Capítulo IX

La quinta columna

La radio tuvo una gran importancia en la guerra de España: probablemente fue la primera guerra radiada de la historia. En la noche madrileña se escuchaban las emisoras de la zona franquista con un cierto morbo. La escasez de emisoras de onda media (no se conocía la frecuencia modulada) dejaba libre la banda para buscar la voz de los otros: las emisoras habían aumentado su potencia para ser audibles, y cada bando les dio todas las posibilidades que pudo. Las noticias de los frentes nunca fueron creíbles: se buscaban las de los otros para contrastarlas. Burgos, muy audible en Madrid, emitía arengas, marchas militares, poemas:

… ésa es ya, camaradas, en España

la fecha presentida y el alivio

de nuestras almas vigilantes. Se abate la

fingida arquitectura

que encarcelaba el ánimo afligido

y todo en luz se nos presenta puro.

Ésta es la hora viva en nuestras manos

en que, altos, con la pólvora y el fuego

se nos rinde la tierra merecida.

Que goce nuestra carne, duramente,

del vigor de la lucha que nos torna

al triunfo y esperanza de la vida[35].

Unión Radio, Madrid, o Radio Madrid, fundada por Urgoiti, estaba en el mismo lugar que ocupa ahora, en la Gran Vía, el edificio Madrid-París (ése era el nombre de unos grandes almacenes de bajo precio que imitaban a los Prisunic de París y que luego se llamaron Sepu). No puedo ni quiero contener una cierta emoción cuando llego a sus micrófonos, todas las semanas, y recuerdo que desde ellos —asomada al balcón— Dolores Ibárruri pronunció la famosa frase «No pasarán», tomada, como otras de la época, de la Francia de 1914, «Ils ne passeront pas», pero acuñada ya como española. Dolores pronunció una proclama en París el 3 de septiembre de 1936 pidiendo ayuda para el pueblo español. Y citó literalmente la frase de Pétain en Verdún, 1914; es trágico que fuera el mismo Pétain, primer embajador de Francia con Franco, quien entregara a su país a los alemanes.

Y desde esa radio emitió Alberti su famoso poema incitando a Madrid a la resistencia:

Madrid, corazón de España,

late con pulsos de fiebre.

Si ayer la sangre le hervía,

hoy con más calor le hierve.

Ya nunca podrá dormirse,

porque si Madrid se duerme,

querrá despertarse un día

y el alba no vendrá a verle.

No olvides, Madrid, la guerra,

jamás olvides que enfrente

los ojos del enemigo

te echan miradas de muerte. […][36]

(Nicolás María de Urgoiti y Achúcarro, 1869-1951. Madrileño, ingeniero de caminos especializado en la fabricación del papel y fundador de la Papelera Española, lo que le llevó a empresas editoriales, como Espasa-Calpe. Fue precursor de lo que hoy se llama multimedia: fundó grandes periódicos, como El Sol y La Voz —hizo el bello edificio modernista de la calle de Larra, que luego fue incautado por Falange para la edición de Arriba; después, para La tarde, efímero periódico de Víctor de la Serna—, las agencias de noticias Febus y Fabra y la productora cinematográfica Filmófono, en la que hizo sus primeras películas Luis Buñuel. Todas estas empresas contribuyeron a la República. Recientemente le he comentado a uno de sus descendientes, banquero, la importancia que tuvieron las empresas de don Nicolás María: «Rarezas del abuelo», me contestó).

Desde Radio Madrid, desde Radio España incautada (pertenecía a la Iglesia, o a organizaciones católicas de derechas), el Gobierno hacía continuos llamamientos a la calma, a la serenidad; directamente, a que las milicias se sometieran a un orden militar, a que cesaran los saqueos y los paseos: a esto último contribuían también todos los partidos políticos, sin excepción, aunque el sometimiento de las milicias a un mando único era una cuestión muy discutible. Los partidos obreros insistían en que debía armarse al pueblo: no confiaban en los mandos militares; pero sospechaban unos de otros. Los anarquistas hacían pública su consigna de hacer inmediatamente la revolución que había comenzado ya con la respuesta a los sublevados militares; los comunistas y los socialistas, en que para ganar la guerra era necesaria la disciplina y el orden, y una vez ganada se haría la revolución.

Por radio se pronunciaba también incesantemente, desde Castilla, el general Mola. Era tan duro como Queipo de Llano, y participaba también en la represión implacable. Fragmentos de su alocución por radio desde Burgos, en agosto:

«Es la primera vez que uso Radio Castilla para dirigirme al pueblo castellano. Este pueblo fuerte y aguerrido, de tierras secas y campos de oro, país de mieses y que el sol abrasa. […]

Va mi palabra, además, a los enemigos, pues es razón y justicia que vayan sabiendo a qué atenerse, siquiera sea para que, llegada la hora de ajustar cuentas, no se acojan al principio del Derecho de que jamás debe aplicarse al delincuente castigo que no esté establecido con anterioridad a la perpetración del delito. Y para ver si de una vez se enteran ellos y quienes les dirigen de cuál es nuestra postura y adónde vamos, seguros ya de una victoria decisiva y pronta. Victoria que hemos de obtener, porque nos asiste la razón, nos apoya el pueblo sano y nos ayuda Él, que todo lo puede. […]

Hay quien ha dicho que el movimiento militar ha sido preparado por unos generales ambiciosos y alentados por ciertos partidos políticos doloridos de una derrota electoral. Esto no es cierto. Nosotros hemos ido al movimiento seguidos ardorosamente del pueblo trabajador y honrado, para librar a nuestra Patria de la anarquía, caos que desde que escaló el poder el llamado Frente Popular iba preparándose con todo detalle, al amparo cínico de éste, con la complacencia morbosa de ciertos gobernantes.

De no haber salido nosotros al paso con tiempo y en fecha oportuna, la historia de la humanidad hubiera conocido en pleno siglo XX la más sangrienta de las revoluciones, que nos hubiese llevado forzosamente a desaparecer del mapa de Europa como nación libre y como pueblo civilizado.

Lo ocurrido en todos los lugares del territorio nacional en que los rojos han dominado, es pequeño botón de muestra de lo que habría sido lo otro, lo que se proyectaba para el 29 de julio, bajo los puños cerrados de las hordas marxistas y a los acordes tristes de La Internacional.

¡Sólo un monstruo, un monstruo de la compleja constitución psicológica de Azaña, pudo alentar tal catástrofe! Monstruo que parece más bien la absurda experiencia de un nuevo y fantástico Frankenstein que fruto de los amores de una mujer. Al final de nuestro triunfo, pedir su desaparición me parece injusto. Azaña debe ser recluido, para que escogidos frenópatas estudien su caso, quizá el más interesante de degeneración mental ocurrido desde Crostand [sic], el hombre primitivo de nuestros días. […]

Pero, ¡ah!, todo esto se ha de pagar y se pagará muy caro. La vida de los reos será poca. Les aviso con tiempo y con nobleza; no quiero que se llamen a engaño. […]

Se nos pregunta de otro lado que a dónde vamos. Es fácil, y ya lo hemos repetido muchas veces. A imponer el orden, a dar pan y trabajo a todos los españoles y a hacer la Justicia por igual.

Y luego, sobre las ruinas que el Frente Popular deje —sangre, fango y lágrimas—, edificar un Estado grande, fuerte y poderoso que ha de tener por galardón y remate allá en la altura una Cruz de amplios brazos, señal de protección a todos. Cruz sacada de los escombros de la España que fue, pues es la Cruz, símbolo de nuestra Religión y de nuestra Fe, lo único que ha quedado a salvo entre tanta barbarie que intentaba teñir para siempre las aguas de nuestros ríos con el carmín glorioso y valiente de la sangre española.

Ni rendimiento, ni abrazos de Vergara, ni pactos ni nada que no sea la victoria aplastante y definitiva. Después, si el pueblo lo pide, habrá piedad para los equivocados, pero para los que alentaron a sabiendas una guerra de infamia, crueldad y traición, para ésos, jamás. Antes que la justicia de la Historia, la nuestra, la de los patriotas, que ha de ser inmediata y rápida. De todo eso respondemos nosotros con nuestro honor y, si es preciso, con nuestras vidas. […]

¡Viva España! ¡Viva siempre España!».

(Emilio Mola Vidal, 1887-1937. Llamado «El Director» en los documentos clandestinos que precedieron al «movimiento» —palabra que tuvo oficialidad cuando se hizo la unificación de todas las fuerzas sediciosas, pero que ya figuraba en el bando de Franco y en la alocución de Mola por Radio Castilla—. Hijo de militares destinados en Cuba; moralmente vulnerado por la pérdida de las colonias en 1898, cuando tenía doce años; Academia Militar, heridas de guerra en Marruecos, general en 1927, su adiestramiento en la represión se produjo desde la Dirección General de Seguridad, cargo para el que le nombró Berenguer, sucesor de Primo de Rivera en lo que se llamó «dictablanda»: no fue blanda, y la República intentó procesarle por la crueldad con que reprimió el movimiento estudiantil en la Facultad de San Carlos de Madrid que inició el final de la monarquía; sospechoso de connivencia con Sanjurjo en 1932, fue separado del Ejército, y el Gobierno conservador, el del «bienio negro» de Lerroux, le amnistió, le reincorporó y le destinó a Marruecos como alto comisario. El Gobierno del Frente Popular le trasladó a Pamplona, desde donde dirigió la preparación del golpe de Estado; en 1937 quiso visitar los frentes del Norte y murió al caer su avioneta. Franco le concedió la Laureada a título póstumo, y también el ascenso a teniente general, y la nobleza: duque de Mola. Un poema de Bergamín a raíz de la alocución de Mola por Radio Castilla:

El hijo de la gran Mula

por Mola vino a las malas.

Como no tuvo soldados,

los hizo con las sotanas.

De lejos, el traidor Franco

sólo promesas le manda,

y tomándolo por Mulo

le anuncia tropas mulatas.

Ya están pidiendo madrinas

las tropas de las mejalas.

La Media Luna ya tiene protección de las beatas.

¡Cómo curan sus heridas,

cómo el moro les regala sangrientos ramos de

flores llenos de orejas cortadas!

En mulas van hacia Mola pidiendo a gritos la paga. […][37]

Los bombardeos aéreos motivaron un toque de queda y una orden de apagar las luces de la ciudad. La fisonomía de Madrid cambió: los cristales de las casas fueron cruzados con tiras de papeles adherentes para que la onda expansiva de las explosiones no los proyectase al interior de las habitaciones. Se habilitaron refugios: el metro, los sótanos, las viejas cuevas, los pasadizos subterráneos del Madrid judío y árabe. Había personas amedrentadas que bajaban por la noche a los refugios aun cuando no hubiera alerta, por miedo a que no les diera tiempo. Los motoristas cruzaban la ciudad haciendo sonar sus sirenas: una noche, en la oscuridad absoluta, uno se estrelló con la barricada de adoquines que habíamos levantado en mi calle si era necesario contener desde ella la llegada del enemigo. Del suelo levantado sacábamos tierra, y se empezó a hablar de «sacos terreros» (aunque la expresión venía ya de barricadas anteriores, como las de 1934 en Asturias; el origen de la palabra es francés, y alude a las barricas o toneles con que en los grandes motines los obreros urbanos cortaban el camino a las tropas); no sólo como parapetos, sino que los depositábamos en los rellanos de las casas, por si caían bombas incendiarias: se nos había instruido en el sentido de que no debíamos echar aguar sobre el fósforo, sino tierra. Cayó, un día, una: quedó colgada de un alero y sus llamaradas ardieron en el vacío.

Las patrullas surcaban la ciudad desde el anochecer y hacían respetar el toque de queda y la oscuridad. «¡Esa luz!», gritaban desde la calle al que no la había apagado o tapado sus ventanas con cortinas; era una sola advertencia, porque la segunda era el disparo hacia el balcón o la ventana. Desde la negrura, algunos nos asomábamos a ver los reflectores buscando su presa, y las balas trazadoras que la perseguían.

Pronto cundió la idea de que algunas personas podrían dejar las luces encendidas deliberadamente, para orientar al enemigo. Si alguien no bajaba al sótano durante un bombardeo, se podía sospechar absurdamente que había subido a la azotea con una linterna para hacer señales a los aviones. Se veían traidores por todas partes, las radios y los carteles advertían que «el enemigo acecha», y exhortaban a ser prudentes en sus conversaciones a todos los que tuvieran alguna información de interés militar. Ya se hablaba de lo que luego se ha utilizado en todo el mundo: la «quinta columna». La frase la dijo Mola en la alocución de Radio Castilla, pero no apareció luego en las versiones publicadas. En el importante volumen dedicado a la guerra en la serie de Fernando Díaz-Plaja La historia de España en sus documentos, anota ese discurso así:

«El lector encontrará la falta en las palabras del general Mola de una frase que ha pasado a formar parte del léxico internacional. Me refiero a la que menciona la “quinta columna” que en Madrid aguardaba el momento de apoyar a las fuerzas nacionales. El hecho es que, mientras innumerables testigos aseguran haber oído la frase dicha por radio, en los textos del tiempo no figura. Es posible que fuera cancelada por el propio general ante el temor justificado de una persecución tremenda contra los aludidos».

«El término “quinta columna” tiene su origen en la guerra civil española en las semanas previas al asalto de Madrid. El autor de la denominación no está muy claro pero lo más probable es la versión que la atribuye al general Mola. A inicios de octubre de 1936, considerando que la toma de Madrid era inminente, este jefe nacional afirmó que la capital caería por la acción de las cuatro columnas de Varela que se aproximaban a ella (Asensio, Barrón, Delgado Serrano y Castejón) y una quinta que ya se hallaba dentro: la de los partidarios de los sublevados que era, por tanto, la quinta columna. Esta declaración fue, como poco, desafortunada y una muestra de torpeza, porque cuando llegó a conocimiento de esos violentos cuya actuación los primeros meses de la guerra no reparaba en consideraciones morales, se desencadenó una fiebre por detener y eliminar quintacolumnistas y ello provocó una persecución desenfrenada para limpiar la retaguardia de traidores. No obstante, también tenemos que recoger que Hugh Thomas atribuye la creación de la expresión “quinta columna” al periodista británico Lord St. Oswald en un despacho enviado al Daily Telegraph en septiembre.

Hemos hallado un documento en el Servicio Histórico Militar que nos inclina a considerar al general Mola como el autor del término “quinta columna”. En dicho escrito se expone que, cuando los nacionales ya se hallaban a las puertas de Madrid, se tenía prevista la organización posterior a la toma de la ciudad, la cual se consideraba muy próxima. En ese contexto, el documento citado es una nota manuscrita con fecha del 7 de noviembre en la que se refiere que el general Mola había enviado una comunicación acerca de que existían en el interior de la capital “servicios organizados para atender las primeras necesidades cuando se ocupe Madrid” y además se informaba de que se pusiese en conocimiento del general Varela que sólo entrarían en Madrid 200 requetés y 400 falangistas y en función auxiliar de los guardias civiles.

Esta nota manuscrita pone de manifiesto: primero, que se consideraba hecha la toma de la capital y, en segundo lugar, que se contaba con que en el interior de Madrid funcionaban esas organizaciones, en la clandestinidad, que colaborarían al mantenimiento del orden cuando fuera ocupada la capital. Esto era un convencimiento de Mola.

Por eso, creemos que es más lógico pensar que fue este general quien bautizó este fenómeno de los partidarios de los sublevados integrados en organizaciones clandestinas en la retaguardia enemiga como quinta columna. Además, Santiago Carrillo nos manifestó, en conversación personal, que ellos, en la Junta de Defensa, pensaban que los asaltantes “tenían unidades de la Guardia Civil y de las milicias falangistas y carlistas ya también preparadas para asegurar el orden público en Madrid”, lo cual corrobora lo que Mola informaba en la nota citada hallada en el Archivo Militar[38]».

Las diferencias de apreciación muestran la dificultad de establecer con precisión muchos términos, sucesos o acontecimientos de la guerra. La frase probablemente creada por Mola aparece como dicha en la alocución de agosto, en otra del 15 de septiembre o en la nota manuscrita el 7 de noviembre. La verdad es que los rebeldes creyeron en la toma de Madrid desde el principio mismo de su avance militar, incluso llegaron a anunciarlo, y no dejaron de creer que era posible en cualquier momento; sobre todo cuando llegaron a las mismas puertas el 7 de noviembre de 1936. La idea de que Madrid se iba a sublevar inmediatamente en su favor y que los rojos iban a huir por donde pudieran, si podían, era continua. En el mensaje de Franco que los aviones lanzaron sobre Madrid el 6 de septiembre, antes citado, decía que «el Gobierno […] sufre reveses en todos los frentes, y se aproxima el momento en que, después de una resistencia estéril y sangrienta, tenga que abandonar Madrid para refugiarse en Levante, antes de emprender la fuga definitiva»: fue así, pero pasaron dos meses antes de que esta fuga se realizase, y aun así Madrid continuó su resistencia bajo una autoridad especial.

Muchos aseguraban que la «quinta columna» estaba trabajando al amparo de la inmunidad diplomática, en las embajadas donde se habían refugiado miles de personas que temían por sus vidas, probablemente con razón.

La existencia de una verdadera «quinta columna» es irreal: existían, eso sí, distintas organizaciones clandestinas que a veces no tenían contacto entre sí. Javier Cervera Gil, en la obra antes citada, habla de las quintas columnas autónomas, personas que se descubrían entre sí y que actuaban por su cuenta. Había espías, derrotistas, desafectos, emboscados; funcionaba el «socorro azul», como respuesta al clásico Socorro Rojo de la Internacional Socialista (que en España estaba organizado y funcionando), y Cervera Gil cita una «Hermandad Auxilio Azul María Paz», pero también se trataba de grupos que desconocían cada uno la existencia del otro.

«Cuando en agosto María Paz Martínez Unciti organizó el Auxilio Azul la organización se centró estas primeras semanas en buscar refugios en embajadas o casas a personas cuya vida corría peligro, buscarles alimento o documentos falsos y allegar fondos a la organización como se pudiera (peticiones a afines, contribuciones personales, venta de objetos propios…), para sufragar esas acciones. María Paz fue detenida (luego asesinada) precisamente cuando estaba buscando un refugio a un perseguido.

Desaparecida la joven impulsora y con la reorganización de noviembre de 1936, estas mujeres falangistas se emplearían en más actividades y algunas más complicadas: averiguar las desdichas de los afines y acudir en su ayuda; comprar, trasladar y repartir víveres; evitar que los jóvenes se incorporasen a filas; llevar comida, ropa o mantas a los presos, principalmente, aunque también a los escondidos; asistir como enfermeras a éstos o a refugiados; recaudar dinero y repartirlo; atender las necesidades de los que habían sido movilizados en el Ejército Popular y no habían podido impedir su incorporación; confeccionar ropa normalmente para venderla y obtener ingresos; repartir los partes de guerra de Burgos y darles difusión en colas, cuarteles, oficinas, etc., e intentar desmontar la información oficial del parte republicano, es decir, practicar el derrotismo; guardar alhajas, banderas u objetos comprometedores de los demás: montar y atender unas capillas clandestinas; proteger la celebración de misas clandestinas en casas particulares y procurar los auxilios espirituales a personas escondidas o refugiadas (los sacramentos: confesión, comunión, extremaunción, bautismo e, incluso, matrimonio); procurar sentencias favorables en los tribunales; obtener y servir medicinas; ayudar a evasiones y proporcionar escondites y cartillas falsas; hacer y llevar cigarrillos a los escondidos, y, por último, recoger y atender a los niños que quedaban huérfanos o tenían sus padres en la cárcel[39]».

Me contaron una historia de Pedro Mourlane-Michelena, un escritor falangista vasco que permaneció en Madrid. Alguien pidió a Prieto, que era amigo suyo de Bilbao, que le colocase en algún sitio para que tuviera una documentación: Prieto le dio documentos, pero no trabajo: «Mourlane es un hombre capaz de desorganizar la casa Ford si le coloca en ella»; unos compañeros clandestinos le citaron para ofrecerle ayuda económica, pero con mucho cuidado de no ofender su vergüenza:

—Don Pedro —le dijeron—, hay unas cuantas personas que conocen los problemas de los nuestros que no tienen cómo sobrevivir y…

—Ni una palabra más —dijo don Pedro—: tengan ustedes el último dinero que me queda, y ayude a esos camaradas.

El «emboscado» —como metido en el bosque para no ser visto y no tener que servir— no tenía por qué ser afecto o desafecto al régimen republicano: simplemente no quería ir a la guerra y se buscaba documentos falsos, buscaba trabajos de retaguardia o hacía lo posible por no mostrarse en público. A veces la milicia o la policía entraba en los cafés y pedía los documentos de cada uno: para que justificaran su ocio, su no colaboración en el frente ni en la retaguardia. El difusor de bulos formaba también parte de la resistencia individual: daba noticias atroces sobre la guerra, sobre las represalias, sobre el pánico del Gobierno, para desmoralizar. El derrotista parecía estar de acuerdo con los republicanos, y hacía como que lamentaba el desastre que estaba sucediendo. Se contaba la historia de dos derrotistas que hablaban entre sí de la derrota, del hambre, del desastre, de la falta de todo: les sorprendían, y les increpaban:

—¡Derrotistas! Os vamos a fusilar aquí mismo… ¡Qué fusilar! Os vamos a ahorcar…

—¿Lo ves? Ya no tienen ni balas…

Había chistes derrotistas, fascistas, antirrepublicanos. Muchos de ellos se atribuían a actores cómicos.

Se decía que Ramper había salido a la pista del circo de Price con un cubo del que esparcía el serrín que se solía utilizar para barrer después de los números, y pregonaba:

—¡Serrín de Madrid! ¡Se rinde Madrid!

(Ramón Pérez, «Ramper». Fue un payaso querido por el público y por los intelectuales. Un traje rojo, una camisa a rayas, un sombrero hongo; una caracterización con dos enormes elipses blancas como ojeras y unas crucecitas negras como ojos. Años después le pregunté por las frases que le atribuían y me desmintió todas. Se decía, como muchos trabajadores del espectáculo antes y después, apolítico en su trabajo, porque no quería molestar a la parte del público que pudiera ser contraria; pero además, explicaba con toda lógica, no se hubiera atrevido nunca a decir frases que hubieran podido costarle el trabajo, la cárcel y quizá la vida. La atribución de chistes o frases subversivas a personajes populares es tradicional en España; en el Siglo de Oro se le achacaban a Quevedo, y hasta hace pocos años se publicaban colecciones de libros de contenido cómico y, entre ellos, «chistes de Quevedo» que parecían enteramente apócrifos. Recientemente, para desprestigiar a un ministro del Partido Socialista y con él al Gobierno y al partido, la derecha le atribuyó chistes y frases lejos de su verdadera cultura, y las imprimió y vendió en puestos callejeros donde había emblemas del antiguo Movimiento; como para desprestigiar a otros personajes se escribe de ellos que son gafes).

A veces, a las personas que vivían en esa terrible clandestinidad se las reconocía a simple vista; alguien que llevaba demasiados signos de las milicias, o que miraba furtivamente, o que recelaba de los milicianos… Los curas y las monjas eran inconfundibles. Había espías de los servicios de información de Franco, había diplomáticos extranjeros que mandaban información a los franquistas por las valijas o por la clave con que comunicaban con sus países. Había personas que, simplemente, favorecían, ayudaban o disimulaban ante los perseguidos: unos por dignidad humana, otros con la esperanza de que fuesen protegidos o recompensados cuando ganaran los «nacionales». Personas que raramente fueron después ayudadas: no ya por quienes habían recibido su ayuda, sino por las autoridades, que respondían frecuentemente:

—Si ha podido usted salvar a estas personas sería por su influencia y su buena situación con los rojos… Veamos, veamos su expediente…

Podía ser que quienes iban a declarar en favor de un detenido, a prestar su aval (palabra de origen francés utilizada en las dos zonas frecuentemente: «escrito en que uno responde de la conducta de otro, especialmente en materia política»), oyeran al funcionario ante quien declaraban:

—Sí, sí, pero… ¿y a usted quién le avala?

Evidentemente eran sospechosos todos los que habían permanecido en Madrid o en otra ciudad de la zona republicana, excepto los que podían acreditar su pertenencia a una organización clandestina, o tenían unos antecedentes perfectamente definidos.

Probablemente la organización que mejor trabajó fue la Falange Clandestina, dirigida por Manuel Valdés; primero, desde la cárcel; cuando salió de ella, desde la clandestinidad. Fue su trabajo el que puso en contacto todos los grupos de hombres y mujeres, y el que dio las consignas y normas de trabajo.

(Manuel Valdés Larrañaga. Falangista de la primera hora, íntimo de José Antonio Primo de Rivera, fue acusado de organizar un atentado contra el presidente de las Cortes y eminente jurista Luis Jiménez de Asúa, que pudo salvarse de los disparos de los falangistas corriendo en zigzag y refugiándose en una tienda; no tuvo la misma suerte su escolta, el policía Jesús Gisbert, que fue asesinado. Valdés fue absuelto, pero el magistrado que le juzgó a él y los otros acusados por el acto terrorista, Manuel Pedregal, fue asesinado por los falangistas como represalia por las condenas. Valdés fue detenido de nuevo, esta vez junto con Primo de Rivera y con Raimundo Fernández Cuesta: éste pudo salir de España mediante un canje realizado por Justino Azcárate, embajador de la República en Londres; Primo, trasladado a Alicante, donde sería juzgado y fusilado, y Valdés fue trasladado a distintas prisiones y finalmente puesto en libertad, probablemente por la eficacia de la propia Falange Clandestina. Es posible que la clandestinidad estuviese organizada desde, por lo menos, principios del año 1936 y que Valdés fuera el encargado de ella, siempre en contacto con los militares que iban a dar el golpe de Estado, y luego, en el Madrid republicano, con los agentes del Servicio de Información militar. Franco desconfió siempre de él, como de tantos otros de la Falange ortodoxa, joseantoniana; al terminar la guerra le nombró delegado nacional de Sindicatos y luego vicesecretario general del Movimiento, lo que aparejaba una especie de subdirección de Falange, puesto que el jefe nacional era el propio Franco. Valdés contó su visión personal de toda esta historia en el libro De la Falange al Movimiento, 1936-1952, publicado en 1994).