El Mono Azul
La conversión de las milicias en ejército, la asimilación de algunos de sus combatientes a grados de oficial o suboficial, fueron suprimiendo lo que había sido el verdadero uniforme de la respuesta popular a la sublevación: el mono azul. Era un símbolo del trabajador industrial: del mecánico, del obrero o, como se decía, del proletario que se unificaba bajo las siglas UHP, Unión de Hermanos Proletarios, que se venían usando desde hacía años. Una fábrica con varias tiendas en Madrid, los Azules de Vergara (todavía existen, y hacen también ropas de trabajo), vendían, generalmente ya confeccionado, ese dril duro, muy lavable, resistente al roce del trabajo áspero y a las manchas de grasa.
¡Milicianos,
mis hermanos,
que en la Sierra,
con el fusil en las manos,
estáis limpiando esta tierra
de fascistas, «carcas», curas
y demás aves oscuras!
¡Salud, bravos ciudadanos!
¡Salud, bravas criaturas!
¡Las alturas
y los llanos son ya vuestros, milicianos! […][28]
«Milicianos sí, soldados, no», decían ellos, que consideraban imprescindible entrar en combate, pero fuera de una estructura militar. Colgaban sus armas de sus ropillas de trabajo. Del mono azul: «pero no soldados de uniforme».
Por primera vez se lo pusieron las mujeres que salían a combatir; y las que ocuparon los trabajos de la retaguardia. Es posible que fuera la primera vez que la mujer española vistiese regularmente pantalones: se había visto y criticado en algunas obras de teatro (El Príncipe Carnaval; la tiple Teresita Saavedra pasó a la diminuta historia porque salió a escena con frac. Celia Gámez había vestido una modalidad de mono, con peto sobre una camisa, en Las Leandras, haciendo el personaje de «Pichi»: ese tipo de prenda se llama todavía pichi: el diccionario recoge la palabra con una definición inexacta, «prenda de vestir femenina, semejante a un vestido sin mangas y escotado, que se pone encima de una blusa, jersey, etc».); la «falda pantalón» fue un primer paso.
El mono lo vistieron los intelectuales comprometidos: Rafael Alberti y su compañera María Teresa León aparecieron en actos públicos vestidos con mono y convocaban así a los que se sumaron a la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Una revista de alta calidad intelectual que nació y murió con la guerra se llamó El Mono Azul. Yo lo llevé para ir al instituto, como otros chicos. Pronto se hicieron gorros cuarteleros de la misma tela de dril: completaban el uniforme, con el correaje y la pistola. (El Mono Azul fue una «Hoja semanal de la Alianza de Intelectuales Antifascistas» cuyo primer número se publicó el 27 de agosto de 1936: al mes de comenzar la guerra. Su comité estaba formado por María Teresa León, José Bergamín, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Rafael Alberti, Antonio Luna, Arturo Soto y Vicente Salas Vi. En el primer número, una letrilla de Alberti, un texto de Bergamín, otro de Juan Ramón Jiménez. Bergamín: «El mono azul no es una imitación, es una creación del hombre. Es más humano que el hombre desnudo —más verdadero— porque lo viste honradamente de su dignidad última y primera: la del trabajo, la de la libertad, la de la justicia. El mono azul, verdaderamente, humaniza al hombre»).
Evacuados, refugiados: los barrios extremos de Madrid estaban en zona de combates, los pueblos habían sido ocupados y la gente huía hacia la ciudad, que, bombardeada o cañoneada, tenía una zona protegida: el barrio de Salamanca. El barrio elegante de Madrid, donde vivían las familias de los militares y estaban sus casas, sus tesoros.
«En el barrio de Salamanca hay millares de personas acampadas al viento, bajo la lluvia. Se han reconstruido las viviendas familiares con sillas alrededor de las mesas, con los cacharros de la cocina, colchones, camas. Alrededor de esas viviendas abstractas no hay paredes: ni techos. Diez mil personas viven así bajo lluvia, en el frío. Las casas ya están llenas, y las aceras… y las casetas de los perros. Los que llegan miran con envidia esas instalaciones al aire, suplicando que les dejen un rinconcito, mendigando dos metros cuadrados de adoquines o de asfalto para alojar a una familia[29]».
Muchos años después, medio siglo después, cuando llegó la transición, la muerte de Franco y el peligro de democracia, dijeron que el barrio de Salamanca era la «zona nacional», como llamaban a la España ocupada por Franco en la guerra civil. Tuvieron un momento de esperanza cuando el golpe de Estado fallido de Tejero en el Congreso y de algunos generales implicados, y hasta cuando fracasó siguieron en su esperanza. En sus calles, ante los elegantes lugares de reunión de las señoras, ante las tiendas de buena gastronomía, aparecieron puestecillos donde se vendían retratos esmaltados para la solapa de Hitler, Franco, José Antonio, insignias falangistas, cruces gamadas y algunos libros doctrinarios y casetes con canciones y con himnos fascistas o fascistoides. Sobre todo una amplísima iconografía del golpista Tejero, el asaltante del Congreso. Se fueron extinguiendo cuando no hubo más que esperar, o cuando vieron que no todo era tan atroz como temían. Durante los días atroces de la guerra, los del barrio de Salamanca habían tenido escondidas sus banderas para sacarlas cuando entrase Franco. A pesar de los evacuados.
Los milicianos de los primeros días se vistieron de manera a veces estrambótica: con telas tomadas de las cortinas de las casas que ocuparon. Muchas viviendas madrileñas estaban vacías por el veraneo de sus inquilinos (el régimen de propiedad de pisos no existía: eran todos alquilados); otros, por su huida. Muchos se escondieron, otros fueron capturados. Bajaron a Madrid («bajar» no tiene un significado literal; podían subir desde los barrios bajos) los del «cinturón rojo»: los habitantes de las barriadas humildes, que vivían a veces hacinados en agujeros insalubres, y ocuparon aquellas viviendas.
Más adelante, cuando las tropas enemigas se aproximaron a la capital y comenzaron a llegar los fugitivos de los pueblos y los barrios ocupados, se les alojó en esas viviendas, y a veces obligaron a compartirla con ellos a los inquilinos. Lo que ahora se llaman «personas desplazadas» comenzaron a llamarse evacuados: «evacuar» es, entre otros significados, «desalojar a los habitantes de un lugar para evitarles algún daño».
Muchos de estos ciudadanos comenzaron a vestir las prendas de las casas abandonadas de un modo estrafalario: a veces, como en un carnaval, como las destrozonas, para hacer burla de la elegancia que les parecía ridícula: sombreros de copa o de señora, emplumados. Cuando empezó el frío y en la Sierra comenzó a nevar, se hicieron cazadoras con antiguos cortinajes de terciopelo. El miliciano de mono azul, correaje bien puesto y gorrillo solía pertenecer a las organizaciones socialistas y comunistas, y clamaban por una uniformidad y una disciplina. Los anarquistas preferían el desorden o, sobre todo, la rotura del orden antiguo. Muchos de ellos llevaron un gorro cuartelero que se hacían con los dos colores de su bandera, el rojo y el negro.
Una pequeña industria comenzó a manifestarse: los puestecillos callejeros donde se vendían esos gorros, y los brazaletes, que al principio eran el único distintivo, sobre la camisa o la chaqueta; insignias de los distintos partidos, correajes, pistoleras.
El miliciano de los primeros días era imprevisible. Los que habían hecho el servicio militar trataban de adiestrar a sus camaradas. Habían comenzado ya durante el sitio del Cuartel de la Montaña, tratando de que ahorraran municiones en lugar de disparar sus armas contra los muros o contra los sacos terreros que protegían las ventanas. Allí mismo algunas organizaciones comenzaron a repartir las armas tomadas en el cuartel; y enseñaban a hombres y mujeres el manejo del fusil, la forma de mover el cerrojo, la necesidad del seguro. Cuando los aviones comenzaron a bombardear Madrid, algunos milicianos subían a las azoteas y desde allí disparaban no sólo con los fusiles, sino con las pistolas. Me contaron que uno de ellos, al que dijeron que era un esfuerzo inútil porque los aviones estaban demasiado lejos, contestó: «Ya lo sé: pero disparo de rabia».
Casi simultáneamente se produjeron las mismas situaciones en las ciudades mantenidas por la República. En Barcelona:
«Los sindicatos, los partidos, las organizaciones obreras y el Gobierno organizaron sus propias columnas. Los locales de los sindicatos y los despachos de los partidos se convirtieron en oficinas de alistamiento para las milicias, y las masas acudieron. Hombres y mujeres hicieron cola para alistarse. Muchos no fueron aceptados. Las primeras columnas salieron al encuentro del enemigo con camiones y autobuses. Nadie sabía dónde se encontraba, porque todavía no existía un frente. Veinticuatro horas más tarde se comprobó que nadie había pensado en abastecerse de municiones y víveres. El avituallamiento fue enviado posteriormente en camiones.
Muy pocos milicianos poseían una instrucción militar, la mayoría estaban mal armados. Muchos sólo llevaban una pistola consigo. Los cartuchos los llevaban en el bolsillo del pantalón. No existían equipos de campaña. Muchos milicianos iban calzados con alpargatas. Poco más tarde apareció el clásico gorro militar español de dos picos: rojo y negro el de los anarquistas, rojo el de los socialistas y comunistas, y azul el de la Esquerra catalana. El “mono” azul de los mecánicos se convirtió en una especie de uniforme.
Los dirigentes de los grupos políticos cumplían funciones de oficiales (si es que se pueden llamar así), el proletariado en armas les tenía la misma confianza de antes, durante las huelgas y las asambleas. Tampoco ellos tenían una preparación militar, por supuesto; ni siquiera conocían el abecé de la táctica militar. En el transcurso de la guerra aprendieron las milicias el arte de cavar trincheras e instalar alambradas, lanzar granadas de mano y ponerse a cubierto. Con frecuencia sus instructores eran revolucionarios extranjeros que habían vivido la experiencia de la Primera Guerra Mundial. Venían a España en número creciente para luchar por la revolución mundial y contra el fascismo.
Al principio no se utilizó ningún tipo de estrategia para dirigir las operaciones militares. Los obreros sólo estaban familiarizados con el combate callejero y la guerra de barricadas. Con el tiempo aprendieron que los montones de piedras no ofrecían ninguna protección contra las armas modernas. Sólo se sentían en su elemento en la defensa de una aldea, sobre todo si se trataba de su propio pueblo. No conocían aún por experiencia la necesidad de hacer maniobras y desarrollar una táctica móvil.
No había cuarteles generales, estados mayores ni redes de telecomunicaciones. Cada columna se ocupaba de su propio bagaje. Cuando necesitaban municiones o víveres, enviaban a algunos de sus delegados a Barcelona para buscarlos.
Como es de suponer, estas tropas cometieron al principio todos los errores imaginables. Se iniciaban ataques nocturnos con vivas a la revolución, y con frecuencia se emplazaban los cañones en la línea avanzada de la infantería. De vez en cuando ocurrían episodios grotescos. Un miliciano me contó que una vez, después del almuerzo, una unidad entera se trasladó a una viña cercana para comer uvas; cuando regresaron encontraron sus posiciones ocupadas por el enemigo. Sin embargo, este ejército de voluntarios conquistó la mitad de Aragón y contuvo a los fascistas, cuyas tropas escogidas constituían casi la totalidad del ejército regular de España[30]».
En todas las ciudades se formaron espontáneamente las milicias: el reparto de armas al pueblo. Donde triunfó la rebelión, su final fue funesto: los que no murieron en combate o pudieron huir, fueron fusilados. «Vivirán poco», decía el general Queipo de Llano en Sevilla de los que aún no habían caído en sus manos:
«Carmona se ha librado del castigo que iba a sufrir. Al llegar la columna habían huido los elementos comunistas. Han sido armados los elementos de orden y se han nombrado gestores a ciudadanos que estaban presos por los elementos marxistas.
La columna no volverá a Sevilla hasta la noche, pues desde Carmona marchó a Arrabal, en donde los elementos extremistas se habían hecho acreedores a un castigo.
Me había olvidado en otras ocasiones de dar cuenta de que en mi poder están todos los documentos de los centros comunistas y de la UGT de Sevilla; probablemente quedará alguno al que no se le haya podido ocupar, pero espero que dentro de poco caerá en mis manos.
Igualmente obran en mi poder la faja del generalísimo comunista (que por cierto es preciosa, con entorchados de oro y mucho lujo, lo que no se compagina con las doctrinas que predican), banderas, emisoras, etc., y libros de contabilidad.
Con harto sentimiento me doy cuenta de la estulticia de algunos obreros del Ayuntamiento y otros sitios que han abandonado el trabajo, merced a coacciones de los directivos; éstos vivirán poco tiempo, pues ya he dado órdenes para que se detengan inmediatamente. Desde luego todos estos obreros han perdido su destino desde este momento. Lo mismo ha ocurrido en la Pirotecnia y en la Fábrica de Artillería, donde han sido detenidos, por coaccionar, Rafael Carrasco Martínez y Romualdo Infante Sánchez, a los que se les sigue juicio sumarísimo y sufrirán el castigo a que se han hecho acreedores. Los que formaban las Juntas en la Pirotecnia y en la Fábrica han quedado suspendidos como empleados, excepto el obrero Luis Rodríguez Castillo, que se presentó al trabajo en la Pirotecnia, y Martín Pavón Álvarez, en la Fábrica.
La mayoría entraron, y los que no lo hagan esta tarde, a las seis, en la Fábrica, y por la mañana en la Pirotecnia, quedarán privados de sus cargos.
Como resumen, he de decir que todo marcha bien.
Quiero dar cuenta de una carta emocionante, que rebosa patriotismo, cuya carta me ha sido enviada por una señora. Dice así:
“Excelentísimo señor capitán general: después de oírle con emoción todas las noticias alentadoras para España, y después de ver el buen comportamiento del Ejército, aunque no tengo nada (porque somos unos arruinados a consecuencia de la política seguida por el Gobierno anterior), le envío lo único que me queda: esas alhajas, que pensé pudieran ser algún día pan para mis hijos. Mis hijos y yo las entregamos para los soldados; es lo único que puedo dar, porque dinero no tengo.
Le saluda una española que desea gocen sus hijos de una España grande y honrada”.
Esta carta y las alhajas las hizo llegar a mi poder, por medio de una persona, con la consigna de que no se conociera su nombre; sin embargo, yo he logrado averiguar quién era esta española de tanta grandeza de alma y espíritu elevado de sacrificio: es doña Concepción Escribano de Torres Cortina[31]».
Las peticiones de donativos de oro y alhajas eran continuas, y a veces amenazadoras:
«Es un judío quien en estos momentos guarda el Oro, cuando la Patria lo necesita. ¡Entregue Vd. el que tenga!».
«¡Español! No estreches la mano de hombre o de mujer que, a los diez meses de guerra, luce aún su anillo de oro que le pide la Patria. ¡Ése no es español!».
«¡Capitalista! … El Movimiento Nacional Salvador de España te permite en estos momentos seguir disfrutando de tus rentas.
Si vacilas un solo momento en prestar tu ayuda moral y material, con largueza y desprendimiento, a más de un mal patriota, serás un desagradecido indigno de convivir en la España fuerte que empieza a renacer.
Tu oro, tus alhajas y una parte de tu capital, que tu patriotismo ha de fijar, deben pasar a engrosar inmediatamente el Tesoro Nacional del Gobierno de Burgos[32]».
«De perfecto acuerdo con las instrucciones de Mola en los primeros meses del Alzamiento no se ocultan los crímenes en la zona nacional; se dejan los cadáveres abandonados en lugares más o menos frecuentados y en algunos sitios —Valladolid, por ejemplo— las ejecuciones se convertían en espectáculo público al que concurren centenares de curiosos. Se persigue con ello un efecto intimidatorio que se consigue en muchos de los casos.
El mismo objetivo tienen las charlas radiadas desde Sevilla, cada día, a las diez de la noche, del general Queipo de Llano, dando cuenta de las barbaridades perpetradas en la jornada y ya el 23 de julio de 1936 afirma amenazador e insultante: “Las mujeres de los rojos han aprendido que nuestros soldados son hombres de verdad y no milicianos capones”. Veinticinco días más tarde afirma por la radio: “El ochenta por ciento de las familias andaluzas están de luto y no vacilaremos en recurrir a medidas más extremas”. “Buscaré a nuestros enemigos estén donde estén, incluso bajo tierra, y les fusilaré otra vez donde estén. Si están muertos, les fusilaré otra vez”. Queipo de Llano, a las diez de la noche.
En 1937 se cree obligado en cierta forma a justificar las numerosas ejecuciones y lo hace en la forma siguiente en su alocución radiada del 7 de marzo: “Nos vemos obligados a fusilar a mucha gente en Málaga, pero siempre tras ser juzgada en Consejo de Guerra. Hay que tener en cuenta que los que son condenados a muerte son ejecutados inexorablemente, ¡porque no tenemos la intención de imitar a los débiles gobiernos de 1934!” […]
Conocemos por el católico francés Bernanos lo que en Mallorca se hace y en Canarias hemos sabido algo de los presos arrojados a las simas volcánicas. Un testimonio fehaciente nos lo ofrece persona tan poco sospechosa de simpatías marxistas como el primer ministro de Instrucción Pública de Franco, don Pedro Sáinz Rodríguez, que en la página 326 de su libro de reciente publicación Testimonio y recuerdos dice hablando del mes de septiembre de 1936: “Yo sabía que Franco estaba en Cáceres y las dificultades que había habido en Extremadura. Cuando atravesé el puente sobre el Guadiana, todavía me acuerdo como si lo estuviera viendo: en ambos pretiles había cadáveres asomados sobre el río”. Robert Brasillach, nazi francés fusilado como colaboracionista con los alemanes en 1945 y corresponsal de prensa en España en 1936, escribe que por parte de las tropas moras “la violación de mujeres y la castración de hombres al ocupar las localidades de Andalucía y Extremadura, son operaciones de género casi ritual”. Marc Junod, presidente suizo de la Cruz Roja Internacional, escribe que en agosto de 1936, encontrándose en Aranda de Duero, su acompañante el conde de Vallellano le dice: “Ésta es Aranda la roja; lamento decirle que hemos tenido que encarcelar a todos sus habitantes y ejecutar a muchos”. El mismo Junod cuenta que tras llegar a un acuerdo con el Gobierno Giral para un amplio intercambio de presos y prisioneros políticos, el general Mola rechaza indignado la sugerencia exclamando colérico: “¿Cómo puede usted esperar que vayamos a cambiar un caballero por un perro rojo? Si libertase a mis prisioneros mi propio pueblo me consideraría un traidor. Ha llegado usted demasiado tarde, señor. Esos perros han destruido los valores espirituales más gloriosos de nuestra patria”.»[33]
(Pedro Sáinz Rodríguez, 1898-1986. Bibliógrafo, académico, autor de varios libros sobre misticismo y espiritualidad en la literatura española, fue activo conspirador monárquico durante la República. Franco le nombró ministro de Instrucción Pública en su primer Gobierno, y dirigió la depuración de maestros, profesores y catedráticos. Ya al final de su vida le pregunté cómo había podido hacerse aquella purga tan extensa: «Es que había gente muy mala, hijo, gente muy mala». Se enfrentó con Franco por la cuestión de la monarquía y fue destituido y exiliado a Portugal, donde estaba el pretendiente a la Corona, de cuyo Consejo Privado fue miembro).
Hay muchas posibilidades de pensar que el designio de Franco y de sus generales, aliados y cómplices, no era sólo el terrorismo verbal de estas palabras: se cumplían. Y ni siquiera los asesinatos, revestidos generalmente del ritual macabro de los consejos de guerra, se deben considerar más que como un designio de «solución final» al estilo de la que Hitler estaba ya preparando para la supresión del pueblo judío. Algunos historiadores militares creen que el retraso en la conquista de España se debió a la decisión de Franco de limpiar minuciosamente cada lugar ocupado.
El 22 de marzo de 1937, al comenzar la ofensiva sobre el País Vasco, Mola anunció: «Si la sumisión no es inmediata, arrasaré toda Vizcaya»: Guernica fue destruida un mes después, el 26 de abril de 1937 a las cinco de la tarde. Se cumplía así uno de los más graves actos de exterminio, aunque tuviera otro interés militar: el de una operación premeditada, cuidadosamente preparada por parte de los alemanes dentro de su programa de maniobras militares. Con los bombardeos iban los instrumentos de fotografía, y las imágenes obtenidas fueron inmediatamente enviadas a Göring para que estudiara el efecto de un buen bombardeo.
La Iglesia estuvo en la vanguardia de ese trabajo de terrorismo implacable.
«Sólo puede haber pacificación por las armas; hay que extirpar toda la podredumbre laica», decía monseñor Gomá, cardenal primado de España, que encabezó la carta colectiva de los obispos. «Benditos sean los cañones si en las brechas que abren florece el Evangelio», escribió Díaz Gomera, obispo de Cartagena. «No haya perdón para los destructores de iglesias y los asesinos de los santos sacerdotes. Que su simiente sea aplastada, la mala simiente, la simiente del demonio. Porque, en verdad, los hijos de Belcebú son también los enemigos de Dios» (sermón del arcipreste en su catedral de Burgos). De un catecismo oficial:
«—¿Hay libertades nefastas?
—Sí. Libertad de enseñanza, libertad de propaganda, libertad de reunión.
—¿Por qué esas libertades son nefastas? —Porque permiten enseñar el error, propagar el vicio, conspirar contra la Iglesia».
(Gonzalo Queipo de Llano y Sierra. 1876-1951. Militar republicano, general por méritos de guerra en África, se enfrentó a la dictadura de Primo de Rivera y se sublevó en la intentona antimonárquica de Getafe para derrocar la monarquía, lo cual le costó un serio retraso en su carrera; casó con la hija del presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, y fue jefe de su Cuarto Militar: desde ese puesto se puso luego al servicio de la conspiración militar y fue encargado de dirigir la sublevación en Sevilla, lo que consiguió por la astucia unida al terror. Sus charlas diarias en Radio Sevilla se escuchaban clandestinamente en Madrid, y no sólo por la «quinta columna». «Se hicieron famosas sus emisiones de radio, con las que logró un dramático efecto en la retaguardia republicana, por la dureza de su contenido, lleno de amenazas —cumplidas dramáticamente— y por el vocabulario empleado[34]». En 1944 tuve ocasión de leer sus charlas recogidas por taquigrafía y archivadas en la Dirección de Prensa y Radio del Protectorado de España en Marruecos: eran nauseabundas. Las versiones que se publicaron fueron censuradas por su crudeza. El general disponía de muy pocas tropas, pero las hacía desfilar continuamente por la ciudad para dar la impresión de un enorme ejército. No vaciló nunca a la hora de matar. Se le atribuye la frase «dar café» por fusilar: vendría de la expresión «le dais una taza de café y le fusiláis»; es probable, según algunos testimonios, que se la dijera al comandante Valdés, gobernador militar de Granada —seis mil ejecuciones—, cuando éste le consultó sobre qué hacer con Federico García Lorca. Su aportación al triunfo del «Movimiento» fue decisiva: gracias a él, el Ejército de Marruecos pudo desembarcar y desplegarse. Sin embargo, Franco recordó siempre que había sido republicano, le mantuvo a raya y le dio puestos sin importancia una vez ganada la guerra. En 1950 le hizo marqués, y Queipo rechazó el título).