Militares, Milicianos
Me estoy adelantando demasiado en el tiempo. En este relato había dejado Madrid con los primeros milicianos estrafalarios, y la nueva gloria del mono azul, con el lechero demudado y la muchacha guerrera, con el Cuartel de la Montaña asaltado y sus jefes capturados, mientras los «pacos» disparaban, ocultos, contra los milicianos o los guardias de Asalto, o los guardias civiles leales que se habían quitado el tricornio y peleaban en mangas de camisa, lo nunca visto.
La palabra «paco» es onomatopéyica: el ruido de un disparo solo, seco, aislado, y su pequeño eco. Creo que se acuñó en la guerra de África: en un campamento, en un aduar, sonaba el disparo y caía alguien muerto, herido. Decían que el moro era buen tirador. Los pintores africanistas les pintaban a caballo con largas y antiguas espingardas, pero los vendedores les daban verdaderos mosquetones: incluso se habló de financieros españoles que ganaron con ese tráfico. Y de militares que robaban el armamento español…
En Madrid cundió durante la larga época del pistolerismo que precedió la guerra: se multiplicó al comenzar. Falangistas, militares, monárquicos aislados disparaban su tiro certero y aislado contra los milicianos de la calle. Muerte y sonido solían ser simultáneos: como contaba Hemingway, nunca oyes la bala que te va a matar.
En mi casa había uno: un capitán, que disparaba desde un ventanuco de la medianería, y en el alféizar dejaba la pistola. Nunca le denunció nadie. Se llamaba Roberto Irigoyen, salvó su vida y desapareció: volvió, ascendido, con el Ejército que entró en Madrid.
Una mañana de julio me llamó mi madre con el cuchicheo urgente de la noticia de guerra; estaba pegada a la pared, mirando a la calle por un resquicio del visillo. Me señaló la iglesia de los Dolores. Desde el edificio adjunto, el Hospital de Sacerdotes de San Pedro, se veía en algún balcón una pequeña nube, apenas un golpe de polvo, en el momento del disparo de los «pacos».
Los milicianos se guarecían en los portales, miraban desconcertados. De pronto, uno de ellos señaló el balcón desde donde se acababa de disparar: aún ascendía un tenue suspiro de humo de pólvora en el aire cálido del verano. Se parapetaron en la balaustrada del edificio eclesial; vinieron más y entraron en la iglesia disparando. Llegaron ambulancias, se llevaron cuerpos. Algunos milicianos salieron hacia los coches: tomaron bidones, aspiraron la gasolina de los depósitos y entraron en la iglesia.
Los Dolores ardió durante varios días. Imagino que sigo oyendo las campanas (las veo desde mis terrazas de hoy) que sonaban durante el incendio: alguien dijo que habían atado a un cura a la cuerda, se debatía y por eso sonaba. Había quien creía que podía haber una mano de Dios, como en las leyendas de Bécquer, llamando a los fieles al arma. No era así: era la dilatación por el calor, la caída de las vigas, el estallido de los ladrillos cuyas esquirlas golpeaban el bronce.
El incendio duró varios días; el olor a quemado quizá un mes. Era la iglesia donde yo había hecho la primera comunión, que sería la última: años después, en el cuartel de África, me obligaron, pero me escabullí. No por mí: me daba igual. Cuando no se cree, lo mismo importa seguir que abandonar los ritos: depende de lo necesario. Pero sí por los otros: una cierta delicadeza, una cierta educación, un respeto a los demás; tengo aún la sensación, cuando entro en una iglesia, de que la presencia del ateo puede ser dolorosa para los demás, aunque sea invisible (una vez, es verdad, me refugié de algo en una iglesia y quien me seguía me señaló con el dedo y gritó: «¡Es un ateo! ¡Es un rojo!»: pero ésa es otra historia, y además no pasó nada, ni nadie se movió).
Los chicos de la calle donde estaba la iglesia miraban desde fuera. A veces, alguno lanzaba una pedrada contra los fragmentos de cristal que habían quedado en las ventanas. Yo sería uno de ellos: pero seguro que no acerté nunca. No sirvo.
Y así lo que iba a ser un motín, un pronunciamiento más que continuase los que hicieron desgraciada, y atrasada, y acobardada, a la España del siglo XIX, se convirtió en guerra civil. Se fueron formando poco a poco las líneas del frente: las provincias donde habían ganado los facciosos, las que permanecieron en la República. No correspondían a los sentimientos, a las mayorías o a las convicciones de quienes las habitaban, sino al azar de los distintos golpes. Ni siquiera a la voluntad de todos los militares: algunos tenían una cierta superstición rara del honor que les hacía ser fieles a la bandera que habían jurado o al régimen instituido; otros, simplemente, dudaban, no se atrevían. Apenas ninguno tuvo tiempo para pensarlo: simplemente se le ponía la pistola en el pecho para acelerar su pensamiento. El general Miguel Campins, gobernador militar de Granada, se había comprometido con la conjura, pero vaciló en el último momento; después de hablar por teléfono con el gobernador civil discutió el tema con su ayudante; por fin aceptó firmar el bando de declaración del estado de Guerra (la toma del poder por los militares: la rebelión) que sirvió para que se alzaran todas las guarniciones. Pero, una vez firmado, fue su propio ayudante (comandante Francisco Rosaleny) el que le detuvo y le envió a Sevilla, ante el general Queipo de Llano: le fusiló. De todas maneras, la división de España correspondía vagamente a una geografía política que durante todo el siglo ha seguido funcionando: Madrid, Barcelona, las zonas del litoral Mediterráneo suelen dar mayoría a la izquierda; la España interior, sobre todo Castilla, a la derecha o a los que representen el conservadurismo y, en otros tiempos, la monarquía.
Desde las provincias militares, las columnas comenzaron su avance hacia Madrid. Los «cuatro generales» de la copla popular mandaban sus tropas con la idea de llegar a Madrid cuanto antes. Parece que temían, sin embargo, un combate abierto: las comunicaciones con sus correligionarios en la capital les decían que apenas había ejército organizado, que los milicianos que habían detenido a los falangistas en la Sierra —en el Alto del León, llamado luego y aún ahora «de los Leones», como homenaje a los jonsistas castellanos que murieron allí— no tenían disciplina ni armas, que el Gobierno estaba dispuesto a huir porque temía más a las milicias que a los militares; sin embargo, la cautela de Franco, que se hizo después tradicional, le contuvo. Inició una táctica: bombardeos duros sobre la ciudad abierta, cerco que la dejase desabastecida y amenazas a quienes se resistieran.
Hay que considerar que aquel 22 de julio de 1936 fue la primera gran batalla a las puertas de Madrid, y los heteróclitos milicianos, algunos guardias, las mujeres guerrilleras y unos militares repentinos como «Modesto» o profesionales como Vicente Rojo contuvieron en Somosierra a los falangistas de Onésimo Redondo con algunos soldados de Mola y guardias civiles. Hubiera podido ser el desplome de Madrid.
(«Modesto», Juan Guilloto León, 1906-1969. Compañero de colegio en Puerto de Santamaría de Alberti, que le dedica páginas emotivas y entusiastas en La arboleda perdida, fue quien mandó las columnas de milicianos en Somosierra. Antiguo soldado de Regulares, el Partido Comunista le mandó a la Academia Frunze de Moscú, donde adquirió una importante experiencia militar. Empezó la guerra conduciendo a los milicianos, la terminó de general en el Quinto Regimiento de Líster y en el momento del cerco mandaba la IV División del Cuerpo de Ejército de Madrid. Fueron sus fuerzas las que consiguieron el paso del Ebro en 1938; tras la caída de Cataluña pasó a Francia y volvió a Madrid para evitar, sin éxito, la entrega de la ciudad por Casado en 1939. Fue al exilio de la Unión Soviética, donde conservó el grado de general. Murió en Praga).
Italianos y alemanes habían iniciado inmediatamente su ayuda: los barcos y los aviones alemanes e italianos protegieron el convoy que atravesó el Estrecho de Gibraltar para desembarcar en Andalucía. Eran los Ju-21, los Junkers: a fines de julio había ya veinte en España, y los historiadores militares dicen que llegaron, sólo de este tipo, hasta ciento veinte. Los Caproni italianos, los Heinkel alemanes…
«El golpe de fuerza contra la República, que vino a estallar en julio del 36, necesitaba, para triunfar, el efecto de la sorpresa: apoderarse en pocas horas de los centros vitales del país y de todos los resortes de mando. Empresa difícil, porque no se logra nunca descartar lo imprevisto, por mucho que se perfeccione el funcionamiento maquinal de la organización militar; pero no empresa imposible. Fracasada la sorpresa, y obligado el movimiento a buscar la solución en una guerra civil, sus probabilidades de triunfo eran casi nulas, si se hubiera visto reducido a sus recursos propios en España. Esta consideración, que ahora no tiene más valor que el de una hipótesis agotada por la experiencia, mostrará siempre la importancia capital de la acción extranjera en España para encender y sostener la guerra, y decidirla[24]».
Fueron los aviones enviados por el nazismo alemán y el fascismo italiano los que comenzaron el bombardeo aéreo de Madrid. Los trimotores, decíamos de los aviones enormes protegidos por los cazas. Los «pavos» o «pavas», se decía; y los «mosquitos» eran los cazas, pero ¿quién distinguía unos de otros?
«¡Son de los nuestros!», decía la gente ilusionada: hasta que veía desprenderse los puntos brillantes de las bombas que comenzaban a caer. Los milicianos disparaban sus fusiles y sus pistolas, los antiaéreos comenzaban a disparar: y se veía estallar, en torno a los aviones enemigos, la humareda negra del proyectil. Por las noches, los grandes reflectores surcaban el cielo: a veces cazaban a uno y le seguían a pesar de sus piruetas mientras los cañones antiaéreos trataban de hacer puntería. A veces salían, realmente, «los nuestros» y se entablaban los combates aéreos.
Madrid se había preparado para los bombardeos desde el mismo momento en que el golpe se convirtió en guerra y las tropas facciosas se aproximaban a la capital. Habíamos cruzado los cristales de las ventanas con cintas de papel engomado: se empezó a hablar de la «onda expansiva» que podría hacer saltar los cristales por los aires. Había sacos terreros en los rellanos. Se habilitaron los sótanos de las casas y se pusieron letreros que indicaban dónde estaban los refugios. Había dos teléfonos de urgencia: para los incendios o las demoliciones, el 12800; el 10011, para que las ambulancias o los médicos acudieran si se producían heridos. No se permitían luces. El metro estaba abierto día y noche como refugio seguro para las bombas de entonces. El primer bombardeo se intentó sobre el aeropuerto republicano de Getafe. El primer bombardeo aéreo sobre la ciudad buscaba ya el Ministerio de la Guerra, que ocupaba Azaña.
«El 28 de agosto, a las 23.45 horas, los temores se hacían realidad y un avión Junker, por primera vez en la historia madrileña, arrojaba bombas sobre la ciudad. El ataque consistió en el lanzamiento de dos bengalas y tres bombas de diez kilos sobre la plaza de Cibeles (entonces, de Castelar), los jardines del Palacio de Buenavista (sede del Ministerio de la Guerra) y la calle del Barquillo, causando la muerte a un cabo, heridas a tres soldados, así como daños en la base del pilón de la fuente. A continuación lanzó otra bomba sobre un garaje del paseo del Rey, incautado por el Círculo Socialista del Oeste, que provocó la destrucción de varios vehículos y heridas a dos guardias municipales; y sobre la cercana estación del Norte».
El 6 de septiembre los aviones lanzaron una proclama de Franco:
«¡Madrileños! La vida que sufre la capital, la anarquía de que sois víctimas, la acción criminal practicada por comités irresponsables contra ciudadanos pacíficos encarcelados y sacrificados por las hordas rojas al servicio de Moscú, justifican esas reiteradas mentiras de la prensa marxista y de las estaciones emisoras llamadas gubernamentales. Más de un mes lleva el movimiento nacional patriótico; el Gobierno, impotente para dominarlo, sufre reveses en todos los frentes, y se aproxima el momento en que, después de una resistencia estéril y sangrienta, tenga que abandonar Madrid para refugiarse en Levante, antes de emprender la fuga definitiva.
Con mentiras y engaños quiere mantenerse una ficción de espíritu gubernamental; en todos los frentes se registraron encuentros que terminaron favorablemente para las armas nacionales; sólo en contados casos, algún grupo aislado de guardias civiles caía gloriosamente ante la superioridad numérica de las masas aunadas, después de heroica resistencia. La mejor prueba de que la radio al servicio de los marxistas engaña al pueblo está en el hecho de ocultar la conquista de poblaciones y puestos de lucha que hacemos diariamente. Andalucía se halla casi totalmente pacificada; Sevilla, Cádiz, Huelva, Granada, Córdoba y gran parte de la provincia de Málaga, ocupadas por nuestras tropas, disfrutan de una vida normal, igual que en los mejores tiempos de paz y tranquilidad. Extremadura entera, con Badajoz y Mérida, fue conquistada por nuestras tropas, no obstante la fortaleza natural de la capital extremeña, donde quedaron abatidas las milicias comunistas del tristemente célebre Puigdengolas. Todo esto es prueba fehaciente de nuestro poderío. En Guadarrama y Somosierra, nuestras tropas aprietan el cerco de Madrid, y esperan el momento, que les señalará el mando, para caer sobre la capital. En Aragón y Castilla, igualmente se mantiene la neta superioridad de las fuerzas nacionalistas sobre el enemigo. La provincia de Guipúzcoa hállase ya casi totalmente dominada, y San Sebastián caerá de un momento a otro, vencida por el viril ataque de las fuerzas de Navarra. La marina pirata en el Sur ha visto frustrados sus propósitos. La mayoría de esas unidades han sido puestas fuera de combate con el certero bombardeo de nuestros aviones, que les causaron centenares de víctimas y provocaron el terror entre sus tripulantes. El acorazado Jaime I quedó averiado.
Los fuertes de Cartagena, adheridos al movimiento patriótico, hacen sentir también su poderío sobre la base naval y las zonas ocupadas por los marxistas. En muchos lugares del reducido territorio donde aún dominan los rojos, se multiplican los focos rebeldes, que los marxistas son incapaces de extirpar ni dominar. Los crímenes más horrendos, que tienen ya espantadas a las propias milicias rojas, en cuyas filas figuran los criminales peores y más refinados, se suceden sin interrupción por toda la zona roja, y revelan lo que sería el régimen que ellos defienden. Ninguna mujer, ninguna criatura escapó al furor de los “modernos bárbaros”. En Andalucía y Extremadura fueron exterminadas, quemadas vivas, familias enteras; fueron enterrados vivos muchos sacerdotes; violadas y martirizadas infinidad de doncellas, por las hordas armadas, salvajes y criminosas. Se cuentan por centenares los muertos de esta manera, y los inmolados en las poblaciones asaltadas por los marxistas.
Bárbaros y cobardes bombardeos de ciudades abiertas se han efectuado por los buques piratas, causando la muerte a mujeres y criaturas indefensas. También las poblaciones civiles sufrieron estos bombardeos, con idéntico resultado.
Ésas son “las únicas victorias de las fuerzas rojas”. Sólo perpetran actos criminales contra el derecho de gentes y las poblaciones pacíficas.
SE HA DADO PRINCIPIO YA A LAS OPERACIONES AÉREAS PRECURSORAS DE LA OCUPACIÓN DE MADRID, QUE SE HARÁ EN FECHA MUY PRÓXIMA.
Hasta ahora, los bombardeos han sido dirigidos contra los aeródromos militares, las fábricas de material de guerra y las fuerzas combatientes. Si se persiste en una suicida terquedad, si los madrileños no obligan al Gobierno y a los jefes marxistas “a rendir la capital, sin condiciones”, declinamos toda responsabilidad por los grandes daños que nos veremos obligados a hacer para dominar por la fuerza esa “resistencia suicida”.
SABED, MADRILEÑOS, QUE CUANTO MAYOR SEA EL OBSTÁCULO, MÁS DURO SERÁ POR NUESTRA PARTE EL CASTIGO.
El croquis adjunto, que demuestra cómo las tres cuartas partes del territorio nacional está en nuestras manos, debe abriros los ojos mejor que cualquier largo discurso.
¡¡Madrileño!! El día de vuestra libertad está muy próximo. Si queréis salvar la vida y evitaros perjuicios irreparables, entregaos, sin condiciones, a nuestra generosidad.
GENERAL FRANCO».
(El «tristemente célebre», citado en la proclama amenazadora de Franco, era un mando profesional del Ejército, el coronel Puigdengolas, que en realidad, según testigos, disciplinó a los milicianos y fue la máxima autoridad en la plaza).
Las amenazas fueron ciertas. El 23 de octubre Madrid sufrió el primer gran bombardeo alemán en tres oleadas; continuaron los días siguientes. Hasta finales de octubre, según Montoliú (obra citada) había 160 muertos y 269 heridos. Las bombas ya eran de cien o de doscientos kilos: algunas habían caído en un centro escolar, otra en una fila de personas que esperaban adquirir víveres a la puerta de un establecimiento. Los bombardeos no cesarían hasta que el emplazamiento de cañones en las proximidades de Madrid hicieran desde tierra bombardeos más seguros, más certeros y sin riesgo. Los aviones se destinarían a otras poblaciones lejanas del frente: pero las del litoral mediterráneo se bombardeaban desde el mar, aunque la aproximación de los barcos permitiera tiempo para acudir a los refugios.
«Sin pérdida de tiempo» avanzaba Yagüe; y Mola, y Franco, y Queipo y Varela. Devastaban a su paso. No es posible creer que la crueldad de las represiones fuera solamente fruto del odio acumulado en los últimos años y apareciera espontáneamente en todas las ciudades ocupadas, en todos los pueblos por donde las tropas iban pasando. Los bandos, las proclamas, las advertencias, las amenazas parecen indicar que la represión era básica en la sublevación; se puede conjeturar que si el golpe militar hubiese triunfado en los primeros momentos los fusilamientos o asesinatos por el Ejército y los militarizados a sus órdenes, falangistas o requetés o monárquicos de don Juan, hubiesen sido menores, pero no que no se hubiesen producido. En las ciudades donde triunfó en el primer momento, los asesinatos comenzaron desde las primeras horas. También en la España republicana, pero con una diferencia notable: las autoridades, los partidos políticos, los periódicos hacían todo lo posible por contener a los que desde el principio llamaron «incontrolados». Y por encuadrar a todos los que tuvieran armas en formaciones regulares. Uno de los frutos de ese esfuerzo sería el Quinto Regimiento organizado por el Partido Comunista en el mes de octubre. Las disposiciones oficiales ordenando el cese de registros y de detenciones eran incesantes, y no siempre obedecidas. Incluso el Partido Comunista, que era el más interesado en unificar un ejército en el que tuviera influencia, desconfiaba del Gobierno.
Un decreto del Ministerio de la Gobernación, cuidadosísimo en el lenguaje, el 6 de octubre de 1936:
«Con el deseo de colaborar en la labor de retaguardia, uno de cuyos principales problemas es el de descubrir a las personas desafectas del régimen, han surgido en Madrid y provincias grupos de leales ciudadanos que, llenos de entusiasmo, colaboran en el indicado fin.
Son indudables los eficaces servicios prestados a la causa republicana por la gran mayoría de estos grupos; pero también lo es que, unas veces el exceso de celo y otras posibles errores, han producido molestias totalmente innecesarias para los fines que todos perseguimos. Ello obliga a este Ministerio a recoger lo útil de estos grupos y al mismo tiempo incluirlos en una organización dirigida por la autoridad del Estado; ello entraña el dotarles de la máxima eficacia y a la par de la responsabilidad que lleva aneja toda actuación pública.
Por todo lo anterior, este Ministerio dicta la siguiente Orden:
1.º Por la Dirección General de Seguridad, en plazo que no excederá de cuarenta y ocho horas, se invitará a todos los grupos que actúan, cualquiera que sea su denominación, en labores de investigación, a que se integren en la Sección de Investigación de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. Para ello darán el nombre de sus Jefes responsables y una lista de los ciudadanos que actúan a sus órdenes.
2.º Quedan sin ningún valor los carnets o documentos de identidad que los ciudadanos de estos grupos tuviesen. Ellos serán sustituidos por el carnet de las Milicias de Retaguardia.
3.º A partir de la fecha de esta Orden sólo podrán realizar registros domiciliarios los Agentes de la Autoridad y las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia; pero será requisito indispensable que el registro sea ordenado por la Dirección General de Seguridad, para demostrar lo cual las personas que actúen en ellos habrán necesariamente de llevar una orden escrita del expresado Centro y firmada por el Director General o persona en quien delegue. Sólo podrá delegar en el Subdirector o en el Jefe Superior de Policía.
4.º Todo registro queda sometido a las siguientes reglas:
Será presenciado por el inquilino habitante de la casa en que se practique; en ausencia del mismo, se invitará a que lo presencie el portero y otro vecino de la casa.
De todo registro se levantará acta, que firmará la persona que lo dirija, el inquilino o habitante del piso, o, en su defecto, el portero y vecino que lo hayan presenciado.
En el registro se incautarán de las armas que se encontrasen, municiones, explosivos y todo cuanto tenga el carácter ofensivo o defensivo que racionalmente se pueda pensar puede ser utilizado contra el régimen. Se incautarán también de los documentos que se crean de interés en relación con el actual movimiento subversivo. Se depositará en la Dirección General de Seguridad el oro en monedas o pasta que se encontrase, para dar inmediato cumplimiento al Decreto sobre el destino del oro. Serán también incautados cuantos emblemas, banderas o símbolos se encontrasen y tuviesen carácter faccioso. De todo lo incautado se hará en el acta una minuciosa reseña.
5.º Queda terminantemente prohibida mientras no exista orden escrita y expresa de la Dirección General de Seguridad la incautación de muebles, efectos, valores, ropas, etc.
Si a juicio de quienes efectúen el registro en el local hubiese acaparamiento de subsistencias, de ropas, etc., que supusiesen un afán de sustraer al vecindario lo que éste necesita, así como lo que precisan las Milicias y Hospitales, se hará constar ello en el acta y se invitará a salir a los habitantes del piso, precintándose éste. Dado cuenta de lo anterior a la Dirección General de Seguridad, ésta resolverá, en un plazo no superior a doce horas, si procede la incautación y sanción gubernativa o si el hecho no debe ser sancionado en forma alguna. En uno y otro caso, al terminar dicho plazo, se levantarán los precintos de la casa para que ésta pueda seguir siendo habitada.
6.º Si se intentase practicar o se practicase algún registro sin atenerse a todo lo que se dispone en los números anteriores, los porteros vienen obligados a dar cuenta inmediata a la Dirección General de Seguridad, obligación que también contraen los propios inquilinos del cuarto o cualquier vecino que tuviese noticias de lo que estuviese ocurriendo o hubiese ocurrido. Quienes hubiesen participado en un registro no ordenado por la Dirección General de Seguridad, o si habiendo sido ordenado por ésta no guardasen los requisitos indicados, serán detenidos y sometidos como enemigos del régimen al Tribunal competente.
Madrid, 6 de octubre de 1936.
Ángel Galarza[25]».
Los bombardeos de la retaguardia republicana indicaban también ese propósito de destrucción de vidas humanas. La proclama del 6 de septiembre sobre Madrid indicaba que los bombardeos se habían realizado «contra los aeródromos militares, las fábricas de material de guerra y las fuerzas combatientes», pero no era cierto. El primer bombardeo aéreo sobre Madrid está registrado cinco días después de la proclama, el 11 de septiembre, pero ya los barrios periféricos habían sufrido las bombas aéreas, y otras ciudades. El 11 de septiembre los trimotores y los cazas bombardearon el centro de la ciudad y los barrios obreros: no cesaron en sus incursiones hasta el momento en que la artillería puso Madrid al alcance de los cañoneos, que se podían hacer con el mínimo riesgo y con más eficacia. La llegada de la aviación enemiga era previsible: se veían las formaciones desde lejos, se avisaba, sonaban las alarmas y la gente buscaba refugio. El cañoneo, en cambio, era imprevisible. Podía ser continuo, durante varias horas, en cuyo caso cabría el refugio, o podían caer dos o tres proyectiles esporádicamente: los «chupinazos», decían los madrileños. Eran todo lo buenos artilleros que se podía ser entonces, con las piezas antiguas de la guerra de África y la trigonometría de la Academia. Todavía he visto un cañón arrestado, de cara a la pared, en un cuartel de Tetuán (el 30 de Artillería): lo habían capturado los moros y había disparado contra los españoles, que, al recuperarlo, lo arrestaron. Arrestaban mulos también. Se arrestaba mucho en el Ejército español.
«Madrid duerme; o finge que duerme. Ni un ruido, ni un punto de luz. El fúnebre ruido de derrumbamientos que ahora oímos cada dos minutos se ahoga cada vez en un silencio de muerte. No despierta en la ciudad ni rumores ni movimientos. Se implantará cada vez como una piedra en el agua. Otra vez por encima de nosotros, en las estrellas, ese borboteo de botella descorchada, un segundo, dos segundos, cinco segundos… Sin querer, reculo: me parece que voy a recibir el golpe, y es como si la ciudad entera se hundiese… Pero Madrid emerge cada vez. Nada se ha hundido, nada ha pestañeado, nada ha cambiado. El rostro de piedra sigue puro.
—Para Madrid…
Mi compañero lo repite maquinalmente. Me enseña a distinguir esos estremecimientos en las estrellas, a seguir esos escualos que corren hacia su presa.
—No… Ésa es una batería que contesta… Eso… son ellos, pero se les va la puntería… Ésa sí… Ésa es para Madrid…
El tiempo se alarga hasta las explosiones. Pero en ese tiempo, cuántos acontecimientos. Una enorme presión sube, sube… ¡Que se decida a estallar esta caldera! Ah, y están los que en ese mismo momento han muerto, pero también los que acaban de esquivar la muerte. Hay un aplazamiento para ochocientos mil habitantes, menos una docena de víctimas. Entre el primer bramido y la explosión, había ochocientas mil personas en peligro de muerte[26]».
Más adelante ocuparon una posición elevada: quizá el cerro Garabitas, imagino ahora. Con ellos llegó un cronista de guerra ilustre: el Tebib Arrumi. Como los cañones, venía también de la guerra de África; había tomado su pseudónimo del árabe vulgar: el médico cristiano, el Tebib Arrumi. Le llamábamos el Tebib, o don Víctor Ruiz Albéniz: sobrino nieto del compositor, del que hizo una biografía con documentos familiares; transmitió el amor a la música a sus hijos y éstos a los suyos, de modo que si su nieto, el presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, ama tanto la música, es por esa transmisión cultural.
En África, el Tebib había dormido en la misma tienda de campaña que Franco; y le llamaba Franquito. Como privilegio, conseguía estar en los puntos importantes de la guerra. Corrió a Madrid con las tropas que iban a entrar, pero que se quedaron en puertas.
Ese día, desde el alcor desde el que se dominaba todo el oeste de Madrid, el Tebib miró por sus prismáticos y sintió una gran emoción: se veía su casita de la Dehesa de la Villa. Pidió que le dejaran ver por el telémetro, que alcanzaba más; y lo comentó:
—Mire, mire, mi general… Es mi casita de la Dehesa de la Villa…
El general —el que fuera, uno de ellos— miró y comprobó:
—La tienes bien enfocada, Tebib…
Corrigió un poco, midió las milésimas artilleras, tomó las coordenadas y mandó disparar:
—¡A volar la casita del Tebib!
La destruyeron. Se reían a carcajadas: les parecía una buena broma, una cosa graciosísima. No era nada personal. Quizá un poco la burla de los señorones contra Rigoletto, al que en el fondo querían tanto: un periodista siempre será un bufón para los buenos militares.
Cuando don Víctor me lo contaba, aún se le saltaban las lágrimas. Decía que la había comprado con los ahorros de toda su vida. No debieron ser malos: fue él quien montó la trama para que Juan March, encarcelado por la República, escapase a Francia con el director de la cárcel convenientemente sobornado; y, desde el exilio, March preparó con su dinero y el de la gran banca europea el levantamiento militar. Fue él quien pagó el avión que llevó a Franco desde Canarias a Marruecos para hacerse cargo de las tropas africanas; por medio de otro periodista, Juan Ignacio Luca de Tena. Los bufones a veces hacemos grandes servicios a la corte.
El Tebib me contaba cosas de la guerra. Del Cuartel General de Franco, que se iba trasladando según el desarrollo de las operaciones. Por las noches se servía una cena frugal, con agua, y los militares hablaban poco. Franco se retiraba pronto. Y recomendaba que los demás hicieran lo mismo:
—Hasta mañana, señores. Recuerden que tenemos que levantarnos temprano para trabajar.
Solos, alguno sacaba una botella de coñac, otro de anís; comenzaban a beber, a contar historietas, chismes, a reír. Pero podía ocurrir que, de pronto, se abriese la puerta y apareciese Franco, que había estado aguardando el momento de sorprenderles. Y gritaba con su voz atiplada, pero inflexible:
—¡Señores, son ustedes como niños! Vamos, vamos, recojan y retírense…
El Tebib tuvo en la posguerra algunas recompensas. No pudo quedarse con el periódico Informaciones porque se le adelantó Víctor de la Serna, apoyado por Falange y por los alemanes. March le dio una plaza de médico en la Transmediterránea, en la que cobraba sin necesidad de servir. Le dieron también la de médico municipal: a veces era yo quien hacía las visitas a los locales o las viviendas insalubres, y me presentaba como el señor Ruiz Albéniz. Se asombraban al ver un niño, pero no se atrevían a decir nada. Yo levantaba el atestado, lo firmaba él y me daba cinco pesetas. Una fortuna de entonces. Fue presidente de la Asociación de la Prensa, director de la Hoja del Lunes: nos ayudó a todos, rojos o hijos de rojos, y yo le debo apoyo y amistad.
Pero un día pidió audiencia a Franco: cuando le vio después de tantos años y de tantas jornadas de guerra, no pudo contener su emoción y se lanzó hacia él diciendo:
—¡Franquito!…
Franco le detuvo con un gesto:
—Su Excelencia, Tebib; Su Excelencia…
Desde entonces comenzó su desgracia. Lo fue perdiendo todo. Otra broma militar.
Fue, por encima de todo, una gran persona. Creía en lo que creía; pero era un buen hombre. Cuando comenzó la guerra sacaron de su casa a su hijo mayor, que era un pistolero de Falange conocido por «el Cejas»: todos en la familia las tienen espesas y fuertes; se las transmiten con el amor a la música, y con rasgos de bondad, y de un comportamiento a veces más libre de lo que les convendría para la textura de su sociedad. Cuando terminó la guerra le llamó el juez para que reconociese al acusado del asesinato de su hijo: el Tebib acudió y dijo que no le reconocía: y era él. Me lo contó al llegar del juzgado:
—Mataron a mi hijo, y no quiero que maten a otra persona…
«La guerra continuaba con alternativas diferentes. Al comienzo, los avances de los sublevados contra la República fueron verdaderamente espectaculares en todos los frentes. Sólo en Madrid la lucha se había estabilizado y pudieron resistir heroicamente las milicias y los soldados republicanos las fuertes acometidas de las aviaciones alemanas e italianas y los ataques por tierra, mediante un bien planeado plan defensivo.
Sólo cuando el Gobierno de Madrid recibió la ayuda de las llamadas Brigadas Internacionales, que se nutrieron de demócratas de todo el mundo, pudo ofrecer una resistencia efectiva y hasta ganar batallas que hicieron historia.
Los partes de guerra de los sublevados estaban redactados de manera enfática y ampulosa para despertar los entusiasmos de las gentes en las zonas ocupadas. Casi todos los cronistas llamados “nacionales” desvirtuaban la realidad y hasta suscitaban la ira de algunos militares franquistas.
Este hecho quedó reflejado en un curioso incidente que se produjo cuando ya Franco había trasladado su Cuartel General a Burgos.
Aquella ciudad castellana, como antes lo había sido Salamanca, se convirtió en el centro militar y político del Gobierno franquista. Allí acudían personalidades militares de alta graduación, representaciones diplomáticas y personalidades importantes.
Franco contaba con una prensa sometida a su dictadura. Los corresponsales de guerra exaltaban exageradamente los triunfos de los sublevados y la cobardía y falta de competencia de los rojos.
Uno de aquellos corresponsales era el “Tebib Arrumi”, pseudónimo utilizado por un periodista incondicional a la causa y amigo personal de Franco, al que había conocido y hecho amistad con él en África.
Este periodista redactaba sus crónicas, primero desde Salamanca y después desde Burgos. Sus informaciones las obtenía en el Cuartel General, donde se le orientaba sobre las crónicas que él afirmaba “enviadas desde el frente”.
En tales crónicas, que publicaban asidua y obligatoriamente los periódicos, incidía siempre en el entusiasmo, la valentía, los triunfos “nacionales”. Y destacaba la cobardía, las derrotas, las huidas de los “rojos”.
El casino de Burgos era, como se ha insinuado antes, el centro de reunión de cuantas personalidades militares y civiles se encontraban en la ciudad castellana.
Un día, ante un grupo de altos jefes militares comentaba el periodista exageradamente los fracasos y la cobardía de los republicanos, la nula resistencia que oponían a las fuerzas sublevadas.
“El secretario” acompañaba aquel día a uno de tales jefes y pudo presenciar el suceso: un coronel que escuchaba los relatos del periodista y que acababa de regresar de uno de los frentes para disfrutar de un pequeño descanso le increpó por el desconocimiento que el cronista tenía de la realidad y por desvirtuar los hechos. Afirmó que para conocer lo que ocurría en los frentes había que estar en ellos y no escribir desde Burgos, sin moverse ni molestarse. “Hay que vivir la guerra allí y ver que los rojos son como nosotros, que luchan abnegadamente y que nuestras bajas son tantas como las de ellos”, afirmó el militar.
Aquellos reproches exasperaron al periodista, que contestó duramente al militar. La discusión fue acalorada y derivó en incidente, en el cual el periodista recibió una fuerte bofetada del militar. La intervención de los contertulios para apaciguar los ánimos evitó que la cosa pasara a más[27]».