Capítulo X

7 de noviembre

El 7 de noviembre de 1936 era un día, recuerda Gregorio Gallego (Madrid, corazón que se desangra), «tristón y encapotado»; era «plomizo y frío», era «triste, grisáceo y crudo» (Rafael Abella). Yo tengo, digo antes, pequeños y bravucones recuerdos de infancia, casi físicos: las manos doloridas y despellejadas por los adoquines con que levantábamos las barricadas, el tacto de la arpillera de los sacos terreros; todo con urgencia, todo con prisa. El silbido de los proyectiles, la consigna machacona del «No pasarán», el desfile de las Brigadas Internacionales, los poemas de Alberti y Luis de Tapia. «Tarde negra, lluvia, fango, / tranvías y milicianos» (Moreno Villa).

«Escuchando ya los cañones, que se oían retumbar a lo lejos, y con la presencia de la aviación enemiga sobre nuestro hermoso cielo —aquel 6 de noviembre anubarrado y llorón—, la Villa del Oso y del Madroño se adornó como en sus mejores días de verbena de colgaduras, banderas y pancartas que incitaban a los habitantes a morir antes que retroceder. Hombres, mujeres y niños de todas las edades levantaban las calzadas para hacer barricadas con los adoquines, cavaban febrilmente trincheras, llenaban sacos terreros. Reinaba en toda la ciudad una actividad que preludiaba el heroísmo.

Pasionaria, Federica Montseny y Margarita Nelken arengaban a los milicianos con discursos desgarrados. Federica los fustigaba acre y dura:

—Cobardes, gallinas, ¿queréis que vengan los catalanes a prestaros los huevos?…

El popular y gordo Pedro Rico, alcalde de la Villa, prometía en un acto celebrado en el cine Monumental morir antes que abandonar la ciudad, aunque llegado el momento de contrastar las palabras se olvidaría de sus promesas…

¿Qué pasaba mientras en el palacio de Buenavista?… A las doce de la mañana estallaba en los jardines del ministerio, a unos veinte veinticinco metros de la cancela de hierro, el primer proyectil de artillería. El acierto, o la casualidad, del artillero produjo una especie de repeluzno entre los que nos encontrábamos allí. ¿No sería un aviso o llamada del enemigo a los partidarios con que contaba aquella casa?…»[40]

El 6 de noviembre escapó el Gobierno. Probablemente fue una decisión acertada, aunque el desarrollo de los acontecimientos no la justificó. La caída de Madrid parecía inminente y se suponía que la guerra republicana debía continuar en el último fragmento de tierra leal que quedase: Madrid debía quedar en manos de una Junta de Defensa, que sería su primera autonomía en la historia, mientras la presidencia de la República y el Gobierno de la nación se trasladaban a Valencia. Pero el pueblo de Madrid entendió que era una decisión del miedo y un abandono de los combatientes. «¡Viva Madrid sin Gobierno!», gritaban algunas gentes en las calles. En el control armado de Tarancón, los milicianos anarquistas cortaban el paso a los que huían y trataban de devolverles a Madrid. Sin embargo, el Partido Comunista preconizaba la evacuación: que salieran de Madrid todas las personas que no pudieran trabajar directamente en la defensa. El Quinto Regimiento, del partido, mandado por Líster, se encargó de ello. Hizo gran propaganda con los nombres de las personas ilustres que abandonaban Madrid en sus coches y camiones. Uno de ellos, Antonio Machado, que dedicó a Líster su famoso soneto: «Si mi pluma valiese tu pistola…».

En el Ministerio de la Guerra, Largo Caballero consultó a Miaja si creía conveniente que el Gobierno se trasladase a Valencia: Miaja le respondió que debía haberlo hecho antes. La escena queda falsamente descrita en el siguiente párrafo:

«Poco después, Miaja recibía el encargo (de Largo Caballero) de defender la plaza de Madrid en caso de ataque (sic). El futuro héroe del comunismo universal acogió la orden con positivo desagrado. Empañados los ojos de lágrimas (¡o emoción!, digo yo), quiso rehuir:

—¡Señor ministro! ¿cree usted que yo soy el más indicado?

El ministro contestó secamente:

—¡Claro! ¿No es usted el jefe de la plaza? ¿No me pidió el mando de la Primera División? Vuelva usted esta tarde, a las cuatro, para reunirse con la Junta de Defensa. A esa hora recibirá la orden por escrito[41]».

Por la tarde ya habían salido los ministros y el general Asensio, subsecretario, que sustituía al ministro pero que pronto evacuaría también la ciudad, mandó llamar al general Miaja, que había sido encargado de la Junta de Defensa de Madrid. El sobre estaba sellado y tenía la inscripción «No abrir hasta las seis de la mañana del día 7 de noviembre de 1936». Miaja no esperó, lo abrió y encontró instrucciones para que, con la Junta de Defensa, se encargase de la defensa de la ciudad. Éste es el texto de la orden:

«Ministerio de la Guerra. El Gobierno ha decidido, para poder continuar su primordial cometido de defensa de la causa republicana, ausentarse de Madrid, y encargar a V. E. la defensa de la capital a toda costa. A fin de que se le auxilie en cometido tan trascendental, al margen de los organismos administrativos, que continuarán actuando como hasta ahora, se constituye en la capital una Junta de Defensa de Madrid, con representaciones de todos los partidos políticos que forman parte del Gobierno, y en la misma proporción que en éste tienen. La presidencia de la Junta la ostentará V. E. En ella tendrá V. E. facultades delegadas del Gobierno para la coordinación de todos los medios necesarios para la defensa de Madrid, que habrá de llevarse a su más extremo límite. En caso de que, a pesar de todos los esfuerzos que se realicen para conservarla, haya que abandonar la capital, ese organismo quedará encargado de salvar todo el material y elementos de la guerra, así como todo cuanto pueda ser particularmente útil al enemigo. En tal caso desgraciado, las fuerzas procederán a la retirada en la dirección de Cuenca, para establecer una línea defensiva en el lugar que indique el General Jefe del Ejército del Centro, con el cual estará V. E. en contacto y relación de su subordinación para los movimientos limitados, y del que recibirá órdenes para la defensa, así como el material de guerra y abastecimiento que se les pueda enviar. El Cuartel General de la Junta de Defensa de Madrid se establecerá en el Ministerio de la Guerra, actuando como Estado Mayor de este organismo el del Ministerio de la Guerra, aunque privado de aquellos elementos que el Gobierno considere indispensable llevarse consigo. Madrid. 6 de noviembre de 1936. Largo Caballero».

En realidad, hubo dos sobres con el mismo plazo de apertura, uno dirigido a Miaja y el otro al general Pozas. Los dos decidieron abrirlos en el acto, y la primera sorpresa fue que las cartas estaban confundidas: en el sobre de Pozas estaba la que encargaba a Miaja de la Junta de Defensa, y en el de Miaja el nombramiento de Pozas como jefe del Ejército del Centro.

Pozas se fue a su puesto y Miaja se quedó en ese momento solo en el edificio, el enorme Palacio de Buenavista en la Cibeles, que fue Ministerio de la Guerra, luego de Defensa, y del Ejército: los cambios semánticos, los eufemismos para una misma función, según las doctrinas de los tiempos iban repudiando la guerra, que hasta principios de siglo era todavía una función caballeresca y gloriosa. Es el actual Cuartel General del Ejército. Miaja estaba allí solo: no sabía qué hacer. La Junta no estaría formada hasta el día siguiente. Y los fascistas quisieron bombardear el edificio: pero no acertaron. Unas bombas cayeron en el paseo de Recoletos, otras en la calle del Barquillo: una en un garaje, la única que produjo víctimas.

«Designé como jefe de Estado Mayor al teniente coronel don Vicente Rojo, de quien tenía las mejores referencias, y cité para las once de la noche a todos los jefes de columnas para cambiar impresiones con ellos y llegar a conocer el mayor número de datos posible. De esta reunión salió una penosa impresión, y sobre todo adquirí el convencimiento de que en el frente prevalecía una situación que si el enemigo aprovechaba, confirmaría la idea que paseaba sobre el ministro, de que la pérdida de Madrid era inevitable. Se movilizó a toda la gente disponible en la capital, se corrigieron las posiciones de algunas columnas y, sobre todo, a sus jefes se les exigió que a la mañana siguiente hicieran el esfuerzo máximo para no retroceder un palmo de terreno. Cerca de las cinco de la mañana, próxima la hora que se me había indicado para abrir el famoso sobre, me retiré a descansar unos momentos, pensando en lo que hubiese ocurrido de no haberme determinado a abrirlo antes de la hora[42]».

(Francisco Largo Caballero, 1869-1946. A los nueve años trabajaba como estucador —el que maneja yeso, agua y cola para hacer elementos de decoración en albañilería— para ayudar a vivir a su madre, abandonada por el padre. Recuerdo los carteles de propaganda de las elecciones de febrero de 1936, cuarenta y dos años después de ese aprendizaje, donde figuraba como «estuquista»: muchos candidatos ponían sus oficios para aludir a su condición de obreros. Se afilió a la UGT, de la que llegó a ser secretario general en 1918, puesto que mantuvo hasta entrada la guerra civil. En la huelga general de 1917 tuvo una actuación notable y fue condenado a cadena perpetua; pero fue elegido diputado en 1918 y puesto en libertad por su fuero. Mientras negociaba con los anarquistas, se opuso tenazmente a cualquier colaboración con los comunistas y consiguió evitar que los socialistas españoles entraran en la III Internacional; sin embargo, aceptó formar parte del Gobierno de la dictadura de Primo de Rivera como consejero de Trabajo; y ministro de Trabajo fue en el primer Gobierno de la República. Fue uno de los inductores del movimiento revolucionario contra el Gobierno de extrema derecha —Lerroux, Gil-Robles— en 1934 que culminó en la Revolución de Asturias: fue en ese momento cuando la derecha le denominó «Lenin español». A los dos meses de comenzada la guerra civil, Largo Caballero formó un Gobierno de Frente Popular y asumió la cartera de Guerra. Fue él quien tomó la decisión de evacuar Madrid con todo el Gobierno y confiarlo a una Junta de Defensa. Instaló su presidencia en Valencia. Carlos Sampelayo, periodista del Heraldo, de tendencias anarquistas, contaba: «En Valencia, todo el mundo está contra Largo Caballero. Se le reprocha haberse ido de Madrid. Hasta los propios “caballeristas” le critican sotto voce. Pero el llamado “Lenin español” ejerce sobre los suyos una autoridad a veces temible. Es violento y gritón. No quiere que le lleven la contraria. Como ministro de la Guerra, parece que resolverá todos los problemas de ella sin dar cuenta a nadie, en la antonimia de las ideologías, como haría después el Führer en la Alemania de la conflagración. Tampoco en los otros problemas de la Administración pública pretende que nadie le haga objeciones. Por lo visto, el antiguo solador de oficio cree, como el pintor de brocha gorda, que los jefes de Gobierno deben ser dictadores. Así no da cuenta nadie de sus actos». (En Tiempo de Historia). «Persona de intachable honradez pero de muy limitadas dotes[43]». Su caída se produjo por imposición de los comunistas en 1937, después de los sucesos de Barcelona, en los que se enfrentaron los partidos comunistas, anarquistas y trotskistas. A la caída de Barcelona en enero de 1939 huyó a Francia; la policía de Pétain le detuvo y le entregó a los alemanes, que le tuvieron en el campo de concentración de Orianemburg, abierto por los rusos en 1945: murió en París el año siguiente).

Los datos que obtuvo Miaja en la junta de jefes de columnas (todos militares profesionales excepto Líster, que estaba defendiendo la zona de Villaverde) eran desalentadores. Varela atacaba con un cuerpo de ejército de 30.000 soldados bien pertrechados y disponía de 26 baterías de cuatro cañones cada una. Más aviación italiana y alemana. En el palacio, a oscuras, apenas iluminados por candelabros y linternas, los jefes de las columnas fueron informando de sus disponibilidades: unos 23.000 hombres, que procedían de compañías y batallones destrozados o en desbandada que cubrían desde Villaverde hasta Majadahonda. Tenían treinta carros de combate, ochenta cañones y fusiles y cartuchos suficientes. Pero la línea del frente estaba interrumpida, no había coordinación. Organizaron la defensa y tuvieron una suerte inesperada: se hizo prisionero a un capitán tanquista que llevaba en el bolsillo el plan de ataque de Varela pensado para el amanecer del día 8. Pensaron que podía ser una estratagema, pero decidieron creer en el documento. Cuando los insurrectos comenzaron el ataque, las defensas estaban bien situadas y fue contenido hasta cierto punto. Los invasores pisaron suelo urbano, ocuparon parte de la Casa de Campo y de la Ciudad Universitaria, pero no pudieron entrar en Madrid.

(José Miaja Menant, 1876-1958. Tenía cincuenta y ocho años y un pasado militar poco halagüeño cuando se encontró con una situación inesperada: burlón, risueño, bondadoso, charlatán, iba a ser el símbolo de la resistencia de Madrid. Hijo de trabajadores —un maestro armero de Oviedo y la dueña de una tiendecita—, entró en la Academia, estuvo en África, fue ascendido por méritos de guerra y llegó a general a los cincuenta y cuatro años, sin la brillantez de sus famosos compañeros «africanistas». Fue un republicano normal; pero también los que se sublevaron eran sus amigos. No inspiraba desconfianzas ni envidias. La primera vez que vi al general Miaja fue en un campamento de exploradores (boy scouts), de los que era jefe: precisamente por su buen carácter un poco infantil. Le saludé después en casa de su ayudante de Estado —todos éramos de Chamberí: Casado vivía en San Bernardo, 120, como nuestra familia, y Miaja en Alberto Aguilera, 3—. Luego le fui viendo a lo largo de toda la guerra en los teatros, en las calles, en los noticiarios. Había mezclado con su áspero cargo de jefe de la Junta de Defensa de Madrid, para el que había sido nombrado en un momento casi agónico, una especie de instinto de alcalde y de miliciano, de civil de la ciudad cercada. Al estallar la guerra fue nombrado provisionalmente ministro de la Guerra, hasta que llegó a Madrid el general Masquelet: ya le rodeaba la leyenda de una cierta condición un poco ridícula. Cuando al frente de la I División —Madrid— intentó la toma de Córdoba, fue derrotado y destituido.

Cuando encontró la carta en el Ministerio de la Guerra, creyó que una vez más había sido objeto de un triste destino: se le nombraba para entregar Madrid y unir su nombre al de la más grave derrota militar de la República. Debió ser en aquel momento cuando decidió resistir a toda costa y presidir la defensa de la capital que estaban realizando los civiles. Pero tuvo a su lado a un general valiosísimo: Vicente Rojo. Dentro de la serie de azares y sucesos extraordinarios de aquellos meses, Vicente Rojo fue decisivo como jefe de Estado Mayor).

(Vicente Rojo Lluch, 1894-1966. Educado en el Colegio de Huérfanos Militares de Toledo y en la Academia Militar; apenas realizó operaciones de armas y se dedicó a la enseñanza y el estudio de las técnicas militares. A pesar de una sólida formación religiosa, de su completa entrega a la profesión militar y de un conservadurismo probado, permaneció fiel a la República. Fue uno de los principales defensores de Madrid en Somosierra, con Modesto. Era teniente coronel cuando Miaja le llamó a su lado y le nombró jefe del Estado Mayor de la Junta de Defensa: a su conocimiento y a su decisión se debió en gran parte que tampoco en la jornada decisiva del 7 de noviembre cayese Madrid. Más tarde fue nombrado jefe del Estado Mayor de la Defensa y planeó las operaciones más importantes de su Ejército. Fue al exilio al terminar la guerra, pero fue uno de los primeros en regresar a España con la promesa de inmunidad por Franco. Murió en Madrid en 1966).

Pero Miaja no pudo escapar de aquello para lo que parecía destinado: entregar la República. Cuando el coronel Segismundo Casado decidió acabar con la resistencia que mantenía el jefe de Gobierno, doctor Negrín, y negociar con Franco, el general Miaja, con Besteiro y otros miembros centristas de la izquierda, se puso al lado de los golpistas. No consiguieron ninguna promesa de inmunidad para ellos ni para los ciudadanos de Madrid: Miaja huyó a Valencia, donde embarcó hacia Orán. Terminó su exilio en México, como la mayoría de los políticos republicanos.

La Junta de Defensa trataba de organizar una ciudad-estado en esas condiciones. La formaban representantes de todos los partidos bajo la presidencia de Miaja, que no pertenecía a ninguno, y el secretario era Fernando Frade, del PSOE. Había dos comunistas, Antonio Mije, para Guerra, y Santiago Carrillo, que había entrado en el partido ese mismo día y se encargaba de Orden Público. Amor Nuño, de la CNT, Industria de Guerra; Pablo Yagüe, UGT, Abastecimiento; José Carreño, de Izquierda Republicana, Abastecimientos y Transportes; Francisco Caminero, Partido Sindicalista, Evacuación Civil; Enrique Jiménez González, Unión Republicana, Finanzas, Mariano García Cascales, Juventudes Libertarias, Información y Enlace. La realidad es que no tenían nada que administrar ni que dirigir, que muchos de ellos eran adversarios entre sí o lo eran sus partidos, que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad y anunciaba ya por sus radios que la había ocupado, y que despreciaban al Gobierno por la forma en que había huido. Una razón clara de esta huida era la de salvaguardar su entidad y su legalidad, y otra la desbandada. La evacuación de ancianos y niños, que aumentaban las dificultades de abastecimiento, la de los tesoros nacionales (como los cuadros del Museo del Prado) y de las personas consideradas como vitales para la resistencia parecía justificada. Pero el Gobierno tenía la seguridad de que Madrid caía. Miaja, sin embargo, tomó la decisión de resistir, y esa Junta tomó un raro cuerpo, una decisión de ser histórica y de corresponder a lo que parecía ser el deseo de la mayoría de la capital y de los que acudían a su defensa. El general Miaja estaba seguro de que el presidente del Consejo, Largo Caballero, y sus asesores militares habían decidido que la defensa de Madrid sería demasiado costosa y no tendría un verdadero resultado práctico: podía hacerse frente al enemigo desde Barcelona, desde la zona de Levante, y resistir allí una mediación internacional. Luego fue detestado por su éxito en la defensa de Madrid, hasta ser denominado «héroe del comunismo» por Manuel Aznar en su odioso libro, uno de los primeros que falsearon la realidad histórica española de la guerra civil.

(Manuel Aznar y Zubigaray, 1894-1975. Director de varios diarios, embajador de Franco en varios países. Escribió la Historia de la guerra de Liberación y los tomos primero y cuarto de la Historia de la segunda guerra mundial. Indalecio Prieto escribió una semblanza suya a la que tituló «La ficha de un perillán[44]».

Su hijo Manuel fue nombrado, por el banquero Ruiz Senén, director de Radio Madrid: y el hijo de éste, José María, es el actual presidente del Gobierno español por el Partido Popular).