Capítulo XI

Los Brigadistas

La llegada de las Brigadas Internacionales a Madrid ha sido probablemente sobreestimada. No fueron, al principio, más que dos mil soldados, que desfilaron el día 8 camino del frente. El día 10 llegaron dos mil más. Eran las columnas Garibaldi, Thaelman, André Marty: las mandaba el general Lukcas.

(André Marty, 1866-1956. Se distinguió en 1919 como amotinado en un barco de guerra francés, en el que era oficial mecánico, enviado por la alianza europea contra los bolcheviques en la guerra civil de Rusia. En 1924 fue diputado por el Partido Comunista, y según los documentos del Kremlin había sido designado por Stalin para controlar las Brigadas. Estableció su cuartel general en Albacete. Un testigo le describía como un hombre que bajaba en kimono y fumando en una larga boquilla al comedor del hotel para desayunar. En la propaganda franquista se le denominó «el carnicero de Albacete», por sus depuraciones de anarquistas y trotskistas. Según César Vidal, reconoció haber ordenado quinientas ejecuciones. En 1953 fue expulsado del PCF por su oposición continua al secretario general, el histórico Maurice Thorez).

En el primer momento, tuvo una importancia moral.

El desfile por las calles de Madrid, cantando canciones de otras guerras, con cazadoras de cuero, una uniformidad que sobrepasaba a la de los milicianos, daba la sensación de que ya no estaban los madrileños solos.

«Se tiene mucha confianza en la Brigada Internacional, compuesta en su casi totalidad de franceses y alemanes. Quizá la confianza de la gente radica en que van bien vestidos, con guerreras nuevas, gorros oscuros, polainas o bandas. Se les ve más bien jóvenes. Se dice que tienen experiencia de la guerra del 14, pero no es posible[45]».

Fueron acumulándose, y cuando llegó la batalla de Guadalajara su participación fue ya muy importante.

Unos días después llegaron los anarquistas de Durruti: otra gran leyenda de defensores heroicos. Habían penetrado en Aragón con fuerza, habían conquistado posiciones difíciles a los franquistas y ellos mismos se atribuían haber conseguido que Barcelona no cayera. Pero ese 13 de noviembre no eran más que mil ochocientos, y habían venido a regañadientes. No creían en Madrid ni les importaba su resistencia; Madrid era la sede de los comunistas, que se militarizaban con Líster. Pero vinieron. Y casi su primera baja fue Buenaventura Durruti: descendió del automóvil en el límite del frente, y una bala perdida, o de un tirador experto, le mató: inmediatamente corrió la leyenda de que había sido un atentado de los comunistas para impedir que los anarquistas se llevaran la gloria de haber detenido el avance faccioso sobre Madrid.

(Buenaventura Durruti Dumange, 1898-1936, y Francisco Ascaso Abadía, 1901-1936. Unidos en la vida, cayeron con muy pocos días de diferencia, y sus retratos y sus nombres fueron temas de culto en el anarquismo español. Ascaso probablemente participó en el asesinato del arzobispo cardenal Soldevila en Zaragoza, donde vivía y militaba. Con Durruti emigró a Latinoamérica durante la dictadura de Primo de Rivera: se les atribuyen atracos, robos y asaltos de carácter económico para contribuir con el botín a cubrir las necesidades de la causa en España —la CNT, la FAI— mientras ellos vivían pobremente. Ascaso volvió a España en la República. Murió en Barcelona durante el asalto al cuartel de las Atarazanas. Su compañero del grupo Nosotros, Durruti, salió hacia Aragón con una columna de milicianos anarquistas y consiguió, por primera vez en el mundo, trasladar a la práctica el anarquismo teórico en varios pueblos. Fue llamado a Madrid para defender la ciudad; no lo deseaba, porque creía que estaba haciendo en Aragón una verdadera revolución anarquista, pero acudió. Murió en el frente urbano. Fue enterrado en Barcelona).

«A Durruti.

Se pone en marcha el cortejo.

Atardece la mañana.

El sol de los libertarios

se oculta entre nubes blancas

las nubes blancas sollozan

y se deshacen en lágrimas

las lágrimas, hechas lluvia,

del cielo a la tierra bajan

la tierra, con su caricia,

de dura se torna blanda

para recoger los restos

de la vida atormentada

de nuestro hermano Durruti

el de la sonrisa franca,

el de corazón entero,

el de la mirada clara.

Miles de pupilas rielan

por la Vía Layetana,

que desde hoy, para su gloria,

Vía Durruti se llama.

Pasa el féretro, sencillo

en hombros de camaradas.

Las banderas de la FAI y la CNT

lo tapan. Patrullas de su columna, silenciosas,

le dan guarda labios blancos que no alientan,

ojos con cendales de agua.

Para cortar los sollozos

que de los pechos escapan,

sus pañuelos rojinegros

se aprietan a las gargantas.

Los hijos del pueblo toca

una banda miliciana.

La emoción se hace silencio

de picacho de montaña

dormida entre valles muertos

en noche serena y clara.

Y a la cara de un payés

cruzada de arrugas largas,

salen todos los dolores

de nuestra tierra enlutada.

Suenan doce cañonazos

mientras la tierra resbala.

Cientos de coronas caen

sobre la tumba cerrada.

El sol de los libertarios llora

entre las nubes blancas[46]».

Unos días después de la huida, el Gobierno envió a Miaja un oficial con una carta también sellada: el presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra, Largo Caballero, pedía que entregase al portador las vajillas de mesa y de té, y las mantelerías y cuberterías correspondientes, que se habían olvidado en el momento del traslado; y se le debería facilitar transporte para llevarlas a Valencia. Miaja contestó con una de las frases burlonas que empezaron a formar parte de su imagen pública: «Dígale al señor ministro que aquí todavía comemos y no lo hacemos con las manos». Le despidió. En ese curioso y algo grotesco momento parece haber comenzado la verdadera independencia de Madrid; la primera de su historia. Emitió Miaja no obstante algunos comunicados asegurando que dependía estrechamente del Gobierno nacional y que la Junta no actuaba de manera independiente; sin embargo, continuaron las reticencias y el Gobierno dio la orden de que la Junta cambiase de nombre: Junta Delegada de Defensa. Los miembros comunistas eran los que con más insistencia deseaban que la Junta no rompiese su dependencia, manteniendo así el sentido de orden y disciplina que sostuvieron desde el principio de la guerra: el pase al Ejército de las Milicias, la creación del Quinto Regimiento, la organización de la población. Sin embargo, no tuvieron nunca la simpatía de Largo Caballero, que mantenía la tradición socialista de no relacionarse con el Partido Comunista, a pesar de que él estaba en el extremo izquierdo de su partido y de que fuese llamado «el Lenin español».

(Santiago Carrillo Solares, 1915-2012. Era hijo de Wenceslao Carrillo, fundidor en Gijón, uno de los creadores de la UGT y miembro destacado del Partido Socialista; el pase de su hijo al Partido Comunista le destrozó moralmente, y nunca se reconciliaron.

Santiago Carrillo apenas pudo estudiar en una escuela de la Institución Libre de Enseñanza; la familia necesitaba su trabajo, se colocó en una imprenta y pronto adquirió la clásica cultura del tipógrafo, impregnado de los textos que leía en su trabajo; y tomó la cultura política del padre y sus compañeros. El paso inmediato fue el periodismo: cronista parlamentario en El Socialista, fundado en Madrid por Indalecio Prieto, que había comenzado como taquígrafo. A los diecisiete años era ya secretario de las Juventudes Socialistas, que empezaron siendo un intento de unificar a socialistas y comunistas desde sus miembros más jóvenes y menos comprometidos en las enemistades entre los dos partidos. No lo consiguió. Sin embargo, llevó a las Juventudes Socialistas Unificadas hacia el comunismo, primero con un tinte trotskista para diferenciarse del partido oficial, y finalmente como parte de él, en el que ingresó como militante el famoso 6 de noviembre de Madrid en el que fue nombrado consejero de Orden Público de la Junta de Defensa. Como tal ha sido acusado después de las matanzas de Paracuellos del Jarama: la «saca» de la cárcel improvisada en el colegio de San Antón con una orden de libertad, pero que en realidad fue un traslado a unas fosas de ejecución. Carrillo ha insistido siempre en su ignorancia del suceso, y ha supuesto que el autor fue su segundo, el escritor socialista Serrano Poncela, cuyo comportamiento fue tal, y tantas veces denunciado —por el comunista José Laín Entralgo, hermano de Pedro, entre otros—, «que hasta pensamos en fusilarle», dijo Carrillo en conversación con Ian Gibson.

Carrillo fue uno de los miembros de la Junta que se opusieron a la negociación con Franco al final de la guerra, y mantuvo la sublevación comunista contra la traición de Casado. Y de su padre, Wenceslao, que formaba parte de los entreguistas. Fue en el exilio donde alcanzó los máximos puestos en el partido; en 1960 fue nombrado secretario general, y viajaba continuamente por los países comunistas en su labor de organización. Le conocí en París. Tenía prohibida la estancia en Francia y vivía bajo nombres supuestos, como la mayor parte de sus camaradas. Para entrevistarme con él me fueron conduciendo por las calles de París, cambiando de autobuses y de líneas de metro, hasta un bureau de tabac que ahora no podría localizar. He tenido siempre, además, la obsesión de no querer saber aquello que se me disimulaba o que no se me confiaba: ni los verdaderos nombres —aunque en este caso era inevitable— ni los domicilios. No sé por qué recuerdo vivamente los calcetines de color verde que llevaba Santiago en aquel momento, y una conversación disparatada. Franco, decía, iba a caer próximamente. Por la economía: el país no podría resistir. Mi impresión era absolutamente contraria. «Es que tú no sabes lo que sabemos nosotros». Ni siquiera en aquel momento me impresionó la frase, que oía por primera vez y que luego me repetirían los responsables comunistas: nunca supieron nada de la realidad interior de España. Se despidió de mí: el año que viene, en Madrid. Parecía un remedo de la frase que los judíos se repetían a sí mismos durante veinte siglos: «El año que viene, en Jerusalén». El Partido Comunista español ha tenido mucho de mítico desde su fundación hasta su caída. La decisión de Franco de convertir su golpe de Estado, guerra y dictadura en un movimiento, o una Cruzada, de salvación de España —y de Occidente— del comunismo creó una sensación de enorme poder de ese partido, al que se suponía apoyado por la Unión Soviética y por los demás partidos del mundo, además de escoltado por una mayoría importante de intelectuales de izquierda. En el uso de su dictadura, Franco y los franquistas de todas las clases crearon este monstruo, que en realidad apenas tenía afiliados en 1936, que se engrandeció en la guerra por su capacidad de organización y disciplina y que en la clandestinidad mantuvo también esa fuerza nominal. El mismo partido llegó a creer en su grandeza, en su fuerza y en su número. Cuando después del intento fracasado de una «Huelga Nacional Pacífica» militantes tan heroicos y destacados como Fernando Claudín y Jorge Semprún expusieron ante el Comité Central la verdadera situación de España, que no estaba madura para ninguna clase de revolución y que había mejorado económicamente por una serie de factores importantes, Santiago Carrillo, y Pasionaria, y en general toda la dirección, les expulsaron, y crearon dos de los peores enemigos que han tenido después. No hablé directamente con Carrillo nunca más, hasta su regreso a España, aunque en París se reunía a veces en mi casa con otros personajes del partido o con gentes que llegaban de España. Era una casita en las afueras, en Courbevoie, dentro de una colonia de retirados que habían titulado sus villas «Mon repos» o «Sans souci»: en el amplio sótano había unas habitaciones que fueron de servicio, y en ellas se alojaba Ricardo Muñoz Suay cuando llegaba de España a tomar contacto con el partido. Mis hijos le llamaban «el hombre de la cueva».

En vísperas de la muerte de Franco, Santiago Carrillo creía seriamente que España se iba a levantar. Afortunadamente, también los franquistas lo creyeron, imaginaron que ese monstruo que habían inventado era cierto, y el miedo les contuvo y les permitió contemporizar al morir Franco. El Partido Comunista se quedó inmóvil. Carrillo volvió a España en 1976, disfrazado con una peluca gris, seguramente con la intención de ser detenido y poner a prueba la transición, como ocurrió: fue puesto en libertad y el partido fue legalizado. Habían pasado veinte años desde la profecía de «el año que viene…». Carrillo había por fin comprendido que España estaba en otra situación, y probablemente cayó en un estado de desánimo que le llevó, en 1977, a aceptar los Pactos de La Moncloa con los otros partidos no franquistas, en lugar de mantener su posición independiente. En ese momento el gran dragón se desinfló: las elecciones de 1977 relegaron al Partido Comunista a una situación minoritaria, lo cual condujo a Carrillo a la dimisión en 1982: había sido secretario general durante veintidós años, aunque ocupaba el poder desde mucho antes. Otros dirigentes, como Manuel Azcárate, se habían alejado de él y del partido. Pero un grupo se mantuvo fiel, y Carrillo fundó el efímero Partido de los Trabajadores de España; más tarde lo disolvió y ofreció el paso de todos sus afiliados al Partido Socialista, que apenas aceptó la oferta. Santiago Carrillo se ha dedicado al oficio de periodista que había ejercido durante unos años antes de la guerra, y ha escrito libros de memorias y hasta una novela autobiográfica. En conversación conmigo en 1999, después de la nueva derrota electoral del Partido Comunista, ahora dentro de la coalición Izquierda Unida, me dijo: «Si yo no estuviera tan viejo…». Tenía ochenta y cuatro años, muy bien llevados: sigue fumando incesantemente, habla con facilidad y su talento político no es inferior al que tenía durante la resistencia).

La ciudad se había quedado sola al empezar septiembre, entregada a sí misma. Bajaban las bombas, huían los ministros, los moros estaban en el Manzanares. «No llegará la sangre al río», dice una de las viejas frases de la resignación española. Pero la sangre llegó al río, decía uno de los poetas de la defensa:

Llegó la sangre al río.

Todos los ríos eran una sangre.

Y por las carreteras de soleado polvo

—o de luna olivácea—

corría en río sangre ya fangosa,

y en las alcantarillas invisibles

el sangriento caudal era humillado

por las heces de todos[47].

Un mitin en el teatro Monumental: el comunista Antonio Mije, de la Junta de Defensa, explica a los madrileños la situación: hay que crear destacamentos de combate que vayan inmediatamente al frente para contenerlo; organizar la resistencia en los barrios, en las casas: defender la ciudad casa por casa. En las calles que van directamente al frente, hay que levantar los adoquines y construir barricadas. Hay que luchar dentro contra los terroristas, los fascistas de la «quinta columna»; economizar los víveres, fabricar armas… Habla Dolores: a las mujeres que están en el mitin las llama heroínas: «Veo que no han desaparecido aún las heroínas de la guerra de la Independencia, las intrépidas españolas de aquella progenie que luchó contra las tropas de Napoleón Bonaparte y las arrojó del país…». Pero hay otra cita histórica: en ese momento se está celebrando el aniversario de la revolución rusa, de la Revolución de Octubre (que en nuestro calendario corresponde a noviembre). Es el momento de que Mije recuerde los sóviets, el triunfo del socialismo, los planes quinquenales, la creación de la Komintern, o Internacional Comunista. Y que diga que hay que luchar contra los trotskistas (su partido principal, el POUM, no había sido admitido en la Junta de Defensa; más tarde sería perseguido con saña). Dolores ha publicado ese mismo día un artículo en Pravda de Moscú, que se traduce: «Lo mismo que siento yo, lo sienten ahora todas las mujeres y las madres del pueblo español, las que han mandado a sus maridos al sangriento combate y las que luchan, ellas mismas, por la libertad y la felicidad del pueblo español, por la paz en todo el mundo, contra los provocadores fascistas de la guerra». Santiago Carrillo, que, como antes se dice, había ingresado en el partido ese mismo día y que lo representaba con Mije en la Junta de Defensa, estaba en el mitin. Años después, tras el episodio de la peluca, la transición, la legalización del partido y los pactos de La Moncloa, Carrillo pronunció una frase famosa: «De revoluciones, nada: ni la de Octubre».

Las palabras del camarada Mije se tomaron muy en serio. Los militantes comenzaron a recorrer las casas para buscar voluntarios y organizar en cada una de ellas un «comité de guerra»: la consigna era la de no rendirse hasta que la casa estuviera en ruinas… Los reclutados, los supuestos voluntarios, se repartían según sus edades y sus condiciones físicas: unos directamente al frente, otros a fortificar la calle y otros a la producción de armamento.

Madrid estaba viviendo el 6, el 7 de noviembre, los días sucesivos, la que probablemente fue su última epopeya. Algo más grave: estaba viviendo sus últimos días como ciudad coherente, formada, adulta. Probablemente no lo será nunca más.

El 7 de noviembre, el solitario Miaja de la Junta de Defensa, con sus insólitos civiles convertidos en ministros de una ciudad-estado a punto de sucumbir, la rápida intervención militar del providencial general Vicente Rojo y la conversión del madrileño popular en soldado y de las casas en fortines salvaron la ciudad por segunda vez de caer en manos del enemigo. La primera había sido la batalla de la Sierra, el 22 de julio, la de los civiles, los hombres y las mujeres del mono azul, los guardias de Asalto en mangas de camisa. Habían transcurrido cien días. Cada uno de ellos con una angustia que contrastaba con la capacidad de resistir: el avance de Yagüe desde Extremadura a sangre y fuego, la noticia de los asesinatos de personalidades como García Lorca (19 de agosto, Granada), el asalto de Mola por el norte, con la toma de Irún el 5 de septiembre y la de San Sebastián el 13. A un paso de Madrid, caía en manos fascistas el Alcázar de Toledo el 27 de septiembre… El 30 de septiembre Franco recibió el título de Generalísimo y tres días después, en un oscuro texto en el que se le encarga de formar Gobierno para el Estado español que se proclama, se convierte en jefe de Estado y aparecen los primeros reconocimientos internacionales (Italia, Alemania, Portugal), mientras a la República en fuga se le empieza a retirar la confianza. El 9 de septiembre aparece en el Londres conservador un «comité de no intervención» que simplemente aprueba que no se entreguen armas ni ayudas al Gobierno legítimo mientras entran a raudales las ayudas de los países fascistas a Franco.

«Era ése el caso de Léon Blum, por ejemplo. Y no es raro hallarlo en otros hombres de vieja raigambre semítica. Pobres judíos. La providencia les da compensaciones, sin embargo, y los nombres más importantes hoy en ciencias y letras son judíos. No lo digo por las letras y las “ciencias políticas” de Léon Blum, que traicionó a todo el mundo. A los judíos, también, porque ayudó directamente a Franco en España y a Hitler en Alemania. Yo lo recuerdo en su oficina del Louvre diciendo a un grupo de políticos republicanos españoles:

Ne me demandez pas ce que je ne peux pas vous donner!

Todo lo que le pedíamos era que nos diera material de guerra pagándolo en buen oro y al contado.

Pero lo que nos vendían los franceses era llevado a Irún y no a Barcelona. Lo recibían los de Franco. Y el que más gozaba con esos errores “involuntarios” era Laval, el gitano gordo y grasiento que más tarde fue fusilado.

Menos mal que estaba cerca Tito ayudando a organizar las Brigadas Internacionales, en las cuales había algunos millares de héroes franceses. A pesar de la fama que tienen los alemanes, yo he creído siempre que el soldado mejor es el francés. Es verdad que los “francos” son de origen germánico en la remota historia europea.

Como soldados, los franceses pueden dar ejemplo de eficacia a todos los demás países. Sus soldados desfilan sin cuidarse de la gallardía del gesto, de los ritmos del andar decorativo. Los franceses, cuando se visten el uniforme militar, son “trabajadores de la guerra” y no se preocupan de los himnos aunque tienen el mejor de ellos: La Marsellesa[48]».