a morir fusiladas[53]».

Asistí a un único Consejo de Guerra Sumarísimo de Urgencia, anterior al que condenó a Miguel Hernández y Eduardo de Guzmán, que parece una repetición de un sistema. Una veintena de acusados por delitos de guerra: el que tiró a un pozo al ingeniero que dirigía las obras en que trabajaba, o el que quemó un convento de monjas… También el fiscal añadió que había dejado para el final al más culpable de todos: Eduardo Haro Delage, subdirector del diario La Libertad, por las mismas razones de instigación por medio de la prensa y por la responsabilidad del intelectual. También el abogado defensor colectivo era un capitán joven que se había hecho cargo de todos los sumarios el día anterior; después de las condenas recibió a los familiares, les explicó que no había recurso ninguno y que sólo cabía la petición de indulto o de conmutación de la pena: por lo que se refería a él mismo, desde el día siguiente renunciaría a su destino de defensor. Una característica especial: cuando a este acusado más culpable de todos le preguntaron si tenía algo que alegar, se levantó y dijo que por su condición militar sólo podía ser juzgado por un tribunal de Oficiales Generales de la Armada: provocó las carcajadas de los componentes del Consejo. También su condena a muerte fue conmutada posteriormente, y después de varios meses de espera en la celda de sentenciados a muerte, se le condenó a treinta años de prisión a cumplir en un penal militar.